EL JOLGORIO DEL JILGUERO
En el jardín hay un pájaro hurgando el pasto en pos de una gallina ciega. El perro lo mira con ganas de comérselo. Contra la enredadera pega el último sol del día.
Esto encuentro al volver de la ciudad en que nací.
Esto que invoca al patio de la infancia.
Estuve con mis hermanos. Dizque íbamos a arreglar unas diferencias. La verdad es que no eran tales. Heredamos la palabra y crecimos compartiendo la misma luz. Con eso se arregla cualquier sin remedio.
Que si el árbol queda de un lado o el otro del camino. Lo dejamos a la mitad. Es un trueno y ahí lleva cuarenta años. No se le notan. Tiene un tronco delgado. Los que hay en mi calle, aquí en México, dice mi hermana que han de tener más de cien. Mi hermana tuvo dos nietos. Nacieron hace tres meses. Mientras hablábamos los sacaron a tomar el sol. Hubieran sido los primeros bisnietos de nuestros padres. Con ellos, todos nos volvimos abuelos. Por eso hemos empezado a hablar de la edad de los árboles y el sitio del camino. Antes no había camino en la tierra de todos que era todo eso. Pero tendrá que haberlos. Los bienes sirven para remediar los males. Y hemos de encontrar la luna llena con el aire resuelto alrededor.
Después del acuerdo, nos fuimos a comer un pescado a la sal.
Cuando murió mi madre la llevamos a incinerar. Y mientras esperábamos que su cuerpo se volviera las cenizas que sembramos en el jardín todavía sin camino, comimos conversando como si nada nos pesara. Estar juntos alivia. Comimos, con nuestros hijos, unos panes con queso que se llaman cemitas. Todo ahí mismo: en el jardín que ha de tener camino.
¿Qué estoy contando? Lo de siempre. Lo que uno cuenta también se hará cenizas. Saber eso me tranquiliza tanto como que se haya decidido el lugar del camino. También mis nietos comerán con sus padres el día en que yo me muera. Y tendrán una pena que no podré quitarles, que habré sembrado en ellos, sin querer.
No voy a pensar en eso. Mejor vivir como vivos eternos. Como el pájaro que anda en pos de la gallina ciega y el perro que mira al pájaro antes de seguir mi voz ofreciéndole un bocado más fácil. Querría yo silbar para llamarlo con enjundia, pero silbo muy mal: bajito y desentonado.
Mi padre silbaba al volver del trabajo. Y mi mamá bajaba la escalera. Comíamos en el desayunador. Aún sigo sin saber la razón. Por ese tiempo, los comedores tenían algo de intocables. Cinco niños y dos papás. A veces, un invitado. Lo que no sé es cómo cabían ocho sillas en ese espacio de tres por dos. Desde la ventana se veía la jaula en que estaba un periquito australiano. Azul. Era de mi hermana. De ella que ahora ve a un pajarero y le compra todos los que trae en las jaulas para devolverlos al campo de ahí cerca, donde él los atrapó por unos pesos. Ahora, si habláramos del perico, ella haría toda una tesis sobre la barbaridad que fue y sobre cómo no hubiera podido ser de otra manera. Porque, ¿a quién se le ocurría traer de Australia unos periquitos que allá viven en parvadas inmensas? Pájaros volando alineados, protegiéndose entre miles, aleteando como quien hace los trazos a colores de un dios omnipotente, igual al que dicen que hay. Ahora se le hace una barbaridad, pero entonces le compraron una pareja y un trozo de madera para que hicieran un nido.
Mi papá silbaba y bajábamos todos. Muchos días había pasta. En nuestra casa la pasta se guisaba distinto que en las otras. Se ponía el agua a hervir y se echaba diez minutos antes de comerla. Como en Italia. No como si fuera un símil de los chilaquiles y pudiera cocerse a cualquier hora y luego entrar al horno con queso Chihuahua y crema. Tal cosa se veía como un desatino, aunque no se criticara en público. Eso de la pasta desbaratada y blanda era otra barbaridad que hoy todo el que viaja considera tal. Pero ahora el parmesano se vende en cualquier supermercado y por todas partes hay restoranes italianos. Antes impensable. Hace tiempo la gente comía en su casa. En Puebla había tres restoranes, en sus tres respectivos hoteles. No muchos más. Los negocios se cerraban a la una y media, volvían a abrirse a las cuatro. Nosotros salíamos del colegio a las doce y regresábamos de tres a cinco.
Dos horas en la tarde y tres en la mañana. Qué lento y aromado era el tiempo. Daba para todo. Al salir íbamos a clase de baile. Mi mamá era la maestra y lo tomaba muy en serio. Le impresionaba el ballet ruso y nos leía que allá a las niñas las dedicaban a una misma disciplina desde chicas y las ponían en unos colegios especiales en los que eso de bailar no era cosa de juego. Se decía que en el comunismo les quitaban los hijos a sus papás para educarlos como les parecía debido. Eso le sonaba atroz, pero en ella latía una contradicción. El ballet de la noche a la mañana podría bastarle a cualquiera. Yo la oía como contando un cuento más. Otro entre aquellos que nos leía traduciendo despacio, del Cuore.
Ella aprendió italiano cuando conoció a mi papá, pero no fue a Italia mientras vivía su marido, porque él había vuelto de la guerra y no quería recordarla. Ni tuvo que decirlo, porque nunca oí a nadie preguntárselo. Ahora que la veo en las películas (¿en dónde más si no fue en sus palabras?), la Italia de los últimos años cuarenta era para querer olvidarla.
Encontramos, hace poco, un documental sobre la guerra fría. Entre escombros y en los huesos, vi una fila de italianos esperando su ración de un potaje blanco: engrudo de arroz y coles. En una fila igual estuvo nuestro padre muchas veces. Il messicano, cuyo papá emigrante había querido regalarle a Italia. Lo mejor fue volver. Escaparse de la promesa devastada, del país despedazado, a un país hecho en pedazos. Por hacerse. México y su desorden. El lugar preciso en que él encontró un orden. Una familia, una memoria, unos volcanes, una tierra ni de lejos tan fértil como la del Piamonte, pero mucho más cerca de la paz. Y con certeza, más cerca de sí mismo. Porque uno es de donde es. Y él de aquí era. Por eso no se habló nunca en italiano. Mejor vivir en México, aunque todo fuera tosco y reciente. Aunque estuviéramos pegados a los gringos y sus barcos de fondo plano, lejos de la Génova cuyos navegantes ya construían las mejores naves del mundo desde el renacentista cuatrocientos.
Las parejas nos vamos haciendo de códigos. Es así como desciframos, aun cuando la otra parte no lo diga, de qué humor anda la media naranja. Si está en una trinchera o en un prado, si en la montaña o a la vera de un lago, si en la memoria o en el futuro, si en gerundio o en presente perfecto. Y tenemos instantes, dentro de esos códigos, que nos mueven, a un tiempo, varios otros. A mí, cuando el señor de mi casa silba una tonada de cinco notas, el mundo me abraza. Y bajo la escalera. Aunque sea para ver una serie de las que a él le gustan. A mí no, porque mi sangre ya fue a la guerra.