8 - ARKAN

 

 

 

 

 

En algún lugar del desierto.

Cerca de Luxor, Egipto.

 

 

 

Descansaban apoyados contra los todoterrenos o tumbados en el suelo, ocultos bajo redes de camuflaje de color ocre amarillento claro que los hacían invisibles desde el aire o a larga distancia. Los cinco hombres venían de El Cairo, donde llevaban una vida normal y por separado para no despertar sospechas. Podían actuar de forma individual o formando un grupo. Esta vez el trabajo requería varios hombres. Pertenecían a los Hermanos Musulmanes, una organización islamista considerada terrorista por muchos gobiernos; no en vano fueron los fundadores de Hamas. Su objetivo —político y religioso— pretendía inculcar el Corán y la Sunna en el individuo, en la vida familiar, en la comunidad y hasta en el último rincón de los estados musulmanes; buscando, como fin último, hacer de todos y cada uno de esos países califatos islámicos bajo el yugo del más profundo integrismo islámico. Estaban bien adiestrados y eran fanáticos, una combinación letal.  

Dentro de uno de los Toyota Hilux se encontraban Arkan y su segundo, Farid, al que todos llamaban Mediacara desde que —hacía un año— en una escaramuza contra soldados del gobierno egipcio, un trozo de metralla le destrozara la mejilla izquierda.

—¿Te fías de ese tipo?

—Dice que apoya nuestra causa —contestó Arkan, dejando el teléfono vía satélite en el salpicadero.

—¿Trabajando para el gobierno? Es solo un perro traidor.

—Nos ha informado de la llegada de los americanos, nos ha suministrado armas y vehículos, y de él depende nuestra huída por mar.

—Ya, pero a cambio de dinero.

—El dinero tiene más fuerza que la fe, amigo Farid. Él nos utiliza y nosotros lo utilizamos, él gana y nosotros también.

—Otro oportunista más que pretende guardarse las espaldas por si la cosa cambia —refunfuñó Mediacara—. Un maldito burócrata "calientasillones" que busca vivir bien bajo todos los regímenes.

—Cuando llegue el momento tendrá que rendir cuentas, como todos, pero de momento lo necesitamos.

Arkan abrió la puerta del todoterreno y se dispuso a salir.

—Tomemos un té mientras esperamos noticias.

—Malditos políticos —masculló Mediacara, al tiempo que salía del coche.

 

La tarde caía en el desierto. La perspectiva aérea formaba una imagen impactante al superponer las montañas de dunas y rocas en un solo plano, pero con distintas tonalidades. El cielo, totalmente despejado, proporcionaba una luz uniforme que por momentos se tornaba anaranjada. Su calidez era reconfortante.

Alrededor de un infiernillo de gas, los cinco hombres, sentados sobre esteras y junto a sus Ak47, tomaban té Shay; un té negro y fuerte al que algunos añadieron hojas de menta. Para su elaboración no usaron agua embotellada, sino una especialmente traída de manantiales naturales. El agua la consideraban purificadora, y  al menos para la elaboración del té preferían una totalmente pura.

Arkan conocía a todos sus hombres y sabía que su fidelidad a la Yihad estaba totalmente demostrada. Solo él y Mediacara habían nacido en Egipto; Barak era sirio, Fael libio y Zamir argelino, pero todos defendían el Islam con el mismo fervor, y morirían sin dudarlo por él.

La luz fue mermando y tornándose cobriza sobre el improvisado campamento.

Los hombres jugaron hasta que la oscuridad les impidió seguir haciéndolo. Eligieron el Seega, un antiguo juego de mesa árabe parecido a las damas, que consistía en un tablero cuadrado de cinco por cinco casillas en el que cada jugador colocaba doce piezas —a menudo huesos o trozos de vasija—, y debía atrapar las del contrario cuando alguna de ellas quedaba entre dos de las suyas.

—Hora de dormir, yo haré la primera guardia —dijo de pronto Arkan.

Los hombres apuraron sus tazas de té y se dispusieron a dormir dentro de los vehículos, ya que sabían que las temperaturas bajaban mucho en el desierto.

Arkan se ajustó la pistolera, cogió su rifle y se encaminó a una duna. Mediacara lo siguió y, cuando comprobó que se encontraban lo suficientemente lejos del resto, se animó a hablar.

—¿Qué te preocupa?

—Ves esta tierra, Farid. Ves esta arena, este cielo... esta suave brisa que se comienza a levantar.

Mediacara mantuvo la mirada en el perfil de su jefe, sin saber qué decir.

—Sería una bendición poder morir por ella. Romanos, franceses, turcos, ingleses..., todos la han querido. Hemos sido peleles en sus manos. Y ahora, bajo cuerda, los americanos. Todos han saqueado sin piedad, todos han sangrado a sus habitantes, y ya es hora de que nos tomemos la revancha.

Arkan se giró y apoyó una mano en su hombro, en señal de afecto.

—Querido amigo, lo que nos espera no será fácil. Se derramará sangre, puede que la nuestra también.

—Son solo ratones de biblioteca —intervino Mediacara.

—Traen su seguridad privada, y el gobierno les ha asignado una escolta. Aún no sé cuántos hombres. Dos, tal vez tres.

—¡Maldición! ¿Desde cuándo lo sabes?

—Naguib me lo dijo.

Mediacara lanzó una patada a la arena y manipuló nervioso su Ak47. Finalmente habló.

—Pero, ¿seguimos adelante con el plan?

—Sí.

—¿Cuándo se lo dirás a los hombres?

—Mañana llegará un correo para informarnos de la llegada de los americanos. Entonces lo haré.

—Todo irá bien, son buenos soldados y están dispuestos a cualquier cosa.

—Lo sé, pero me gustaría tener más datos por si algo falla.

—¿En qué has pensado?

—Necesitamos más información, y solo podemos obtenerla en New York.

—Demasiado arriesgado. Tendrás que pedir autorización al Líder.

—Ya la tengo. Dos hombres se están encargando del asunto.

—Magnífico. Entonces, ¿qué te preocupa?

—No lo sé. Siento algo extraño aquí dentro —respondió Arkan, tocándose el pecho. Su voz había cambiado adquiriendo la calidad de una confesión—. Siempre he notado a Alá a mi lado. En cada misión, en cada acción que realizaba en su nombre lo sentía cerca, y sentía su aprobación. Pero desde que llegamos aquí es como si nuestro Dios nos hubiera abandonado, como si estuviéramos solos... como si no quisiera saber nada de lo que aquí pasará.

Mediacara lo miraba sin decir nada, confundido. Arkan sabía que su lugarteniente no era el hombre más indicado con el que compartir cuestiones de esa índole. Era un fiero combatiente, y su fe estaba fuera de toda duda, pero su inteligencia y sensibilidad llegaban hasta donde llegaban. A pesar de ello había querido hacerle partícipe de sus inquietudes y de sus miedos, simplemente por una extraña necesidad de verbalizarlos. Al final se sentó en la tibia arena y, sin gesto alguno, dijo:

—Ve a dormir, mañana nos espera un día duro.

Nada más quedarse solo, Arkan, sintió un intenso frío. Tiritando se abrazó a sí mismo y miró al oscuro cielo cuajado de estrellas. El aullido lejano de una hiena lo sobresaltó. Creyó notar una presencia a su alrededor. Escudriñó en todas direcciones y aguzó el oído atento al más mínimo ruido, pero no escuchó nada. Entonces cerró los ojos y las vio. Eran sombras con forma humana que salían de la tierra y ascendían hasta el cielo, y un susurro lastimero las acompañaba. Como si de una revelación se tratara, supo de inmediato que eran las almas de sus antepasados que intentaban advertirle. ¿Pero advertirle de qué? Suplicó una respuesta, pero fue inútil.

El danzar de sombras sobre su cabeza desapareció en cuanto abrió los ojos. En ese preciso instante tuvo la certeza de que Alá no les acompañaría en esa misión.

 

Expedición Atticus
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