24 - PARANOIA

 

 

 

 

 

Ministerio de Antigüedades y Patrimonio Cultural.

El Cairo, Egipto.

 

 

 

 

Una llamada de madrugada del Servicio de Seguridad del Estado había sacado de la cama a Naguib. Le informaban de una situación de máxima alerta. Le comunicaban que un coche con escolta le iría a buscar a su domicilio a primera hora de la mañana para llevarle al ministerio. No le decían más, aunque a él no le hizo falta. Sabía perfectamente de qué se trataba. Aún así, supo disimular y manifestar sorpresa por el atentado, incluso horror cuando el ministro le relató lo acontecido con el grupo en el que iba Dawson Fox, un magnate americano que al parecer había sido secuestrado por radicales islamistas.

—¡Delante de nuestras mismas narices! —había exclamado el ministro de defensa a su homónimo de cultura.

El presidente había escuchado atentamente y, ante la gravedad de los acontecimientos, había recomendado prudencia. Ocultarían la información a la prensa todo el tiempo que pudieran, y activarían un plan de búsqueda en el que se emplearían todos los medios posibles.

—Que no nos puedan echar en cara nada después —manifestó con rotundidad, como si fuera ese su único objetivo.

Naguib había asistido a la reunión de urgencia del gobierno intentando mantenerse en un segundo plano. Llevaba suficientes años en política para saber perfectamente cómo iban las cosas. Primero se tomarían las medidas necesarias para que no escaparan los terroristas: controlando aeropuertos, carreteras y puertos; al tiempo que se orquestaría un plan de búsqueda exhaustiva, desplegando al ejército por la zona. Habían encontrado los coches de la Fox Corporation destrozados y tiroteados, y a los dos conductores, así como a la escolta militar, muertos. Pero ni rastro del resto de la expedición que se dirigía al yacimiento. Naguib se había limitado a dar los nombres de los desaparecidos e informar someramente de la razón que los había llevado allí, y con eso bastó de momento. Aunque sabía que pronto todo el asunto le salpicaría. Lo segundo que se hacía en política, era buscar responsabilidades. Alguien a quien cargarle el muerto —nunca mejor dicho en este caso—, y en cuanto lo hicieran, él estaría en primera línea para cargar con todas las culpas. Escarbarían con detalle y saldría la verdad: los permisos irregulares concedidos, las antigüedades y documentos sustraídos del fondo del museo durante años —incluidos los pergaminos en los que estaba interesado Dawson—, los numerosos contactos con la corporación... Y sobre todo, su sospechoso nivel de vida.

No solo estaba preocupado por su carrera política, a la que daba ya por perdida, lo que verdaderamente le angustiaba era saber que, si descubrían sus contactos con los grupos radicales yihadistas, su vida no valdría nada.

Por eso, nada más salir de la reunión, se propuso borrar todas sus huellas. Lo primero que hizo fue llamar al capitán del carguero que esperaba en el puerto de Qseur. Era un viejo conocido suyo. Un indeseable que transportaba cualquier cosa sin preguntar, siempre que la paga fuera la adecuada; alguien que le denunciaría al primer problema. Por esa razón, aunque sabía que con ello eliminaba la posibilidad de huída de Arkan y sus hombres, le ordenó que zarpara inmediatamente. Lo segundo fue destruir los permisos concedidos de su puño y letra. Sabía que existían copias, pero tardarían en aparecer y tendría el tiempo suficiente que necesitaba. Todo sería inútil, y él lo sabía perfectamente. Estaba demasiado implicado como para que, tarde o temprano, no lo descubrieran. Y, teniendo en cuenta la gravedad de los acontecimientos, no tardarían mucho.

¿Qué podía haber salido mal? ¿Por qué Dawson y los demás no se encontraban en los coches? ¿Dónde estaban? Se maldijo por el fatal y extraño contratiempo. De haber ido las cosas tal y como las planearon, Arkan y sus hombres habrían secuestrado a ese magnate y al resto de americanos, los habrían embarcado, sacado del país, y entonces el problema no estaría en Egipto. El mundo miraría para otro lado. Nadie se hubiera preocupado por los permisos irregulares que, con más tiempo, eliminaría definitivamente. Sería casi imposible que lo relacionaran con el asunto, ya que sabía que Dawson había tratado por todos los medios de ocultar su llegada a Egipto. A todos los efectos, el avión que salió de EE.UU. con destino al aeropuerto de Luxor volaba tan solo con los pilotos y el personal de cabina. Ni siquiera pasaron por aduana, no había registro de su llegada, y nadie se hubiera preocupado en buscar más. Era verdad que en las altas esferas se conocía su llegada, y la escolta puesta por el ministro de defensa lo corroboraba, pero lo más probable sería que el gobierno fuera el primero en intentar escurrir el bulto, y pasarían por alto la desaparición de los militares asignados si con ello eliminaban la posibilidad de que relacionaran el secuestro de Dawson en suelo egipcio. Todo bastante complicado, se dijo, era consciente de ello, pero la política se basa en eso: en jugar siempre en la cuerda floja y con dos barajas, y en esperar que intereses de Estado echen tierra sobre asuntos inconvenientes para evitar que salgan a la luz. Pero todo eso se había ido al traste. Con los coches de la Fox Corporation víctimas de un atentado, los muertos en mitad de la carretera, y los americanos —incluido el propio Dawson— desaparecidos en suelo egipcio y con un comando terrorista suelto, la situación era muy distinta.

Con sus acciones podía ganar tiempo, pero al final sería cazado. Sus temores se habían cumplido, su doble juego estaba a punto de terminar. Había sido demasiado ambicioso y le estaba pasando factura. Menos mal que también había sido precavido, y lo tenía todo preparado para cuando eso llegara. Se obligó a tranquilizarse y, cuando entró en su despacho, sabía perfectamente lo que debía hacer: desaparecer.

—Raissa, reserva un vuelo en el primer avión que salga para New York.

—¿A nombre de quién? —preguntó profesional.

—Al mío —contestó apresuradamente.

Con la información que disponía sobre células islamistas en EE.UU., no tendría problemas en pedir asilo político y en conseguir una nueva identidad. Más tarde se ocuparía de su familia, eso más tarde, cuando él estuviera a salvo. Ahora tenía muchas cosas que ultimar antes de su partida, sobre todo liquidar sus cuentas en Egipto. Disfrutando de valija diplomática le sería fácil llevarse todo el dinero que quisiera; que, junto al que tenía en paraísos fiscales, más lo que les sacara a los americanos por la información aportada, le granjearía un futuro tranquilo y lleno de lujos.

Pero esa preocupación por el dinero como prioridad le había llevado a encargar a su secretaria la compra del billete de avión, y eso fue un grave error.

 

Expedición Atticus
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