ENMARIGUANADA

 

 

Todos los años llegamos a diciembre con la sorpresa de que el tiempo, otra vez, trajo a diciembre antes de tiempo.

Sólo en la infancia tarda en llegar la fiesta. Luego todo es correr tras las promesas y las horas, como si no estuvieran ahí, para mirarlas despacio.

Hay en la trama de nuestras vidas preguntas que oímos poco: qué hacemos con las tardes de cada día, cuánto tiempo dedicamos a buscar la belleza, a recrearla, a pensar si queremos aceptar como hermoso lo que, en el fondo, nos parece horrible, no es algo que se nos presente como un predicamento diario.

Yo soy de ésas a las que convoca sin dificultad el llamado a la conversación y la memoria, de las que se pierden en el arte de divagar. Y no me da vergüenza. Aunque según todo en nuestro entorno, debería dármela.

Mientras esto escribo suenan en la calle una tambora y una chirimía. Dijo una vez un hombre al que quiero todo, que a mí el tiempo se me hace poroso. Lo dijo como una crítica, no como un elogio, y cuando lo oí, hace no tantos años, me afligió la sentencia. Ahora echo hacia atrás la silla frente a mi escritorio y me asomo a indagar quiénes hacen una música reiterativa y chillona con la que nos llaman en su ayuda. Son dos hombres más bien viejos a los que acompaña un chamaco muy serio que va extendiendo su gorra en pos del peso que alguien quiera ponerle dentro. No traen a Mozart y, sin embargo, hay esperanza en su ruido. Dos esperanzas. Una, la que lleva el saber que existen, que andan la vida despacio y no los atormentan las elecciones ni las fechas, ni siquiera el tamaño de verdad que hay en su música. Otra, la de que cuando se vayan volverá el respetable silencio, y yo aprovecharé para tomarle una foto al perro que trae puesto un abrigo, cosido a mano por Greta, la niña de los ojos verdes.

Los poros del tiempo dan para todo.

Despacio, apago la tele para meterme en la cama, con los audífonos del iPad regalándome el Casta Diva en la voz de Cecilia Bartoli. Ella la canta menos aguda que las sopranos y me la ha descubierto con un brillo distinto. Si uno pudiera volar a ese ritmo sería una garza. Y podría sentirse, sin ningún remordimiento, la divina garza. Pero uno no puede volar, pienso. Aunque nunca se sabe. ¿Qué tal con mariguana? Ahora que tan hermosa planta dejará de estar prohibida. Porque no hemos de cometer los mexicanos la barbaridad de quemar sembradíos de esa refulgencia para que los cultiven en otra parte, mientras aquí nos matamos por su culpa. Si los gringos despenalizan la mariguana, yo, aquí, al menos en San Miguel Chapultepec, me encargo de que también se cultive y consuma sin castigo. Aunque a mí no me gusta ni olerla, me gusta el verde tibio de la planta.

Enmariguanada estoy de mí de por sí, como diría Juanita en su castellano antiguo. No necesito fumar nada para hacerlo todo despacio, preferir la contemplación a la carrera, los cantos gregorianos a la música tecno. Tomar el sol, estirar las piernas, dar una vuelta, son lo mío. Como repetir bailando el mismo estribillo de Sabina para disfrutar de su ingenio raro: «Y morirme contigo si te matas / y matarme contigo si te mueres / porque el amor cuando no muere mata / porque amores que matan nunca mueren». «Todos con once sílabas», me dice la adolescente que baila junto a mí en el auditorio. También ella sabe de endecasílabos. Y brinca. Sin mariguana. Lo mismo que un poeta tan sabio que ya no va a los conciertos, sino que los oye en su casa y me dice: «Sí, son todos endecasílabos. Hay tres que se llaman heroicos, porque tienen los acentos más fuertes en la sexta y en la décima sílabas. Y hay uno que se llama sáfico, por Safo, que tiene los acentos fuertes en la cuarta, la octava y la décima».

Como alguno de los muchos que escribió la Sor, a quien él convoca porque sabe a quién le habla: «Detente, sÓmbra de mi biÉn esquÍvo».

A mí me hubiera gustado ser poeta. Pero soy, como los músicos que cruzaron mi calle, una intérprete de casualidades. Otro escritor, amigo bien habido, me instaló estos días a pensar en el tiempo y la belleza. Con el oxímoron de César Augusto: «Festina lente» llamó a su artículo en torno al equívoco de la prisa con que vivimos. No me puse el saco, porque ya lo traigo puesto. Hay quien quiere ir despacio, quien defiende los libros largos y se fascina con las series de televisión que duran cincuenta horas. Hay quien encuentra confusión y farsa en el éxito de los artistas plásticos más caros de nuestro tiempo. Y de cualquier otro. Porque puede costar más una vaca forrada de acrílico que una pintura impresionista. Y ni quien diga yo no estoy de acuerdo. La belleza es la gran expulsada del arte contemporáneo, dice mi amigo Andrés, pasó de moda, pero habrá quien quiera volver en su busca.

Por lo pronto, digo yo, cada quien su mariguana, sus cuadros y su tiempo. El mío, despacio: como aconseja el oxímoron «Festina lente».

Algún diciembre, en lugar de un pino, yo querría comprar un sembradío de mariguana. Quiero poner esferas entre las hojas largas y puntiagudas. Porque algo nuevo he de hacer para exorcizar las dos veces que, en un mismo rato, cuatro ojos jóvenes me dieron cuenta de mi edad.

Tiene lógica, uno de treinta me ve como yo a uno de noventa. ¿Por qué no habría de imaginarse que estoy a un paso de morirme?

Mi perro es alérgico a quién sabe qué. Tratando de adivinarlo, sugerí que podría ser nostalgia: hace poco murió la perrita con la que dormía desde siempre. Tras oírme, la joven veterinaria me dijo circunspecta: «Pues quizás sea cosa de conseguir otro perrito, pero eso lo tiene usted que pensar bien, porque es un compromiso de quince años». Hasta ahí llegó. Lo demás lo pensé yo. En quince años tendré setenta y ocho. No sé qué andaré haciendo, pero la veterinaria está segura de que no estaré diestra como para cuidar un perro. Quince años es muchísimo. Deberían alcanzarme para escribir diez libros, pero me doy de santos si escribo tres. Me dejan poco tiempo las puestas de sol y las pláticas de familia. Mis sobremesas se alargan, siempre, varias horas. No será de otro modo, ni lo pretendo. Lo que sí pasa es que el tiempo se llena hasta que no le queda un poro. Y uno empieza a verse de su edad.

Un bienaventurado miércoles tuve que atravesar medio escenario del Auditorio Nacional para llegar hasta el micrófono. El muchacho que llevaba el ritmo de la función me preguntó: «¿Le parece si le doy treinta segundos para llegar?». ¿Treinta segundos? Como si fuera yo a ir con bastón. Había que atravesar quince metros. Está bien que me guste el «festina lente», pero ni a gatas tardaría yo tanto. Sin embargo, él dio su juicio. Y yo, ¿qué remedio?, tendré que entregarme a las drogas, porque estos disgustos sólo así: enmariguanada, como he vivido desde siempre, de mí de por sí.