LLUVIA Y CENTELLAS
Se ha puesto a llover como se pone uno a quererse cuando joven. Peor todavía: como cuando se ponen a quererse los que saben que sólo se quiere así, la última vez que se quiere con tormenta y tormentos. Se ha puesto a llover y de pronto hace frío. No tardará el granizo, ya está en el aire su olor helado, ya lo escucho golpear en la ventana. Se han empañado los vidrios y hay en el horizonte un temblor de niebla. En mi casa estamos los perros y yo. Ellos duermen. El perro de repente entreabre un ojo, la perra está impertérrita y sorda como su vejez toda. Hoy los bañaron, así que ellos han tenido ya su dosis de agua. A esta que cae afuera no le temen. A ésta le temo yo. Y no por mí, que estoy aquí mirándola, escuchándola, sintiéndola temblar en mi cabeza, sino por la ciudad a la que abruma. ¿Quién sabe cuántas casas estará derribando, cuántas cuevas ahogará? Porque ésta es una ciudad en la que aún hay gente viviendo en grutas, una ciudad cuyo drenaje estalla de repente y la inunda. Una ciudad partida en trozos tan distintos que unos podrían estar en Dallas y otros en Bangladesh. El mío está en medio. Vivo donde la clase media. Alrededor hay metro, autobuses, taxis. En casi todas las casas viven dueños de sus propios autos. Mi trozo de ciudad, aunque llueva con truenos y centellas, parece a salvo. Otra vez estoy para decírmelo: dichosa yo, me digo mientras veo cómo va despertando la perra. Abre los ojos y me mira con su aire de cansancio distraído. Me recuerda a todas las viejas que han ido siendo en mi familia. Se parece a la vieja que seré. No se dejó cortar el pelo, y le han puesto dos moños con puntos. Más bien parece una poeta desencantada.