20 - EL
ENGAÑO
Carretera de Luxor a Qusser,
cerca de la región montañosa al sureste de Egipto.
Grete conducía muy concentrada el primer todoterreno, un Land Rover largo del 86 con la pintura blanca descascarillada y llena de óxido. A su lado iba Dawson, que no dejaba de consultar una pequeña pantalla digital. En el asiento de atrás se encontraba Ray, sentado en el medio, con los brazos abiertos apoyados en el respaldo.
Dawson levantó la cabeza y miró por el retrovisor interior. Vio a Ray sonreír, en realidad reír abiertamente.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—No puedo dejar de imaginarle saltando del coche en marcha y correr de vuelta al aeropuerto entre egipcios atónitos.
—Sí, fue un poco violento, pero no me negará que fue efectivo.
Al poco de salir del aeropuerto, y ante la insistencia de Ray, Dawson se lo había contado.
—En realidad la idea fue de Jacob —le relató—. Él se encargó de todo. Sabíamos que nos asignarían una escolta militar y, como era obvio, necesitábamos deshacernos de ella. Cuando ustedes entraron en el aeropuerto cargamos a toda prisa el equipo en los viejos Land Rover, y unos conductores contratados esperaron dentro de los flamantes Lincoln Navigator de la corporación. Llevaban los cristales tintados, por eso cuando llegaron los militares, que lo hicieron muy rápido, no pudieron ver que en su interior no iba nadie. Yo esperé fuera. Me identifiqué y quedaron satisfechos. Les extrañó un poco que no pasáramos por la aduana, pero un documento de la Embajada de Estados Unidos, que me costó una fortuna conseguir, nos daba carta blanca y tuvieron que aceptarlo. Los seguimos hasta la salida del aeropuerto y, cuando vi la ocasión, abrí la puerta y salté del coche. El resto se lo puede imaginar. Cuando lleguen al yacimiento donde se supone que íbamos a trabajar, ya será demasiado tarde. Nosotros estaremos muy lejos.
—¿No nos buscarán? —había preguntado Ray.
—Probablemente, pero estaremos en mitad de las montañas, y para cuando quieran darse cuenta, de vuelta a casa.
A Ray le empezaba a gustar ese tipo estirado, de modales refinados y gustos exclusivos. Le parecía curiosamente cercano, de mirada limpia. Un hombre que además, parecía una caja de sorpresas. Lo había intentado, pero no le había cogido en ningún "renuncio". Todo lo que decía parecía ser verdad y cuadraba a la perfección, sin fisuras. Le gustaba la gente sincera, sin zonas oscuras. Prefería un exabrupto a un mohín. La gente que soltaba lo que pensaba a la que se lo callaba todo. Los valientes a los cobardes, en definitiva. Sin embargo, y a pesar de que Dawson encajaba casi a la perfección en su ideal de persona, sentía un pálpito en su interior que le decía que ocultaba algo. Intuía que un motivo o un misterioso propósito lo dominaba. Eso pensó cuando analizó cómo vivía. Durante sus años de jugador compulsivo había conocido a muchos tipos atormentados y sobre todo, a muchos desesperados que buscaban un imposible. Y todos ellos tenían un rasgo en común: estaban solos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Ray, al escuchar la lejana detonación.
—No se preocupe. Esta es una zona minera. Estarán volando rocas —contestó Dawson, volviéndose a mirarle.
A continuación se escuchó un traqueteo lejano, que el ruidoso motor diesel del viejo Land Rover se empeñaba en ocultar. Grete dejó de acelerar y afinó el oído.
—Ak-47 —sentenció.
Dawson se colocó un diminuto auricular del que salía un pequeño cable en dirección a la boca, y luego manipuló un artefacto del tamaño de un paquete de tabaco que llevaba enganchado en su cinturón.
—Annika, ¿me escucha?
—Sí —se oyó a través del altavoz.
—Problemas.
—Ya, del calibre 7,62. Los hemos oído.
Los disparos cesaron de golpe. Entonces sonó una ráfaga solitaria, y de nuevo silencio. Al llegar al suave cambio de rasante vieron el humo.
Nadie decía nada. Grete ralentizó la marcha, conduciendo muy atenta.
Por fin vieron lo que pasaba, y no pintaba nada bien.
—¿Un accidente? —comentó inquieto Ray.
—No lo creo —sentenció Dawson—. Atenta, Annika —añadió por la radio.
A unos doscientos metros lo vieron claro.
—¡Son nuestros coches! —exclamó Grete. Aminoró aún más la velocidad hasta detenerse a unos cincuenta metros.
Nadie se movió dentro de los vehículos. Ni siquiera intercambiaban palabra. Hasta que Sarah, cansada de asomarse desde el asiento de atrás, abrió la puerta del coche.
—Puede haber heridos, tenemos que ayudarles.
—Por favor, vuelva al coche de inmediato —imploró Annika, en un tono tan brusco y profesional que dejó a Sarah paralizada.
Volvió a entrar con el ánimo alterado. No le gustaba que le hablasen así, y hubiera contestado de no estar tan confundida, de no sentir ese hormigueo de miedo naciéndole en el estómago.
—Ellas saben lo que hacen, hija. Esperemos —intervino Víctor, desde el asiento trasero.
Peter se había despertado y miraba por las ventanillas sin parar, con los ojos a media asta.
—¿Qué pasa? ¿Por qué nos hemos parado?
—¡Chsss! —le mandó callar Annika, sin contemplaciones.
En el coche de delante también esperaban sin decir una palabra. Dawson buscaba algo en la guantera.
—¡Maldición! Los prismáticos están en el equipaje.
—Voy a mirar —se limitó a decir Grete.
Abrió la puerta y bajó con la pequeña Walther P99 en la mano.
—¿Va a dejarla ir sola?
—Créame, sabe lo que hace —apuntilló Dawson, pasándose al asiento del conductor.
Desde el otro coche, Annika la observaba avanzar al descubierto, mordiéndose las ganas por estar con ella. Pero conocía el protocolo de actuación y sabía que en caso de problemas lo prioritario era proteger la vida del cliente.
A veinte metros de los coches ya tenía formada una idea aproximada de lo que allí había sucedido. Grete calculó que, teniendo en cuenta el poco tiempo que había transcurrido desde que oyeran la explosión y luego los disparos, los atacantes estarían cerca. Muy cerca. Levantó la cabeza y evaluó la situación.
—Todos muertos —susurró al diminuto micrófono que pendía cerca de su boca—. Los enemigos, de cuatro a seis hombres. Profesionales. Con armas automáticas y explosivos, o quizá lanzagranadas RPG. En ese edificio. Están en ese edificio, observando.
—Vuelva al coche —suplicó Dawson.
Arkan miraba con curiosidad a la pequeña alemana, preguntándose cómo era posible que esa frágil mujer fuese la mitad del equipo de seguridad de aquel magnate. Y aún más sorprendido de que la otra mitad lo formase otra mujer. Excéntricos y decadentes americanos capitalistas, pensó, capaces de cualquier cosa con tal de parecer más snobs. En cualquier caso iba armada, y había que eliminarla. Unos segundos antes había ordenado a sus hombres que se ocultaran dentro del edificio y esperaran a su señal para actuar. Él se quedó fuera, tras la enorme excavadora. No quería más errores y decidió encargarse personalmente de dar el primer paso.
Se asomó detrás del brazo metálico para apuntar bien. Estaría a unos cincuenta metros. No fallaría. La mujer se había detenido sin apenas mirar en la dirección en la que él estaba. Perfecto, se dijo. Puso el selector del rifle en tiro a tiro y apuntó.
El sol estaba a punto de ocultarse tras una montaña, desplegando sus últimos rayos sobre la arena cobriza y produciendo sombras alargadas. Una de ellas se movió, y Grete la vio.
Con un rápido movimiento levantó la pistola, apuntó y disparó cuatro veces. Los dos primeros dirigidos a la sombra: uno impactó en la pala de la excavadora y el otro atravesó la manga de la camisa de Arkan. Los otros dos disparos reventaron las ventanas de la oficina donde se ocultaban el resto de los yihadistas.
—¡Vamos, vamos! —gritó, al tiempo que corría hacia los coches.
Dawson aceleró a tope y fue en su busca. El viejo motor se quejó pero cumplió, y el coche cubrió a Grete cuando una ráfaga continua de Kalashnikov sonó haciendo estallar los cristales sobre la cabeza de Ray.
—¡Joder! —exclamó, al tiempo que veía entrar a Grete en el coche sin dejar de disparar.
Annika, sin tiempo para girar, aceleró dando marcha atrás siguiendo al primer coche. Los hombres de Arkan, rehechos del susto, disparaban sin parar con escaso acierto. Dawson conducía con la cabeza agachada, cosa que no hizo Grete. Ella se limitó a cambiar el cargador de la pistola para continuar disparando por la ventanilla. El segundo coche iba más lento, limitado por la marcha atrás, y pronto se separó del primero. Un par de agujeros aparecieron en el capó, y otro dibujó una tela de araña en el parabrisas.
—¡Agáchense! —bramó Annika, por encima del ruido del motor y de los disparos—. Y agárrense fuerte.
Con la mano derecha tiró del freno de mano mientras que con la izquierda giraba el volante. El pesado coche hizo un trompo espectacular, quedando perfectamente enfilado. Una nueva ráfaga impactó en la parte trasera, reventando la rueda de repuesto y el cristal.
—¡Vamos preciosidad! —animó, golpeando el volante. Aceleró soltando tan deprisa el embrague que las ruedas patinaron en el asfalto dejando un intenso olor a goma quemada.
—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —rugió Arkan, moviendo ostensiblemente los brazos.
Aún sonaron un par de disparos más, luego las armas se callaron.
—¡Los quiero vivos, estúpidos! —gritó desde abajo a sus hombres, que continuaban asomados a la ventana—. ¡Vamos, a los coches!
Dawson conducía como loco, exprimiendo al máximo el asmático motor. Se quedó más tranquilo cuando advirtió por el retrovisor la hábil maniobra de Annika, y confirmó que les seguía de cerca.
—¿Están todos bien? —preguntó por la radio.
—Creo que sí —oyó decir a Annika, con la voz jadeante—. ¿Y ahí delante?
Se permitió un rápido vistazo por el retrovisor interior. Encontró el asiento trasero vacío.
—¿Sr. Bayona? ¿Sr. Bayona? —insistió Dawson, lanzando esporádicas miradas atrás.
En una de esas vio aparecer la cabeza de Ray, que se incorporaba con el pelo revuelto y cubierto de cristales. Greta se había girado en el asiento para buscarle, y respiró aliviada cuando apareció levantándose del suelo del coche como por arte de magia.
—Estoy bien, estoy bien —se apresuró a decir con desparpajo forzado, mientras se sacudía la camisa—. Solo estaba buscando mis pelotas.
Grete no pudo evitar esbozar una sonrisa infantil, luego sacó la cabeza por la ventanilla y miró hacia atrás. El aire alborotó su melena rubia e hizo que entornara los ojos con el gesto serio. Se tranquilizó al ver el coche conducido por su hermana a pocos metros del suyo, y comprobar que nadie les perseguía.
Arkan esperaba en mitad de la carretera a que sus hombres vinieran con el coche. Cogió el walkie y lo encendió intentando mantenerse sereno, obligándose a pensar con claridad.
—¿Los has visto?
—Si te refieres a los dos coches de antes, sí. Acaban de pasar como un rayo —contestó Fael, tumbado sobre una loma—. Han salido de la carretera un par de kilómetros más adelante para tomar un camino de tierra que se adentra en las montañas.
—Bien, vamos para allá.
Los dos Land Rover brincaban y se quejaban con sonidos metálicos mientras recorrían, a gran velocidad, el camino de tierra plagado de baches y piedras sueltas. Dawson se afanaba por llegar cuanto antes a las montañas donde esperaba encontrar un lugar para esconderse, y no levantaba el pie del acelerador ni por un segundo. Annika le seguía de cerca sin dejar de mirar por el retrovisor, maldiciendo por lo bajo en alemán. Sarah notó algo resbalar por su mejilla. Se tocó y vio su mano cubierta de sangre.
—Tienes un corte encima de la ceja —la voz de la alemana la sobresaltó, habló muy alto—. Algún cristal. No es nada —añadió, mirándola un instante para tranquilizarla.
Buscó inútilmente un pañuelo en los bolsillos para limpiarse. No lo encontró.
Detrás, Víctor se agarraba al asidero como si le fuera la vida, sin decir una palabra, respirando con dificultad, absolutamente aterrorizado. Muy al contrario que Peter, que no dejaba de soltar exclamaciones del tipo: ¡Joder! ¡La madre que me parió! ¡Esto es de película! ¡Qué guay!
—¡Disparos! ¡Disparos de verdad! —añadió agarrándose a los asientos delanteros y asomando la cabeza entre ellos—. No había vivido nada igual en mi vida. He tenido un subidón increíble. Es mejor que el sexo. Mucho mejor.
Las dos mujeres se miraron y movieron ligeramente la cabeza negando, sin decir nada. Peter estaba eufórico y parlanchín.
—Y ahora, ¿sabemos adónde vamos?
—De momento a ponernos a cubierto, luego el Sr. Fox dirá —contestó Annika, de mala gana.
—Habría que avisar a la policía, al ejército... —Sarah hizo una pausa—. Esto se ha ido de la manos.
—Hmm... —la alemana suspiró profundamente—. Me temo que esa no será una opción factible.
Los dos coches alcanzaron la falda de la montaña y se adentraron en ella a través de un estrecho cañón donde los últimos rayos del sol eran incapaces de penetrar. Pareció que anochecía de golpe, y tuvieron que aminorar la marcha para evitar tener un accidente.
El tajo entre las dos montañas representaba un estrecho y sinuoso paso lleno de rocas puntiagudas y agujeros profundos. Dawson redujo aún más la velocidad hasta que, después de tomar una pequeña curva a la derecha, detuvo el coche a resguardo. Annika lo hizo a su lado. Después de asegurarse de que los vehículos no se vieran desde la carretera, paró el motor, bajó de un salto y se precipitó al maletero. Grete hizo lo mismo, y mientras los demás descendían de los vehículos titubeantes, ellas se afanaron en buscar entre el equipo una cosa en concreto.
—Aquí está —advirtió Annika. Y sacando una pesada bolsa, la puso sobre el capó.
Oscurecía irremisiblemente, sumiendo en las sombras el desierto. Ray bajó del coche después de Dawson y, nada más hacerlo, vio a Víctor ocupado en limpiar con un pañuelo la cara llena de sangre de su hija.
—¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien? —imploró, apartando a Víctor sin miramientos para ver mejor a Sarah. Le cogió la cara con ambas manos y la movió de un lado a otro, con la respiración contenida.
—Un cristal, no es nada —intentó quitarse a Ray de encima con relativa intensidad. Él, sin embargo, continuó revisando su cara y su cabeza en busca de otras heridas, igual que lo haría un médico experto.
Víctor, mientras tanto, había vertido un poco de agua en el pañuelo. Ray, al verlo, se lo quitó de las manos y comenzó a limpiar la sangre que manchaba la cara y el cuello de Sarah, con extremado cuidado, mimo y delicadeza.
La escena no había pasado desapercibida para Grete, que miraba sin disimulo.
—Lo siento hermanita, pero parece que el galán está ya ocupado —terció Annika—. Me da que tuvieron algo, quizá aún lo tengan. Observa cómo se miran.
—Sí, en eso radica todo, en saber observar antes de actuar. Ahora lo entiendo.
—Exacto. Y ahora a lo nuestro.
Grete se sacudió los últimos pensamientos de la cabeza y comprobó el rifle que le pasaba su hermana. Las dos mujeres, con una destreza extraordinaria, se armaron hasta los dientes y esperaron escondidas detrás de unas rocas, apuntando a la carretera.
Entonces los vieron aparecer.
Dos coches circulando a gran velocidad. Dos Toyotas Hilux de doble cabina y zona de carga trasera descubierta. Eran ellos, sin duda.
—¡Sr. Fox! —gritó Annika, sin cautela.
No solo se acercó él, los demás también lo siguieron y se asomaron por detrás de las rocas que los ocultaban. Esperaron atentos, hasta comprobar cómo los coches frenaban bruscamente y tomaban la carretera de tierra.
—¿Cómo es posible que sepan por dónde hemos ido? —Víctor se rascaba la cabeza.
—Un observador —se limitó a decir Grete—. Alguien vigilaba la carretera.
Dawson tecleaba sin parar en su pequeño ordenador sin decir nada, hasta que por fin encontró algo que le dibujó una especie de media sonrisa en la cara.
—Escuchen —un gesto acompañó sus palabras, indicando que se acercaran a él—. Hay cambio de planes. Unas mulas nos esperaban unos kilómetros más adelante, pero ya no podremos ir. Tendremos que cargar con lo imprescindible y dejar el resto. Aunque hay buenas noticias. He revisado el mapa de la zona y este paso tiene salida más adelante. Continuaremos por él y luego proseguiremos a pie por la montaña. Será más duro y lento, pero podremos llegar.
Peter estaba exultante, impaciente, igual que un niño en la cola de la montaña rusa de un parque de atracciones. Ray escuchaba, sin dejar de mirar a los dos coches que se acercaban. Sarah atendía atónita y en silencio a lo que decía Dawson, apretando el brazo de su padre. Hasta que no pudo más.
—Debemos pedir auxilio. Esto es una locura.
—Ya les dije que podrían presentarse problemas —Dawson parecía sereno—. Contratiempos.
—¿Contratiempos? —rugió Sarah—. Un contratiempo es un pinchazo en un coche, pero esos tipos intentan matarnos.
—Es posible.
—Sarah tiene razón, esto es demasiado peligroso —intervino Ray—. Tiene que avisar a la caballería desde ese aparatito que lleva, y sacarnos a todos de aquí.
Peter se revolvió molesto.
—Eso que usted llama aparatito es un TTR, un comunicador de última generación que todavía no está disponible en el mercado. Ni siquiera en los más exclusivos. Aúna teléfono convencional y vía satélite, radio de onda corta y onda larga, y localizador GPS —se había quitado las gafas y hablaba atropelladamente, sinceramente indignado. Todos le miraban sorprendidos. El niño caprichoso y estúpido se había transformado en un ogro con las venas del cuello a punto de estallar—. Además, lleva una batería de larga duración y está fabricado con polímeros ultrarresistentes a los golpes y a la corrosión... y es sumergible —concluyó tomando aire.
—Vale, chaval, lo que tú digas —Ray le dedicó una rápita mirada y se volvió a Dawson—. Estamos esperando, llame.
—Parece que hay algo en lo que no han pensado —aclaró Dawson—. Muy pocos sabían que vendríamos, y sin embargo nos estaban esperando. Conocían todo de nosotros: cuándo llegábamos, los vehículos que llevaríamos, la ruta... todo. El cambio de coches de última hora nos salvó la vida. No actúan solos, tienen a alguien que les informa... A alguien muy arriba.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Víctor, adelantándose un poco.
—Que estamos jodidos —puntualizó Ray, sin entusiasmo.
—Todo ha sido un engaño, como ya saben. Será difícil de explicar por qué no íbamos con la escolta militar, y descubrirán que el yacimiento para el que teníamos permiso no existe. Pero ese será el menor de nuestros problemas —prosiguió Dawson, a pesar de que Grete le hacía una señal con la mano, preocupada—. Evitamos el control de aduanas mediante un permiso que, en caso de dificultades, la persona que nos lo facilitó se negará a reconocer. Llevamos material digamos... que delicado, armas incluidas. En definitiva, si no acaban con nosotros los terroristas, lo hará el gobierno. Pero esto ya lo sabían ustedes.
—No que peligraría nuestra vida —se quejó Sarah.
—¿Qué es la vida sin emociones? —intervino Peter, presuntuoso.
—Yo a este tío le...
Una ráfaga de ametralladora interrumpió a Sarah, que había levantado la mano para acompañar sus palabras, mientras amenazaba con abofetear a Peter.
—¡Todos a cubierto! —gritó Annika, soltando otra andanada.
Los impactos disparados por las hermanas levantaron pequeños géiseres de polvo frente a los Hilux, que se detuvieron en seco a unos doscientos metros, justo al comienzo de la garganta; reculando a toda prisa hasta quedar fuera de la línea de tiro.
—Les diré lo que haremos —todos estaban agachados, cerca de los coches. Todos menos Grete y Annika, que no perdían de vista la entrada. Dawson continuó—. Ellas nos cubrirán. Los retendrán todo lo posible mientras nosotros continuamos en coche hasta el final del camino. Proseguiremos a pie a través de las montañas. Por allí les será más difícil seguirnos la pista. Es posible que incluso desistan. Y ahora, movámonos.
Ante el silencio de todos, Dawson asumió que les había convencido. Revisó personalmente el equipo y seleccionó lo que debían llevarse. Mandó vaciar las mochilas de ropa y demás artículos superfluos, y las llenó con comida, agua y el equipo de espeleología.
—¿No llevaremos los cascos, ni los neoprenos? —se quejó Ray.
—El camino será largo —aclaró Dawson, mientras seguía eliminando cosas sin parar—. Cada kilo de más que llevemos se convertirá en una losa, créame. ¿Sabe disparar, Ray?
—Pegué algunos tiros en el servicio militar, pero no...
—Coja un arma, puede que la necesite.
Peter, que había oído la conversación, se acercó también a la gran bolsa que reposaba encima del capó.
—Yo también quiero una.
—Sr. Li —le atajó Dawson, quitándole la pistola de las manos—. No querría que nada le pasase. Usted es demasiado valioso para la misión —añadió bajando un poco la voz y poniéndole la mano en el hombro.
El chino-americano dudó, confundido, luego esbozó una amplia sonrisa y, ufano, soltó una carcajada de satisfacción.
—Ya era hora de que lo reconociera, Sr. Fox —contestó displicente, y se marchó.
Dawson se ajustó un cinturón con cartuchera y un extraño cuchillo, se echó al hombro un rifle y terminó llenándose los bolsillos con cargadores.
—Menuda adquisición —soltó Ray, haciendo un gesto con la cabeza en la dirección en la que se había ido Peter.
—Es uno de los grandes genios del siglo XXI —se limitó a decir Dawson.
—Si usted lo dice... Y ahora, veamos qué me llevo.
Revolvió la bolsa y después miró a Dawson.
—Me gusta como le queda el cinturón, cogeré uno igual —hablaba para sí, con desenfado.
Se ajustó la hebilla y adoptó la postura de un pistolero del lejano oeste.
—Perfecto, a ver qué más hay por aquí... ¡Coño, un "chopo"! —exclamó de pronto.
Dawson le observaba con los ojos entornados.
—Esto es un CETME. Bueno, algo más chulo que con el que hice la mili, pero es un puto CETME. Me lo pido.
—Pesa bastante —informó Dawson, divertido.
Envalentonado por las armas, y caminando agachado, llegó hasta donde vigilaban las dos hermanas.
Anochecía definitivamente y la luz comenzaba a ser escasa. Una suave brisa se levantó penetrando por la garganta, levantando una nube de polvo a su paso. Esa misma brisa, aún caliente, danzó entre los cabellos largos y rizados de Ray, que se colocó junto a Grete.
—¿Cómo lo veis?
Annika miró a su hermana y se excusó.
—Voy por munición, ahora vuelvo.
Cuando su hermana desapareció, la pequeña alemana miró el arma de Ray y soltó una risita infantil.
—¿De qué te ríes?
—De nada, buena elección. Potente y con buen calibre. ¿Sabes usarlo?
—Fue mi "novia" durante un año. Aunque cuando hice el servicio militar era de madera y no tenía...
Una ráfaga lo interrumpió.
—Disparan alto. Creo que nos quieren vivos —aclaró Grete, didáctica.
—Ya. Para ponernos un mono naranja y cortarnos la cabeza delante de una cámara.
—Es posible —añadió con desgana. En su cabeza rondaba algo que quería decirle—. Perdona por lo de antes, en el avión —puntualizó—. Estuve un poco impertinente.
—Perdona tú —se apresuró Ray—. A veces no tengo mucho tacto. No te tomé muy en serio, cuando en realidad eres el puto "Harry el sucio".
—De verás, lo siento —prosiguió Grete, sin reírle la gracia—. Me ilusioné contigo, lo reconozco, y tú me pusiste en mi sitio de la mejor manera que pudiste.
Ray se le quedó mirando sin saber qué decir, enternecido por aquellas facciones infantiles, aquella piel blanca y llena de pecas, y aquellos ojos intensamente azules. Aunque se esforzó, no fue capaz de ver a una mujer, sino solo a una niña, y eso no facilitó las cosas.
—No creo que hubiera sido buena idea —dijo. Una frase que había oído en las películas un millón de veces.
—¿Estás con Sarah? —soltó de sopetón, e inmediatamente rectificó—. Perdona, no es asunto mío.
Un par de ráfagas más resonaron en la montaña. Ray agachó la cabeza sin necesidad, ya que estaba totalmente a cubierto. Parecía nervioso, y algo incómodo. Nunca se le había dado bien expresar sus sentimientos.
—Oh, no importa —dijo finalmente, acompañando las palabras con un gesto de la mano, y prosiguió—. Es una historia muy larga. Estuvimos juntos una vez, sí, pero todo eso pasó.
—Era ella de la que me hablaste en el avión, con quien la fastidiaste, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y ahora? ¿Qué piensas hacer?
Ray entornó los ojos en señal de confusión, y Grete intentó ser más directa.
—Vamos, aún le gustas, y ella a ti. Salta a la vista.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Ray, notando cómo un calor subía por su pecho, atravesaba su garganta, y se instalaba en sus mejillas incendiándolas.
Grete se limitó a desplegar una sonrisa pícara cargada de intenciones. Su rostro dijo más que las palabras, y Ray no siguió preguntando. En ese momento volvió Annika cargando con toda la bolsa de las armas. La dejó en el suelo con cuidado y se acuclilló a su lado.
—Debe irse, le esperan —informó cortante.
—Entonces, ¿amigos? —soltó Grete, ofreciéndole la mano.
—Los españoles damos dos besos.
—¡Oh, vaya! —acertó a decir, obligándose a adoptar una actitud desenfadada.
Cerró los ojos mientras Ray le besaba en las mejillas. Primero en una, luego en la otra. Aspiró su aroma con disimulo. Se estremeció al sentir la incipiente barba en su cara y la mano en su hombro. Annika la observó con ternura.
—Espero que me sigas enseñando español —bromeó, intentando parecer natural, manteniendo a raya un aluvión de sensaciones.
—Eso está hecho.
—"Cojornudo" —exclamó, poniendo cara de mala y voz ronca.
Ray soltó una risotada espontánea y se marchó haciéndoles prometer que tendrían mucho cuidado y que no se arriesgarían demasiado, y después de darles un consejo, una frase que había escuchado en una película y que nunca creyó que usaría.
—Apuntad bien, y ya sabéis: "la cabeza es divina, la rodilla es cosa fina".
La pequeña alemana le siguió con la mirada mientras se alejaba, luego se giró con brusquedad y se asomó por encima de la rocas, observando a través de la mira de su rifle, evitando a su hermana.
—¿Estás bien? —le inquirió finalmente Annika, con toda la dulzura de que fue capaz.
—¡No me jodas, hermanita! —rezongó, y descargó una ráfaga que buscaba aniquilar un piélago de sentimientos contrapuestos.
Recargaba cuando, por el auricular de su oreja, escuchó primero ruido de motor y a continuación la voz de Dawson.
—Necesitamos al menos cuatro horas de ventaja. Pasado ese tiempo comunique conmigo, le mandaré nuestra posición al GPS. ¿Me ha entendido?
—Perfectamente —contestó Grete con semblante serio, profesional. Escuchó el clic de corte de comunicación y se dirigió a su hermana—. Vamos, tenemos trabajo.
Arkan maldecía en silencio apoyado en el caliente capó del Toyota, esperando que su perro de presa encontrara una solución que les sacara del punto muerto en el que se encontraban. Lo primero que hizo fue llamar a su contacto en el ministerio para que avisara a Naguib. De eso hacía media hora. A medida que los minutos pasaban y el cielo se oscurecía, las dudas y los miedos le fueron invadiendo. Cuando sonó el teléfono satélite, estaba al borde de un ataque de nervios.
—Soy yo —escuchó al descolgar.
—Se ha estropeado la sorpresa. Los niños sabían que estaríamos esperándoles. ¿Cómo es posible?
—Ya —contestó Naguib, entendiendo—. ¿Y se han disgustado mucho?
—Eso no importa. Averigua qué ha pasado. Te volveré a llamar.
Sin esperar contestación, Arkan colgó de mala gana y perdió la mirada en el interior de la cada vez más oscura garganta, temiendo ver surgir de ella espectros que flotaran en el aire. Intentó ser racional y se obligó a alejar esos pensamientos impuros de su cabeza. Rezó a Alá con la mano apretando su pecho, pensando en su Guerra Santa, en la misión que les había llevado allí, en lo importante que sería para la causa. Y eso le dio las fuerzas que ya notaba desfallecer.
La noche arrinconó al día, y la oscuridad cubrió el desierto por completo. Miró su reloj. Llevaban más de una hora allí fuera, esperando como idiotas. Entonces escuchó un disparo, y luego otro. Salían de la garganta.
Al poco se acercaron Mediacara y Barak, venían muy serios.
—Hablad —inquirió Arkan, impaciente.
Con un brusco gesto, Mediacara invitó a que lo hiciera Barak.
—Nos ven en cuanto asomamos. Tienen miras nocturnas, nosotros no. Oímos un motor. Creemos que unos se han marchado mientras que otros se han quedado para cubrirles.
—Las mujeres —escupió Arkan, tocándose instintivamente el agujero que Grete le había hecho en la manga de su camisa, y que a punto estuvo de volarle una mano.
—Eso pensamos.
—¿Puedes abatirlas desde aquí? —preguntó sin mucho convencimiento, mirando el Ak-47 de francotirador de Barak.
—Imposible —intervino Mediacara—. Y si atacamos de frente no tendríamos ninguna oportunidad. Ellas tienen toda la ventaja.
—¡Maldición! —Arkan golpeó el capó con la culata de su rifle.
—Pero existe una posibilidad —se apresuró Barak—. Hay un estrecho paso que sube por la montaña. Nos llevará un par de horas cruzarlo, quizá más, pero nos dejará justo detrás de ellas.
En el serio y circunspecto rostro de Arkan se dibujó algo semejante a una sonrisa, que desapareció al instante.
—Entonces, ¿a qué esperamos? Iremos nosotros. Fael y Zamir se quedarán aquí, cubriendo la salida.
Barak y Medicara se limitaron a asentir.
Las mellizas se valieron de la oscuridad de la noche para colocar un par de trampas explosivas a la entrada de la garganta. Habían comprobado que los atacantes no disponían de visores nocturnos, y les fue fácil escabullirse entre las sombras. De eso hacía más de una hora. Grete miró su reloj y se reacomodó en el hueco que había encontrado entre unas rocas. Empezaba a dolerle el cuerpo y las piernas se le dormían. No era la primera vez que esperaba a un objetivo. Durante sus duros entrenamientos como francotiradora, se pasó horas y horas tumbada en el suelo o tras una ventana, esperando a que le dieran la señal de disparar al objetivo, que a menudo era un muñeco tirado por cuerdas a distancia. Pero claro, aquello eran prácticas y la tensión añadida de un enemigo que quiere matarte no existía. Soltó el aire que retenía en los pulmones y tocó el brazo de su hermana, que en ese momento escudriñaba la entrada a la garganta con el visor nocturno de su rifle.
—Han pasado más de cinco horas, deberíamos irnos.
—Sí, esto está demasiado tranquilo, no me gusta —susurró Annika—. Detrás de ti.
Las hermanas salieron de la zona cubierta y se arrastraron por el suelo, procurando hacer el menor ruido posible. A veinte metros se incorporaron y se pegaron a la ladera de la montaña, aguzando el oído. Nada. Podían continuar. En fila india pasaron junto al coche —que no tenían intención de coger— y siguieron el camino que doblaba a su derecha. Una vez allí comenzaron a trotar. Aún les quedaban unos doscientos metros hasta el final del paso, un fondo de saco donde tendrían que comenzar a subir.
La luna casi llena y unos ojos acostumbrados a la oscuridad, les permitió distinguir referencias suficientes como para proseguir a buen ritmo.
—¿Cuándo vamos a comunicar con el Sr. Fox? —musitó Annika, que siempre respetaba el criterio de su hermana en situaciones de combate.
—Primero subiremos la montaña, no es muy alta.
El final ya se recortaba contra un cielo hermoso cuajado de estrellas, cuando escucharon algo. Un crujir de arena... pisadas. No tuvieron tiempo de ponerse a resguardo, un par de potentes linternas les enfocaron directamente a la cara, deslumbrándolas.
—Tiren las armas. Levanten los brazos y pónganse de rodillas —dijo una voz serena pero autoritaria, en un inglés con fuerte acento británico.
La hermanas se miraron y asumieron el hecho de que no tenían nada que hacer más que obedecer. Con cuidado dejaron los rifles y las pistolas en el suelo, y se arrodillaron.
—Los brazos en alto —repitió la misma voz, esta vez en un tono algo más elevado.
Con disimulo, Grete activó su comunicador antes de levantar las manos sobre su cabeza, y desvió la mirada de la hiriente luz.
—Lo siento —se disculpó Arkan, y dirigió su linterna al suelo, justo delante de las mujeres. Mediacara hizo lo mismo—. Y ahora, ustedes y yo vamos a tener una charla.
Dejaron el Land Rover en la falda de la ladera, y después de cargar con las mochilas comenzaron a ascender aprisa. Dawson confiaba en que una ventaja de cuatro horas, protegidos por la oscuridad de la noche, fuera suficiente para despistar a los perseguidores. De día hubiera sido otra cosa, pero seguir una pista a oscuras era harto difícil. Lo peor fue salvar la escarpada subida inicial, aunque una vez arriba, caminaron por la cumbre en fila india, poniendo distancia de por medio rápidamente. A pesar de no querer exteriorizarlo, Dawson estaba preocupado por las mellizas. Sabía que eran buenas, muy buenas en lo suyo, pero también estaba seguro de que los hombres que les perseguían, al estar en su terreno, eran mucho mejores. Hubiera preferido elegir otro plan, cualquiera en el que no hubieran tenido que separarse, pero no se le ocurrió ninguno. En aquel momento solo deseaba escuchar la voz de cualquiera de ellas diciéndole que estaban bien, solicitando un punto de reunión.
No se permitió ninguna conversación. Ni siquiera cruzó una sola palabra con los demás. Dawson iba a la cabeza de la fila, guiando con sus gafas de visión nocturna. Concentrado y meditabundo. Sintiendo a cada paso, que se encontraba un poco más cerca de su meta, su objetivo... Su propósito tanto tiempo anhelado.
Detrás iba Peter, que no hacía más que refunfuñar quejándose del peso de la mochila; le seguían Víctor y Sarah, y a unos metros de distancia Ray. Caminaron durante horas en silencio, después de que Dawson mandará callar sin miramientos a Peter.
Las rocas soltaban el calor acumulado durante el día, que ascendía como un caldo espeso hacia el cielo. La noche, sin embargo, dejó paso a una brisa suave y fresca que mitigó los efectos. Evitaron en la medida de lo posible caminar por la arena, aunque para ello necesitaran recorrer más distancia. Y cuando no tenían más remedio que descender una colina, borraban las huellas que dejaban en la arena con ramas arrancadas de matojos, utilizadas a modo de escoba. No pararon en ningún momento, y Víctor comenzaba a notar el cansancio en forma de calambres. Aún así no dijo nada a su hija, que desde hacía tiempo tenía en la cabeza una especie de nube oscura formada por sentimientos de culpa. Caminaban por una cumbre larga y estrecha —semejante al lomo de una serpiente gigante—, cuando aminoró el paso hasta ponerse a la altura de Ray.
—¿Has visto el cielo?
—Sí, muy bonito —contestó Ray—. Aunque, como sigas mirando para arriba te vas a dar una hostia de cojones.
—La civilización está bien —continuó, dotando a su voz de un tono de confesión—. El progreso es imparable, y muy beneficioso en general, pero el coste ha sido muy alto.
Andaban el uno al lado del otro. Ray la miraba confundido.
—Nada puede compararse con notar la brisa nocturna del desierto en la cara. Ni con este cielo cuajado de estrellas. Nada. Estando aquí es fácil saber qué es importante y qué superfluo. Se piensa mejor. No sé...
—Oye —intervino Ray, parándose de golpe—. ¿Estás bien?
Sarah no contestó y siguió hablando casi en susurros, sin detenerse.
—Tú y la naturaleza. Con eso basta para que lo fundamental se despliegue ante tus ojos con una claridad asombrosa.
—¿Quieres un poco de agua? Es posible que hayas cogido una insolación.
—Ray —dijo de pronto, cambiando el tono de voz—. ¿Por qué no me dijiste lo de la escuela? ¿Por qué callaste cuando te acusé de seguir gastándote el dinero en el juego?
—¿Quién te lo ha...?
—Eso no importa —le atajó, levantando un poco la voz—. ¡Le pediste un préstamo a unos mafiosos! ¡Dios mío, Ray! ¿En qué estabas pensando?
—¿Y a quién querías que se lo pidiera? Ningún banco me hubiera dejado pasar de la puerta, y la poca familia que tengo, bastante tiene con llegar a fin de mes.
—Pero fue una locura, una estupidez que te podría haber costado cara.
—O podría haber salido bien. De hecho solo me estaba retrasando en los pagos. El negocio iba viento en popa —mintió.
—Si no hubiera llegado este trabajo... ¡Quién sabe lo que te hubiesen hecho esos matones!
—Yo sí que lo sé, querían mi espectacular y seductora sonrisa —bromeó Ray, abriendo mucho la boca para enseñarle los dientes.
—¡No tiene gracia! —exclamó, claramente enfadada.
—¿Y qué querías que hiciera? Ya no soy un niño. Cada vez requieren menos de mis servicios de guía. Tenía que hacer algo. Tú misma me lo dijiste mil veces, ¿recuerdas?
—Hablamos de montar esa escuela en muchas ocasiones, es verdad —confesó Sarah, perdiendo la mirada en el suelo—. Pero debiste hacerlo de otra manera —añadió de pronto, cogiéndole del brazo.
—No tenía a nadie a quien acudir. ¿O acaso tú me hubieras ayudado?
—Si hubiera sabido que habías cambiado...
—Nunca me hubieras creído. Antes tenía que demostrártelo.
—¿Quieres decir...? —Sarah suspendió la frase sin atreverse a terminarla.
Ray se detuvo y la cogió por ambos brazos, con firmeza pero con delicadeza, y se acercó a su cara tanto como pudo, borrando todo rastro de ironía en sus palabras.
—Lo hice por ti, para poder recuperarte.
Escuchó algo que no esperaba oír. Algo que la revolvió por dentro con un escalofrío que le provocó unos temblores incontrolables. Algo que le hubiera gustado oír antes, mucho antes.
—Yo... no es posible... ahora no... Ahora es demasiado tarde.
No quiso que él notara la zozobra. Se deshizo de sus manos con brusquedad, dejándolo allí, solo, rodeado por los sonidos del desierto y de sus pasos apresurados sobre las rocas. Adelantó a su padre sin decir una palabra, y empujó a Peter sin miramientos para que la dejara pasar. Vio la espalda de Dawson unos metros por delante, entonces aminoró el paso y lloró. Lloró con lágrimas abundantes que formaron corros en su cara polvorienta.
Sin dejar de mirar constantemente su pequeño ordenador, Dawson caminaba intentando no tropezar con las piedras. Calculó que habrían recorrido unos quince kilómetros. Bastantes si hubieran sido en línea recta, pero no había sido así. La orografía del terreno les obligaba a realizar continuos zigzag y todavía se encontraban muy lejos de su destino. Aún así, estaba relativamente satisfecho de cómo habían ido las cosas, y más teniendo en cuenta los imprevistos. Miró su reloj por enésima vez, extrañado de que las mellizas no hubiesen llamado. Recordaba que les había dicho que esperaran cuatro horas, y ya habían pasado más de cinco. Sabía de la profesionalidad de las hermanas, de su total fidelidad; atribuyó la tardanza a un exceso de celo, al simple deseo de hacer las cosas no solo bien, sino perfectas. Una ventaja extra era una bendición en ese terreno, y más conociendo la manera tan rápida de moverse por desierto que tenían aquellos hombres. Sin embargo, estaba preocupado. Si les surgiera algún problema se encontrarían demasiado lejos para auxiliarlas. Si algo pasaba, estarían solas.
En eso pensaba cuando el auricular de su oreja emitió un sonido inequívoco. Alguien abría la comunicación.
Prestó atención sin dejar de andar. No se oía bien. Luego le pareció escuchar la voz de un hombre. Le bastaron unos segundos para saber lo que pasaba, y entonces se detuvo en seco.
Arkan había ordenado a sus hombres que les ataran las manos a la espalda y las sentaran contra unas rocas. A continuación, mandó a Fael y a Zamir que trajeran los coches. No transcurrió mucho tiempo, cuando una explosión retumbó en el cañón sobresaltándoles a todos. A todos menos a las dos hermanas, que se dirigieron una mirada cómplice mientras esbozaban una sonrisa.
—¡Malditas rameras! —bramó Mediacara, comprendiendo lo que había sucedido. Y fue hacia ellas con la intención de golpearlas con la culata de su rifle.
—Espera —lo detuvo Arkan.
—Estas perras infieles han minado la entrada.
—Es su trabajo. Deberíamos haber estado más atentos. No cometeremos más errores.
Se oyó un ruido lejano de motor, y las luces de unos faros doblando el recodo anunciaron la llegada de los vehículos. Pero solo venía un Toyota. Zamir se bajó como un rayo.
—Una trampa explosiva —acertó a decir—. El coche está destrozado. Fael... ha muerto.
—¡Grrr...! —gruñó Mediacara a un palmo de la cara de Annika—. Quiero interrogarlas —soltó finalmente, volviéndose hacia Arkan.
—Lo haré yo, tú hablas muy mal inglés. Pero te dejaré intervenir si sus respuestas no son de mi agrado —y poniéndose en cuclillas frente a las hermanas sacó su cuchillo y lo movió de lado a lado, igual que haría un comerciante mostrando su mercancía ante la atenta mirada de sus clientes.
Para las hermanas aquel hombre solo era una silueta oscura, alguien anónimo, sin rostro. Los focos del coche mantenían a Arkan a contraluz, y solo veían con claridad los reflejos en el acero que estos producían. Las hermanas se buscaron inconscientemente, sabiendo que la situación en la que se encontraban era muy delicada, probablemente la peor en la que jamás se habían visto. Eran fuertes, pero no sabían cuánto podrían aguantar conociendo lo que aquellos fanáticos eran capaces de hacer. Entonces Grete habló, dijo algo sin que le preguntaran.
Aunque no hablaba para ellos. En realidad lo hacía para Dawson, y sonó a despedida.
—Nosotras no sabemos nada. Puede matarnos si quiere.
Arkan había tenido tiempo de pensar mientras perseguían a los coches por la carretera, y había llegado a una conclusión: aquellos infieles ocultaban algo. Era evidente que no parecían el típico grupo de arqueólogos, aunque se habían esforzado en aparentarlo. Algo importante les había llevado hasta Egipto, y estaba seguro de que no era desenterrar vasijas ni momias. Ese magnate americano se había tomado demasiadas molestias para ocultar sus pasos, y eso no parecía normal; incluso había venido personalmente, y esa gente no movía el culo del sillón de su despacho si no era necesario, si no existía un motivo realmente poderoso, y él estaba dispuesto a averiguarlo. Como nunca se fió del todo de Naguib, hacía horas que había activado la célula de New York para tener información de primera mano, y se felicitó por ello. Esa era la razón por la que no tenía prisa en torturar a esas mujeres. Además, prefería no tener que hacerlo si no era imprescindible. La sangre haría menos atractivas a las mujeres y quería que sus hombres se divirtieran un rato con ellas. Les haría olvidar la muerte de Fael y les levantaría la moral. Más tarde tendrían que deshacerse de ellas.
Miró su reloj. Eran las dos y media de la mañana. Ya no podían tardar mucho en llamarle. Se entretendría con ellas. Quién sabe, pensó, tal vez estuvieran dispuestas a hablar.
—¿Qué buscan en Egipto?
—Nosotras solo nos ocupamos de la seguridad —contestó Grete, intentando parecer convincente.
—Ya lo veo —dijo socarrón.
—Déjame a mí —intervino Mediacara—. Cuando la rubita vea lo que hacemos con la otra, se le soltará la lengua.
Habló en árabe, por eso todos rieron.
Las mellizas no entendieron, pero sí Dawson, que lo estaba escuchando todo con los ojos cerrados. Los demás esperaba a su lado, sin saber qué sucedía. De pronto se llevó la mano a la oreja y dijo:
—Deles las coordenadas que le diga, ganaremos tiempo. Y hábleles de la lanza, ya no importa. Por favor, esa gente no se anda con rodeos.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Ray, haciéndose un sitio para ponerse frente a Dawson.
—Han cogido a las mellizas —contestó con la voz queda.
A varios kilómetros de distancia, Grete escuchó atenta lo que le decía a través del auricular, y negó con la cabeza.
—No creo que sirva para nada —susurró finalmente, echando un vistazo a los fieros hombres sedientos de sangre que las rodeaban.
Arkan la miró confundido.
—Vamos, inténtelo al menos —insistió Dawson, con la voz quebrada.
—Está bien —concluyó y levantando la cabeza miró directamente al rostro en sombras de Arkan—. Hemos venido buscando un buen lugar donde instalar un local de copas, pero se ve que nos informaron mal.
Dawson escuchó, a través del auricular, un juramento en árabe. Luego un golpe y a continuación un lamento. Apretó los puños de impotencia, conteniéndose de gritar. El resto le miraba en un silencio sepulcral, hasta que Ray le agarró del brazo y le preguntó directamente.
—¿Y ahora qué hacemos?
—No podemos hacer nada, debemos continuar.
—Siempre se puede hacer algo. ¿Vamos a largarnos sin más, dejándolas allí con esos tipos? —añadió Sarah indignada.
—Son soldados, sabían a lo que se exponían —sentenció, echando a andar sin esperar respuesta, con una bola de angustia oprimiéndole el pecho.
—¿Y ya está? —espetó Sarah. Víctor le cogió de la mano e intentó hacerle razonar.
—Tenemos que seguir si no queremos ser los próximos.
Ray asintió cerrando los ojos, golpeando el inútil CETME, y echó a andar detrás de Peter, que no abrió la boca en ningún momento.
—¡Pues qué mierda! —escupió Sarah, lanzando una patada al aire.
Y le siguió un llanto abierto que antes había dominado, pero que ahora salía a tropel escapando a su control. Sintiéndose culpable por sus lágrimas anteriores, por haber experimentado una pena semejante por cosas tan radicalmente distintas. Un mal de amores y la muerte no eran comparables.
Dawson intentó convencerse de que nada podía hacerse, de que estaban perdidas. Aunque en el fondo de su alma sabía que no era así, que solo estaba siendo egoísta. "He esperado demasiado y ahora estoy tan cerca de lograrlo", pensó apretando los dientes. Si finalmente conseguía lo que anhelaba, el recuerdo de ese momento —el remordimiento por no haber intentado hacer nada por salvarlas— le pesaría como una losa. Si conseguía su propósito, las muertes de esas dos mujeres le torturarían durante toda su vida. Y eso podía ser mucho tiempo. Rastreó de nuevo la señal del intercomunicador de Grete y comprobó que seguían en el mismo sitio.
Se detuvo de pronto. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos y gritó de rabia. Un grito tan salvaje que puso la carne de gallina al grupo. Se quitó la mochila y dejo junto a ella la pistola, el rifle y los cargadores.
—¿Qué hace? —preguntó Ray.
Dawson no contestó y siguió deshaciéndose de todo. Atónitos, le vieron vaciarse los bolsillos e incluso quitarse la camisa. Solo se quedó con su pequeño ordenador y el extraño cuchillo.
Sarah estaba muda, sin poder dejar de mirar a aquel hombre. Le llamó la atención su torso fibroso y musculado, de piel brillante y oscura, pero sobre todo la cantidad ingente de cicatrices que lo cubrían, especialmente una tremenda en forma de estrella que deformaba su pectoral derecho.
—Ustedes esperen aquí. Si no he vuelto al amanecer, llamen pidiendo ayuda. La cárcel siempre es mejor que la muerte.
—¿Dónde va? —intervino Víctor, que enmudeció al ver la cicatriz de su pecho.
—Tiene razón, Sarah, siempre se puede hacer algo —y cogiendo la bolsa bandolera del suelo, se la entregó a Ray—. Guárdela hasta que vuelva. Y cuídela, es la obra de mi vida.
Sin decir una palabra más, echó a correr.
El golpe con la culata del rifle le había roto el labio superior y dos dientes. Grete notaba cómo se le hinchaba toda la boca y la sangre resbalando por la barbilla. Aunque se mantuvo como si nada hubiese pasado, con la cabeza erguida, mirando desafiante.
—Es orgullosa, pequeña americana —se burló Mediacara.
—Soy alemana, gilipollas.
—Y boca sucia —añadió—. Si mujeres de infieles así, el mundo pronto será del Islam —sentenció, soltando una risotada.
Hablaba con ella en un inglés muy básico, y luego traducía a los demás de una manera muy teatral.
—El Islam no sois vosotros, jodidos fanáticos —intervino Annika.
—¿Qué sabrán americanos de eso? —escupió Mediacara.
—¡Somos alemanas, saco de mierda!
Mediacara levantaba el rifle para descargar de nuevo un culatazo, esta vez en el rostro de Annika, cuando la voz de Arkan lo detuvo.
—¿Quieres estropearle su linda cara también? Vamos, descansad un poco y comed algo. Luego habrá tiempo de divertirnos con ellas.
Los hombres rieron y se retiraron junto al coche, del que sacaron unas esteras, un infiernillo a gas y comida. Se sentaron a unos metros de las mujeres, que se quedaron casi a oscuras cuando apagaron los faros del Toyota.
Solo Arkan permaneció a su lado.
—No nos sacaréis nada, porque nada sabemos —masculló Grete, segura de que Dawson la escucharía.
—La información a veces hay que ir a buscarla a la fuente —sentenció críptico, revolviendo el cabello rubio de la alemana en un gesto de difícil interpretación.
Dawson, liberado de todo el peso superfluo, corría lo más rápido que podía. La luna llena y su extraordinaria visión nocturna le favorecían. Saltaba y esquivaba las rocas con una destreza prodigiosa. Calculó que, a esa velocidad, podría desandar la distancia que les había llevado cinco horas recorrer, en una.
Esperaba que cuando llegara, no fuera demasiado tarde.
Había tranquilizado a Grete diciéndole que iban en su ayuda, y esta solo le dijo, musitando: "son cuatro".
Subía y bajaba las colinas como alma que lleva el diablo. Atento a lo que escuchaba por su intercomunicador. Por una parte era una suerte que no se lo hubieran descubierto a Grete, pero por otra le torturaba lo que oía. Se obligó a no pensar y a concentrarse en salvar la distancia lo más rápidamente posible. Agradeció la brisa que se levantó de pronto. La temperatura siguió bajando refrescando su sudoroso cuerpo, que brillaba en la noche como si fuera de metal. Corría serpenteando por una cumbre, cuando escuchó a Arkan, y se detuvo en seco.
"La información a veces hay que ir a buscarla a la fuente".
¿Qué habría querido decir con eso? Se preguntó contrariado. Echó de nuevo a correr y apretó el paso con un presentimiento fatal que le aceleró el corazón.