FANTASÍA DEL DOMINGO
Desde hace veinte años, los domingos viene Toña y prepara un desayuno frente al que nos sentamos a leer los periódicos y comentar los delirios del sábado. Toña ha sido mi cómplice muchas veces en estos últimos años. Los primeros cuatro vivió con nosotros, luego se fue tras su segundo hombre, un borracho tan pendenciero como el golpeador monstruoso del que huía cuando vino a trabajar a México. Toña había dejado en el pueblo —con sus papás— a siete hijos. Luego, con el nuevo monstruo tuvo dos más. Yo no pude hacer nada para evitarlo, pues en mis narices y sobre mis palabras se fue con él. Escondida de mis ojos tuvo a bien embarazarse la última vez. Se quitó el aparato anticonceptivo idéntico al mío, que nos puso el mismo doctor, alegando que en el pueblo le habían dicho que daba cáncer. Y no pude convencerla de lo contrario. Perdí con ella esa batalla y varias otras. Mucho más hemos ganado juntas. Y sigue viniendo, aunque sólo sea un rato a la semana, los domingos. Hace ocho días se cayó, se lastimó una costilla y no pudo venir. Así que amanecimos resueltos a preparar nuestro pantagruélico desayuno para demostrarnos lo útiles que podemos ser. Lo hicimos muy bien mientras no hubo que tratar mucho con el fogón. El jugo de naranja y las frutas nos quedaron perfectos. Hasta ahí nos acompañó Mateo, que había tenido una noche extenuante. Cuando vio acercarse el trasto con el aceite y las fritangas, se retiró a sus habitaciones y nos dejó huérfanos de la célebre habilidad culinaria que sólo le conocen su novia y la familia de mi hermana. «Farol de la calle», lo llamaría mi padre. Expuestos a los elementos, Héctor y yo quemamos las tortillas que pretendíamos dorar en el hornito eléctrico. Después la desgracia pasó de menor a estrepitosa. En memoria de la perfección con que los freía su madre, Héctor quiso guisar dos huevos estrellados, con burbujas en las claras y ternura en las yemas ardientes. Pero las cosas en la memoria son siempre más simples que en la realidad. Lograr esa combinación es muy difícil. Sólo las mamás. Héctor culpó a los sartenes y a las palas. Yo redimí a los instrumentos demostrando que con los mismos podía hacer otro, pero él ya no lo quiso de mis manos que nunca serán como las de su madre, cosa cierta como pocas. Así que mientras él caía humildemente en un pan con jamón y queso, yo salvé al huevo de la perdición y me lo comí encantada. Faltaron los frijoles que tras tanto lío se nos habían olvidado y ya no intenté calentar una tortillita para que no se enfriara el huevo. Por fortuna llegó el momento del café y el pan con mantequilla, ahí salimos airosos como los más.
Hasta su casa, Toña oyó nuestras invocaciones, porque llamó para avisarme que está mejor. Yo mentí diciéndole que lo hicimos muy bien sin ella y que no se preocupara. La extraño.
Luego los perros y yo nos dedicamos a leer y a papar moscas. Aclaro, porque no faltará quien me corrija, que los perros de esta casa sí leen, o engañan, porque pasean sus ojos y sus patas por el reguero de periódicos que yo voy dejando en el suelo, y lo hacen con gran concentración.