31 - LA FE

 

 

 

 

 

Interior de la cueva,

desierto oriental, zona montañosa,

Egipto.

 

 

 

 

La luz de los tubos luminosos aún alumbraban la cueva con una tonalidad ambarina.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Mediacara, con el temor reflejado en el rostro al ver los esqueletos momificados de los antiguos esclavos.

Arkan no contestó. Giraba sobre sí mismo sin dar crédito a lo que veía. Ahora lo entendía. Había sido Alá quien usó a esos infelices, muertos hacía siglos. Los espectros nocturnos que le atemorizaban no eran más que una señal divina, la manifestación del único Dios verdadero. Había querido ponerle a prueba. Era eso, pensó, quería pulsar su fe. Y él había flaqueado, había dudado, y por eso se maldijo. Pero ahora su fe era firme como una roca, y su determinación inquebrantable.

No le hizo partícipe de su revelación a Mediacara, no lo entendería, él no había sido el elegido para llevar a cabo una misión divina. Se lo guardaría para sí. Era él el señalado para realizar algo extraordinariamente importante. Un logro que se recordaría durante cientos de años, y que ayudaría a su amado Islam a ser todavía más grande.

Ya no le cabía ninguna duda de que la reliquia más importante de la cristiandad se encontraba allí, y de que él era el destinado a destruirla. Imaginaba el video que grabaría, el que mandaría a sus superiores, el que circularía por internet y saldría en todos los noticieros del mundo: el magnate americano arrodillado, el cuchillo contra su cuello, el rostro desfigurado por el miedo a morir, la hoja penetrando en la carne con decisión y la cabeza separada del cuerpo. La sangre, la impactante sangre salpicando la caliente arena.

Y luego la reliquia de su Dios quemada, pulverizada a golpes, desintegrada.

Esa última imagen la disfrutó con los ojos cerrados, como en trance.

Recogió varios tubos luminosos del suelo y los juntó para hacer una antorcha de luz química.

—Sigamos.

Corrió por encima de los cientos de huesos. Estaba exultante. Sentía la compañía de Alá; él guiaba sus pasos por aquella cueva, insuflándole una energía sobrehumana.

—Por aquí —indicó a Mediacara, penetrando por la abertura que daba paso a la siguiente cueva.

Su lugarteniente le siguió casi sin resuello, alucinado por lo rápido que su jefe había encontrado el camino.

La segunda también la atravesó a la carrera, sin titubeos. Cuando llegó al fondo se detuvo frente a la entrada excavada en la roca por los antiguos mineros.

—Coge esas luces —le ordenó a Mediacara, señalando los tubos de luz química que había en el suelo—. Vamos a necesitarlas.

Mediacara obedeció sin atreverse a cuestionar nada, entregado a las decisiones de un líder que, a cada minuto, le parecía más fuerte. Más digno de seguir.

Atravesaron con rapidez el túnel serpenteante y salieron a la tercera cueva. Allí, Arkan, notó la presencia de Alá con más intensidad. Había más tubos de luz química por el suelo, iban por buen camino. Siguieron su rastro hasta la grieta en el suelo que daba paso a la sima.

—¿Han bajado por ahí? —preguntó Mediacara.

Arkan asintió con la cabeza.

—¿Y a qué esperamos? —preguntó al verle quieto al borde del abismo oscuro que se abría a sus pies.

A los oídos de Arkan llegaron sonidos extraños.

—Escucha.

Mediacara se inclinó sobre la grieta.

—No oigo nada.

Arkan cerró los ojos y levantó la cabeza. Un escalofrío le recorrió de arriba a abajo. Alá le había vuelto a hablar. Controló los temblores y descolgó de su hombro el Ak-47.

—No podemos bajar.

—¿Por qué?

—Porque abajo habita el mal.

 

Expedición Atticus
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