29 - TAXIS DE NEW YORK

 

 

 

 

 

Aeropuerto J.F.K.

New York,

Estados Unidos.

 

 

 

 

Naguib no llegó a enterarse de la resolución que había tomado el primer ministro: la búsqueda de los americanos se cancelaba y tan solo se limitarían a localizar a los terroristas de una manera discreta; los mineros muertos se ocultarían bajo un trágico accidente en una mina, y a los militares se les condecoraría por su heroica muerte en la conflictiva Península del Sinaí. Echaría tierra sobre las pruebas. No quedaría ni un solo indicio del paso de la expedición organizada por el magnate americano en Egipto. Eso determinó después de sopesar los pros y los contras. Era arriesgado, pero qué no lo era en política. Lo decidió a última hora de la tarde, cuando Naguib viajaba con destino a New York huyendo con las maletas repletas de dinero y joyas. Escapó sin necesidad. Por precipitarse. Por impaciente. Por cobarde. Había tirado todo por la borda antes de tiempo. Pero eso él no lo sabía. Por eso miraba por la ventanilla del avión, pagado de sí mismo. Creyendo que se había librado de un destino incierto y había logrado forjarse uno nuevo y prometedor. En EE.UU. viviría bien, sin duda, o en cualquier otra ciudad de occidente. Todas tenían grandes edificios, elegantes barrios, teatros, parques... y un sin fin de lugares donde poder gastar su dinero. Se acostumbraría rápidamente a ellas, se dijo.

La azafata se acercó a su asiento de primera clase especial para diplomáticos y le ofreció algo de beber.

—¿Tiene whisky, señorita?

—¿Alguna marca en especial?

—Elija usted —le propuso, con voz y actitud seductora.

La azafata se retiró con una sonrisa profesional, y al poco tiempo le sirvió su bebida. Naguib se las ingenió para acariciar su mano mientras le entregaba el vaso. Fue muy sutil, ella ni siquiera se percató, pero para él fue un gesto furtivo de un erotismo enloquecedor. Definitivamente, pensó, me adaptaré de maravilla.

Solo bebió dos whiskys, pero al no estar acostumbrado se durmió sumido en unas brumas cálidas que lo mantuvieron arropado hasta tomar tierra. No debió esperar mucho a que le entregaran las dos grandes maletas que había facturado como valija diplomática. Por fin estaba a salvo, en tierra norteamericana, en el país de la libertad y de las grandes oportunidades. Lo había pensado bien: se alojaría en una suite del Waldorf Astoria y, desde allí, llamaría a la Casa Blanca. Conocía al director de la Seguridad Nacional, un campechano cincuentón con el que había hablado en más de una ocasión. Él se encargaría de todo. No lo haría nada más llegar, no. Disfrutaría de una tranquila y excitante noche. Pediría que le subieran a la habitación una suculenta cena acompañada del mejor champagne, y luego vería una de esas películas pornográficas llenas de rubias con grandes tetas, en compañía de una chica de alto standing de largas piernas, culta y experimentada, con la que se sacudiría el polvo del desierto.

Con el ánimo resuelto se encaminó a la parada de taxis. Lo recibió un sol que ya moría, en un delicioso atardecer neoyorquino. No había cogido ningún carro para llevar las maletas, por no perder tiempo decidió cargar con ellas. Nada más salir al aparcamiento un amable taxista se ofreció a ayudarlo. Era alto y delgado, y llevaba una gorra roja de los Yankees.

—¿Su primera vez en New York? —le preguntó al tiempo que metía su equipaje en el amplio maletero del Nissan V200.

—Sí —contestó lacónico, sin demasiadas ganas de charla.

El taxista entendió y solo volvió a hablar para preguntarle la dirección.

—Magnífico hotel —se limitó a decir, y arrancó.

 

Naguib miraba hipnotizado las calles del pintoresco Brooklyn —mientras lo atravesaban camino de la isla de Manhattan—, cuando el taxista volvió a hablar.

—¿Negocios o placer?

—Negocios —se limitó a decir.

—Oh, un gran país Norteamérica, y una magnífica ciudad New York. Usted no es americano, ¿verdad? Ese acento, ¿de dónde es?

Naguib dudó en contestarle. Incluso barajó la posibilidad de mandarle callar, pero luego lo pensó mejor y decidió que charlar con el taxista quizá le vendría bien. Al fin y al cabo qué más daba. Nadie sabía que estaba allí. Solo era un hombre de negocios más entre los miles que aterrizaban cada hora en esa gran ciudad.

—Soy egipcio —se decidió a contestar.

—Lo sabía, ese acento... Yo soy de Siria. Espero que no le importe.

—No hay problema —respondió resuelto—. Hemos tenido nuestras diferencias, pero las relaciones parece que van mejorando. Además, aquí, ya no importa el país del que seamos.

—Umm, amigo, no lleva más de media hora en New York y ya empieza a hablar como un auténtico norteamericano.

—Eso está bien, ¿no? —preguntó, sonriendo abiertamente.

—Yo tengo una conocida en Egipto —continuó sin contestarle—. Trabaja en un ministerio.

—Vaya, ¿un familiar?

—No exactamente, aunque algunos lazos unen más que los familiares.

Naguib no supo qué responder, de alguna manera empezaba a sentirse incómodo. Dejó de mirar al taxista a través del retrovisor y desvió la cara hacia la ventanilla, desde donde contempló calles repletas de gente yendo de aquí para allá.

El taxista tomó una calle menos transitada y aceleró sensiblemente. Al final de ella se llegaba a una zona de casas bajas y desvencijadas, donde la mayoría de las farolas estaban rotas.

—Es la secretaria de un pez gordo del gobierno —prosiguió el taxista ante el mutismo de Naguib, que no dejaba de mirar por la ventanilla—. Hace una gran labor, un trabajo muy importante.

—¿Cómo dice? —preguntó confundido, ante el cariz que estaba tomando la conversación.

—Mi amiga, le hablaba de mi amiga. ¿Quizá la conozca?

—¿Yo? ¿Por qué debería conocerla?

—No sé, existen las casualidades. ¿Usted no cree en ellas?

El taxi dejó atrás las casas bajas y se adentró en una zona de almacenes abandonados, con las puertas rotas y los techos medio caídos. Allí los faros del Nissan eran las únicas luces que había.

—Oiga, ¿está seguro de que es por aquí? —preguntó nervioso.

—Tranquilo. Este es el camino que le llevará a su próximo destino —respondió enigmático—. Y volviendo a mi amiga. Se llama Raissa. Tenemos muchas cosas en común, los dos perdimos a seres queridos por la Yihad, pero es una buena musulmana como yo, y ambos supimos entender que existen daños colaterales, sacrificios que debemos hacer por el Islam. Trabaja para el director general de patrimonio ¿Está seguro de que no la conoce?

El taxi se detuvo en seco, junto a unos grandes contenedores medio quemados. Naguib intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada.

—Debe admitir conmigo, Naguib, que ha estado muy feo lo que ha hecho, pero que muy feo —dijo volviéndose, como si le hablara a un niño.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí? —gritó fuera de sí.

—Mi nombre es Foster, James Foster, y me gustaría que usted fuera sincero conmigo.

—No le entiendo. ¡Déjeme salir!

—Sí, sincero a mi pregunta.

—¿¡Qué pregunta!? —espetó, completamente histérico.

—¿Cuchillo o pistola? —susurró, mostrando alternativamente ambas armas en sus manos—.Vamos, decídase, no tengo toda la noche.

 

Al día siguiente encontraron el taxi quemado. En el interior del maletero hallaron dos cadáveres calcinados. Uno fue identificado como el dueño del taxi, un afroamericano de cuarenta años con mujer y tres hijos. Al otro no fue posible hacerlo: le faltaban la cabeza y las manos. 

 

Expedición Atticus
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