7 - NAGUIB

 

 

 

 

 

Ministerio de Antigüedades y Patrimonio Cultural.

El Cairo, Egipto.

 

 

 

Naguib estaba frustrado y enfadado. Se había encargado personalmente de los permisos de excavación, incluso fue él quien los redactó saltándose a su secretaria; pero de nada había servido, el ministro se había enterado y activado el protocolo de seguridad. Y eso representaba un problema para sus intereses.

Le enfurecía enormemente pensar que unos planes minuciosamente elaborados, y durante tanto tiempo, se fuesen al traste en el último momento.

De un salto se levantó del sillón y salió de su despacho. Como director general no tenía que dar explicaciones a nadie de cuándo entraba o cuándo salía, sin embargo se detuvo frente a la mesa de su secretaria y, forzando una sonrisa, le dijo:

—Raissa, si llama alguien dígale que vuelvo en media hora.

—Bien, señor director —respondió solícita.

Raissa llevaba trabajando en el ministerio casi treinta años, y había visto desfilar por ese mismo despacho a muchos directores generales. Jamás intimó con ninguno, ni les llamó por su nombre, ni siquiera admitió un regalo de cortesía. Era viuda desde los veinticinco. Su marido, un comerciante de pieles, murió en un atentado terrorista y ella fue compensada por el gobierno con un trabajo de funcionaria. Comenzó desde abajo, como simple bedel, y fue ascendiendo hasta secretaria del director. Y todo gracias a su tenacidad y profesionalidad. Era una mujer eficaz y callada,  que nunca dio confianza a sus jefes. Aunque alguno hubo que la pretendió cuando aún era joven y hermosa, ella siempre se mantuvo firme en su promesa de seguir viuda y lejos de los hombres hasta su muerte. Ahora ya no tenía ese problema. A sus cincuenta y cinco años había engordado mucho, y ninguno se fijaba en ella. Cuando murió su marido juró sobre su tumba que lo respetaría y que nunca lo defraudaría. No tuvo hijos, y se entregó a su trabajo y a esa promesa en exclusiva, marchitándose con la satisfacción de ser siempre fiel a los principios que les unieron.

En aquel momento, la veterana secretaria, realizaba comprobaciones rutinarias en el ordenador, y continuó trabajando en ello, sin darle mayor importancia, cuando vio salir por la puerta a su director general.

Naguib no cogió el ascensor. Bajó las escaleras apresuradamente y salió del ministerio mirando a ambos lados. Cruzó por el caótico tráfico apenas sin mirar, y un viejo Peugeot 504 que se caía a trozos, a punto estuvo de atropellarlo; nada fuera de lo normal en una ciudad con diecisiete millones de habitantes, en la que circular —tanto a pie como en coche— era un sálvese quien pueda.

Anduvo un par de calles hasta que lo vio: un desvencijado Lada blanco de más de treinta años, aparcado junto a una tienda de reparación de bicicletas. Ese no era su coche, obviamente, el suyo era un flamante Jaguar F-Type descapotable que estaba en el parking vigilado del ministerio. Un lugar mucho más seguro para el vehículo, pero no para él.

Con decisión metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. En el interior del coche el calor era asfixiante y olía a plástico recalentado y a gasolina.  Después de un par de intentos, el motor arrancó. Circuló eligiendo calles al azar, evitando alejarse demasiado del ministerio. Cuando lo estimó oportuno buscó un lugar libre y aparcó. La calle donde lo hizo era tranquila y apenas andaba gente por ella. Se trataba de una zona de edificios de viviendas sin comercios.  Apagó el motor y observó unos minutos. Miró en todas direcciones con disimulo a través de los retrovisores y abrió la guantera. De ella extrajo un teléfono vía satélite y, después de levantarse las gafas para ver mejor, marcó un número. Alguien descolgó al otro lado, pero no habló. Lo hizo él.

—Soy yo.

—Hermano, ¿por qué llamas?

—Ha surgido un problema, el paquete llevará niñera.

—...

—No se separarán de ellos ni un minuto —continuó Naguib, en vista del silencio al otro lado del teléfono—. Quizá sería mejor que...

—Alá es grande y nos ayudará.

—Pero...

—Convertiremos en polvo las rocas que se pongan en el camino —y colgó.

 

Naguib se quedó mirando el teléfono unos segundos, pensando si ese mismo polvo no terminaría ahogándolo a él también.

Expedición Atticus
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