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TEATRO
Cinco meses después del incidente de la cueva.
Madrid, España.
La Gran Vía bullía de gente. Anochecía y las luces de los comercios iluminaban la amplia avenida de una manera intermitente. El sol moría tras los edificios regalando sus últimos rayos de luz, y era ese momento en el que se presagiaba la oscuridad, cuando a Ray más le gustaba la ciudad.
Paseaba sin prisa por la Plaza de Callao, en dirección a Princesa. En su mano, doblada, llevaba la revista Vanity Fair versión estadounidense. Nunca hubiera podido vivir en el centro de Madrid. No soportaría estar todo el día rodeado de turistas y paseantes ocasionales. Aturdido por el incesante ruido de los miles de coches que circulaban noche y día, y por el jaleo de los noctámbulos, los borrachos, los jóvenes en época de berrea, las prostitutas, los camellos, los perdidos... Sin embargo, de vez en cuando, le gustaba darse una vuelta por él. Lo hacía como una confirmación. Una manera de decirse: "No me gustas, aunque puedo tenerte cuando quiera". Era un acto de poder que saboreaba a tragos amargos, entre el placer y el odio.
Justo antes de llegar al teatro Lope de Vega se sentó en una terraza y pidió un tónica. Por casualidad quedaba una mesa libre y se felicitó por no tener que tomarlo dentro del bar. Le deprimían los lugares mal iluminados, con exceso de luz y demasiado blanca. A la puerta del teatro empezaba a llegar gente, la mayoría parejas de mediana edad. Rezagados que habían decidido el plan a última hora, y acarrearían con las peores butacas y las más caras. Odiaba eso, llegar a un espectáculo sin el asiento asegurado, bien centrado y cerca del escenario. Iba poco, pero cuando lo hacía necesitaba tener esa tranquilidad. Una de las pocas costumbres que denotaban orden y premeditación en su caótica vida.
Se tocó el muslo como un acto reflejo. Durante varias semanas había llevado un vendaje cubriendo la operación de reconstrucción que necesitó su cuádriceps, y aunque hacía tiempo que se lo quitaron, todavía creía tenerlo. Mientras bebía recorrió la depresión con los dedos. Por encima de la tela apenas se notaba, pero él sabía que estaba allí la marca profunda que le dejaron para siempre aquellas mandíbulas mutantes. "Los ganadores tienen cicatrices, los perdedores funerales". Le vino esa frase a la cabeza. La escuchó en una película, no recordaba en cuál. Dejó de pensar en ello y abrió la revista. Fue directo a la página central, una que tenía marcada con un doblez en la esquina, una que había mirado mil veces. Era la sección de sociedad, donde venía un pequeño reportaje a color de la boda del hijo de un ricachón tejano, un magnate de la industria farmacéutica. Eran solo dos fotos. En una se veía la inmensa mansión de los Morgan, y en la otra al futuro heredero con su prometida. Leyó el pie de foto por enésima vez: "Boda relámpago del soltero de oro. Jeff Morgan, el rico heredero, uno de los solteros más deseados de Norteamérica, se casa por sorpresa con... ". Terminó de un trago la tónica que le quedaba. Miró su reloj y pidió otra. Dejó la revista sobre la mesa, doblada por la noticia, y cruzó las piernas. Estaba convencido de que habían tomado la decisión acertada, Sarah parecía feliz y él, sin duda, lo era. Pero un día recibió la revista en su apartamento. Venía de New York, sin remitente, aunque sabía perfectamente quién se la había mandado. Fue entonces, al leer la noticia, cuando le dio por pensar. Cuando tuvo dudas. No lo había compartido con nadie, ni siquiera con ella.
—¿Llevas mucho esperando?
La voz de Sarah lo sobresaltó. Se hallaba lejos, en uno de esos momentos en los que la mente se separa del cuerpo e inicia viajes sin nuestro permiso. Regresó de golpe.
—Vine pronto. Quería dar una vuelta antes. ¿Qué tal todo? —respondió, moviendo una silla para que se sentara a su lado.
—Los laboratorios están muy bien, y el jefe de proyecto parece un buen tipo. He aceptado. Empiezo el lunes —lo besó nada más terminar de hablar. Estaba exultante.
—Cojonudo. ¿Y el horario?
—Por eso no te preocupes. De viernes a domingo podré estar en Burgos ayudándote con la escuela, y si hay una expedición chula, ya sabes, una cueva que merezca la pena en un país exótico o algo por el estilo, puedo tomarme los días que quiera sin problema.
—¡Joder!, menudo chollo de trabajo, parece que no estés en España.
—En realidad no lo estaré. La empresa es alemana y la mayor parte del capital norteamericano.
—La recomendación de nuestro amigo Dawson ha sido mano de santo.
—La entrevista me la consiguió él, pero no te creas, esta gente no se casa con nadie. A los enchufados los tienen viendo la tele, en casa. Allí les mandan el sobre una vez al mes, pero en la empresa quieren gente competente. Otra cosa que debemos aprender de ellos.
El camarero llegó y Sarah le pidió un zumo de naranja.
—¡Hay que ver cómo somos! —se lamentó Ray—. Tenemos pasta para retirarnos y seguimos complicándonos la vida.
—Es lo bueno. Si trabajamos es porque nos gusta, siempre podemos dejarlo. Por cierto, ¿qué vamos a ver?
—No pienses que lo sé muy bien. Un musical de esos que me gustan a mí, aunque digo que voy a ver por ti.
—Ya —dijo sonriendo. Entonces se percató de la revista que había sobre la mesa. La cogió y enseguida vio la noticia.
—Me llegó hace unos días —confesó Ray mientras Sarah leía concentrada—. Dawson, quién si no.
Terminó de leer los titulares y la dejó de nuevo sobre la mesa.
—Ahora se llama Silas, ¿recuerdas? He hablado con mi padre. Está bien, de trabajo hasta arriba —soltó de pronto. Ray se quedó descolocado—. Quiere catalogar todas las piezas antes de trasladarlas. El museo estará listo en unos meses. No te comprometas con ningún viaje, ¿eh? Quiero estar en la inauguración contigo.
—Lo estarás.
El camarero volvió con el zumo y lo dejó sobre la mesa. Sarah bebió con desparpajo.
—Creo que estará bien allí —continuó, después de limpiarse los labios con una servilleta—. Se acostumbrará a los americanos, son como niños grandes, y a papá siempre le han gustado los niños. ¡¿Quién se lo iba a decir?! Director del futuro Museo Arqueológico más importante del mundo.
—Sí, acojonante —admitió Ray, sin dar crédito. Totalmente confundido ante la actitud de Sarah frente a la noticia de la revista.
—¿Has hablado hoy con Grete?
—No.
—Te dije que la llamaras todos los días. Ya, ya sé que es muy capaz de encargarse de la escuela mientras tú no estás, pero me gusta saber que se encuentra bien.
—Sarah, no te preocupes, está genial. Le encanta el trabajo y ha superado lo de su hermana. Sufrió durante la repatriación del cadáver y todo eso, pero ahora nosotros somos su familia y nunca más estará sola. Además, está ese tipo que contraté, Pablo, un chicarrón del norte sano y buen chico. Se hacen ojitos todo el día. Créeme, pronto se escucharán gemidos de placer por toda la sierra burgalesa.
—Vale —dijo conteniéndose la risa—, pero mañana a primera hora la llamas.
—Ok —respondió resignado—. Si quieres vamos yendo, en quince minutos empieza la función.
Sarah terminó de un trago el resto del zumo y se levantó. Ray la siguió, pero antes dejó dinero sobre la mesa y cogió la revista.
El hall del teatro estaba medio lleno. Sarah se entretuvo un instante viendo las fotos del musical que había pegadas en un gran panel, y en leer el argumento.
—Buena elección —se limitó a decir.
—Sarah.
—¿Qué?
Ray levantó la revista a la altura de sus ojos.
—¿No piensas comentar nada? Me gustaría saber si... —Ray dejó la frase inacabada.
Sarah lo miró unos segundos, luego agarró la revista con dos dedos y la tiró a una papelera con delicadeza.
—Tonto. Lo único que me preocupa es pensar que, en una realidad paralela, pueda estar casada con ese pusilánime de Jeff.