6 -
JACOB
Edificio Fox Corporation.
Wall Street, New York.
E.E.U.U.
Las cinco de la tarde en Wall Street era la hora de salida de las oficinas. Las calles eran un bullir de hombres y mujeres pulcramente vestidos, que caminaban con prisa a la busca de un taxi o en dirección a las bocas de metro, deseosos de llegar a sus casas o a esa cita que les hiciera olvidar el duro día de trabajo. El cielo estaba cubierto, y una lluvia ligera había comenzado a caer impacientando a los conductores, que hacían sonar los cláxones con creciente nerviosismo.
La relativa calma que reinaba unos minutos antes en el centro financiero, dejó paso a una actividad frenética. Lo que algunos llaman vida urbana y otros caos.
Nada de eso se sentía en la última planta del Edificio Fox, una torre de cincuenta pisos cerca de Broadway. Y mucho menos en el despacho insonorizado del gerente de la compañía, Jacob Brandom, un hombre de edad avanzada que no dejaba de teclear en su ordenador.
Se había despedido de su secretaria, la última en irse, y ahora se encontraba prácticamente solo. A excepción de los guardias que hacían rondas periódicas por las plantas, y de los empleados de seguridad que controlaban el acceso en el hall de entrada, no quedaba nadie más en el edificio.
Fox Corporation era una de las empresas más importantes de Estados Unidos, que era como decir del mundo entero. Facturaba miles de millones de dólares al año. Su línea de trabajo abarcaba desde el desarrollo de software —principalmente para seguridad—, hasta la fabricación de armas de última generación. Su principal cliente era el gobierno, con el que trabajaban para encargos muy concretos de software militar, y al que le vendían casi todas las armas e ingenios bélicos que desarrollaban. En comparación con la potencia de fuego que el ejército americano ocultaba en búnkeres, el armamento que mostraba era cosa de niños.
Su división de I+D, por tanto, era todo un secreto. El edificio representaba más que nada el departamento administrativo, la fachada, la imagen corporativa, pero el verdadero corazón de la empresa se hallaba muy lejos, cerca del Lago Ontario; en un complejo bajo tierra donde quinientos empleados trabajaban en turnos de tres meses, después de firmar un contrato de confidencialidad tan restrictivo que les obligaba a mantener absoluto silencio, no solo sobre el trabajo que desarrollaban sino también sobre lo que vieran u oyeran; y todo bajo pena de cárcel, ya que se les aplicaría la ley de Seguridad Nacional en caso de filtraciones.
Y el dueño de todo aquel imperio era —en un ochenta y cinco por ciento—, un solo hombre: Dawson Fox.
Jacob Brandom terminó el informe que estaba elaborando y lo envió por correo electrónico bajo un protocolo de seguridad —que solo usaban él y el Sr. Fox— que utilizaba un billón de algoritmos imposibles de descifrar. Después de hacerlo estiró los brazos por encima de la cabeza y suspiró satisfecho. Llevaba cincuenta años en la compañía y continuaba trabajando con la misma motivación y entusiasmo que el primer día. Él no lo consideraba un lugar de trabajo, sino más bien su casa. Había un pequeño cuarto con ducha y cama, contiguo a su despacho, y desde que muriera su mujer —hacía apenas un año—se quedaba allí cada vez más a menudo. Por tanto, en el más estricto sentido de la palabra, aquel edificio se estaba convirtiendo realmente en su hogar.
Se levantó y caminó por su despacho con la intención de estirar las piernas. Era grande pero no lujoso. Nada de colores claros, ni muebles minimalistas, ni adornos de diseño; era clásico y funcional. El único capricho que se había permitido tener era una vitrina de cerezo oscurecido que fue llenando, a lo largo de los años, con los regalos que su hija le hacía. Y frente a ella se detuvo después de mirar unos minutos a través del amplio ventanal desde donde se veía todo Manhattan. La colección empezaba con un regalo que le hizo cuando tenía tres años, y era un trozo de barro en el que estaba impresa la huella de su diminuta mano. Para Jacob la pieza más valiosa. El último regalo era una primera edición de Las aventuras de Oliver Twist, su libro favorito, y se lo había hecho hacía un mes, por su setenta y nueve cumpleaños. Se le llenaron los ojos de lágrimas y buscó en el bolsillo de su pantalón un pañuelo con el que limpiárselas, entonces sonó el teléfono.
Esperó a estar sentado delante de su escritorio para descolgar.
—¿Dígame? —suponía quien era, pero aún así preguntó.
—Soy yo, active la línea segura.
Jacob abrió un menú en la pantalla táctil del ordenador y tecleó una clave. Un suave pitido le indicó que el protocolo de seguridad estaba operativo.
—Ya podemos hablar.
—He recibido su informe, pero ya sabe que prefiero oírlo de su boca. Cuénteme.
—El Sr. Bayona y la Sta. Costa están de camino. Llegará primero ella, y cuatro o cinco horas después él; si no hay retraso en los vuelos.
—Estupendo, continúe.
—Los permisos de excavación están concedidos, los tendré aquí en un par de horas. Su amigo de la embajada ha sido muy diligente.
—Sí, y muy caro.
—No tanto como el nuevo director general de antigüedades egipcio, si me permite decirlo.
—Todo cuesta en esta vida, amigo Jacob, ya lo sabe.
—Sí, señor.
—Y qué me dice del asunto de la valija diplomática.
—Solucionado, el avión no pasará por aduanas.
—Magnífico.
—Ha surgido un problema, está todo en el informe.
—Lo escucho —la voz de Dawson sonó preocupada.
—El ministro de defensa no autoriza ninguna excavación sin la oportuna escolta. Les asignarán un grupo de soldados desde el mismo momento que aterricen.
—Vaya, eso va a ser un problema. ¿Le informó que llevamos seguridad privada?
—Sí, señor, pero han sido inflexibles. La situación en la zona es complicada, grupos yihadistas pasan continuamente la frontera y temen un secuestro a extranjeros o algo peor. Quieren cubrirse las espaldas por si ocurre algo.
—Maldita sea. Y no ha habido manera de... ya me entiende.
—Nuestro contacto en el ministerio dice que eso no es negociable.
—Bueno, tendremos que improvisar.
—¿Quiere que le detalle el resto?
—No es necesario, estoy seguro de que todo estará en orden. Esta noche le espero aquí para la reunión.
—Allí estaré.
Jacob colgó el teléfono y se arrellanó en el sillón dispuesto a esperar sin hacer nada. Por su mente pasaron veloces los últimos meses, y repasó —como en titulares—, todo lo que había sucedido. El esfuerzo de tantos años parecía dar frutos, y deseó con todas sus fuerzas que fuera para bien. Por fin está cerca, Sr. Fox, musitó mirando al infinito, ahora solo espero que encuentre lo que busca, y que no sea su tumba.