25 - FRISBEE

 

 

 

 

 

Desierto oriental, zona montañosa.

Egipto.

 

 

 

 

Caminaron en perfecto silencio durante más de una hora. El sol continuó su inexorable ascenso aclarando el cielo y descubriendo un paisaje tan hermoso como hostil. Dawson iba en cabeza, sin mirar atrás, marcando un ritmo exigente y constante que obligaba al resto a forzar la marcha. Le seguía Peter, al que se le oía cuchichear una especie de letanía que no era más que el resultado de una mente genial en constante ebullición. Detrás iba Víctor que, a pesar de sus más de sesenta años y de ir cargado con una voluminosa mochila —al igual que los demás—, su andar era firme y seguro como resultado de muchos años de trabajo de campo y de una genética envidiable. A pocos metros iba Sarah, que no dejaba de mirar para atrás con disimulo. Cerraba la comitiva una Grete que caminaba con los labios fuertemente apretados, el entrecejo fruncido y los ojos vidriosos.

En un momento dado, Sarah aminoró el paso hasta ponerse a la altura de la pequeña alemana. Anduvo junto a ella un buen trecho sin pronunciar palabra, y sin dejar de mirar de vez en cuando hacia atrás. Su cabeza era una olla a punto de estallar. Estaba confundida. Por una parte hubiera querido que Ray fuera con ellos. Con ella. Hubiera deseado tenerle a su lado, afrontando esa peligrosa aventura juntos hasta el final. Se había sentido abandonada, traicionada. Le había parecido una actitud cobarde e interesada de alguien que creía conocer. Un gesto que nunca hubiera esperado de él. El resultado del peor Ray. Y eso le dolía de una manera extraña y profunda. Por otro lado, sin embargo, se sentía aliviada porque hubiera desaparecido, se hubiese esfumado, ido para siempre. De esa manera todo sería más sencillo. Podría dejar de torturarse y pasar página definitivamente. Algo que creía haber hecho ya. Por un momento recordó a Jeff y se obligó a meterle en su vida e imaginarse a su lado. Sin pronunciar una palabra, pero soltando un sonoro bufido, pensó: "¡Maldito Ray!".

Grete se percató del repentino y contrariado gesto, aunque no dijo nada y continuó recorriendo su propio calvario interior. Hasta que Sarah se decidió a entablar conversación con la esperanza de, si no borrar, al menos distraer los fantasmas que rondaban su cabeza.

—¿Qué tal estás? —inmediatamente se arrepintió de sus palabras. Le parecieron estúpidas, vacías... El resultado de una mente que no pensaba con claridad, incapaz de darse cuenta del dolor que podría estar sintiendo esa mujer. Había muerto su hermana asesinada, ¡por Dios!, no se había cortado pelando unas patatas. Intentó arreglarlo—. Quiero decir que si necesitas hablar, o desahogarte... Bueno, que puedes contar conmigo —chasqueó la boca pensando que aún lo había estropeado más, que continuaba diciendo estupideces. Por eso le sorprendió la amabilidad y la entereza con la que Grete le contestó.

—Estoy bien, dentro de lo que cabe. Te agradezco tus palabras.

Volvió el silencio entre las dos mujeres. Sin haberlo acordado fueron poniendo algunos metros de distancia con el grupo, buscando intimidad.

—¿Sabes? —soltó Grete, cogiendo a Sarah de improviso—. Annika y yo jamás nos separamos. Desde pequeñas éramos uña y carne. Ella era grande y yo pequeña. Ella decidida y yo tímida. A ella le gustaban las mujeres y a mí los hombres. A ella la amaban y yo amaba. Éramos tan distintas y a la vez nos complementábamos tan bien... Bromeábamos a veces con que envejeceríamos juntas. Que cuando ella se cansara de saltar de cama en cama, y yo de buscar al príncipe azul, nos dedicaríamos a disfrutar solo de nuestra compañía; yendo al cine, a cenar, de compras... Nosotras juntas y el mundo alrededor, como cuando éramos niñas —su voz se quebró por un momento. Sorbió mocos, se pasó el dorso de la mano por la nariz y continuó intentando no derrumbarse—. Me daba buenos consejos, aunque yo nunca le hacía caso.

Sarah se encontraba completamente emocionada. Conteniéndose para no romper a llorar. Tragó saliva con dificultad antes de hablar, tratando de parecer entera.

—Hay consejos difíciles de seguir. Sobre todo cuando el corazón está por medio.

Grete se limitó a asentir con la cabeza y luego se cambió el arma de lado, la cincha del pesado CETME se le clavaba en el hombro.

—Acabaré con el hijo de puta que mató a mi hermana —su voz había se había endurecido sin sonar brusca—. No me la devolverá, pero al menos dormiré tranquila sabiendo que he hecho lo correcto.

Sarah, sin saber qué decir, se mantuvo callada invitando a la alemana a que continuara desahogándose.

—Luego, cuando todo esto termine, volveré y me llevaré su cuerpo para enterrarlo junto al de nuestra madre. Sé que a ella le hubiera gustado.

Mientras amanecía definitivamente, las dos mujeres continuaron caminando una al lado de la otra. La luz del alba invadió sus rostros y pareció realizar el prodigio de arrastrar sus melancólicos pensamientos, al tiempo que disipaba la oscuridad de la noche. La conversación se reanudó cambiando completamente de tema. Y fue Sarah quien lo hizo.

—Aún no me puedo creer lo de Dawson. Tú eres militar, ¿qué opinas?

—Fue algo asombroso. Estábamos atadas contra una roca. Cuando nos dimos cuenta le teníamos detrás. Ni siquiera le escuchamos llegar. Ni el más mínimo ruido. Y luego esa manera de actuar... He visto a muchos tipos duros. Fuerzas de élite perfectamente entrenadas para el combate cuerpo a cuerpo. Mi misma hermana era una de las mejores... —su mente voló un instante—. Pero jamás vi nada parecido. Saltó como un felino silencioso y salvaje. Fue rápido y preciso. Y extremadamente letal. En un abrir y cerrar de ojos le abrió la garganta a ese tipo, y tomó el control de la situación. Créeme, fue algo único. Una manera de actuar difícil de encontrar en un soldado moderno.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah, notablemente interesada.

—No estoy segura —Grete meditó un instante—. Es verdad que las fuerzas de élite se entrenan en el combate cuerpo a cuerpo, aunque casi nunca encuentran una situación real para utilizarlo. Las armas de fuego han alejado al enemigo. El cuchillo rara vez se usa para acabar con él. Dawson, sin embargo, actuó sin titubeos. No dudó ni por un momento. Parecía tan brutal, tan primitivo... y a la vez tan cerebral, tan sereno y decidido. Solo alguien muy bien entrenado hubiera actuado así. Además, daba la impresión...

Grete se detuvo un instante. Sarah esperó con los ojos muy abiertos.

  —...de haberlo hecho muchas veces —concluyó misteriosa.

—Pero eso es imposible —susurró Sarah.

—La verdad es que sí —resolvió desenvuelta—. Quizá solo haya exagerado una situación que no fue más que el resultado de un golpe de suerte.

—Ya —dijo Sarah, claramente confundida.

Llevaba un rato sin hacerlo, pero de nuevo se giró involuntariamente para mirar atrás. Gesto que no pasó desapercibido para Grete.

—¿Todavía esperas que venga?

—¿Cómo?

—Ray.

Sarah se sintió avergonzada e intentó disimular.

—Me preocupan esos tipos —mintió.

—Seguramente —exclamó Grete, mostrando una sonrisa que enseguida eliminó de su rostro.

—Es que no me lo esperaba, solo eso —confesó ajustándose la mochila—. No creí que nos dejara tirados.

—¿Sabes? —puso tono de confesión—. Me gustó nada más verlo. Luego, cuando le conocí un poco, aún me gustó más. No me hubiera importado tener algo con él, aunque no parecía estar por la labor.

—¿No? —quiso saber Sarah, mostrando un evidente interés con su expresión.

—Es la historia de mi vida, ya te lo dije. No tengo suerte con los hombres.

—Así que tú intentaste... —insistió Sarah, dispuesta a ahondar en el tema.

—Claro, pero no hubo nada que hacer. Me despachó muy elegantemente. Parece que tiene su corazón ocupado. Pero bueno, eso tú ya debes saberlo.

—¿Yo? —preguntó infantil.

—Me habló de alguien con quien estuvo a punto de casarse. Con quien la había pifiado. No me dijo quién era, pero solo tuve que ver cómo te miraba para adivinar que se trataba de ti —como Sarah seguía sin hablar, Grete continuó—. Nadie es perfecto, Sarah. No sé qué fue lo que te hizo, pero se nota bastante que sigue habiendo algo entre vosotros. Me dijeron que estás prometida con otro. Piénsalo, hay decisiones que intentan solucionar errores y lo único que consiguen es provocar otros mucho mayores.

Sarah estaba desarmada y en parte avergonzada porque aquella joven que acababa de perder a su hermana trágicamente, le diera una lección de madurez y entereza, y le aconsejara sabiamente sobre la mejor manera de encarar sus sentimientos. Deseó salir de esa situación, acabar con esa conversación que le hacía tanto daño, y lo hizo de una manera drástica y definitiva.

—No hay nada que pensar, Grete, Ray ha decidido por los dos.

—Pues es una pena.

—Ese cabronazo es listo como un ratón, y detecta el peligro a leguas. No es su estilo meterse en la boca del lobo si puede evitarlo, y no encontró una razón de peso para hacerlo. Parece que todos teníamos motivos para continuar menos él.

 

Prosiguieron a buen ritmo sin preocuparse de borrar sus huellas. Ahora la prioridad de Dawson era llegar lo más rápidamente posible a la mina. Sabía que los yihadistas eran hombres duros e incansables, capaces de recorrer largas distancias sin comida ni agua y que además tenían las coordenadas. No obstante se engañaba pensando que el hecho de no disponer de un programa informático tan avanzado como el que él utilizaba —que le trazaba la ruta más corta y factible—, fuera suficiente para llegar antes. Aunque realmente albergaba pocas esperanzas de hacerlo.

Con el frescor del hermoso amanecer subieron colinas escarpadas, bajaron laderas y cruzaron vaguadas arenosas para volver a empezar de nuevo, en una sucesión interminable y agotadora. La ruta, a pesar de evitar las subidas más difíciles, era tremendamente exigente y, antes de que el sol comenzara a calentar, había llevado al grupo al límite de sus fuerzas. Víctor era el que peor iba. Respiraba con dificultad y había comenzado a sentir un agudo dolor en sus rodillas —sobre todo en las bajadas— que le hizo ir cada vez más lento, hasta descolgarse ligeramente.

En el momento en que el sol empezó a calentar levemente, el grupo lo notó. Comenzaron a sudar y a perder líquido rápidamente, y cada vez necesitaban beber más agua para no deshidratarse. Las mochilas les pesaban como una maldición, y caminar se volvió un suplicio. A pesar de ello continuaron su marcha durante varias horas más, hasta que el calor se volvió insoportable. El primero en detenerse fue Víctor. Había forzado al máximo para no separarse demasiado del grupo, hasta que ya no pudo más, y terminó clavando las rodillas en la ardiente arena de la vaguada por la que caminaban. Sarah se volvió a ayudarle, pero fue incapaz. A ella tampoco le sobraban las fuerzas. Necesitó que Grete le echara una mano para levantarle del suelo y lograr que caminara de nuevo. Dawson observó todo con preocupación. Miró el mapa y comprobó la distancia que aún les quedaba. Determinó que todavía estaban demasiado lejos, y que el grupo no sería capaz de seguir mucho más con ese calor inmisericorde. Buscó con la mirada un lugar donde poder resguardarse del sol y descansar un rato. Lo encontró unos cien metros más adelante, bajo un saliente de roca que proyectaba una sombra suficientemente grande para todos, e indicó al grupo que se dirigiera hacia allí.

—Descansaremos aquí veinte minutos. Hidrátense y coman algo —sugirió cuando les tuvo reunidos bajo la protección de la gran roca—. Debemos continuar cuanto antes.

—¿A qué distancia estamos de la mina? —quiso saber Sarah, preocupada por el lamentable estado en el que veía a su padre.

—No creo que lleguemos hasta la noche, y eso si caminamos todo el día.

—Imposible, mi padre no lo soportará.

—Hija, estoy bien, solo necesito unos minutos de descanso —le contradijo Víctor, que a duras penas se mantenía en pie.

—No estás bien, estás agotado y sufres insolación. Y los demás tampoco seremos capaces de continuar mucho más tiempo —replicó Sarah autoritaria, buscando la aprobación de todos—.  Si quiere puede seguir solo. Yo soy la médico del grupo. No nos moveremos de aquí hasta que yo lo considere seguro.

Los azules ojos de Sarah mantuvieron la intensa mirada que le dirigió Dawson sin amilanarse en ningún momento. La tensión creció sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra. Fue Peter quien rompió el silencio.

—Jefe, creo que tiene razón. Si no quiere que mis preciosas neuronas desaparezcan convertidas en caldo de carne, deberíamos hacerle caso.

—Tú siempre pensando en los demás —le increpó Grete.

—Monada, no te molestes, pero en esta vida cada uno tiene su valor, y el mío... En fin, ¿cómo te lo explicaría para que lo entendieras?

—¡Capullo de mierda!

La pequeña alemana lo agarró por la pechera de la camisa y lo zarandeó sin miramientos. Dawson tuvo que intervenir, separando a Grete con delicadeza.

—Por favor, vamos a tranquilizarnos —suplicó sin dejar de mirar a Sarah—. De acuerdo, descansaremos una hora, pero ni un minuto más.

—Ya veremos —masculló Sarah, quitándose la mochila con malos modales y lanzándola contra el suelo.

 

Una hora más tarde, después de beber abundante agua y tomar una sopa fría y algo de carne enlatada, el grupo descansaba sin intención de moverse. Grete se encontraba sentada contra la pared de roca, y Víctor dormitaba con la cabeza apoyada en la mochila, arropado por Sarah, que no dejaba de ponerle paños húmedos en la frente. Dawson y Peter se habían separado del grupo y hablaban de pie, en voz baja. En un momento dado, Dawson dijo algo y el chino-americano cogió su mochila y sacó una maleta de seguridad —igual a las empleadas para transportar equipos electrónicos delicados— y comenzó a montar un artilugio. Sarah los observaba sin perder detalle, intentando comprender qué tramaban. Dawson se percató y se dirigió hacia ella.

—¿Cómo se encuentra el profesor? —musitó, al tiempo que se acuclillaba junto a ella.

—Ya lo ve, agotado —respondió con brusquedad.

—Vaya, lo lamento mucho. También lamento el desencuentro que hemos tenido.

Sarah ni se inmutó ante la disculpa de Dawson.

—Quédense aquí, usted y su padre. Hágame caso. Les suministraré un GPS como hice con el Sr. Bayona. Caminen cuando anochezca.

—No podría hacerle eso —susurró Sarah, acariciando la ardiente frente de su padre—. Es la búsqueda de su vida.

—Lo entiendo perfectamente, pero es muy peligroso. Demasiado.

—No insista, la decisión está tomada.

Grete se levantó y fue hasta ellos. Llevaba el CETME terciado y no disimuló su acercamiento.

—¿Podría intentar convencerla para que no continúen? —le suplicó Dawson, cuando la tuvo al lado.

—Son mayorcitos, saben lo que hacen —contestó cortante, guiñándole un ojo a Sarah.

Dawson meditó mirando al suelo. Chascó la boca y asintió varias veces. Parecía mantener un diálogo particular que se resolvió satisfactoriamente.

—Está bien, como quieran —se levantó—. Entonces vengan, me gustaría que vieran un juguetito.

Las dos mujeres le siguieron. Peter levantó la cabeza de lo que estaba haciendo cuando los vio llegar.

—Explícales lo que es —le inquirió Dawson.

—Lo llamamos "explorator",  del latín, espía —dijo sin mirarles a la cara—. El nombre no es definitivo, aún ando dándole vueltas buscando uno mejor. También había pensado en llamarlo...

—Por favor, Sr. Li, al grano —le imploró Dawson, abriendo los brazos.

—Bien, bien —admitió sin mucho convencimiento, y cogió un pequeño objeto—. Miren esta maravilla. Es otra de mis creaciones. Revolucionará el mundo de la guerra y del espionaje.

Se trataba de un disco de plástico transparente de unos quince centímetros de diámetro, semejante a un frisbee pero con una hélice en el centro.

—Es el mejor dron que existe —sentenció Peter, ufano—. Cójalo.

—Es muy ligero —reconoció Sarah, sopesando el artefacto en la palma de la mano.

—A ver... —intervino Grete, agarrándolo sin miramientos.

—¡Cuidado, es muy valioso! —saltó Peter, quitándoselo de la mano con sumo cuidado.

—El ejército inglés tiene algo semejante desde hace tiempo. Un mini helicóptero espía que usó en Afganistán en dos mil doce —informó Grete.

Peter soltó una risotada de desprecio.

—¡Eso es un vulgar juguete al lado de este prodigio! Esa mierda de helicóptero capta imágenes convencionales, solo puede volar durante media hora y alcanza una ridícula velocidad de treinta y cinco kilómetros por hora. Mi explorator es infinitamente mejor en todo. Lleva una cámara central de alta resolución. Puede captar imágenes térmicas, infrarrojas, ultravioletas..., y generar modelos en 3D de cualquier cosa mediante un escáner muy preciso y un software de última generación, trazando un mapa desde el aire y detectando todo aquello que le indiquemos. Y todo eso volando a una velocidad máxima de ochenta y cinco kilómetros por hora durante casi tres horas —hablaba muy pausado, recreándose en sus palabras y mostrando una pose didáctica que transpiraba un ego inmenso.

—Vaya —dijo Grete, sinceramente impresionada—. ¿Y cómo funciona?

—El explorator puede despegar desde cualquier sitio y aterrizar en cualquier lugar, y alcanzar una altura de vuelo de doscientos metros. Se maneja con esto —Peter cogió de la maleta un aparato semejante a una miniconsola de videojuegos—. Es un control remoto portátil. Gracias a él puedo operar con el dron hasta una distancia máxima de diez kilómetros.

—Bueno, quizá sea el momento de verlo en acción, ¿no le parece, Sr. Li? —inquirió Dawson, con exquisitos modales.

—Como no —se apresuró a confirmar Peter—. Ustedes pueden ver las imágenes que capte por la pantalla grande —invitó señalando la maleta abierta—. Yo las seguiré desde el control remoto.

Dawson se agachó, encendió un monitor de quince pulgadas y desplegó una visera que protegió la pantalla de la luz.

—Vengan —invitó a las dos mujeres—. Aquí lo veremos muy bien.

Peter manejó algunos botones de la consola y el dron, que estaba posado sobre el suelo, comenzó a elevarse levantando un ligero remolino de arena, quedando suspendido en el aire a unos cuatro metros de altura. De pronto el monitor sufrió una leve perturbación hasta que por fin apareció, nítida, la imagen del grupo visto desde el aire. Grete y Sarah no pudieron evitar mirar hacia arriba y luego de nuevo al monitor.

—Quiere saber dónde están los yihadistas, ¿no es así? —señaló Sarah.

—Correcto —admitió Dawson, ajustando la imagen del monitor hasta conseguir una resolución perfecta—. Sr. Li, que comience la búsqueda.

—De inmediato —contestó Peter. Tecleó a una velocidad asombrosa una serie de comandos interminables en la consola y finalmente pulsó Enter. A continuación, el dron se elevó hasta desaparecer de la vista.

—¿Cómo lo hará? —quiso saber Grete, absorta en las bellas imágenes aéreas de la orografía montañosa que se transmitían al monitor.

—Sr. Li, por favor, explíqueselo —cedió Dawson, sabedor del gran disfrute que experimentaba el chino-americano hablando de sus creaciones.

—Claro —aceptó hinchado como un pavo—. El explorator subirá hasta los cien metros de altura y volará trazando una espiral cuyo centro seremos nosotros. Esta se irá ampliando hasta alcanzar la distancia máxima de diez kilómetros. Durante su recorrido registrará todo objeto en movimiento cuyo volumen sea superior a cuarenta litros. La media de una persona adulta es más o menos de sesenta y cinco, pero no queremos que se nos escape nada —puntualizó ajustándose las gafas con un gesto estudiado—. Cuando termine volverá con los datos y sabremos qué hay cerca de nosotros.

—¿Y cuánto tardará en hacerlo? —intervino Sarah, embelesada con el desierto montañoso que llenaba la pantalla.

—Veamos... —consultó la consola—. Dos horas y treinta y siete minutos.

 

Cuando se cansaron de ver imágenes aéreas, Grete y Sarah se levantaron y dejaron a Dawson y Peter pendientes del dron. Víctor dormía roncando ligeramente, cosa que provocó la sonrisa de Sarah.  Aprovechó para descansar también ella, y se tumbó al lado de su padre despidiéndose de la alemana con un gesto de la mano.

—Que tengas dulces sueños —susurró Grete. Ella también buscó un lugar cómodo y se sentó a esperar con el rifle entre las piernas. Fue incapaz de cerrar los ojos, ya que cuando lo hacía veía el cuerpo ensangrentado y pálido de su hermana muerta.

A las dos horas y treinta y siete minutos exactamente, volvió el dron.

Grete lo vio llegar y posarse junto a Peter. Se levantó de un salto y avisó a Sarah, que dormía plácidamente en posición fetal.

—¿Qué pasa? —gimió, al notar que alguien la zarandeaba.

—Ya está de vuelta —se limitó a decir Grete, y esperó a que se incorporara para ir juntas a comprobar los resultados.

Encontraron a Peter agachado junto a Dawson, volcado sobre un teclado en el que actuaba frenéticamente. Nadie dijo nada, pendientes del monitor que en ese momento estaba en blanco.

—Bueno, ahí van los datos —dijo Peter al cabo de unos minutos, describiendo con el dedo índice un círculo sobre la tecla antes de pulsarla.

Al instante apareció en el monitor una cuadrícula en la que se dibujaron, dispersos, varios puntos rojos.

—¿Qué significa esto? —preguntó Sarah, impaciente.

—Un momento —intervino Dawson—. Aún hay que hacer algo más.

—Siete objetos en movimiento —continuó Peter, leyendo unos datos incomprensibles que aparecían a la derecha de la pantalla—. Si eliminamos los que son superiores a setenta centímetros nos quedan... —mantuvo la frase en el aire mientras tecleaba comandos.

—¿Por qué setenta centímetros? —se interesó Grete.

A Peter le fastidió tener que contestar a algo que él consideraba tan obvio, y lo hizo con desdén.

—Querida, es el ancho estimado de hombro a hombro de un ser humano, tirando por lo alto. Cualquier cosa superior y con un volumen mayor de cuarenta litros... tiene que caminar a cuatro patas, ¿no le parece?

Sarah miró a Grete, chascó la boca y meneó la cabeza. Un gesto combinado que intentó transmitirle un claro mensaje: "este tío es un idiota".

—Probablemente serán órix o coyotes —aclaró con amabilidad Dawson.

—Cuatro —confirmó finalmente Peter, echándose un poco para atrás—. Son cuatro humanos.

En la pantalla quedaron solo dos puntos rojos, ambos bastante cerca.

—Yo solo veo dos —espetó Sarah, sin complejos.

—Uff —resopló Peter, y volvió a teclear.

Junto a cada punto aparecieron unos recuadros con números dentro. En uno ponía tres y en el otro uno.

—Veamos las imágenes grabadas —sugirió Dawson, mostrando inquietud en su voz.

Peter evolucionó sobre el teclado como haría un virtuoso pianista, y de pronto la gráfica fue sustituida por imágenes reales. En ellas se veían dos líneas montañosas de piedras grisáceas separadas por una vaguada de arena anaranjada, y en mitad de ella unos puntos en movimiento.

—Acerca la imagen —le ordenó Dawson.

Peter hizo zoom y las imágenes grabadas a alta resolución descubrieron a tres hombres con turbante y armas automáticas en la mano.

—Son ellos —escupió Grete, apretando la empuñadura del CETME.

—El otro individuo camina detrás de ellos, más o menos a un kilómetro, y sigue su misma dirección —informó Peter mientras dada las órdenes necesarias al ordenador para que seleccionara las imágenes reales obtenidas por el dron.

Los cuatro se acercaron al tiempo sobre el monitor al aparecer la figura solitaria —apenas un punto todavía— caminando por la misma vaguada que los yihadistas.

—¡Haz zoom de una puta vez! —Peter obedeció sin rechistar, intimidado por la repentina salida de tono de Sarah.

La imagen cenital mostró a un hombre con el pelo largo, moreno y vestido de color camel. Caminaba rápido, casi corría, y en su mano derecha portaba un rifle.

—¡Joder, joder! No me lo puedo creer —exclamó Sarah, llevándose las manos a la boca.

 

* * *

 

Ray forzaba la marcha bajo un sol que caía sobre él como una maldición. Había agotado todo el agua que llevaba y estaba al borde de la extenuación. A pesar de ello, le animaba el hecho de pensar que estaba cerca, que pronto les daría alcance.

 

Cuando el grupo se marchó, él siguió la dirección que le marcaba el GPS que le entregó Dawson, y sobre todo su instinto. Al principio no le fue fácil admitir que era capaz de largarse y dejar a Sarah en semejante situación, y por eso se mintió durante varios kilómetros convenciéndose de que todo les iría bien, que aquellos terroristas nunca les encontrarían, y que en la cueva se apañarían muy bien sin él. También se mintió diciéndose que lo suyo con Sarah estaba terminado. Algo que creía tener bastante claro antes de volver a verla y que, aunque le pareció vislumbrar una ventana de esperanza durante esos días, ella se ocupó de cerrarla definitivamente. Y esas mentiras, sumadas a su instinto de supervivencia y a su olfato para detectar las situaciones peligrosas, fueron suficientes para que abandonara al grupo y tomara el camino más lógico y más seguro. El efecto de esas mentiras le duró una hora. Hasta que no pudo más y se rindió a la evidencia. Ya había amanecido cuando se detuvo.  Contempló su sombra alargada, pateó el suelo repetidas veces, lanzó todas las palabrotas y juramentos de su amplio repertorio, y finalmente admitió que tenía que volver. 

Se dijo mil veces —mientras desandaba el camino recorrido— que lo que estaba haciendo era un error, que no tenía sentido, que era una estupidez. Sabía que se estaba metiendo en la boca del lobo persiguiendo algo que jamás podría conseguir, porque lo había perdido definitivamente. Aún así fue incapaz de detenerse y escapar. Escapar del peligro. Del peligro y de ella. "Eso es ser un perdedor —se dijo entre dientes—, saber lo que te conviene y hacer lo contrario. Pensar con el corazón en lugar de con la cabeza. Ser un puto y completo imbécil, en definitiva".

Siguió sus propias huellas para llegar al lugar en donde se separaron, y más tarde confió en su sentido de la orientación. Creyó que no le fallaría pero lo hizo, y llegado a un punto se sintió perdido. Todas las montañas, vaguadas, peñas, barrancos y colinas le parecían iguales, y comenzó a desesperarse. A la luz del día el desierto montañoso era muy diferente, y no logró identificar nada que le fuera familiar. Buscó zonas altas con la esperanza de ver al grupo, aunque fue inútil. El sol había comenzado a calentar y el ritmo que se había impuesto le pasó factura. Necesitó reponer líquidos muy rápidamente, y casi había terminado con sus reservas de agua. Se planteaba renunciar a su búsqueda y seguir la dirección que le marcaba el GPS —la que le llevaría a un lugar seguro— cuando distinguió unas huellas en la arena. No era un experto, pero le parecieron de varias personas.

Las siguió con desesperación. Acelerando aún más el paso, a través de una larga vaguada arenosa que transcurría entre dos líneas montañosas, con la esperanza de alcanzar al grupo, con el deseo de volver a ver a Sarah y vivir con ella la que sería su última aventura juntos.

 

* * *

 

—Es Ray, ¿verdad? —intervino Grete. Sarah asintió con la cabeza, con las manos aún tapándose la boca—. ¿Y qué hace ahí?

—Se me ocurre que cambió de opinión y trató de seguirnos —señaló Dawson—. Aunque parece evidente que se equivocó de grupo. Sigue las huellas de los yihadistas.

—Idiota —susurró Sarah, sin apenas fuerza.

Dawson apartó a Peter del teclado y comprobó la dirección que llevaban, la distancia a la que se encontraban de ellos, y algo más.

—Van a la mina, sin duda. Parece que llegarán antes que nosotros —confirmó en tono serio—. He calculado la velocidad a la que caminan. Ray los alcanzará antes de que lleguen.

—¡Dios mío! —exclamó Grete—. ¿Qué podemos hacer?

Un silencio tenso se formó entre los cuatro, hasta que Sarah —como si hubiera visto la luz al final de un túnel— saltó como un resorte con el rostro iluminado.

—Usemos ese cacharro suyo —espetó señalando el dron—. Seguro que tiene algún dispositivo para avisarle del peligro, ¿verdad? —preguntó dirigiéndose a Peter.

—Evidentemente —contestó envarándose—. Dispone de audio y un pequeño altavoz de comunicación.

—Genial, pues a qué esperamos —sentenció Sarah, desplegando una sonrisa inmensa.

Grete enseguida percibió el cambio en el rostro de Peter, que carraspeó antes de hablar.

—Bueno, la verdad es que no podremos hacerlo de inmediato.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Sarah, disminuyendo la amplitud de su sonrisa.

—Su batería está casi agotada.

—Bien, ¿y cuánto tendremos que esperar?

—Mmm, mínimo tres horas.

—¡Tres horas!

—Quizá con dos fuera suficiente. Imposible menos —concluyó Peter.

—Será tarde, los alcanzará en una hora —intervino Dawson.

—¡Hay que hacer algo! —imploró Sarah, en tono de angustia.

—Debieron seguir la ruta más corta, aunque la más dura, y nos aventajan en nueve kilómetros. Sólo corriendo podríamos llegar a tiempo —dedujo Dawson.

—Bien, pues a qué esperamos.

—No es tan sencillo.

—Claro que lo es. Iremos usted y yo. Estoy en forma. Solo cargaremos con agua.

—Yo también iré —intervino Grete, dejando el CETME apoyado contra una roca.

—¡Están locos! —exclamó Peter—. No llegarán a tiempo, y si lo hacen, corren el riesgo de que esos malditos terroristas les maten a todos. Y entonces, ¿qué haré yo aquí solo?

—Estará con mi padre —gruñó Sarah—. Si algo nos pasara, puede pedir ayuda por el teléfono vía satélite.   

—No sé... —musitó Dawson cabizbajo. Pensaba en que ya había tenido una misión de rescate en la que había muerto Annika y el resto habían salido con vida por los pelos. Que era tentar demasiado a la suerte—. Quizá el Sr. Li tenga razón.

—Muy bien, usted también puede quedarse —sentenció Sarah, mirándole con los ojos vidriosos—. Indíqueme las coordenadas en un GPS y listo.

Dawson reflexionó unos segundos y luego expulsó el aire de los pulmones de golpe. Vio algo en los ojos de Sarah que le conmovió profundamente. Un sentimiento que le enterneció y le obligó a ceder.

—Está bien, iremos —dijo finalmente—. Pero usted se quedará aquí —añadió dirigiéndose a Grete—. Necesito que cuide de ellos.

—Pero yo...

—Es una orden —atajó cortante.

La pequeña alemana cogió el fusil con malos modos y se dio la vuelta dispuesta a alejarse. En ese momento se levantó un  fuerte viento que removió la arena de golpe. Dawson se tensó y miró en derredor, claramente preocupado.

—¿Qué pasa? —preguntó Sarah.

Dawson no dijo nada y siguió escudriñando en la distancia, con los ojos entornados y la respiración entrecortada. De pronto vio la masa oscura y desafiante que se formaba.

—Nadie va a ir a ningún sitio ya —sentenció con gravedad.

—No entiendo —replicó Sarah.

Entonces Dawson señaló con el brazo extendido.

—Tormenta de arena.

 

* * *

 

No se encontraba bien. Comenzaba a tener calambres en las articulaciones y a sentir dolor de cabeza, claros síntomas de deshidratación. A pesar de ello se obligó a mantener  un ritmo rápido, esperanzado en que los alcanzaría pronto si continuaba así. La vaguada arenosa por la que seguía las huellas, subía y bajaba como el lomo giboso de un camello, y las dunas de arena suelta se convertían en un suplicio cada vez que tenía que salvar una de ellas. En ello estaba, forzándose a desenterrar un pie tras otro para seguir trepando cuando, una vez llegó a la cima, los vio. El grupo estaría a unos cuatrocientos metros. Aunque estaban demasiado lejos para distinguirlos claramente, pensó que se trataba de su grupo. En ningún momento se planteó la posibilidad de que fueran los terroristas. Durante todo el tiempo que llevaba siguiendo las huellas fue incapaz de darse cuenta de que eran de tres personas. Por eso cuando los vio en la lejanía —poco más que un bultito oscuro sobre la arena dorada, recortado contra el cielo azul— no dudó ni por un momento y, con una alegría que no pudo contener, cogió el Ak-47 e hizo tres disparos al aire.

Las detonaciones reverberaron entre las dos líneas montañosas, que amplificaron el sonido y lo devolvieron varias veces. Aguzó la vista y le pareció que el grupo se había detenido en lo alto de la duna. Esperó su respuesta, impaciente. Primero se sorprendió al ver un surtidor de arena estallar a pocos metros delante de él. Luego sintió nacer otro a su derecha, y otro más. El sonido llegó unas décimas de segundo después. Le estaban disparando.

 

* * *

 

Barak era un tirador excelente, pero a esa distancia y sin un lugar donde apoyar su rifle de francotirador, era muy difícil acertar. Aunque no imposible. Arkan, con el rostro tenso, observó a través de los prismáticos.

—No es un militar. Parece uno de los americanos.

—¿Y los demás? —preguntó Mediacara, cogiendo los prismáticos que le ofrecía su jefe, para ver justo cuando el hombre se ponía a cubierto detrás de la duna.

Arkan meditó la respuesta. No dijo nada, distraído por un aire brusco que levantó una cortina de arena.

—Quizá se hayan separado, o les haya matado el desierto —opinó Mediacara—. ¿Qué hacemos? ¿Vamos a por él?

El viento creó un remolino delante de ellos y serpenteó unos metros, variando a capricho la dirección y la intensidad. Arkan miró al cielo que se oscurecía por momentos, sobre todo por la zona donde se encontraba aquel hombre.

—Tendremos que dejarlo y ponernos a cubierto. Creo que se acerca una tormenta.

 

* * *

 

Ray se lanzó al suelo antes del cuarto disparo, y rodó duna abajo unos metros hasta quedar fuera de tiro. Escupiendo arena se maldijo por haber sido tan estúpido. Llevaba horas siguiendo las huellas equivocadas, y para más inri, las de los tipos que querían matarles. Para esos hombres del desierto, bien armados y entrenados, sería un juego de niños acabar con él. A pesar de ello, no estaba dispuesto a ponérselo fácil. Cuando vinieran, les plantaría cara. Sabía que no podría huir. Estaba demasiado agotado y no disponía de agua. Con ese calor y bajo ese abrasador sol, no duraría mucho más caminando. Su única esperanza hubiera sido encontrar al grupo de Sarah, o en su defecto a unos buenos samaritanos. Pero no había sido así. A trompicones bajó la duna y buscó con desesperación un lugar donde esconderse. Las faldas de las montañas de aquella zona eran bastante lisas y apenas presentaban salientes. Calculó que les separaba algo menos de medio kilómetro; si no se daba prisa, aquellos hombres lo hallarían al descubierto en cuanto asomaran por encima de la duna. Jadeaba produciendo un sonido ronco y rasposo. La garganta le ardía y tenía la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar. Para colmo empezaron a producirse ráfagas de aire que levantaban la arena y la lanzaban sobre su rostro, obligándole a protegerse la cara y a cerrar los ojos. El viento comenzó a arreciar justo cuando encontró una roca que salía del suelo, junto a una ladera. Le pareció suficiente y se ocultó detrás de ella. Se asomó para mirar si los yihadistas aparecían por lo alto de la duna, al tiempo que comprobaba el cargador del rifle. Estaba vacío. Había malgastado las últimas tres balas para nada. Bueno, sí, se dijo, para buscarme la ruina. Lo arrojó lejos con rabia y desenfundó la pistola. Las ráfagas de viento eran cada vez más fuertes y constantes. Le pareció que el cielo se oscurecía. Con extrañeza miró a su espalda y distinguió una masa parduzca que crecía ocultando el sol, evolucionando como si tuviera vida propia. Aunque no era un experto en tormentas de arena, ni jamás había visto y menos vivido una, cuando aquel frente imparable creció hasta cubrir por completo la vaguada de oscuridad y convertirla en un caldo denso de arena en suspensión, lo tuvo claro.

—¡No me jodas! ¿Ahora esto también? —espetó, por encima del ruido creciente.

 

* * *

 

Recogieron a toda prisa los componentes del dron y buscaron un lugar a resguardo donde sobrevivir a la tormenta. Se mantuvieron juntos, a cubierto de la gran roca que momentos antes les protegía del sol. Humedecieron ropa y se taparon con ella narices y boca, y procuraron tener los ojos cerrados.

—¿Cuánto tardará en pasar? —gritó Sarah por encima del huracanado viento, sin dirigirse a nadie en especial.

Fue Peter quien le respondió también a gritos, aunque sin perder el tono didáctico y engolado de sabiondo.

—Pueden durar minutos, horas, o incluso días. Si es de las últimas podemos despedirnos.

—¡Maldita sea! —espetó Sarah abrazada a su padre, que había pasado de un sueño reparador a despertar en una pesadilla.

 

La tormenta duró tres horas, y a punto estuvo de acabar con el grupo.

Cuando el viento cesó y el cielo se despejó presentando de nuevo su intenso y hermoso color azul, la arena les cubría más de medio cuerpo. Salieron de ella como de una tumba.

Lo primero que hizo Sarah fue poner al día a su padre, sin disimular su preocupación por Ray y mostrando una inquietud que no dejaba lugar a dudas. Lo segundo fue dirigirse a Dawson, encarándose sin brusquedad pero con firmeza.

—¿Y ahora qué? —le preguntó mientras ayudaba a su padre a ponerse de pie.

—El dron estará cargado —respondió Dawson. Miró a Peter y esperó su confirmación, que llegó de inmediato con un gesto de asentimiento—. Lo mandaremos a las coordenadas donde vimos a Ray. Yo propongo dirigirnos también hacia allí. Si todos estamos en condiciones de continuar, evidentemente.

—Me parece bien —convino Sarah—. Mi padre se encuentra mucho mejor, ¿verdad?

—Sí, sí, de mí no os preocupéis —dijo Víctor, algo confundido aún.

—Entonces, ¿a qué esperamos? —añadió la pequeña Grete, echándose el pesado CETME al hombro.

 

La tormenta disipó el calor acumulado en la arena y las rocas, y provocó una leve bajada de la temperatura que agradecieron. A pesar de todo, el sol continuaba cayendo inclemente sobre ellos, y no tardaron en sentir su poder devastador. Dawson trazó la ruta más rápida y factible en su navegador, y el grupo la siguió sin apenas hablar, cada uno con la cabeza ocupada en sus particulares pensamientos, concentrados en sus propósitos. El de algunos reciente, como el de Sarah, y el de otros mucho más antiguo, como el de Dawson. A buen ritmo caminaron durante horas hasta que Peter, que no había dejado ni un momento de controlar las imágenes que le enviaba el dron a la pequeña pantalla de su consola de control, se detuvo de pronto.

—El explorator vuelve —informó, mirando al cielo.

Dawson se quitó la mochila y sacó el ordenador de control y la pantalla de quince pulgadas. Lo apoyó todo en la caja metálica de transporte y esperó pacientemente en cuclillas. El resto le rodeó, permaneciendo de pie. No debieron esperar mucho. Al poco tiempo el dron apareció en el cielo emitiendo un ligero siseo y se posó en el suelo, a unos metros del grupo. Peter corrió hasta él con urgencia, como si se tratase de un bebé que se hubiera caído dando los primeros pasos. Lo recogió con mimo y regresó con una amplia sonrisa.

—Ya se están descargando las imágenes —informó ufano, limpiando el ingenio mecánico con un pañuelo.

Dawson evolucionó sobre el teclado y exploró los datos obtenidos. Lo hizo durante unos minutos que a Sarah le parecieron horas. Chasqueaba la lengua y entrecruzaba las manos mientras esperaba resultados, claramente contrariado. Continuó introduciendo comandos hasta que Sarah no pudo aguantar más.

—Bueno, quiere decirnos qué pasa.

—¿Ven este punto? —señaló la pantalla. Todos se inclinaron a mirar. Entonces cambió a imágenes reales.

—Los tres yihadistas —confirmó Grete.

—Exacto —puntualizó Dawson—. Han continuado camino y ya se encuentran cerca de la mina.

—Ya, ¿y Ray? —preguntó Víctor, adelantándose a su hija.

Dawson resopló antes de contestar, y lo hizo sin retirar la vista de la pantalla.

—Eso es lo extraño, el dron no ha detectado más personas.

—Pero ese... aparato —escupió Sarah, intentando controlar una tensión que amenazaba con desbordarla—, solo detecta cosas en movimiento, ¿no? Es posible que esté parado. No sé, quizá se haya sentado a descansar. ¿Ha mirado bien?

—El dron también detecta imágenes térmicas, ¿recuerda? —intervino Peter.

—Así es —confirmó Dawson—. La temperatura exterior es de 42º, y ha buscado cualquier cosa que estuviera a una temperatura de entre 36º y 38º sin resultados positivos.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Sarah, retórica.

—Es evidente —respondió Peter, ante el silencio cauto de Dawson—. A nuestro amigo Ray parece que se lo ha tragado la tormenta.

Víctor pasó un brazo por encima de su hija y la atrajo hacia sí. Temblaba sin poder pronunciar una palabra. Tragándose unas lágrimas por un hombre al que pensaba que había olvidado. Por un hombre al que incluso había odiado a ratos. Por un hombre al que, sin embargo, seguía amando.

No hubo más comentarios, nadie dijo una palabra más. El grupo reanudó la marcha en un silencio trágico que se mantuvo hasta que llegaron a la vaguada por donde, horas antes, habían visto caminar a Ray. Pasaron por ella sin detenerse, aunque sin dejar de mirar en todas direcciones. Sobre todo Sarah, que lo hacía con la angustia agarrada al estómago; con el constante temor de descubrir una mano agarrotada saliendo de la ardiente arena.

Se mantenían juntos por instinto. Pegados a la falda de la montaña, igual que lo haría un rebaño de ovejas temerosas de ser atacadas por lobos. Sabían que los yihadistas no estaban allí, ni nadie más parecía encontrarse cerca. Sin embargo, no podían dejar de sentirse inquietos. Comenzaba a atardecer y sus cuerpos proyectaban sombras alargadas producidas por un sol bajo que no dejaba de ser un castigo insoportable. Subían y bajaban a ritmo constante las continuas dunas que conformaban el ondulante recorrido de la vaguada, dejando tras de sí unas huellas sobre la arena tan evidentes como efímeras. Estaban agotados y sedientos, pero nadie se quejaba. Nadie decía nada. Guardaban un luto no pactado. Solo se escuchada el jadeo de sus respiraciones y el amortiguado sonido de sus pies sobre la arena. Al pasar cerca de una gran roca, a Sarah le pareció ver algo extraño. La arena se había acumulado en un lateral de ella, y algo parecía moverse debajo. Agarraba del brazo a Grete, dispuesta a hacerle partícipe de su insólito descubrimiento, cuando esta se le adelantó.

—Ya lo he visto. Ponte detrás de mí —susurró la pequeña alemana, terciando el arma y quitándole el seguro.

Dawson se percató de la maniobra e intentó detener al grupo sin hablar, limitándose a levantar el brazo y a cerrar el puño, igual que haría un jefe de comandos especiales. Solo lo entendió Grete, que debió indicar al resto, sottovoce, que se pararan.

Parecía evidente que algo, cerca de la roca, se movía. Dawson y Grete, con las armas a punto, se acercaron con sumo cuidado. Sarah no hizo caso de las recomendaciones y caminó detrás.  A escasos metros distinguieron un objeto que salía de la arena. Aguzaron la vista hasta que reconocieron lo que era.

—Es una botella de plástico —dijo Sarah levantando la voz, intentando con ello espantar la tensión acumulada.

Justo en ese momento unos brazos aparecieron de pronto. Y tras ellos el cuerpo de un hombre que salía de la arena violentamente, como una aparición.

Grete y Dawson, sobresaltados, encararon sus armas dispuestos a freír al enemigo que les había tendido una emboscada.

—¡Soy yo¡ ¡Soy yo! —repitió una voz en inglés, con fuerte acento español.

—¡No disparéis, es Ray! ¡Está vivo! —exclamó Sarah, y se lanzó a abrazarlo.

Inmediatamente después de comprobar que estaba bien, y de notar la extrañeza en sus ojos y la sonrisa que se dibujaba en su rostro, Sarah se separó de Ray como si el cuerpo del espeleólogo quemara.

—Sí, pequeña. Hace falta algo más que un poco de arena para acabar conmigo.

 

* * *

 

Sobrevivió ya que estaba preparado para afrontar un derrumbe dentro de un túnel o una cueva, y aquello fue muy parecido. Ray conocía lo que debía hacer en caso de quedar enterrado, por eso no se preocupó demasiado cuando la arena empezó a cubrirlo. Sabía que lo primordial era mantener la calma y procurar dejar una vía libre para respirar. Una vez pasado el susto inicial que le produjo la visión apocalíptica de la tormenta, no pudo sino dar gracias a la oportuna llegada de esta, ya que de no ser por ella seguramente los yihadistas le habrían matado. Sospechaba que esos tipos sabrían afrontar el vendaval de arena y viento, y se preparó para lo que pudiera pasar después. Sospechaba que irían a por él —cosa que no pasó— y decidió que la única manera que tenía de escapar de ellos era permanecer enterrado bajo la arena, hacerles creer que había sido engullido por la tormenta. Y eso hizo. Cuando todo pasó y el viento se fue calmando, terminó de enterrarse por completo. Utilizó a modo de respiradero una botella de agua vacía a la que cortó el culo, confiando en que pasara desapercibida. Se mantuvo tumbado y muy quieto, respirando a través de ella durante un buen rato, atento a cualquier sonido. ¿Qué haría si salía de esa? Ni idea. Le dio tantas vueltas al asunto que el tiempo pasó. Sin poder evitarlo —debido al cansancio y a la tensión acumulada— terminó por dormirse.

Quiso la suerte que comenzara a despertarse cuando pasaba el grupo de Dawson. Y de nuevo fue la suerte quien decidió que no le llenaran de plomo al levantarse de la arena como lo haría un resucitado de su tumba. Bueno, la suerte y el buen ojo de Sarah.

 

* * *

 

Después de que Dawson le explicara cómo le habían encontrado, y el propio Ray les relatara su encuentro con los yihadistas, su odisea durante la tormenta y su loca idea para esconderse de ellos, Sarah, que había superado su alegría inicial y la había tornado en un enfado impostado, le espetó:

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué nos seguiste?

—Lo pensé mejor. No se puede luchar contra lo que somos, contra lo que de verdad deseamos —hizo una pausa teatral sin dejar de mirarla, forzando una pose que parecía esconder una confesión de amor. Sarah relajó el gesto y esperó su respuesta con el corazón desbocado, dispuesta a lanzarse a sus brazos de nuevo, ya sin tapujos—. ¡Qué demonios! —soltó finalmente girándose hacia todos, con los brazos abiertos—. ¿Van a llevarse ellos toda la gloria? ¡De eso nada! Y aquí estoy.

—Entonces fue por eso, por la gloria —escupió Sarah, claramente defraudada.

—¿Por qué si no? —mintió cínicamente.

—Lamento interrumpir tan emotivo reencuentro, pero debemos continuar —intervino Dawson.

—Pues, a qué esperamos —sentenció Sarah, y echó a andar sin esperar al grupo.

—En realidad ya no tenemos prisa —intervino Grete—. Según el dron, los yihadistas ya han llegado a la mina y nos esperan.

—Así es, pero ¿no tiene curiosidad por saber cómo se resuelve todo esto? —contestó Dawson sarcásticamente, antes de darse la vuelta y alejarse hasta alcanzar a Sarah y ponerse en cabeza de la expedición.

Víctor y Peter les siguieron sin haber intervenido ni tan siquiera. El primero por puro agotamiento, y el segundo porque la verdad es que ni tan siquiera había prestado demasiada atención.

Grete y Ray fueron los últimos en ponerse en marcha, y lo hicieron a la vez.

—No me mires así. Lo sé, soy un estúpido —confesó Ray, ante la mirada de reproche de la pequeña alemana—. Puede que haya sido el sol el que me ha derretido las neuronas.

—Sí, no hay otra explicación.

 

* * *

 

Mediacara bebía agua de su cantimplora mientras Barak limpiaba a conciencia su rifle. Arkan se mantenía alejado unos metros, escudriñando en la distancia con los prismáticos. Según las coordenadas que trianguló en su mapa, estaban en el lugar exacto al que se dirigían los americanos. Aunque, como pudieron comprobar, allí no había nada de especial. Se trataba de una hondonada flanqueada por colinas escarpadas pero no muy altas, de terreno arenoso y sin una brizna de vegetación. Poco o nada se diferenciaba del resto del paisaje por el que llevaban horas caminando, y eso le tenía profundamente intrigado. Allí tumbado sobre la roca, en lo más alto de la colina, tuvo tiempo de reflexionar antes de hablar con los hombres que le quedaban. Tendría que ser sincero. Explicarles que la misión había cambiado. Que ya no se trataba de secuestrar a un magnate americano y llevárselo de Egipto para pedir un rescate por él, que eso sería imposible. La situación obligaba a capturarlos y asesinarlos. Grabar la ejecución y mandarla a sus Hermanos para que la difundieran por el mundo entero, para que sirviera de propaganda a su causa. Ese sería ahora su objetivo. También les confesaría, por si aún no eran conscientes, que huir sería imposible. Que morirían a manos del ejército. Que se convertirían en mártires. Esperaba que lo comprendieran. En realidad estaba seguro de que lo harían. Eran fieles combatientes, soldados de Alá dispuestos a todo, valientes y entregados, sin fisuras en sus creencias.

Algo que no podía decir de él mismo.

En lo más profundo de su ser estaba asustado. Sentía, más que nunca desde que comenzara la misión, que Alá les había abandonado. Primero fueron sus visiones en el desierto, luego su fracaso junto al edificio minero, más tarde la muerte de Fael y la de Zamir a manos de ese demonio que le desgarró la garganta, y finalmente la tormenta de arena. Parecía que una fuerza superior dirigía a esos americanos e iba en contra de ellos. Que hicieran lo que hiciesen, sus acciones estaban destinadas al fracaso. Era como si una energía misteriosa les protegiera. Como si el propósito que les guiaba estuviera imbuido de santidad. Una santidad que no les abandonaría hasta que llegaran a su destino y recuperaran esa reliquia.

Eso fue lo que le comunicó su contacto en New York que buscaban. Lo que ponía en los informes que logró conseguir. Una reliquia cristiana, concluyó Arkan; algo que valdría la pena arrebatarles, si es que eso era posible. Si su Dios se lo permitía. Por eso había decidido esperar sin intervenir. Observarles sin ser vistos, para averiguar de qué se trataba. Y sobre todo, para saber si su Dios era más poderoso que el suyo. 

Para averiguar quién ganaba.

La tarde había caído definitivamente, y el sol apenas mantenía su presencia en el firmamento. El cielo comenzaba a llenarse de todas las tonalidades posibles, desde el amarillo hasta el naranja, pasando por el violeta y el azul oscuro. Las sombras fueron cubriendo las montañas de la región de Nubia, y una fresca brisa comenzó a sustituir el calor inmisericorde que acompañaba al día.

—Quizá estén muertos —le sobresaltó Mediacara.

—No lo están. Vendrán —musitó, cogiendo la cantimplora que le ofrecía.

—Si es así, seguro que sabrán que les estamos esperando.

Arkan meditó unos segundos.

—Es posible, pero aún así vendrán.

 

Después de hablar con sus hombres, explicarles lo que harían y el sacrificio que ello conllevaba —sin hacer mención a sus dudas interiores—, Arkan cayó en una especie de duermevela inquieta, motivada por el cansancio y las luchas interiores. No llegó a dormirse del todo, invadido por una angustia que le mantuvo a caballo entre el sueño y la vigilia, en todo momento acompañado por espectros danzantes que le rodeaban intentando decirle algo.

La tarde murió y la noche se impuso. Una noche cubierta de nubes que ocultaron la luna y sumieron al desierto en una oscuridad casi absoluta.

 

* * *

 

Dawson comprobó su ordenador y se detuvo de pronto. Esperó que los demás llegaran a su altura y, en voz baja, dijo:

—Nuestro destino está detrás de esa loma.

—¿Y esos cabrones? —espetó Grete.

—En la cima de la colina de enfrente, al otro lado de la hondonada.

—Magnífico, pues vamos a por ellos.

—Nosotros sabemos dónde están, sin embargo ellos desconocen dónde estamos nosotros. Pronto anochecerá y no disponemos de miras con visión nocturna —Grete observó el CETME y se maldijo por no tener su rifle de francotirador—. Sería muy peligroso. La ventaja de la sorpresa podría volverse en nuestra contra. Al amanecer, los eliminaremos.

—¡Genial! —intervino Ray—. Esto parece el salvaje oeste.

—Ya ha visto de lo que son capaces —replicó Dawson, intentando razonar—. O nosotros o ellos. Descansemos un poco —añadió dirigiéndose al grupo—. Mañana va a ser un día duro.

Sarah evitó cruzar palabra con Ray y buscó la compañía de su padre, que se había derrumbado en el suelo incapaz de dar un paso más. Dawson se alejó unos metros y se llevó, con disimulo, a Peter. Ambos cuchicheaban sentados en el suelo, de espadas a los demás. Ray barajó la posibilidad de seguirles. Finalmente la descartó.

—Esos dos se traen algo entre manos —dijo a Grete, junto a la cual se sentó. Ella no contestó—. ¿Cómo te encuentras? —preguntó, al caer en la cuenta de su falta de tacto al no haberse preocupado por su estado de ánimo durante todo el rato que caminaron juntos.

—Aún no me creo que esté muerta. Me parece que en cualquier momento va a aparecer para revolverme el pelo y hacerme rabiar —contestó, mientras cogía una piedra del suelo y la lanzaba lejos.

—Lo siento, no soy muy bueno consolando. Pero si quieres hablar...

—No es necesario —le cortó.

Ray dudó, pero finalmente calló. Puso la mochila en el suelo y se tumbó apoyando la cabeza en ella.

—¿Y en qué eres bueno?

—¿Qué? —preguntó extrañado, levantando ligeramente la cabeza.

—Como jugador... En fin, según he oído, no se te daba muy bien. Tampoco puede decirse que seas muy bueno en temas de mujeres, ella se arroja de nuevo a tus brazos y tú, a pesar de quererla, la vuelves a fastidiar. Y como espeleólogo, está por verse.

—Joder, no te muerdes la lengua —admitió Ray, volviendo a apoyar la cabeza en la mochila y poniendo sus manos entrelazadas bajo ella.

—Ya ves que no.

—Déjame que piense —continuó, dando a su voz un tono sarcástico que intentaba ocultar lo dolido que estaba—. Ya lo tengo. Soy cojonudo enseñando el español.

—Eso es verdad.

—Anota esto: "El amor es loco, pero a muchos vuelve tontos".

—¿Qué significa?

—Que soy gilipollas.

 

Unos metros más alejada, Sarah se ocupaba de su padre. Le dio agua y procuró que comiera algo. Luego le buscó un lugar plano y le obligó a que se tumbara.

—Me encuentro bien —protestó—. No me trates como a un viejo.

—Un poco sí que lo eres —bromeó, colocándole la mochila bajo la cabeza.

—Hija.

—¿Sí?

—Acércate un poco más —musitó—. ¿Recuerdas que iba a decirte algo cuando aparecieron Dawson y las mellizas?

—¡Es verdad! —confesó Sarah, arrastrando el culo por la arena para quedar cerca de su padre.

—Es acerca del Informe Atticus.

—¿Qué pasa con él?

—No te conté todo lo que allí ponía.

Víctor apenas distinguía el rostro de su hija, pero creyó adivinar un gesto de reproche.

—Dawson insistió en que os lo omitiera. Creyó que no aportaría nada, y que por el contrario crearía confusión y restaría verosimilitud a esta búsqueda. Y la verdad es que estuve de acuerdo.

—Joder, papá, no me lo puedo creer —se quejó Sarah, acercándose aún más.

—Escucha. Lo siento mucho. Llevo tiempo intentando hablar contigo para contarte todo lo que sé, pero no he encontrado el momento.

—Vale —admitió—. ¿De qué se trata?

—¿Recuerdas al centurión Ático?

—Claro.

—Bueno, pues decidió entrar en la cueva.

—¿Y?

—Iba dispuesto a todo. A desvelar el misterio de las desapariciones o a morir allí si fuera necesario. Estaba desesperado.

—Entonces, ¿averiguó lo que pasaba?

—Es posible.

—¿Posible?

—Atiende. Esto que te voy a relatar es lo que dejó escrito. El final del manuscrito que no os contamos.

 

Expedición Atticus
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