PERILLAS Y SUSTANTIVOS

 

 

La vida de las cosas que ahí están, sin decir casi nada, se revela de pronto como algo sustancial. Todos los muebles tienen perillas, manijas, abrazaderas. Y a diario las usamos como si no existieran, porque son imprescindibles, pero mudas. Para abrir un cajón basta jalarlo de un pestillo al que luego nunca le damos las gracias por ayudarnos a entrar en el secreto de los sitios que guardan nuestras cosas.

Uno compra un mueble y quizás dos segundos piense en sus herrajes. Piensa si el todo le gusta o no, pero no se detiene en los detalles. En cambio, uno se hace un mueble, mejor dicho, el maestro Cristóbal me hace un mueble y yo tengo que buscar las perillas, abrazaderas o como se les quiera decir a las pequeñeces alargadas, redondas o cuadradas que harán posible acceder a los cajones. Buscarlas cuando ni siquiera sé en qué lugar se buscan.

Me dijeron que en la calle del Observatorio y allá fui como quien va a primero de primaria.

Por la estrecha ventana de una tienda pude ver unas cuantas manivelas. Llamada por esa breve insinuación del paisaje urbano, entré a una tienda que abre su boca por una puerta estrecha y luego se desenvuelve en pasillos repletos de herrajes para todos los gustos, todas las necesidades, todos los presupuestos y todas las dudas.

Ya no le entiendo bien al diseño de estos tiempos. He tratado de entrar a la sentencia de que «simpleza es belleza» pero me cuesta, porque vengo de un mundo de bazares, macetas y vajillas con dibujos apretados, iglesias barrocas, jardines desbordantes, bargueños de marquetería y objetos encimándose en las vitrinas.

¿Cómo abandonar todo esto sólo porque la moda de diseño se ha convertido en una mezcla de antiguo gusto japonés por la nada y nueva entelequia italiana que al tener tanto ya todo le estorba? No sé. El caso es que resulta cierto que para convivir con una televisión lo mejor es un sencillo mueble de madera al que casi no se le vean los herrajes. Y que aceptando semejante verdad yo dejé a tientas mi recámara hecha una minusválida con escasos muebles a la medida, a los que todavía les faltaban las manijas.

«Van a estar bien cuando se puedan usar», dijo el señor de la casa. Y tenía razón. Así que como si no hubiera suficientes pretextos para abandonar la literatura en mejores manos, una mañana se me fue en decidir con qué abriré a diario los cajones. He de encontrar unas manijas, pensé, que al mismo tiempo sean discretas, elegantes, duraderas, hospitalarias, casi invisibles, pero útiles y bonitas.

Con esa certidumbre entré a la tienda y, frente al aparente infinito, me asusté. Adentro una colección desparpajada y parlanchina de carpinteros, maestros de obras, arquitectos y decoradores pedían a gritos doce de la 2421, o quince de B400-7. Todo el mundo sabía su juego menos yo. Parada en medio de ese universo de creaciones extrañas, de esa multitud de pequeñas cosas dispuestas a ser útiles, fui una completa inútil. Anduve entre los bastidores manoseando cositas, tratando de imaginar qué combina con qué, asustándome con mi ineptitud. Y cuando estaba a punto de huir como de un crucigrama indescifrable, apareció la bondadosa Lupita. Una muchacha empeñada de tal modo en que algo de todo eso me sirviera, que me acompañó por la tienda enseñándome en dónde estaban las redondas, en dónde las de acero inoxidable, en qué escondido armario las alargadas. Y así, hasta que tras muchas vueltas di con una suerte de botones plateados de los que cuelga una tira de cuero. ¡Italianos! Un aire de victoria envolvió mi paso y salí a la calle feliz.

Me despedí de Lupita prometiéndole un libro y mientras volvía a mi casa, recordé lo que dice el sabio Howard Gardner, creador de la teoría de las inteligencias múltiples. La inteligencia de Darwin —esa que sabe elegir, clasificar, decidir qué va dónde y con qué—, también es la de los compradores. Yo no la tengo muy aguzada.

Sin duda separar una especie de otra no hubiera sido lo mío nunca. A mí, si de elegir se trata, que me paren en una tienda de sinónimos, en una de metáforas, en otra de adjetivos y en la más exquisita de cuantas haya: la de los sustantivos. Ahí también me pierdo, soy indecisa, impuntual, trastabillante. Pero ahí sé de qué se trata el juego, ahí sí que tengo claro cuáles perillas quiero. Aunque no las encuentre. Igual me decepciono y soy inútil, me da miedo y gasto el tiempo, pero sin duda me divierto siempre y por más perdida que me encuentre sé que no quiero salirme de la tienda. Quiero quedarme ahí, pasmada, inerme, voluntariosa y ávida, en el único sitio repleto de imposibles que me gusta como ningún otro: el de las palabras.