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GAYO
Ciudad de Luxor, a orillas del Nilo.
Cien años después.
Tumbado sobre un cómodo triclinio y comiendo dulces traídos de la lejana Armenia, Gayo Aurelio Maro, leía con deleite los versos del poeta Ovidio, intentando distraer sus pensamientos con escasos resultados.
Llevaba tres años como tribuno. Aunque no llegó a serlo por méritos propios sino por influencias familiares, supo rodearse de leales y eficientes colaboradores, y de momento el Emperador estaba contento con su trabajo. Lo primero que hizo nada más conseguir el cargo fue construirse una villa de ladrillo rojo, la más grande y lujosa de todo Luxor. Poseía caballerizas, cocina, patio central descubierto y adornado con impresionantes bajorrelieves, mosaicos y una fuente; dependencias para la guardia personal y los esclavos (muy numerosos y minuciosamente elegidos personalmente por él); baño de mármol con sistema de agua caliente; numerosos y exquisitamente decorados aposentos para su familia e invitados; y lo mejor de todo: un enorme balcón con balaustrada de granito negro sustentado por columnas de más de diez metros, de cuyo techo pendían cortinas teñidas de azul que se mecían con la suave brisa de la mañana. Ese era su lugar predilecto. Desde él se veía discurrir, como un tajo de vida, el Nilo y sus orillas preñadas de cultivos, y los magníficos atardeceres del desierto egipcio que Gayo disfrutaba, siempre que podía, apoyado en la balaustrada.
No dejaba de dar gracias a los dioses por haberle concedido tanta fortuna y, aunque odiaba esas tierras inhóspitas y salvajes, se sentía satisfecho de cómo había sabido compensarlo.
Su labor era muy importante para el Imperio, ya que se ocupaba de la gestión de la mayoría de las minas y canteras de cinc, estaño y sobre todo oro, que había entre Luxor y el Mar Rojo. Gayo había conseguido, a fuerza de mano dura y de aumentar el número de esclavos, incrementar los beneficios. Sabía que si continuaba así, en unos pocos años podría alcanzar el Senado, establecerse en Constantinopla, la nueva capital del Imperio, y dejar para siempre ese maldito país polvoriento, lleno de moscas y con un calor inmisericorde. Solo era cuestión de no cometer errores y de mantener la paz entre los ciudadanos. La guerra no era buen negocio para la producción.
Había pasado la mañana departiendo con sus subordinados cuestiones de orden cotidiano que le aburrían infinitamente, y para colmo tuvo que redactar dos informes económicos para el Emperador que terminaron por agotarle completamente. Pero aquella mañana trajo algo más. Una sorpresa inesperada que podía suponer el espaldarazo definitivo que necesitaba para su ascenso en el poder. Un hallazgo que si se confirmaba, haría resonar su nombre en todos los estamentos del poder romano.
Por eso su alma se mostraba inquieta.
Sabía que debía ser cauto con lo que un hombre decía bajo los golpes de un látigo, con lo que era capaz de inventar con tal de salvar la vida. Aún así, deseó que fueran ciertas las palabras que aquel cazador sirio contó a su centurión cuando fue arrestado, y por eso se permitió concederle el beneficio de la duda.
Repasaba unos versos en los que el poeta hacía alusión a las estrategias en el arte del amor, cuando un soldado irrumpió en el amplio salón. Iba acompañado de un hombre de unos treinta años, piel oscura, complexión fuerte y vestido tan solo con unos calzones blancos; llevaba una piqueta en una mano y mantenía la cabeza agachada. El soldado se adelantó.
—Señor, ya está aquí el maestro cantero.
El tribuno retiró los ojos del pergamino y miró de arriba a abajo al rudo nubio.
—¿Tú eres Ramel?
—Así es, excelencia.
—Dicen que eres un buen trabajador, que hablas poco y haces mucho, y que en cuestión de oro lo sabes todo, ¿es verdad?
—Verdad.
Gayo dejó caer el pergamino con los versos de Ovidio sobre el suelo de mármol, y se afanó en escudriñar al cantero.
—Acércate.
El nubio salió al balcón sin levantar la cabeza. El sol invadió su piel de bronce y las sombras resaltaron una musculatura cincelada por los muchos años de duro trabajo.
—¿Qué puedes decirme de esa piedra?
Por un segundo se permitió mirar a su tribuno con el objeto de determinar a qué se refería. Siguió la dirección de su mano hasta una pequeña mesa de bronce que se encontraba a su derecha. Sobre ella había una roca del tamaño de un melón pequeño. Titubeó.
—Adelante —lo invitó, Gayo.
El maestro cantero miró la piedra anaranjada y sus expertos ojos se abrieron de par en par. La cogió, la sopesó y la hizo girar a un palmo de su cara durante un largo minuto. El tribuno se impacientó.
—¿Qué me dices?
—A simple vista...
—Vamos, haz lo que tengas que hacer.
El nubio buscó un lugar en la piedra, un punto de ruptura que solo unos ojos bien entrenados podían ver, y dio un golpe seco con la piqueta partiéndola en dos. Tomó un lado y observó el interior. Con mimo pasó sus dedos sobre la superficie plana de reflejos dorados y, por fin, levantó la mirada. Gayo seguía sus movimientos con creciente interés, intentando adivinar lo que pasaba por la cabeza del cantero.
—¿Y bien?
Ramel sopesó la piedra unos segundos más antes de contestar.
—Delgadas infiltraciones de cuarzo y el resto... oro —dijo finalmente, atreviéndose a mirar unos instantes a los ojos del tribuno.
—Ya. ¿De dónde dirías que es?
No entendió la pregunta, pero solo un gesto de su rostro lo manifestó. Gayo comprendió y trató de aclarárselo sin desvelar demasiados detalles.
—Alguien pretendía venderla en el mercado negro. Sin duda es robada.
—Imposible.
—¿Por qué dices eso?
—Ninguna de nuestras minas tiene vetas de semejante pureza.
—¿Estás seguro? —le preguntó el tribuno incorporándose del triclinio, notablemente inquieto.
—Jamás vi nada igual. Esta roca es prácticamente oro puro.
El tribuno Gayo sonrió abiertamente, viendo que las posibilidades de que todo fuera cierto aumentaban. Si finalmente era así, su regreso a Constantinopla y su ascenso al Senado se produciría antes de lo que jamás habría soñado.
—Soldado, que Ático venga inmediatamente.