SENTIMIENTOS ENCONTRADOS
Estuve en Puebla dejándome tomar por una batalla de sentimientos encontrados que ganaron sin más, como en un vértigo, los mejores recuerdos y la clara compañía de mi hermana, sus hijas, mi hija y la letra de mi madre diciendo: «Las quiero aunque no siempre las entienda». Semejante sentencia, escrita en un cuaderno que también tenía cuentas y listas de lo que debía comprar en el mercado.
No le gustaba mi falta de fe. Tenía razón. ¿Qué más hubiera yo querido que dar con la fácil fe en el Dios de la infancia? Esa fe que, en los últimos tiempos, ya no vimos ni en ella.
Llegamos ayer a la comida.
Con las piernas bajo la mesa recontamos la semana y dispusimos la conferencia. La sopa de hongos y el pollo al chile piquín corrieron por cuenta de Mateo, que se ha vuelto un experto en leer el recetario de su abuela y acordar con Juanita qué, de todo, se lleva a la práctica. Juanita no se caracteriza por su buen carácter, pero sí por su deseo de cocinar como si mi mamá aún siguiera examinándola. Quizás por eso nos recibe siempre con su voz llena de disonancias diciendo cosas como: «Hace rato pasó la señora, clarito la vi con su chal blanco, se ha de andar despidiendo, porque mientras sigan ahí sus cenizas no creo que descanse. ¿O usté cree que descanse?».
Como si nos hiciera falta semejante pregunta. En efecto las cenizas de mi madre siguen, junto con las de mi padre, esperando que las pongamos bajo un árbol del jardín. Aún no sabemos cuál, por más que van seis veces que decidimos para luego cambiar nuestras cabezas y creer que no lo hemos decidido. Como si hiciera falta la pregunta. ¿Descansa mi madre? ¿Descansamos nosotros?
Si descansa mi padre no nos lo preguntamos porque, como él murió hace treinta y siete años, hemos trajinado tantísimo su recuerdo que es de suponerse que de tanto cansarlo ya descansa.
Comimos pensando que él decía eso que dicen los italianos, eso de que no se envejece durante el tiempo en que tenemos las piernas «sotto tavola». Marce, nuestra prima hermana, trajo para el postre unas galletas de chocolate, su sonrisa tenue, su infancia y la nuestra, su valor y su estirpe.
Y ahí estuvimos hasta que el horario nos empujó a la ciudad cuyo patrimonio pretendemos conservar, Puebla y sus ángeles.
Llegó la conferencia. De ahí nos fuimos a una exposición de pintura en la que había unos cuadros de Verónica. Hay sobre todos un volcán en amarillos y plata que al mismo tiempo me regaló y aceptó venderle a nuestra amiga Elena. No sé cómo serán posibles las dos cosas, pero ella las hará posibles diciéndole a la perdedora: «Aich, te hago otro». Y lo hace. Ella pinta jugando y cuando juega a pintar, pinta sueños.
Cuando ya era tan noche que la basura empezaba a crecer en las calles, volvimos a casa de mi mamá a comer tamales con los hijos y las hijas. Conversamos. Comimos. Criticamos. Comimos, conversamos, criticamos, recordamos, nos reímos, conversamos y les convidamos tamales a los perros, quehacer muy indebido según las expertas en cuidado dental canino que son Daniela y Lorena. Luego, la noche se deshilvanó tanto como nuestra conversación y las dejamos irse. Ni modo, se fueron a dormir a su casa bajo los volcanes y dejaron a Catalina conmigo tratando de dormir en casa de mi madre. Nada fácil aún, debo aceptar. Dormir en casa de mi madre, sin mi madre.