DOMINGO Y POLONESA

 

 

Contra lo que otros sienten, a mí me gustan los domingos. Siempre me han gustado. Aunque su correr haya sido distinto según las épocas de mi vida, nunca he tenido un desacuerdo con los domingos. Me gustan lo mismo cuando son ociosos que cuando están llenos de ruido. Lo mismo cuando los alumbra el silencio que cuando corre su piel por una fiesta o pasa la mañana, rápida, perdida entre los diarios y la fruta. Casi siempre los domingos comemos en mi casa. Igual algo más sofisticado que una pizza.

No sé cómo pasó que hace muy poco los que corrían alrededor de la mesa eran mis hijos y ahora son mis nietos. El caso es que un escándalo suave ha habido siempre. Y yo lo convoco.

Ayer fue un día de contrastes. Todos los días lo son, pero hay unos más que otros.

Dicen que hace calor en la Ciudad de México. Para mí: cero grados: ni frío ni calor. Así debió ser el seno materno. O el seno paterno. Afuera o adentro, bajo los brazos: un abrazo.

En el jardín las buganvilias están desatadas y, como la exageración es lo mío, crecen contra una pared y se trenzan en la araucaria buscando un cielo que ya casi alcanzan.

Éramos dieciséis. Y de repente, en medio de la boruca del ¿me pasas el aceite de oliva?, vi la mesa como si estuviera sembrada en otros tiempos. En el tiempo todo. En la febril recurrencia de lo ideal. Y tuve esta alegría de arroyo que en los días tristes parece imposible.