ARCA DE LA ALIANZA
Al final del rosario me gustaba oír la letanía. A veces en latín, sólo por los sonidos, y cuando era en español, por la cauda de raros adjetivos que resumían un mundo en dos o tres palabras: Arca de la alianza, torre de marfil, espejo de la mañana, nombraban a María, la madre del celebérrimo Jesús, para luego pedirle ruega por nosotros.
Yo escuchaba entre el incienso y las flores de mayo, fascinada con aquellos sonidos, sin entenderlos bien, pero elogiándolos con el silencio infantil que siempre es un elogio. Porque cuando los niños escuchan, elogian. La letanía de cosas que me pasan suena más a campo que a torre de marfil. Cabe en ella, sin duda, un arca de alianzas y varios espejos de la mañana. Mis dos hijos y su padre leyendo los periódicos durante el desayuno para ver si, dilucidándolos, algo del mundo nuestro se enmienda de sólo comentarlo. La letanía de mis espejos. Uno por uno tendría que irlos nombrando, pero pienso en Verónica. Mi hermana se ha empeñado en componer el pozo de un pueblo llamado Canoa, que tiene sin agua a tres mil personas. Me ha contado cómo es la gente que fue a pedir ayuda al municipio, y es idéntica, diminuta y pobrísima tal cual era hace cuarenta años en que ahí estuve, bajo el volcán que llamamos la Malinche.
Vuelvo a la letanía: «Consuelo de los afligidos, patrona de los desamparados». No intento recordarla completa. Aquí las tardes siguen transparentes, pero a Cozumel lo amenaza un ciclón. Y ahí está doña Migue, con sus ojos claros, esperándolo, como siempre, sin ningún miedo. Ha vivido en la isla sus más de ochenta y cinco años y nunca ha huido de ahí cuando el tiempo amenaza con destruirla.
«Sede de sabiduría, puerta del cielo», digo con ganas de creer en que alguien ruega por nosotros.