AVIÓN A COZUMEL
Volvimos a Cozumel, esa joya en mitad del Caribe. Hace más de dos años que para llegar a la isla era necesario viajar a Cancún y de ahí tomar un avión pequeño o un transbordador para aterrizar, por fin, tras cinco horas, en la tierra prometida. Esta vez hicimos dos horas, en un vuelo directo cuya aparición me llevó a comprometer a media familia para ir siquiera el fin de semana.
Debido a unas buenas artes había ganado el derecho a cuatro noches gratis en el hotel que más quiero. Dada la falta de tiempo las cambié por dos, pero con dos estancias. Con unas terrazas que dan a la arena clara y al arrecife. ¿Qué más? Sólo la fiesta de estar vivos y ahí.
Traje fotos impresas en el desorden de mi cabeza.
En una estoy parada bajo la noche y la luna. Cantan los grillos y no hay nadie caminando afuera porque a todo el mundo le pican los moscos. Así que se han agazapado frente a la tele. Yo saludo a la diosa y le juro que creo en sus poderes.
Amanece nublado. Gris el horizonte, de arriba a abajo. Caminamos a la palapa para desayunar. Estamos entre la fruta y el café cuando se suelta una lluvia que jala el agua en ráfagas. Se siente como si fuéramos volando. Y una paz de esas que sólo suceden cuando el tiempo se queda en vilo, nos toma completos.
Al rato ha salido el sol. Se abrió un lugar entre las nubes. Mustio el aire se convierte en cristales. Tenemos escafandras y aletas. Vamos los cinco a pescar peces con los ojos. Y cada quien se va haciendo de los suyos. A mí los que más me han gustado son unos que están hechos para confundir. Son amarillos con azul y cerca de la cola tienen estampado un círculo idéntico a un ojo. Así que cuando nadan hacia otro lado, parece que se están acercando, pero van huyendo.
Luego el hambre como un relámpago alegre, llegamos a comer al Guidos. Ahí hacen el pan en un horno de leña y lo ponen sobre la mesa, caliente y con ajo. Mientras nos lo comemos va hablando el menú en nuestros ojos. Yo comí un risotto a la milanesa. ¿En Cozumel? Pues sí, porque la chef es extravagante y uno, ¿por qué no?
En la tarde voy a ver a doña Migue. Está cansada, pero cuando me acerco regala una sonrisa. Yo me quedo prendida a sus manos un rato largo, pensando en los barcos que cruzan a diario por su ventana. Y en ella que tanto los ha disfrutado. «Miguelina —le dijo su novio—, cásate conmigo y pondré la isla a tus pies.» Él era pobre entonces, pero junto con su hermano compró una máquina de hielo. Después, todo fue trabajar hasta esta noche en que lo visito en su tienda. Don Nassim tiene la misma curiosidad que le conocí hace treinta años, con la que se le presentó a su novia hace casi setenta. Y sigue guapo.
Imposible pasar por Cozumel sin un cambio en el alma. Algo de la serenidad impávida de la isla debería seguirnos por todas partes. Y cuando la vida se empeñe en quitárnosla, hay que volver por ella.