TAZAS DE TÉ CON DESEOS

 

 

A China la tengo en la memoria desde la infancia. Había un pequeño juego de té, para las muñecas, en la vitrina de una tienda junto al consultorio de mi abuelo. De repente él me llevaba consigo y mientras curaba a las viejitas de sus muelas, yo jugaba poniendo en fila las botellas con enjuague bucal, mirando los ejemplos de dentaduras postizas o haciendo y deshaciendo la gota de mercurio que él me ponía en la mano, para entretenerme durante horas. No necesitaba yo más que el privilegio de ser la compañía elegida entre los primeros diez nietos de un hombre que con las manos hacía dientes y con las palabras milagros. Me gustaba oírlo contándole historias a su clientela, mientras la mantenía con la boca abierta y trajinaba por ahí con la maquinita esa que hacía rechinar hasta las pestañas. Podía yo pasar horas jugando en silencio. Se ve que desde entonces la dispersión era lo mío.

¿De dónde habría salido el juego de porcelana que incautó mi atención al pasar frente a la tienda? Tenía seis tacitas —más pequeñas que un dedal—, una azucarera, una jarra para el agua y otra para la leche. Era un viaje en sí mismo.

También se podía jugar en el patio de aquella casa construida en 1870 que tenía un piso de piedra casi transparente y era grande como el tiempo mismo. Salí del despacho sin avisar y sin notarme, bajé la escalera de piedra, atravesé el portón y fui hasta la vidriera de la tienda en la esquina de la calle. Toda una expedición para una niña de siete años. Tan lejos como ahora ir a Lijiang. Desde el aparador me sonrió la porcelana. ¿Quién habría tenido la curiosidad de hacer tales miniaturas? Entré al negocio con la cara de autosuficiencia que hizo al doctor Guzmán apodarme la Maestra Liendre. Mi cabeza alcanzaba a salir del mostrador. Atendía un hombre con la sonrisa quieta. Le pedí que me enseñara el juego de té. Él preguntó con quién iba yo. Le contesté que mi mamá estaba cerca. «Así que no andas perdida», dijo tranquilizándose. Se accedía al aparador con facilidad, abriendo una puerta que daba a la misma tienda. Todavía puedo oler la madera en el hueco aquel del que salió el juego de té. «Es hecho en China», dijo el hombre para quien era imposible imaginar que tal cosa alguna vez no sería una extravagancia. Me quedé callada, mirándolo despacio. ¿En dónde quedaría China?

No se lo pedí al abuelo. Parte del encanto de una acompañante era no ser pedigüeña. Al menos eso intuí. Tampoco llegué pidiéndoselo a mi madre. Quizás se lo describí. «¿En dónde queda China?», le pregunté a mi papá. Cerca de su escritorio, que al mismo tiempo era el lugar en que los miércoles se colocaba la máquina de coser y a lo largo de la semana nos turnábamos para hacer la tarea, había un símil de globo terráqueo que quién sabe en dónde habrá quedado, al que usábamos de repente como un trompo. «Es todo esto», dijo él señalando el espacio que abarcaba casi medio globo y en el que mi mano cupo completa. China era tan inmensa como sigue siendo. Y quedaba al otro lado del mapa. Pero ¿cuál no sería su fuerza que de allá traían cosas hasta Puebla?

El pequeño juego de té cobró las dimensiones de un planeta: inmenso y lejano, imposible y precioso. Un día dejó de estar en el aparador. No en mi memoria. Ahí está inmóvil, suspendido en la emoción de una mañana que no imaginó el futuro: China.

Sólo hasta hace poco, ya que los años habían traído a mi casa desde cucharas, relojes, bolsas de mano, pañuelos y lámparas, hasta un saco, con la etiqueta de Armani cosido en China y no en Italia; sólo hasta entonces me hice de una jarrita azul, con seis tazas, en la que ahora preparo el té de las mañanas. Una jarrita idéntica a la del aparador, aunque cincuenta veces más grande, sin que por eso deje de ser chica. Sirve para dos tazas. Aquí la tengo ahora, haciéndome pensar que vino de tan lejos, como he de ir yo en estos días. Cuán remoto será que antes de irse, Héctor quiere dejar firmada una moda notarial que se llama last will. Algo ordenando que cuando esté muriendo, lo mismo si choca que si se tropieza o estornuda, lo mismo por viejo que por hiperactivo, no lo conecten a nada que le prolongue la agonía de un modo artificial. A veces yo le concedo razón: que no quiere dejar a los parientes sufrir, que teme que de puro amor o de pura indecisión y culpa lo pongan atado a un tubo a ver hasta cuándo gana la lucha por la muerte. Ha de tener razón. Pero no sé. Yo creo que cuando uno está muriéndose no tiene para qué seguir dando instrucciones. También sé que he estado inconsciente varias veces y que para mi fortuna nadie me desconectó de las muchas medicinas tan modernas como la moderna China, gracias a las cuales volví en mí, tan campante como me había ido. Ni mi papá, ni mi abuelo hubieran necesitado firmar un last will porque de buenas a primeras tuvieron a mal morirse en una noche. Y si mi madre hubiera firmado algo, nunca hubiéramos sabido cómo desconectarla porque ella estaba atada a la vida por un tubo invisible que la hizo sobrevivir, contra todo diagnóstico, muchos meses después de la mañana en que nos avisaron que podría morir al día siguiente. ¿Y mi tía Maicha, que hace tiempo no adivina quién es, pero a los noventa y dos años está sana, comiendo y durmiendo como una bebé? ¿Ella qué hubiera tenido que poner en un last will? «Cuando vean que se me olvidan las cosas pónganme a dormir.» ¿En qué grado de olvido hay que estar para que los parientes obedezcan semejante deseo? Si yo no muero antes, de algo menos ingrato, he de acabar como ella, enlazada a la vida artificial del olvido. Y ¿cómo podrán quitarme del mundo si dejo dicho que me libren de la desmemoria que seré? Mejor tener un nieto y morirme de alegría. Difícil decidir. Mejor decirle a los hijos que ellos hagan como menos ingrato les parezca. Y confiar en su buen juicio. ¿Será eso egoísmo o generosidad? ¿Es nuestra la vida nuestra? ¿Los juegos de té mandan sobre su vida? Cuando uno cuida su jarrita, aunque esté medio vieja y se haya ido manchando, ¿atenta contra la voluntad de la porcelana? Cuando no la tira a la basura si está despostillada, ¿la está haciendo sufrir? A tía Luisa, sin duda, la dejamos pasarla mal durante mucho tiempo. Ojalá y ella hubiera sido de porcelana, más allá de su piel clarísima. Y si doña Emma hubiera podido firmar como último deseo que no la conectaran al tubo por el que volvió a respirar diez días de más, ¿qué le hubiera pasado? Es difícil saber.

Lo que sí es cierto es que estoy preguntando estupideces. Mejor vuelvo al juego de té que llegó desde China. Y a la niña que lo miraba impávida como si lo reconociera. Se dice que la porcelana no tiene emociones. Ni piensa, ni evoca, ni se inmuta, ni conoce el dolor físico, ni imagina lo que será dejar de existir. Sin embargo, cuenta cosas. Con sólo imaginarla me ha devuelto a los siete años. Y yo pienso que si me revivió, está viva. Como vivos estamos quienes tenemos recuerdos y en su nombre le tememos a la muerte. Yo no voy a dejar firmado un last will antes de irnos a China. Si quedo en manos de otros cuando esté a punto de romperme, que me traten como si fuera porcelana. Aunque me hagan añicos.