ESTALLÓ LA NAVIDAD
Entré al salón de belleza y ahí había estallado la Navidad. Hacía tanto que no iba que mi comadre Ofelia me salió a recibir como si fuera yo el mismísimo Hamlet. Ofelia es amorosa, trabajadora, pequeña y rubita desde que la conozco, hace más de treinta años. Tiene un salón que mide seis metros por seis metros. Dadas las medidas es obvio que resulta muy chiquito, pero hay ahí todo lo que uno necesita puesto en la figura y el trabajo de dos mujeres: Ofelia —que tiene tres años más que yo y que empezó a trabajar tan jovencita que lleva más de cuarenta años peinando cabezas urgidas de primeros auxilios— y Elisa, dueña de toda la paciencia imprescindible en una buena manicura. Eli es la bondad misma y fascina el modo en que sonríe, la ilusión con que canta cuando le pido que me recuerde la tonada de Nube viajera.
Ofelia se volvió mi comadre antes de serlo en realidad. Desde la primera vez que crucé el umbral de su pequeño puerto me sentí en una extensión de mi casa. Muchas veces los salones de belleza son lugares hostiles, enormes, impersonales. No es el caso con este lugar cuyo único defecto es llamarse «estética», porque en México así les dio por llamar a las peluquerías desde por ahí de los años setenta. El salón de Ofelia es la única cantina que frecuento, no se bebe ahí sino tertulia, pero puede uno emborracharse conversando.
En un tiempo, por los mismos años en que se permitió en México la entrada de las mujeres a las cantinas, a los hombres les dio por entrar a las «estéticas». Por fortuna las cosas cayeron por su propio peso y en nuestra «estética» no se atiende a caballeros. Fuera de horario van mi cónyuge y mi hijo, quienes para agradecer tal deferencia, no se comportan como caballeros sino como parientes.
A ese salón lo prodigan puras mujeres útiles, quiero decir, trabajadoras. Y cada una tiene algo que contar. Lo mejor es no encontrarlas a todas juntas, porque todas tenemos siempre prisa y con la pura Ofelia peinando, cuando somos muchas pasamos del gusto de vernos al disgusto de esperarnos. Pero cuando, como ahora, para pesadumbre financiera de mi comadre sólo estamos dos clientas, la verdad es que nos divertimos mucho.
A veces me toca encontrarme con una magistrada del tribunal fiscal, otras con una doctora, una dentista, una ingeniera o una contadora. A veces las encuentro a todas y es de morirse de risa la mezcla de profesiones y quehaceres encimándose a la certeza de que también las otras tienen mucho trabajo, pero ninguna como la que más prisa tiene que es cada una.
Sin embargo, sabemos desde el principio que turno es turno y que no hay citas, así que, diría Ofelia, «es como van llegando». Claro, un día yo le pedí su turno a Lolita la contadora y hasta la fecha le estoy pagando ese plato de lentejas. Cada vez que entra después de mí quiere que le deje mi sitio. «Me lo debe usted, Mastre», dice porque me habla de usted para que quede claro que es tres años menor. «Ya te lo pagué diez veces, Lolita.» «Una más y ya», dice alegando que la espera un nuevo novio y que yo debo entender que ella no ha podido nunca hacerse de una pareja estable y que este señor parece que sí va en serio.
Hoy me encontré a Fifí. Gran personaje. Fifí trabaja en un hotel que está cerca del salón. Se llama Frida y de físico es todo lo contrario que la otra Frida. Puede ser igual de extravagante, pero a su modo. Por ejemplo, le gusta que el árbol de Navidad varíe de color sus luces y que a veces sean moradas. «Yo prefiero cuando todo es más sobrio», digo. «Deja de ser aburrida», me ordena para que quede clara su certeza de que mi modo de vestir le parece formal y mi negativa a pintarme las uñas de púrpura le resulta retrógrada. Fifí usa pantalones de mezclilla con lentejuelas, zapatos brillantes y bolsas de colores. Todo alegre y lleno de euforia como ella misma.
En el salón, como en buena parte de México, ella no es una presencia común porque es judía, pero en este país todo el mundo piensa que todo el mundo es católico, así que a pesar de que ella no es una presencia común, nadie la ve sino común. Siempre, menos cuando hay temblor. Ella no se persigna si hay un temblor, pero su religión la cumple sobre todo cumpliendo con las fiestas. Por encima de cualquier profesión de fe, ella es celebradora. Si fuera católica sería la que pagaría los cuetes y las barbacoas de los patrones del pueblo, pero como es de religión judía lo que tiene son todas las fiestas judías que son casi tantas como las católicas. Y mucho más largas. Además, como es mexicana, celebra y vuelve suyos otros días de guardar. Por ejemplo: el de la Virgen de Guadalupe. Y claro que hace cena en la Navidad católica y en el Año Nuevo occidental. Y le gustan los pinos con esferas, las coronas de adviento, las posadas y las piñatas. Si las posadas son para recordar que el niño Jesús no tenía en dónde nacer y que sus papás andaban pidiendo permiso para dormir en un pesebre sabiendo que traían con ellos al Mesías, ella no repara en esas cosas: las posadas son fiestas y ella las vive como tales.
«¿Y a dónde vas ahora tan arreglada? —me pregunta y sigue—: Ve a mi tienda, tengo unas pashminas preciosas. Compara los precios. Ve, mira. ¿La próxima semana? No. No dejes para la semana que entra lo que puedes hacer hoy. Anda, ve, para que te la pongas mañana. ¿A dónde dices que vas?»
Ya ni le explico demasiado. Somos contertulias en el tinte de pelo y el peinado y las uñas desde hace un rato, pero como ella no lee libros, al menos no los míos, lo que la ha divertido de mi persona en los últimos tiempos es el asunto de la película.
«¿A la Feria de Guadalajara? ¿Vas a llevar la película? ¿No?»
«No, señora Fifí —le cuenta mi comadre, que es mi comadre porque soy madrina de quince años de su hija Andrea—, la Mastre ahí va para lo de los libros.» «Ah —dice Fifí—, pues córrele. ¿A qué horas sale el avión? ¿Hasta mañana? Ah, bueno, hasta mañana. Entonces ¿por qué no vas ahora a mi tienda?»
Fifí no confía en que iré un día. Pero un día iré. Por lo pronto me preocupa que alguien más vaya a la «estética» de Ofelia, porque según parece la crisis está atentando contra la estabilidad de su negocio. Hoy no fueron ni la licenciada, ni la arquitecta, ni la contadora, ni la magistrada, ni siquiera una despistada ama de casa urgida de pintarse las canas antes de la boda de su sobrina. En esa hora y media no hubo nadie más que Frida y yo. Supongo que todas llegarán entre el lunes y el veinticuatro. Ojalá. Por lo pronto el salón está vestido de Navidad, esperándolas. «Ofe, ¿y cuándo y dónde compró usted tantos arreglos?», le pregunto. «En el Sam’s, Mastre, los tengo desde que salieron en agosto.» «¿En agosto?»
¿La Navidad empezó en agosto? ¡Qué locura! A mi vida le falta tanto para que llegue la Navidad y tanto me ha pasado desde agosto que no tengo ni para cuándo pensar en el árbol, las coronas, los moños, las esferas, el bacalao, las velas, el pavo, los polvorones y el ¡Año Nuevo! ¡Dioses de la redacción! ¡Qué lejos queda el Año Nuevo! Y qué cerca.