13 - LA
REUNIÓN
Complejo subterráneo de Fox Corporation,
Estado de New York,
Estados Unidos.
Carraspeó un par de veces y miró a la pantalla y a los asistentes alternativamente. No era la primera vez que hablaba en público —sus conferencias por todo el mundo eran numerosas y muy concurridas—, lo que le pasaba, por lo que estaba tan nervioso, era que tenía la sensación, por primera vez en su vida, de que debía de convencer. No era una exposición de hechos históricos más o menos probados, ni el relato de los hallazgos de una excavación. Lo que iba a tratar de explicar formaba parte de una búsqueda legendaria con tintes de leyenda, algo en lo que llevaba inmerso décadas, y que temía le hubiera mermado su objetividad.
El profesor era un hombre menudo, pero en buena forma para su edad. Hubiera parecido más joven de no ser por su abundante pelo blanco y su perilla igualmente canosa. Se ajustó las gafas sin montura y empezó con una pregunta, un truco con el que solía romper el hielo en sus conferencias.
—¿Alguien puede decirme qué es una reliquia?
Las mellizas se miraron sin decir nada. Fue Peter el que levantó el brazo con desgana. Parecía que comenzaba a volver de sus pensamientos abstractos.
—Un carcamal, un vejestorio.
—Correcto, pero también significa otra cosa. ¿Alguien lo sabe? —dijo mirando a su hija y a Ray alternativamente, esperando que le echaran una mano.
Peter volvió a levantar el brazo antes de que pudieran hablar.
—Algo obsoleto, que ya no sirve para nada. Como los tocadiscos, las cámaras de fotos analógicas... Bueno, y todo esto que está por aquí —concluyó, abarcando con ambos brazos la sala de exposición.
—Sí, todas estas piezas también podrían considerarse reliquias —confesó el profesor—. Pero la acepción que yo pedía era...
—Parte de un cuerpo santo —respondió Sarah, sin dejarle acabar—. O todo aquello que ha tocado ese cuerpo, y por tal motivo se ha convertido en sagrado.
—Exactamente. Gracias, hija.
—También es el residuo que queda de un todo —intervino Dawson. El profesor lo miró extrañado.
—Sí, bien, creo que eso también es —dijo apresurado, dispuesto a zanjar el tema y continuar—. Pero la definición que nos interesa es la de "aquello que ha tocado un cuerpo santo". ¿Y cuál es el cuerpo más santo para los cristianos?
—¿Esto va a ser un concurso de adivinanzas? —espetó Peter—. Si es así digo Jesucristo.
—Por favor, Sr. Li —intervino Jacob, mirando con severidad al chino-americano.
—Oh, no hay problema —prosiguió Víctor—. Además, nuestro amigo ha acertado. Jesucristo es el símbolo principal para los cristianos; por tanto, aquello que tocó más profundamente su cuerpo, hasta el punto de penetrarlo y hacerlo sangrar, debe de ser la reliquia más importante.
Ray se inclinó hacia Sarah y dijo en susurros:
—No me puedo creer que estemos aquí por ella. Pensaba que lo había dejado.
—Nunca lo dejará —respondió Sarah.
Víctor tanteó en la tablet con torpeza. Aparecieron en la pantalla varias fotos. Todas del mismo objeto. Se colocó delante, notablemente emocionado, y comenzó a hablar.
—Señoras y caballeros, lo que buscamos, la razón por la que estamos aquí hoy, es que tenemos la oportunidad de encontrar la lanza que mató a Jesucristo. ¿Son ustedes católicos?
Las mellizas levantaron la mano como un resorte. Más lentamente las siguieron Jacob y Sarah. Dawson y Ray permanecieron sin inmutarse. Peter soltó resopló y se arrellanó en la silla.
—¿Quería decir algo, Sr. Li? —preguntó Víctor, con ironía.
—No controlo mucho del asunto, pero algo he leído —comenzó a decir con actitud de indiferencia—. ¿Esa lanza no es la que llaman del Destino?
—Así es —respondió Víctor.
—Pues, por si no se ha enterado, siento comunicarle que ya la encontraron hace mucho. Incluso creo que Hitler la tuvo debajo de la cama para que le ayudara a conquistar el mundo.
—Correcto. Hitler hizo de la Lanza de Viena, o Lanza Hofburg, la más famosa. Pero existen más. La historia de las reliquias cristianas es la historia de las falsificaciones. La fuerza de la sugestión y la motivación que un objeto santo ejerce sobre un creyente, ha tentado siempre al poder eclesiástico y político, y la han utilizado en múltiples ocasiones; sin reparar en falsear o en mentir sobre la autenticidad de una reliquia si con ello obtenían beneficios, como fue el caso de la Lanza del Destino o Lanza Sagrada.
Víctor se estaba relajando, y eso quería decir que se sentía cómodo y que ya sería difícil pararlo. Sin embargo, al observar cómo cuchicheaban su hija y Ray, decidió hacer una aclaración antes de continuar.
—Sé que algunos de ustedes ya conocen lo que voy a contar, pero ruego que me permitan poner en antecedentes al resto.
Sarah se dio por aludida y se enderezó en la silla. Ray cruzó las piernas y se metió las manos en los bolsillos; lo único que a él le preocupaba era si había una cueva y cuánto le quedaba por ganar. No le interesaban la religión ni las pasiones que despertaba, y solo deseaba sacar de esa aventura un futuro más cómodo. El profesor continuó.
—En torno al año 284 d.C. el Imperio Romano parecía abocado a su desintegración. En los últimos cincuenta años se habían sucedido veintiséis emperadores, y solo uno de ellos había muerto de muerte natural. Persas y bárbaros hostigaban las fronteras, y las pestes, las hambrunas y la anarquía, presagiaban una rápida caída. Sin embargo, en el año 330 d.C. se inaugura una nueva capital imperial en lo que era la antigua Bizancio: Constantinopla —Víctor cambió la imagen, que antes mostraba un imperio dividido, y apareció una nueva donde los dominios romanos eran más compactos—. El Imperio había sobrevivido, prosperaba, y las fronteras permanecían intactas; y todo debido a dos hombres brillantes e implacables: Dioclesiano y Constantino. Este segundo es el que nos interesa —volvió a cambiar la imagen y apareció un busto—. Tengo que aclarar que hubo un tiempo en el que el Imperio estaba dividido en cinco partes, y cinco emperadores a la vez lo gobernaban. Hasta que Constantino I lo unificara. También he de decir que se le tiene por el primer emperador romano cristiano, aunque eso quizá sea mucho decir. Tal vez sea solo una leyenda, pero se dice que su fe cristiana comenzó en la Batalla del Puente Mivio, en el años 312 d.C., contra el ejército de Majencio, a las afueras de Roma. Cuentan las crónicas que antes de entrar en combate, Constantino, divisó en el cielo la imagen de una cruz que le anunciaba que saldría victorioso. Y verdad o mentira, el hecho es que ganó.
Un brazo se alzó, era de Peter.
—¿Sí, Sr. Li? —preguntó Víctor.
—Querría saber, profesor, si todo esto va a caer en el próximo examen.
Él fue el único que soltó una risotada. Cuando comprobó que el resto le miraba con desaprobación, intentó justificarse.
—Lo siento, lo siento, no he podido contenerme.
—Bien, prosigamos —dijo Víctor, sin darle mayor importancia—. El caso es que debido a este supuesto milagro, o tal vez por intereses políticos, en el año 313 d.C. Constantino I se acercó al cristianismo, y pactó con Licinio una alianza basada en la libertad de culto y en un compromiso de no perseguir a los cristianos en la parte de su imperio. Pero la ambición era algo inherente en aquellos hombres poderosos y, en el año 323 d.C., después de años de colaboración, Constantino I declaró la guerra a Licinio con la excusa de no cumplir el pacto. En la Batalla de Crisópolis lo derrotó, quedándose con los territorios de Asia, Tracia y Egipto, y como emperador único. Y a partir de aquí es donde empieza lo que más nos interesa.
—Vaya, por fin —musitó Ray.
—Aunque antes tenemos que saber algo que es fundamental para entenderlo todo —continuó el profesor, cambiando la imagen del busto de Constantino I por el mapa de Egipto.
—Me lo temía —apostilló Ray, lo suficientemente alto como para que le escucharan las personas que estaban sentadas junto a él.
Sarah no dijo nada. Jacob, sí. Se acercó a la oreja de Ray y le dijo:
—No me cansaría de escucharle nunca. El profesor es un hombre apasionado, como su hija, ¿no cree?
Ray no contestó. Observó a Jacob cómo se separaba de él sin mirarle y se concentraba en Víctor, que continuó hablando.
—Bueno, hemos dejado a Constantino I como único e incuestionable emperador del vasto Imperio Romano. Un hombre de un poder absoluto. Pero semejante extensión de territorios no era posible mantenerla en paz sin acuerdos ni concesiones. Sin política, en definitiva. Y en eso Constantino fue un maestro. Su acercamiento a la cada vez más fuerte, numerosa y predominante religión cristiana fue en aumento. Incluso se valió de la influencia de su pía madre, Flavia Julia Augusta Helena, que hacía tiempo que se había convertido al cristianismo, para ganarse las simpatías de tan nutrido colectivo. Y es ella, su madre —volvió a cambiar la imagen y apareció un cuadro de una mujer sujetando con su mano derecha una gran cruz—, más conocida por los católicos y ortodoxos como Santa Helena, la auténtica protagonista de esta historia.
Peter volvió a levantar la mano. Dawson y Jacob se miraron entre ellos sin decir nada. La mellizas, que estaban siguiendo la exposición de Víctor entusiasmadas, torcieron el gesto. Fue Grete la que le dijo algo muy bajito, mientras se ahuecaba la chaqueta y dejaba ver la culata de su pistola.
—Como diga otra estupidez, le vuelo las pelotas.
Víctor no se había percatado de nada y, con voz cansina, invitó a Peter a que hablara.
—Le escucho, Sr. Li.
Sin quitar la vista del arma que le mostraba la pequeña Grete, Peter bajó el brazo tragando saliva.
—Nada, nada. Prosiga por favor, profesor Costa.
Annika sonrió a su hermana. Peter volvió a desaparecer sumido en sus enrevesados pensamientos, llenos de fórmulas y ecuaciones.
—Bien —continuó Víctor—, como decía, Helena, la madre de Constantino, cristiana devota y mujer buena según los escritos, decidió, con casi ochenta años, peregrinar a Tierra Santa. Lo hizo entre los años 326 y 328. Parece ser que por una revelación. Llegó a Jerusalén con la intención de recuperar la cruz donde fue crucificado Jesús, y no dudó en realizar excavaciones en distintos lugares del monte Gólgota para buscarla. Se cuenta que la encontró, así como los clavos y la inscripción en hebreo, latín y griego, que mandó colocar Poncio Pilatos sobre la cruz de Jesús.
Grete levantó el brazo. Víctor calló y la invitó con un gesto y una sonrisa a que hablara.
—Entonces, ¿Helena no encontró la lanza?
—Según los escritos, no. Aunque existe un pergamino donde dice que Constantino I poseía dicha reliquia y, si así fue, debió de ser su madre quien la consiguiera. De eso hablaremos enseguida.
Ray volvió a acercarse a Sarah, y muy bajito le dijo:
—¿Es posible que haya convencido a Dawson de su loca búsqueda?
—Más bien creo que ha sido al revés —contestó Sarah, sin mover la cabeza.
—Volvamos antes a la reliquia —prosiguió Víctor cambiando la imagen. De nuevo aparecieron las lanzas—. Tres son las más conocidas: La Lanza Echmiadzin, que es la que se encuentra a la izquierda de la imagen; la Lanza del Vaticano, en el centro, y la antes mencionada Lanza de Viena o Lanza Hofburg. La primera la descubrió Pedro Bartolomé durante la Primera Cruzada en el 1098, bajo las ruinas de una catedral, en Antioquía. El ejército cristiano estaba sitiado, y las tropas agotadas, hambrientas y a punto de desfallecer. El hallazgo de la reliquia, después de una visión divina del propio Pedro Bartolomé, insufló fuerza y moral al maltrecho ejército, que fue capaz de derrotar a los musulmanes. Como ven, las circunstancias favorecieron el hecho de creer que se encontraban ante la verdadera lanza que acabó con la vida de Jesús. Sin embargo, no hay más que echar un vistazo al objeto para darse cuenta de que se trata más de un símbolo que de una verdadera lanza de guerra —Víctor se acercó a la pantalla y recorrió con el dedo la imagen—. Un rombo con una cruz calada en el centro, falsa sin duda. Pasemos a la siguiente —dijo señalándola en la pantalla—. Las primeras menciones que se hacen sobre la llamada Lanza del Vaticano son del siglo VI d.C., y la sitúan en Jerusalén. Después de muchas vicisitudes y cambios de manos, durante uno de los cuales perdió la punta como pueden apreciar en la foto, llegó al Vaticano en 1492. Nunca más salió de Roma, ni ha sido expuesta. Permanece bajo el domo de la Basílica de San Pedro. La Iglesia nunca se ha pronunciado sobre su autenticidad, sus razones tendrá. Mucho me temo que probablemente no aguantara una simple prueba con el carbono 14. Y finalmente llegamos a la Lanza de Viena —soltó un suspiro—, la más famosa de todas porque Hitler se interesó en ella, ya que creía que tenía poderes divinos, capaces de convertir en invencible a cualquier ejército que la portase. La banda de oro que ven, cubre una anterior de plata colocada por Enrique IV en 1084, en la que ponía: "Clavus Domini", o sea: clavo del Señor. Doscientos años más tarde, Carlos IV mandó cubrirla con la de oro que ahora tiene, y añadió una inscripción en la que reza: "Lancea et clavus Domini", traducido: lanza y clavo del Señor. Podría contarles muchas anécdotas sobre ella y los nazis, pero no es el momento.
Las mellizas se miraron desilusionadas. Eran unas patriotas y siempre estaban dispuestas a escuchar historias de Alemania, aunque fueran de su etapa más oscura. Víctor continuó.
—Lo importante es que en el 2003 se examinó la hoja y se determinó que era unos seiscientos años posterior a la muerte de Jesús. Conclusión: —Víctor mantuvo un silencio estudiado— ninguna de las tres lanzas parece ser la verdadera. Y ahora es cuando toca hablarles del Informe Atticus —recalcó, cambiando la imagen de la pantalla—. El pergamino que ven fue hallado en Egipto, durante unas excavaciones en un antiguo poblado nubio. Forma parte de otros muchos que redactó un centurión romano en el año 336 d.C. Está fechado de su puño y letra, por eso no hay error posible. Este documento lleva en mi poder veinte años, y ha sido mi obsesión y el de mi difunta esposa. Durante todo ese tiempo lo estudiamos, y perseguimos el objeto que allí se nombraba. Señoras y señores —concluyó algo teatral—, en estos pergaminos de hace casi dos mil años, se hallan las claves de dónde se encuentra la verdadera Lanza del Destino.
Víctor hizo una pausa, se le notaba emocionado. A pesar de que la temperatura era perfecta —unos veintidós grados estables— sudaba, y gotas diminutas perlaban su frente. Se tomó unos segundos de respiro y prosiguió.
—Lamentablemente no estaban completos, por eso nuestra búsqueda era tan difícil, casi imposible. Pero hace solo unas semanas recibí la llamada del Sr. Fox, y todo cambió. Según me dijo poseía los pergaminos que a mí me faltaban. Y así era. Gracias a ellos pudimos completar el rompecabezas. Ya disponemos de la información necesaria para determinar con exactitud dónde se encuentra la mina.
—¿La mina? —preguntó Ray.
—Sí, muy antigua, al sureste de Egipto, en una zona montañosa. Esa olvidada mina romana puede albergar la reliquia más importante de la cristiandad.
En ese momento Dawson se levantó. Lo hizo despacio y mirando al profesor. Esperaba su invitación. Sus exquisitos modales le impedían intervenir sin antes no recibirla. Víctor hubiera continuado con gusto. De hecho, esa era la parte más apasionante, la que sabía que Sarah desconocía, y se moría de ganas de contarla. Sin embargo, era algo que habían acordado: él hablaría de los antecedentes de la lanza, y Dawson de la mina. Por eso, muy a su pesar, le cedió el turno.
—Ahora me gustaría darle la palabra al Sr. Fox. En resumidas cuentas a él pertenecen los documentos más reveladores. Además, es la persona que financia toda esta expedición. Sr. Fox, por favor, cuando quiera.
Víctor se sentó y, sin apoyar la espalda contra el respaldo, se dispuso a escuchar la historia que ya conocía.
—Gracias —agradeció sereno, y cogió la tablet para cambiar de imagen—. Como bien dice el ilustre profesor Costa, mis documentos complementaron los suyos. Los unos no servirían de nada sin los otros. ¿Ven este mapa? —señaló con la mano la pantalla—. Fue trazado por un escriba, sin duda un profesional, y entregado al centurión al mando de los trabajos en la mina, para completar su informe. Es muy detallado, pero tiene un problema: la ausencia de nombres. El profesor Costa lo poseía aunque, sin una ciudad de referencia cercana, era inútil. La mina podría estar en cualquier lugar de la extensa zona montañosa de Egipto. El resto de sus documentos tampoco aclaraban demasiado. Ese centurión fue muy meticuloso, y supo mantener el secreto. Sin embargo, el destino hizo que llegaran a mi poder los pergaminos que le faltaban al profesor, más o menos la mitad, probablemente robados por algún trabajador de la excavación, y en ellos aparecía un nombre, Luxor. Era mencionado al final, bajo un tachón que fuimos capaces de eliminar, pero ahí estaba. En definitiva, yo tenía una ciudad de referencia y él —dijo señalando a Víctor de una manera casi reverencial— el mapa de la situación exacta de la mina.
—¿Cómo se enteró de que mi padre andaba detrás de la reliquia y poseía los documentos? —preguntó Sarah de repente, sin levantar la mano.
—Tengo buenos amigos entre los tratantes de antigüedades —se detuvo un instante, pensó, y decidió ser un poco más concreto. Sabía que Sarah no se conformaría con una explicación tan imprecisa—. Mis contactos llegan hasta los altos funcionarios del gobierno egipcio. Fue uno de ellos el que me habló de su padre.
—Ya, pero mi padre nunca hizo públicos los documentos. Los encontró él y... Bueno, fue una búsqueda personal.
—Los encontró en Egipto, ¿recuerda? Durante años buscó allí y, aunque lo hizo siempre de forma extraoficial, aprovechando los permisos para otras excavaciones, mantener en secreto algo así es imposible. Como verá, soy un amante del arte antiguo y siempre estoy dispuesto a comprar piezas e información. Simplemente, para no entrar en detalles, alguien me llamó.
—¿De qué era la mina? —preguntó Ray, aprovechando el silencio que se había creado.
—De oro.
—Vaya, ya voy entendiendo.
—No lo creo. Según los documentos se extrajo todo. Lo único de valor que queda es la lanza. Si finalmente está allí.
Hubo unos segundos de silencio en los que Dawson estudió el rostro de Ray, y algo que pensaba aclarar más tarde, decidió hacerlo en ese momento.
—Sé lo que está pensando, pero se equivoca. El dinero no me interesa, una frivolidad que habrá escuchado siempre de boca de gente muy rica —Ray, dibujando una sonrisa, afirmó con la cabeza recordando la conversación de la cena—. Pero es verdad. Tengo todo cuanto se puede tener, y créame, no viajaría personalmente hasta el desierto montañoso de Egipto por nada que representara más dinero. Lo que buscó es algo tan sencillo como la posteridad. Ser el Lord Carnarvon del siglo veintiuno. Y si yo lo consigo querrá decir —dijo girándose hacia Sarah—, que su padre será el Howard Carter.
—Así que no es por dinero, es por ego.
—Hace tiempo que deseo que todas estas piezas únicas vean por fin la luz. Tendré que dar muchas explicaciones, y puede que me cueste mucho dinero acallar a algunos gobiernos; pero el hallazgo de esa reliquia, de producirse, me facilitará mucho las cosas. Sí, en parte es por ego —fijó la mirada en Ray—, aunque también pondré a disposición del mundo todas estas maravillas. Mi museo abrirá las puertas, y la guinda será la Lanza del Destino.
—Y ese museo llevaría su nombre, naturalmente.
—El nombre de Víctor Costa y el mío perdurarán para siempre.
—Pues qué bien —concluyó Ray, mientras observaba a un hombre que se encontraba a años luz de sus inquietudes personales.
Un ronquido en un extremo hizo que todos se giraran. Peter cabeceaba a punto de caerse de la silla.
—Parece que el chinito ya no está entre nosotros —espetó Ray y todos rieron, incluida Sarah, que de inmediato volvió a poner el rostro serio, dispuesta a intervenir.
—Dice que es una mina. Entonces, ¿para qué necesita a un espeleólogo? —preguntó Sarah. Ray se envaró.
—La mina de oro en realidad era una cueva natural —explicó Dawson—. Parece que fue encontrada por casualidad, según se desprende del informe. Poseía la veta de oro más grande jamás encontrada.
—Y esa parte del informe que posee, ¿explica por qué la abandonaron? Y sobre todo... ¿cuenta por qué demonios llevaron allí la lanza? —preguntó Sarah, mirando de reojo a su padre.
—Más o menos —contestó Dawson.
—¿Más o menos? ¿Qué quiere decir? —continuó Sarah, esta vez mirando con descaro a su padre, que evitó responder. Lo hizo Dawson.
—El centurión, un hombre llamado Ático, Atticus en latín, fue muy detallista y concreto, como les decía antes, y celoso a la hora de revelar detalles sobre el emplazamiento exacto de la mina. Redactó un informe minucioso para su tribuno, y en la parte que poseía su padre, ya hacía mención de la llegada de la reliquia. Sin embargo, a la hora de explicar las razones por las que se llevó, y los motivos exactos por los que decidieron abandonar la mina, es cuanto menos confuso. En la segunda parte, la que yo poseía, como ha podido apreciar su padre, el lenguaje y parte del contenido... Cómo les diría... Parece escrito por alguien perturbado.
—¿Perturbado? —preguntó Ray.
Sarah prestaba atención sin mover un músculo de la cara.
—Habla de desapariciones de obreros y soldados, y de que los causantes eran demonios malignos que habitaban la cueva.
—Vaya, pues si que estaba majara el centurión. ¿Y solo por los delirios de ese hombre decidieron llevar allí la reliquia?
—Parece ser que algo de verdad hubo, Sr. Bayona. El caso es que se llegó a un punto muerto en el que los trabajos de extracción se detuvieron, y nadie fue capaz de solucionar el problema. El Imperio necesitaba oro para mantenerse y Constantino, desesperado, ordenó a su tribuno ir a la mina con el más preciado de sus tesoros. En una parte del texto el centurión escribe que el emperador dijo: "si pudo matar a un Dios, podrá matar a un demonio", refiriéndose a la lanza, creemos.
—Una historia inquietante —señaló Sarah, tocándose nerviosa el pelo.
—Es de hace casi dos mil años. Seguro que existe una explicación lógica para todas esas desapariciones. Eran tiempos difíciles para Roma, tenía muchos enemigos. Tal vez fueran actos de sabotaje, o simples asesinatos perpetrados por alguna tribu nubia que accedía a la cueva por otra entrada. Quizá al Sr. Bayona se le ocurra otra explicación.
—Tengo entendido que los romanos eran maestros en el arte de la explotación minera —aclaró Ray, encantado de ser útil—. En España tenemos buena muestra de ello en Las Médulas, León. Pero casi siempre eran yacimientos al aire libre o que ellos mismos excavaban. En este caso se encontraron con una veta que se hallaba en una cueva natural, y ahí pudo estar el problema.
—Le escuchamos, Sr. Bayona —le invitó a continuar Dawson, al tiempo que dirigía una sutil mirada a Jacob.
—Las cuevas son muy traicioneras. Sus recorridos son caprichosos y están llenos de peligros: desprendimientos, zonas inundadas o que lo hacen de súbito, laberintos donde uno puede perderse, o simas profundas y casi invisibles de ver hasta que estás sobre ellas. Hoy en día lo sabemos. Tenemos los medios para evitarlos y tomamos precauciones, pero en aquella época... Cualquiera de esos imprevistos pudo acabar con aquellos hombres.
—Veo que ha sido todo un acierto traerle. Con usted estaremos mucho más seguros —confesó Dawson.
Iba a continuar hablando cuando Sarah lo interrumpió.
—Entonces, ¿llevaron la lanza como último recurso?
—Así parece —contestó Dawson, dejando la tablet sobre una mesa. Por su actitud parecía indicar que la exposición estaba concluyendo —. Pero también fracasó.
—Desapareció dentro de la cueva —musitó Sarah, como diciéndoselo a ella misma.
—Junto con el tribuno que la portaba. Según el documento así fue. Después la mina se cerró, y su emplazamiento y existencia se mantuvo oculto, hasta ahora. Tal vez los romanos no quisieron que tal fracaso se supiera. Una deshonra que decidieron enterrar para siempre, y nunca mejor dicho. Para los amos del mundo aquello significaba mostrar una debilidad que no podían permitirse.
Jacob se levantó y, sin decir nada, tomó la tablet y apagó la pantalla. El silencio se impuso, y sus pasos sonaron nítidos y reverberantes en aquel gran espacio. Sin la luz que emitía la pantalla los asistentes se sumieron en una oscuridad casi absoluta. Dawson se mantuvo cerca de una vitrina, su resplandor le iluminaba de costado. Cruzó los brazos y se dispuso a dar por terminada la reunión, aunque antes debía de abordar la parte más delicada. Necesitaba hacerles partícipes de algunos detalles que creía necesario que supieran.
—Mediante un complejo programa informático, creado por el ausente Sr. Li —de nuevo todos sonrieron—, hemos sido capaces de especular sobre los cambios que dos mil años de erosión han podido producir en la zona montañosa de Egipto, y trasladar el antiguo mapa haciéndolo coincidir con la orografía actual. Luego, simplemente bastó una triangulación por satélite para determinar el punto exacto donde se encuentra la mina —Dawson descruzó los brazos y metió las manos en los bolsillos del pantalón—. Sé dónde está la lanza que atravesó el costado de Cristo, tengo los permisos y el equipo necesarios para ir a buscarla, ahora falta saber si ustedes están dispuestos a acompañarme. Pero antes de que me respondan, deben saber que la expedición tiene sus riesgos.
—¡Joder! —exclamó Sarah—. Sabía que había gato encerrado. ¿De qué se trata?
—Tengo los permisos de excavación obtenidos gracias a la reputación de su padre y a mi generosidad para con algunos altos funcionarios del gobierno egipcio, pero son para un yacimiento que se encuentra a muchos kilómetros de donde vamos realmente. Además, nuestro equipo contiene artefactos que no van a pasar por aduana. Por todo ello, deberemos de ser rápidos y discretos. Lo tengo controlado y los riesgos son mínimos, aunque creo que deben saber que si algo sale mal, podemos pasar alguna temporadita a la sombra.
—¿Cómo dice? —saltó Sarah como un resorte. Víctor intentó tranquilizarla, poniéndole una mano en la pierna, aunque no sirvió de mucho—. Usted es un hombre muy rico, si hay problemas podrá salir de ellos. Me temo que el riesgo es solo para nosotros.
—Hija, el Sr. Fox lo tiene todo calculado al milímetro. Cuando quieran darse cuenta, estaremos de vuelta en casa.
—Gracias, profesor Costa, pero su hija tiene razón. Los riesgos para ustedes son mayores, por eso querría compensarles de alguna manera.
Ray se inclinó hacia adelante y clavó la mirada en la cara, a media luz, de Dawson. Llegaba la parte que había estado esperando.
—Si aceptan venir —continuó Dawson—, cada uno de ustedes recibirá dos millones de dólares. Uno hoy mismo y el otro a la vuelta de Egipto. Sin importar el éxito o no de la búsqueda.
—¡Fuiiit fiuuuuuuu!
Ray soltó un silbido que resonó y tardó en apagarse debido a la excelente acústica del lugar.
Una vez dada por concluida la reunión, los asistentes fueron invitados a disfrutar con tranquilidad de los objetos que allí se exponían. Peter no se despegó de Annika, y la siguió como un perro faldero a todos los sitios que iba. Víctor y Sarah formaron pareja y se deleitaron con las maravillas que ellos, mejor que nadie, sabían apreciar. Ray, por su parte, deambuló a solas mirando sin demasiado interés, hasta que Grete, haciéndose la encontradiza, coincidió con él delante de una estantería donde reposaba un subfusil.
—Es el MP44 —dijo de pronto Grete. A Ray le pilló por sorpresa, no la había visto situarse a su lado—. También conocida como la Sturmgewhr 44. Puede decirse que sentó las bases de los actuales rifles de asalto. Combinaba la velocidad de tiro de un subfusil, con el calibre y la potencia de un rifle.
—Vaya —dijo Ray, arrugando el morro—. Alemán, supongo.
—Correcto. Diseñado durante la Segunda Guerra Mundial.
—Grete, usted es alemana, pero no me gustaría pensar que...
—Toda aquella época es una vergüenza para mi país. Hitler fue un loco que, apoyado por miserables ambiciosos y oportunistas, arrastró a un pueblo en su locura con promesas de gloria.
—Siempre se puede elegir.
—Sí, el pueblo alemán se equivocó y nunca terminaremos de pagar nuestro error.
—No exagere, al final todo se olvida. Además, hay que reconocer que la ingeniería alemana es "cojonuda".
Grete sonrió, aunque se quedó dudando. La última palabra que había dicho Ray la había pronunciado en español, y no tenía ni idea de lo que significaba.
—¿Qué es "cojornudo"?
—Es cojonudo, y es una expresión positiva, significa muy bueno.
—Cojornudo —repitió Grete.
—No. Co-jo-nu-do.
—Co-jor-nu-do —volvió a decir la alemana.
—Eso mismo —concluyó Ray, dándose por vencido.
Dawson y Jacob esperaban sentados en la semioscuridad. Hablaban en bajito.
—¿Qué opina?
—Irán todos, sin duda —afirmó Jacob.
—¿Estuve convincente?
—La similitud con el descubrimiento de la tumba de Tutankamón fue muy acertada, y contar parte del contenido de los documentos, aunque algo arriesgado, creo que aportó verosimilitud.
—Esa era la idea, Jacob. La mentira es miserable y cobarde. La mayoría de las veces basta con no decir toda la verdad para convencer a cualquiera.
—Pues creo que lo ha conseguido. Claro que el dinero puede haber acabado con las dudas de alguno de ellos —dijo, dirigiendo la mirada a Ray.
—El Sr. Bayona fomenta una imagen pragmática difícil de creer. Sabe, Jacob, creo que si regresamos de esta aventura, ninguno volverá a ser el mismo. Todos buscamos algo, aunque a veces no sepamos qué es.
A Sarah le llamó la atención un objeto situado en un extremo de la sala. Lo iluminaba un rayo de luz más débil que el resto, y era del tamaño de una jaula de loro; de hecho eso le pareció, ya que estaba tapado con una tela, de la misma forma que se hacía cuando se quería que el parlanchín pájaro durmiera. Sin decir nada, dejó a su padre admirando un carro de guerra Hitita perfectamente conservado, y se dirigió hacia allí. El gesto no pasó desapercibido para Dawson, que se disculpó con Jacob y fue a su encuentro.
Sarah ya tiraba de la tela azul que cubría el objeto cuando la voz de Dawson, a su espalda, la sobresaltó.
—Imagino que sabrá quién fue la espía más famosa del mundo.
—¿Se refiere a Mata Hari? —contestó Sarah, dejando la tela en su lugar.
—Exacto. En malayo significa literalmente "ojo del día", o sea sol. En realidad se llamaba Margaretha Geertruida Zelle y nació en Holanda, aunque pasó algunos años viviendo en las Indias Orientales. Fue una gran mujer que supo sacar partido a sus dotes amatorias. Su mayor virtud la desarrollaba en la cama. Se dice que fue en Java donde perfeccionó digamos... sus mejores cualidades. Se la recuerda como espía, aunque durante toda su vida no dejó de ser más que una bailarina exótica con delirios de grandeza.
—Parece que la ha estudiado a fondo. ¿Por qué me cuenta todo esto?
—En 1917 fue fusilada, acusada de ser agente doble para Alemania, y su cuerpo donado a la universidad de medicina para que imberbes muchachos estudiasen anatomía con él. Sin embargo, su cabeza embalsamada se entregó al Museo de Criminales de Francia. Y allí permaneció hasta 1958, año en que fue robada. Se cree que por un admirador, probablemente alguno de sus múltiples amantes.
—Espere, no querrá decir que...
—No era una mujer de la que enamorarse, pero era capaz de hacer a cualquier hombre olvidarse de todo por un rato, y eso a veces es más importante.
Sarah miraba con los ojos muy abiertos a Dawson y al objeto, alternativamente.
—Mi abuelo fue uno de ellos, y decidió que un museo para criminales no era el mejor lugar para ella —continuó Dawson, al tiempo que retiraba la tela.
—¡No me lo puedo creer!
—Tenía cuarenta y un años cuando murió. Como verá, el tiempo y el formol han dejado poco de su legendaria belleza.
Sarah se agachó para ver mejor el contenido del tarro de cristal. Entornó los ojos y observó la cabeza de mujer que flotaba en el líquido. Tenía el pelo teñido de rojo y la piel parecía de cartón, hinchada y agrietada en algunas zonas. Podría haber sido cualquiera, poco quedaba del atractivo que pudo tener en vida.
—¿Ve esos labios marchitos? Sin color, sin vida... En otro tiempo despertaron pasiones, y salieron de ellos promesas de amor que enloquecieron a los hombres.
Dawson no pasó por alto la leve sonrisa que se le escapó a Sarah.
—¿Qué le hace gracia?
—Oh, perdón, es que oír hablar así a alguien de su edad... No me acostumbro, lo siento.
—El ambiente en el que yo me muevo, los negocios, las personas... No me han dejado mucho tiempo para ser un joven al uso.
—Siento escuchar eso, la juventud es algo que solo se disfruta una vez —dijo Sarah. Inmediatamente se arrepintió y, volviéndose hacia el tarro, cambió de tema —¿La robó su abuelo?
—Él personalmente no, por supuesto.
—Es grotesco.
—Cualquier cosa puede servir para despertar los recuerdos. El olvido es el peor de los males.
—A su abuelo lo entiendo. Pero, ¿qué sacaba su padre, y ahora usted, de... esto? Debería enterrarla.
Dawson reflexionó un instante antes de hablar.
—Quizá lo haga —dio unos pasos alrededor del tarro de cristal—. ¿Sabe?, el vestido que lleva le perteneció a ella.
—¿Cómo dice? —preguntó Sarah, en tono de enfado.
—Fue un regalo que mi abuelo le hizo cuando ella estaba en la cárcel, pero no se preocupe, no se lo llegó a poner. Ella era más... voluminosa. Lo mandé arreglar para usted.
—Todo un detalle.
—Si le gusta puede quedárselo, a usted le queda muy bien.
Sarah se sintió halagada, al tiempo que no pudo evitar notarse extraña dentro de aquel vestido. Lo tocó con reverencia. Ya no era una simple tela, tocaba la misma historia.
—Y ahora, si me disculpa, tengo que retirarme. Aún me quedan asuntos por resolver. Pero antes me gustaría decirle que, decida lo que decida hacer, ha sido un privilegio contar con su compañía esta noche. No es habitual encontrar personas de su talento y carácter. Sentiría partir sin usted —Dawson mantenía las manos en los bolsillos y la miraba intensamente. Sarah se sintió algo intimidada por aquellos ojos profundamente oscuros—. Además, el médico que la sustituiría es un aburrido nórdico blancuzco que trabaja con nosotros, que se quemará la piel en cuanto pise el desierto.
La última frase arrancó una sonrisa a Sarah, momento en el que Dawson decidió retirarse.
—Buenas noches.
—Buenas noches —contestó Sarah, y aunque no dijo nada, ya tenía tomada una decisión.
Horas más tarde, después de firmar el contrato y de recibir el primer pago de un millón de dólares, todos los integrantes de la expedición descansaban en sus habitaciones. Jacob les había informado de que saldrían por la mañana temprano, que eligieran ropa cómoda y prepararan una pequeña bolsa de mano con algunas mudas y objetos personales, ya que del resto se encargarían ellos. Cuando Ray se interesó por el equipo de espeleología que necesitaban llevar, Jacob lo tranquilizó.
—No se preocupe, ya está todo listo. Lo mejor de lo mejor, el Sr. Fox no ha reparado en gastos.
Después de eso, Ray se había ido a su habitación con la intención de dormir profundamente, sin embargo dio muchas vueltas en la cama. En su cabeza no dejaba de ver a Sarah son ese vestido rojo, y sus vivaces ojos azules le acompañaron mucho tiempo después de que se durmiera.
La mellizas compartieron habitación. Una vez a solas, Annika se sinceró con Grete.
—Confío en el Sr. Fox cien por cien, pero tengo un mal presentimiento.
—Tú y tus presentimientos —contestó Grete con desaire.
—Lo noto aquí —dijo tocándose la tripa—. Sabes que es cierto, me pasa cuando algo va a ir mal. Como aquella vez en Malí. Mi intuición nos salvó la vida.
—Vale, lo reconozco. Tus tripas nos avisaron de que aquella ruta que había elegido el Sr. Fox no era segura, y la bomba estalló delante de nosotros justo cuando paramos los coches. No tienes de qué preocuparte, llevo "mis amiguitas" —dijo señalando una bolsa de la que asomaba la culata de un rifle—. Ya verás, volveremos ricas y, quién sabe...
Annika miró a Grete con los ojos entornados y, soltando una risotada, preguntó:
—¿De qué me estás hablando, hermanita? ¿No será de ese español de pelo largo?
—A pesar de que a ti no te gusten los hombres, no puedes negar que es guapo y muy interesante.
—Grete, por favor, ve despacio. No quiero tener que soportar una vez más tus llantos de niña desengañada.
—Solo digo que parece muy majo, y que me encuentro a gusto con él. Y él parece que también conmigo.
—¡Oh, eres incorregible! —exclamó Annika.
—¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—Tienes loco a ese oriental, quizá te haga cambiar de gustos.
—Uff —resopló Annika, lanzándole una almohada a su hermana.
Peter se había tumbado con desgana en la cama, después de anotar un par de fórmulas en la libreta de la que nunca se separaba. Estaba molesto por pasar delante del grupo como un vulgar técnico, pero Jacob y sobre todo el Sr. Fox habían sido muy precisos: "Tu función será la más importante de todas, aunque debe de mantenerse en secreto hasta el último minuto". Él era un hombre de empresa, y sabía que la confidencialidad era algo sagrado en el sector de la tecnología punta, algo que sin embargo no le hacía sentir mejor. Disfrutaba alardeando de sus logros profesionales, y le iba a costar mucho mantenerse callado. En eso pensaba cuando unas imágenes de integrales logarítmicas y exponenciales le ocuparon por completo. Se durmió mientras realizaba cálculos mentales imposibles para el común de los mortales.
Víctor acompañó a su hija a su habitación, y solo se marchó cuando la dejó metida en la cama y la escuchó respirar profundamente dormida. Iría con él, y de eso se alegraba enormemente, aunque no podía evitar sentirse mal por no contarle todo. Lo había hablado con Dawson, y habían llegado a la conclusión de que sería mejor así. ¿O fue Dawson quién lo propuso? Daba igual, pensó, el caso es que había estado de acuerdo y ahora se sentía culpable.
Nunca había ocultado nada a su hija, era la primera vez, y en ese momento, en la soledad de su habitación, sentado delante del Informe Atticus, sabía que le había ocultado la parte más interesante y enigmática del relato.