34 - RUTA 66

 

 

 

 

 

Cinco meses después del incidente de la cueva.

A las afueras de New York, EE.UU.

 

 

 

 

La flamante autocaravana circulaba llamando la atención de todos los conductores.

En realidad era un autobús. Un Volker Mobil Performance. Una maravilla acondicionada con el máximo lujo, capaz de llevar en su interior —entre las ruedas delanteras y traseras— un Mercedes SLK descapotable. Un capricho de dos millones de dólares reservado para unos pocos afortunados. Salía de New York, dirección a la carretera Interestatal 80, y circulaba muy prudente.

Estaba pintada de azul cielo, el color favorito de Nut.

En camiseta, pantalón corto y zapatillas deportivas, conducía Silas. Ella iba a su lado, vestida con una indumentaria semejante. Ambos charlaban y reían, felices. Siempre lo estaban cuando se encontraban juntos, que era casi todo el tiempo.

Las primeras semanas fueron las más duras. Nada más llegar a EE.UU., Ray y Víctor fueron directamente a un hospital de Búfalo. Los demás se alojaron en la residencia subterránea del antiguo Dawson, cerca del lago Ontario. Peter prefirió ir a su cómodo apartamento en Manhattan. No volvieron a verle. Desapareció de la noche a la mañana llevándose el ordenador que contenía el Vermis. Silas no hizo nada por recuperarlo, prefirió dejar que el destino siguiera su curso.

Sarah y Grete ayudaron a Silas a explicar a Nut dieciocho siglos de historia de la humanidad, y a introducirla, poco a poco, en el nuevo mundo. La verdad es que, una vez asumió el impactante hecho de que había estado durmiendo durante tantísimos años, el resto le resultó bastante entretenido. La pequeña nubia era un encanto, y disfrutó de los avances tecnológicos y las nuevas costumbres de la humanidad como lo haría un gatito con una pelota de trapo. Era lista, y aprendió rápido a comunicarse utilizando un idioma que era medio inglés, medio español y medio nubio antiguo. Una mezcla deliciosamente extravagante que Ray bautizó como "interlingua", una palabra que, como no podía ser de otra manera, había oído en una película. Con Sarah y Grete cuidándola, Silas pudo volver a ser Dawson Fox por última vez y dedicarse a desmantelar su corporación. La vendió por partes, a buen precio, y en menos de un mes era libre. Hubiera conseguido mucho más dinero de haber sido paciente, pero no le importaba. Aún así, era inmensamente rico. Además no podía esperar, ya no tenía tiempo que perder.

La "inversión" que realizó en la sonda había funcionado, y los nanorrobots que circulaban por su torrente sanguíneo —velando por su salud, curando infecciones, reparando heridas y solventando problemas genéticos—, habían desaparecido. Volvía a ser mortal. Por lo que "solo" le quedaban unos cincuenta o sesenta años de vida, en el mejor de los casos. La mayoría de la gente hubiera matado por el don que poseía, por ser inmortal, pero Silas no. Estaba feliz porque ya tenía lo que durante tanto tiempo había deseado: una vida normal junto a su amada, y la posibilidad de envejecer a su lado. Como él mismo dijo, cuando Grete cuestionó sus razones: "Las personas deben envejecer y morir. Dejaremos de ser humanos el día que no lo hagamos".

 

Visitaron las cataratas del Niágara en un par de ocasiones, y a menudo iban a Búfalo, Rochester o Siracusa, a cenar, de compras o simplemente a pasear. Nut, aunque ponía buena voluntad, no terminaba de acostumbrarse al asfalto, a los altos edificios y sobre todo al incesante ruido de motores.

—En el futuro no todo es mejor —le dijo una vez al oído, un poco avergonzada.

 

Liquidó sus acciones y donó buena parte de la inmensa fortuna obtenida a una minuciosa lista de instituciones y organizaciones que había seleccionado el malogrado Jacob, sin olvidarse de garantizar un futuro cómodo a la familia de su fiel amigo y compañero. Una vez se libró de la corporación se ocupó del futuro inmediato. Compró un viejo almacén en una zona industrial a las afueras de New York, y comenzó a rehabilitarlo para convertirlo en el museo que albergaría la inmensa colección que había acumulado a lo largo de su dilatada vida. Sería sencillo y espacioso, y naturalmente gratis. Le dio algunos quebraderos de cabeza, y tuvo que tirar de influencias y grandes sumas de dinero —y alguna que otra obra de arte que devolvió a sus países de origen— para legalizarlo, pero al final lo consiguió.  Víctor, que solo permaneció en el hospital un par de días, estuvo encantado ante la posibilidad de encargarse del museo, y se puso manos a la obra de inmediato. Todo el que quisiera podría ver aquellas maravillas, después de que él las hubiera catalogado adecuadamente. Eso le llevaría varios meses, y Silas no estaría allí para verlo. Tenía cosas más importantes que hacer, como por ejemplo conseguir una nueva identidad. Lo había hecho en muchas ocasiones, solo era cuestión de hacer desaparecer a Dawson de una manera convincente y reaparecer lejos siendo otro.

Sería la última vez que lo hiciera. Morirían como Silas y Nut. Algo que le causaba un placer incalculable siempre que lo pensaba.

 

Para cuando hizo todas esas cosas habían pasado más de cuatro meses. Sarah, Ray y Grete se habían marchado a España, y Víctor estaba metido de lleno en el proyecto del museo. Entonces se dedicó solo a ella. A disfrutar de su compañía.

Sin embargo, sabía que su amada necesitaba más tiempo para adaptarse al nuevo mundo. Que no terminaba de encontrarse a gusto viviendo bajo tierra, y que las ciudades la agobiaban. Por eso decidió regalarle un viaje, un largo viaje por la mítica Ruta 66. Recorrerían Estados Unidos de este a oeste. Desde Chicago hasta los Ángeles. Ellos solos, sin prisas, disfrutando de su mutua compañía, amándose a cada instante, viviendo libres el sueño que se había interrumpido hacía dieciocho siglos. No había pensado qué harían después. Tal vez buscarían una bonita casa a orillas de un lago en algún país de Europa, o quizá regresarían a Egipto... No lo sabía, eso daba igual. Lo importante era que finalmente había cumplido la promesa que le hiciera una vez, cuando Nut se fugó para irse con él: que cuidaría de ella y que no le faltaría de nada.

A pesar del momento de inmensa felicidad que vivía, y de haber puesto en orden su nueva vida, aún le quedaba una cosa por hacer.

 

Era domingo y habían salido muy temprano. Cuando atravesaron New York parecía una ciudad fantasma. Los comercios tenían las persianas bajadas y apenas vieron gente por las calles. Tampoco había mucho tráfico y, como era de esperar, el negocio de compraventa de coches donde se detuvo estaba cerrado.

—¿Por qué paramos aquí? —preguntó Nut, con la voz en trance de sueño.

—Tengo que ver a alguien, solo será un momento.

Silas cogió una bolsa de deporte y bajó del autobús. El sol aún no calentaba y las sombras que proyectaba eran alargadas. Llegó hasta la verja que rodeaba el aparcamiento donde se exponían los coches y pulsó el botón que había en la puerta. Tuvo que esperar un par de minutos hasta que contestaron.

—¿Sí?

—Hola, hablamos ayer. Vengo por el Mustang Shelby GT500 del 2012.

—¡Ah! ¡Claro, claro! Puede pasar —respondió la misma voz, aunque mucho más solícita—. Le estaba esperando.

Una vez quedó destrabada la cerradura eléctrica, Silas entró y se encaminó al edificio de una planta que tenía enfrente. Antes de llegar se abrió la puerta de cristal y apareció un hombre. Era alto y delgado, y vestía un traje con el que parecía que había dormido.

—Es usted más joven de lo que pensaba —dijo ofreciéndole la mano—. Este tipo de coches lo compran tipos con la crisis de los cuarenta.

—Una pena —se limitó a decir Silas, mirando detenidamente a los ojos del vendedor.

—Pasemos dentro y se lo enseñaré. Lo tenemos en el garaje. Un coche como ese hay que tenerlo bien cuidado.

—Por supuesto.

El interior del local estaba medio vacío. Un par de coches, una mesa con un ordenador, y algunas fotos de deportivos sobre las paredes desconchadas, fue todo lo que se encontró hasta que llegaron a la parte trasera. Silas esperó detrás del vendedor hasta que abrió la gran puerta metálica y pulsó el interruptor. Los fluorescentes, después de un parpadeo infinito, se encendieron e iluminaron un garaje donde había una docena de coches relucientes. Todos deportivos clásicos y algún todoterreno de gama alta.

—El suyo está al fondo, sígame. Por cierto... —matizó a medio camino—. Ha traído dinero en efectivo, ¿verdad?

Silas se limitó a levantar la bolsa.

—Estupendo. Usted se gana un descuento y yo me ahorro pagar un montón de impuestos. Aquí está —dijo, pasando la mano por el capó del Mustag igual que si lo acariciara—. Es hermoso, ¿no le parece?

—Ya lo creo.

—Y una bestia en la carretera. ¿Corre usted? Señor...

—Tutéeme. Mi nombre es Silas. Y no, no corro.

—Un coche así es para hacerlo correr —se lamentó el vendedor.

Silas apoyó la bolsa sobre el capó del coche sin miramientos y comenzó a descorrer la cremallera. Los ojos del vendedor se abrieron expectantes, soñando con la visión de los fajos de billetes. Sin embargo no fue dinero lo que vio salir de la bolsa, sino el brillante acero de una antigua espada romana.

—La verdad, señor Foster, es que le conté una pequeña mentira.

—Pero...

—El coche no me interesa. En realidad el que me interesa es usted. ¿Recuerda la Fox Corporation? ¿Recuerda a Jacob Brandom?

Foster reculaba moviendo la cabeza. Había entendido y elaboraba un plan de actuación.

—Usted y su hermano lo mataron. Me costó mucho encontrarles. Afortunadamente el dinero venció muchas voluntades, incluso creencias. Y por favor, no pierda el tiempo negándolo. Su hermano confesó.

—¿Mi hermano? ¿Qué quiere decir? —su voz parecía la de un hombre asustado, confundido, aunque en realidad solo estaba ganando tiempo.

—Nunca encontrarán su cuerpo. Y el suyo, bueno, quizá quede algo —hablaba despacio, desapasionado, solo le informaba.

Silas sabía con quién se las estaba jugando. Su hermano era bueno, pero él era mejor. Un asesino frío y bien entrenado con el que era conveniente no distraerse. Por eso no quiso darle la menor oportunidad y actuó rápido. Foster estaba preparado y evitó la primera estocada, sin embargo, Silas, era un maestro con el gladius, y la segunda le atravesó el estómago.

—Los fanáticos lo resuelven todo de la misma manera, lo he visto muchas veces a lo largo de los siglos —dijo mientras sacaba lentamente la espada de sus entrañas—. Sus propósitos, sus dudas, incluso sus flaquezas, terminan con el derramamiento de la sangre de los demás. Pocas veces con la suya propia. Esta será una de ellas —Foster se retorcía en el suelo sobre un charco de sangre, agarrado a la enorme herida con ambas manos—. No creo en la venganza, pero sí en la justicia, y usted debe morir.

De la bolsa sacó un trapo con el que limpió la hoja milenaria del gladius de Ático, luego lo empapó con gasolina de un bidón que también llevaba, y lo introdujo en el depósito del Mustang. Vertió el resto del combustible sobre los coches y el moribundo asesino, y por último, dejó en el suelo una botella de ron vacía antes de lanzar una cerilla.

No se quedó a ver cómo ardía. No disfrutaba con el sufrimiento ajeno, le bastaba con saber que su muerte no sería rápida.

Nadie sospecharía nada. Parecería accidental. Un incendio debido a la imprudencia de un borracho al cargar de combustible un coche. Solo eso. El fuego borraría las huellas, incluida la herida de espada. La carne desaparecería convertida en cenizas y en los huesos no encontrarían nada, el filo del gladius ni siquiera los rozó.

Al abrir la puerta de la autocaravana despertó a Nut, que se desperezó con un mohín delicioso.

—¿Ya has terminado?

—Sí, cariño, ya podemos irnos.

La pequeña Nut no tardó en volver a dormirse, acunada por el suave bamboleo del vehículo.

De vez en cuando, Silas, la miraba de reojo, sin poder evitar dirigir la vista a su vientre, el vientre que albergaba a su hijo.

Su hijo.

Lo supo cuando el ordenador reconoció un tercer espécimen y escaneó de nuevo el cuerpo de Nut. En ese momento se alegró, aunque no dijo nada. Ni siquiera a ella. Esperó a estar seguro de que el bebé —concebido hacía dieciocho siglos— estuviera sano; y sobre todo, que fuera totalmente humano.

Ahora lo sabía. Ahora su felicidad era... casi completa.

 

Silas conduce con la vista puesta en el asfalto. Es de noche. Los faros iluminan la carretera y piensa en el futuro. Lo ve como esas líneas pintadas que llevan inexorablemente de un lugar a otro, y se estremece al pensar que el destino de la humanidad ya está marcado.

Parpadea para evitar que se forme un velo acuoso en sus ojos, y se fija en las luces rojas del vehículo que le precede; de pronto, se enciende el intermitente y el coche toma una salida. Silas observa cómo se aleja, cómo desaparecen las luces en la distancia.

Quizá no todo esté escrito, murmura, quizá el futuro pueda cambiarse con un pequeño golpe de volante, con un sutil cambio de dirección.

Si es así, aún hay esperanza.

 

Expedición Atticus
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