LA PULSERA DE MI HADA
Voy a ver a don Nassim Joaquín. Está sentado frente al mar de Cozumel, como casi todas las tardes de su vida. Entro a su casa con temor, porque Migue, su esposa, que en la foto de la sala apenas tiene quince años, murió hace trece meses.
Tenía noventa años y no se había cansado de estar viva. Era la última de mis hadas madrinas. Le gustaban los barcos y las puestas de sol. Yo iba a sentarme junto a ella, que siempre tenía la tele prendida, como parte de la misma cháchara. Veíamos juntas cómo se iban los cruceros y el atardecer. No sé de qué modo, pero estoy segura de que ella adivinaba lo que tenía yo en la cabeza, porque nunca hablamos sino de cosas como el calor y el cielo, pero ella siempre conoció las esenciales. Eso lo sabe su hija Addy. Y de tal modo.
Mientras platicábamos, le pedí que me dejara ver la pulsera que llevaba en el brazo porque la recordaba en su madre.
La tuve un rato entre las manos, como si fuera un ensalmo. Luego se la devolví mientras hablaba con don Nassim del país y sus desfalcos. Tiene noventa y tantos años, pero no dice cuántos son tantos, no se le vayan a caer encima. Me despido segura de que aquí estará cuando yo vuelva en unos meses, porque tiene un pacto con la eternidad.
Addy viene conmigo, se quita la pulsera, me la da. Siento pena de habérsela elogiado, le digo que de ninguna manera he de quedármela. Le digo y no me deja que le diga, la pone en mi muñeca y me pone en la puerta. A veces el mundo es más bueno de lo que creemos. Tan es así, que la realidad tiene destellos de irrealidad. Y yo tengo la fortuna de mirarlos.