FÁBULA PARA UNA BICICLETA EXTEMPORÁNEA

 

 

Yo no tengo bicicleta, pero ando siempre en una. Y dentro, en la cabeza, me navegan burbujas llenas de ciclistas pequeños, dando guerra, empeñados en subir y bajar saltando obstáculos. Tengo otros detenidos en un hombro, haciendo un embotellamiento de ruedas y manubrios que a veces paralizan hasta la cintura. Por ahí, justo en el ombligo, inicia el circuito en que da vueltas un equipo audaz. A toda velocidad, quizás drogado, como el francés aquel con tantas medallas y tantas denuncias, anhelando siempre caminos con menos baches y mejor asfalto. Hace años, el trayecto podía ser incluso más largo, porque yo me he ido encogiendo, pero sin duda era más liso. A tal equipo todavía se le atraviesa la mano de alguien querido y lo reta a subir cuestas para no morir aplastado.

También tengo ciclistas en las rodillas, agradecidos porque dejé de ir a misa y preocupándose por el modo en que bajo las escaleras. Ciclistas tengo en los tobillos y, cuando ando en tacones, mientan madres. Los he oído decirse, por lo bajo: «Esta vieja está loca y es una pretenciosa».

Tan ingrata sentencia querrían poder gritarla, para alcanzar con su queja la de aquellos que viven en los dedos de los pies. Unos con tal nobleza que sólo aúllan de vez en vez para que no se sientan solos los empeines cuando despotrican: «Si hace años que le recetaron plantillas, noche y día, ¿por qué diablos se empeña en lo imposible?». «Ser alta —opinan los que suben por el cuello—, quod natura non dat… Pero es necia esta dama, que lo digan, si no, los infelices viviendo en las burbujas de allá arriba.»

Cuando imagino estas conversaciones quiero intervenir diciendo que estos ciclistas de mi cabeza no son mis enemigos, que andan contentos en sus burbujas divagando minucias mientras pedalean y acompañan las crestas y los acantilados del recinto en que viven. Los ciclistas de mi cabeza son memoriosos y tienden al optimismo. Aun cuando el mundo a nuestro alrededor se declare desahuciado, ellos recuerdan cosas raras y ayudan a vivir a las neuronas que tanto necesitan de estímulos menos brutales que el diario decir de los diarios.

Yo tuve un pretendiente, como llamaba mi abuela a quienes jugaban a serlo, que me mandaba rosas rojas los días de mi santo. Un ramo enorme con una tarjeta en la que sólo ponía sus iniciales. Luego alguien me contó que tal formalidad se hizo con la ayuda de sus compañeros de escuela que se divertían pensando en el sonrojo con que oiría mi agradecimiento. Yo tuve trece años y él quince, hace ya la mitad de un siglo.

No sé cómo me acuerdo de estas cosas, ni en cuál rueda de cuál bicicleta se quedaron guardadas, pero ahí están, haciendo giros. Hace días las recordaron los ciclistas de las burbujas, a propósito de la condición pionera del papá de mi amigo.

Hubo un tiempo, entre la época del juego y esta que hoy dicta la moda del buen comportamiento ambiental, en el que andar en bicicleta no era un punto de vista, una coquetería o un modo de ser gente de buena voluntad. Era cosa de hacerlo si no quedaba otro remedio, o si había una excursión los domingos, pero para ir al trabajo, casi ninguno entre los papás de nuestros amigos andaba en bicicleta. Sí, el señor Brito. Él, que ahora podría disfrutar sabiéndose un héroe de la libertad de expresión ecológica, un apóstol del bien moverse sin hacerle daño al medio ambiente, entonces andaba en bici sin pretensión, ni pena. Con la sencillez de quien hace lo que tiene que hacer. Pasaba frente a la puerta del colegio y lo veíamos haciendo su trayecto en paz. Ahora quisiera preguntarle a su hijo en qué trabajaba su pionero padre. Quién le hubiera dicho a él que aquella faena de andar a diario en bici, como sólo lo hicieron quienes menos tenían, iba a verse tan bien, tan políticamente correcto, tan encomiable como ahora. Quién le hubiera montado una ciclovía que lo llevara solo, por toda la ciudad, luciendo su destreza. Siete hijos y al trabajo en bici porque era lo que había. Cuánto quieren las burbujas de mi memoria a ese hombre bueno. Y a tantos que lo fueron sin alardes.

Desde muchos años, a mí me ha dado por la remembranza. De ahí que a cada rato me pregunten por qué, si tanto me seduce, no cuento la historia del joven que luego se convirtió en nuestro padre. Respondo siempre con un gesto de indefensión. La verdad es que sé muy poco y que incluso lo que recuerdo me rebasa. No conozco cuántos vivieron la guerra como él, a merced de otras voluntades, lo que sé es que de aquello él habló casi nada en veinte años. ¿Con qué derecho voy yo a decir lo que no sé? ¿A crecer con la imaginación la intensidad, sólo mía, que tengo entre las manos? Esto me preguntan los ciclistas que trajinan en mi cabeza, cuando metidos en sus burbujas transparentes saben que son quebradizas.

Sergio eligió unas cartas entre las del abuelo y de casualidad encontró algunas de mi padre a su hermano. Cincuenta y dos meses de no haber oído una palabra de su familia en México, cuando una tarde le avisaron que a la parroquia de un pueblo vecino había llegado un aviso para él. Su madre, que era buena para los rezos, le había pedido a un cura en Puebla que le pidiera al obispo que a su vez le pediría al arzobispo de México que a su vez escribiría a Roma pidiéndole a otro arzobispo que desde aquella altura hiciera bajar el recado de parroquia en parroquia hasta encontrar a su hijo mexicano, en un pueblo del Piamonte. Cuando lo supo, dice su carta, se montó en la bici en Stradella y no paró hasta cuarenta y cuatro kilómetros después, con dos palmos de lengua fuera, en Tortona, donde encontró al canónigo Mario Giudice con la noticia de que lo andaban buscando. Eufórico de sólo imaginar que podría volver al país en que nació, tras sobrevivir a una guerra en Italia, a la que había llegado como el hijo de un emigrante pródigo, buscando un futuro en el pasado de su padre. La ensoñación fascista lo atrapó entre sus garras y cuando lo soltó estaba en mitad de una guerra civil sin saber qué hacía ahí, ni hasta cuándo. Lleno de alivio, volvió al pueblo colgado con una reata a la parte de atrás de un camión carcacha que lo jaló con misericordia. Algo de acrobacia hay que hacer para conseguir no soltarse de la cuerda, pero de eso ni habla. Iba feliz.

No sé qué pasaría entre aquella tarde y las nuestras, pero yo nunca vi a mi padre en bicicleta. Vaya, pero ni cerca de una. En cambio, mi mamá y su hermana Alicia organizaban, a cada tanto, expediciones hasta el cerrito de la pirámide o el terreno de la 31 Poniente. Quince niños y ellas dos predominando. Mi mamá tenía unas piernas largas y fuertes que hasta la fecha hacen suspirar a quien las mira. Sin duda a mí que ahora mismo las veo, en la foto cerca de mi escritorio, saliendo de una falda recta que se alza al mover los pedales.

Yo siempre fui de equilibrio precario, pero iba a las expediciones sin decirlo, haciendo un esfuerzo superior al de un perrito de circo caminando con sombrilla por un alambre. Y hasta me divertía. Incluso ahora, cuando las bicicletas de mi memoria mueven sus pedales, algo se entusiasma en mi ambición de infancia. Nunca llegué antes que mis hermanos, pero siempre llegué, casi al mismo tiempo, a dejarme caer, como todos, en el primer pedazo de prado que encontrábamos. En la última de ésas debí saber que lo mío sería caminar cuatro kilómetros diarios hasta que algo parecido a la muerte me llegara a separar. Por eso es que mi bicicleta es extemporánea, porque se quedó en otro siglo. Será de ahí que la he suplido con tantos ciclistas como me caben en el cuerpo. Y que no la extraño, porque ando en una cada vez que recuerdo.