11 - PETER

 

 

 

 

 

Complejo subterráneo de Fox Corporation,

Estado de New York,

Estados Unidos.

 

 

 

Media hora antes de la cena los invitados fueron avisados, a través de la megafonía de sus habitaciones, por la voz pulcra y con perfecta dicción de Jacob Brandom.

El primero en salir fue Peter Li, un estadounidense de origen chino que cerró la puerta de un golpe y atravesó el pasillo a paso ligero hasta la gran sala abovedada. Allí no encontró a nadie, y se dedicó a pasear nervioso de un lado para otro como un animal enjaulado. Era alto para su raza, delgado y con el pelo muy corto. Llevaba unas gafas de concha negras que se ajustaba continuamente con el dedo, y que resaltaban enormemente en su cara redonda y blanquísima. Iba en vaqueros, deportivas de colores chillones y una camiseta roja en la que ponía "El futuro será una mierda", en letras blancas. Era un "cerebrín" multidisciplinar, experto en estudio de partículas subatómicas, ciencias de la computación, nanotecnología... Tan solo llevaba trabajando para Fox Corporation dos años y ya era jefe de la división de software, y responsable del departamento de Inteligencia Artificial (IA). Casi todos los ingenios militares creados en el último año llevaban algo suyo, sus protocolos eran únicos. Li trabajaba la mayor parte del tiempo solo. Era un genio, pero eso no compensaba su carácter extraño, difícil de llevar por sus compañeros; motivo por el cual el Sr. Fox trataba de mantenerlo aislado.

Dawson Fox dudó mucho antes de elegirle. Era la variable que más le preocupaba. Peter era un ratón de biblioteca, inestable e infantil, y jamás le hubiese escogido si realmente no le necesitara.

Jugaba con el interruptor de una lámpara de mesa, encendiendo y apagando con un ritmo frenético, cuando la voz de Jacob sonó por un altavoz oculto en el techo.

—Señor Li, por favor, pase al comedor y espere en la mesa.

—Comedor, ¿qué comedor?

Una puerta de doble hoja se abrió a su derecha con un leve siseo mecánico.

—¿Por ahí? ¿Tengo que ir por ahí?—preguntó con la cabeza dirigida al techo y el dedo extendido.

—Exacto.

Peter caminó hasta la puerta abierta. Se detuvo en el umbral, adelantó el labio inferior y se asomó sin terminar de pasar.

—Está vacía.

—Por favor, Sr. Li, pase y espere sentado—rogó Jacob—. Enseguida llegarán los demás.

—Vale, vale —dijo Peter y entró con cierto recelo. Nada más hacerlo la puerta se cerró detrás de él.

 

Una planta por debajo, dos hombres observaban la pantalla. Uno era Jacob, y el otro Dawson.

—¿Está seguro de que es el hombre adecuado? —preguntó Jacob, sin dejar de observar a Peter cómo jugaba lanzando bolitas de pan con una cuchara a modo de catapulta.

—Él creó los ingenios que llevamos, y solo él es capaz de manejar el Vermis una vez llegado el momento.

—¿Cree que todos aceptarán el trabajo?

—Sin duda.

—El asunto de la Sta. Costa y el Sr. Bayona... puede llegar a ser impredecible.

—En eso está usted equivocado, Jacob. Si algo me han enseñado los años es que los sentimientos son absolutamente predecibles.

—Si usted lo dice.

—Lo único que me preocupa es la maldita escolta que nos acompañará. En algún momento tendremos que deshacernos de ella.

—¿Quiere decir...?

—En absoluto. Pero algo habrá que hacer —Dawson perdió la mirada unos instantes. Reflexionaba—. En fin, ya veremos llegado el caso.

Ambos hombres estaban sentados delante de la pantalla y su luz iluminaba sus rostros. Jacob se giró lentamente y observó el perfil de Dawson.  

—Yo hubiera deseado acompañarle, pero... —no pudo seguir hablando, un nudo en la garganta se lo impedía. Sus ojos brillaban acuosos.

—Vamos, fiel amigo, ya lo hemos hablado.

—Ahora soy demasiado viejo. ¡Maldita sea! —Jacob golpeó la mesa con el puño, y el teclado saltó.

Dawson lo miró sin saber qué decir, con la emoción oprimiéndole el pecho. Entonces observó movimiento en la pantalla. Ray entraba en la gran sala y se sentaba en un sillón, casi al tiempo aparecía el profesor Costa.

—Mire, veamos qué pasa —exclamó Dawson señalando con el dedo la escena, agradecido porque la voz de los dos hombres rompiera el emotivo momento.

 

Ray Bayona se levantó de un salto cuando vio al profesor entrar por la puerta.

—Pero, ¿qué cojones haces tú aquí?

Lo abrazó con fuerza, le palmeó la espalda, y sin dejarle hablar se contestó él mismo.

—No me digas que estás metido en todo esto. O sea, que va de alguna excavación. Estaba seguro.

Se separó un poco del profesor, aunque continuó con ambas manos en sus hombros.

—Algo de eso hay.

—No pareces sorprendido de verme.

De nuevo no esperó una respuesta.

—Ya. Tú sabías que vendría.

—Así es.

—Bueno, bueno, cojonudo. Me alegra tanto volver a verte. ¿Cuánto ha pasado, un año?

—Algo más.

—Estás estupendo.

—Tú también.

—No me mientas, estoy hecho unos zorros. Pero vamos, ponme al corriente, ese viejo estirado de Jacob no me ha contado una mierda.

Agarrándole del brazo, Ray llevó al profesor hasta un amplio sillón de tres cuerpos y ambos se sentaron.

—Después de la cena habrá una presentación, entonces lo sabrás todo.

—Menudo puto misterio, y tú estás en el ajo, pillín —Víctor negó con la mano—. Lo que es evidente es que aquí hay mucho dinero de por medio. Mira esto, es como el puto mundo submarino del Capitán Nemo, pero bajo tierra.

—Sí, eso parece.

Ray detectó cierta incomodidad en el profesor. Le conocía muy bien y sabía que algo le pasaba. Tuvo un pálpito.

—¿Todo bien?

—Sí.

—¿Y... Sarah? ¿Ella está bien?

—Perfectamente —el profesor soltó un suspiro.

—¿Seguro?

—Dentro de poco lo comprobarás.

Estaba arrellanado en el sillón, pero de pronto se tensó. Creía haber entendido.

—¿Quieres decir...?

—Ella está aquí.

—¿Sarah está aquí?

—¿Qué pasa conmigo?

La pregunta cogió a los dos hombres por sorpresa y se giraron al tiempo hacia la voz. Con la boca abierta vieron entrar por la puerta a Sarah. Llevaba un impresionante vestido rojo de seda con incrustaciones de piedras semipreciosas, zapatos de tacón alto a juego y un sencillo recogido que le quedaba muy bien a su cabello rubio. Iba sutilmente maquillada, tan solo una leve sombra oscura en sus párpados que resaltaba sus inteligentes ojos azules. El vestido, con escote "palabra de honor", dejaba al descubierto sus hombros, el nacimiento de sus pechos y parte de la espalda, y gracias a una buena estructura ósea, una delicada musculatura y una piel tostada envidiable, le sentaba de maravilla.

Sin prisa recorrió la distancia que le separaba de ellos. Pisaba haciendo resonar los tacones, luciendo sus pantorrillas torneadas. Se tomó su tiempo para bordear el amplio sofá y llegar hasta una butaca LC2 negra, diseño de Le Corbusier, que estaba a su derecha. Ray y Víctor la siguieron con la miraba, con el pasmo dibujado en el rostro. Sin prestarles atención, Sarah se alisó el vestido por detrás y se sentó. Durante unos segundos se revolvió en el asiento buscando una posición cómoda y elegante, finalmente desistió y cruzó los brazos.

—Un genio como arquitecto, pero diseñando sillones un desastre —dijo sin mirar a ninguno de los dos.

Ray tardó en reaccionar. Cuando lo hizo solo pudo ser sincero, decir lo que le pasaba por la cabeza.

—Vaya, Sarah, estás impresionante.

—Gracias, tú estás... igual —apenas lo miró, y dirigiéndose a su padre continuó—. ¿Le has dicho que está aquí gracias a ti?

—Acabamos de vernos, apenas hemos tenido tiempo de...

Sarah no le dejó terminar. Volviéndose hacia Ray, con el gesto endurecido, le espetó:

—Dejemos las cosas claras desde el principio. Si vamos a trabajar juntos, lo haremos, somos profesionales, pero no esperes nada más. Ya no soy la pobre ingenua a la que se le podía tomar el pelo, soy una mujer adulta, profesional de prestigio y prometida a un buen hombre con el que seré muy feliz. Si tenemos que hablarnos, lo haremos, pero solo lo imprescindible y por asuntos profesionales. ¿Queda claro?

—Y muy rica —contestó Ray.

—¿Cómo dices?

—Digo que, con el hombre que te has prometido, serás muy feliz y muy rica.

—De todo lo que te he dicho, ¿solamente te has quedado con eso?

Ray no contestó, se encogió de hombros y sonrió. Empezaba a sentir que tomaba el control, y eso le relajó. Pensaba que en las discusiones el que lograba conservar las distancias y mantener a raya las emociones, tenía las de ganar. Ella era más pasional, y lo sabía. Durante los años que pasaron juntos tuvieron algunas disputas, y Ray terminó por conocer el punto débil de Sarah: su incapacidad de controlarse, su innata facilidad para involucrarse hasta el fondo en aquello que la importaba sin apenas darse ni cuenta. Ir de farol no era su fuerte, ella siempre mostraba todas las cartas y eso, precisamente a alguien como él, le parecía de un valor y una sinceridad admirable, y aunque trataba de no aprovecharse, no podía evitar hacerlo. Por eso decidió jugar.

—No sabía que nos veríamos, pero tú parece que sí.

—Me enteré cuando ya estaba aquí y... —de pronto se calló y entornó los ojos—. Oye, ¿qué insinúas?

—Nada, nada. Aunque ese vestido... Me parece excesivo para una reunión de trabajo.

¡Ja! ¿Te crees que me lo he puesto por ti?

—Yo no he dicho eso, solo que...

Sarah le cortó, estaba encendida.

—¿Has visto este sitio...? —dijo abriendo los brazos con delicadeza, como el mago que muestra un prodigio—. Me apetecía ponerme algo bonito, solo eso. Es algo que ahora hago a menudo.

Ray había jugado con fuego y notaba que estaba a punto de quemarse. Quiso ponerle remedio:

—Espera, Sarah, yo solo...

Pero ella no le dejó continuar, estaba dispuesta a soltar todo lo que llevaba dentro sin reparar en las consecuencias.

—Quiero que entiendas algo. Lo nuestro terminó. Ahora estoy enamorada de otra persona, con la que me casaré cuando termine esto. Ya no significas nada para mí. Tú te encargaste de ello, y borraste lo bueno que tuvimos de un plumazo. He prosperado, sí. Ahora soy una profesional de prestigio, con un futuro prometedor, y pronto una familia, ¿entiendes? Y todo lo he ganado yo, trabajando y tomando decisiones, y no esperando junto a un tapete verde a que las cartas resuelvan los problemas, como haría un cobarde.

El profesor Costa asistía al encuentro como un espectador en un partido de tenis. Solo movía la cabeza de un lado a otro según quien hablara. La última frase de Sarah le pareció un golpe bajo. Y eso a él, a Ray supuso que le habría sentado como un torpedo en la línea de flotación. Tocado y hundido.

Incluso ella se percató de que se había pasado, pero estaba disparada.

El silencio se impuso. Las tres personas callaban, y el único que mantenía la cabeza alta era el profesor. Sabía que su hija tenía carácter, mucho carácter, pero le pareció que estaba siendo muy dura con Ray. Era verdad que lo que hizo fue imperdonable, pero también era cierto que jamás dejó de quererla. Iba a intervenir cuando Sarah continuó, no era de las que se dejara nada dentro y aún tenía algo que decir.

—Supongo que pedirías un anticipo para venir aquí, y supongo que ya te lo habrás gastado todo jugando en el casino o en algún antro de mala muerte, como hiciste con los ahorros para nuestra casa. 

Ray se levantó.

Buscaba una copa. Revisó con la mirada la amplia estancia, nervioso, dolido. No vio botellas ni nada que se pareciera a un bar. Se alisó el pelo, de pie, de espaldas al profesor y a Sarah, no quería que le notaran los ojos acuosos. Respiró hondo, suspiró, se limpió las lágrimas que comenzaban a formarse y se giró dispuesto a claudicar. Había jugado con fuego y se había quemado. Apoyado en un aparador bajo, con puertas de cristal y de exquisita factura, Ray miró a Sarah.

—De acuerdo, tú ganas.

—¿Y ya está? ¿Con decir eso crees que lo solucionas todo?

—La cagué. ¿Qué más quieres que te diga? Te perdí. Perdí lo que más quería. Ese es mi castigo.

Sarah, con la mirada puesta en el hombre que como un niño indefenso y asustado contenía las lágrimas, prosiguió.

—Eres un maldito gilipollas, ¿lo sabes?

—Lo sé.

—Y te mereces todo lo que te pase.

—Lo merezco.

—Bien, pues entonces estamos de acuerdo.

—Estamos de acuerdo.

El silencio que se creó permitió que los pasos resonaran en la sala, nítidos y perfectos. Eran varias personas. El primero que se giró para mirar quién llegaba fue el profesor. Vio a Jacob acompañado por Grete y Annika.  Ni siquiera se detuvieron, atravesaron el salón a buen paso y, antes de abrir la puerta que daba paso al comedor, dijo:

—Si son tan amables de seguirme, la cena está preparada.

 

La habitación era ovalada, de unos diez por cinco metros, y de techo plano y blanco. Las paredes estaban forradas hasta media altura de madera oscura, y el resto estaba pintado de naranja claro. En el centro había una mesa también ovalada e impecablemente puesta. La iluminación provenía de unos pequeños apliques en la pared que proporcionaban un ambiente cálido y acogedor. En el centro del techo se abría un diminuto agujero del que salía una luz perfectamente controlada que silueteaba la mesa iluminándola toda por igual. Sentado en un extremo se encontraba Peter, que dejó de jugar con el pan y se levantó de un salto al verles entrar.

—¡Hombre, por fin! Pensaba que iba a cenar solo. Soy Peter Li —dijo dirigiéndose al grupo con la mano extendida.

Jacob se interpuso en su camino y, con elegancia, lo detuvo.

—Ya habrá tiempo para las presentaciones, Sr. Li. Le ruego que vuelva a su sitio. Y ustedes —añadió girándose hacia los demás—, por favor, tomen asiento.

No dispuso el orden ni la situación, y cada cual eligió el que quiso. La mesa era grande, suficiente para doce comensales, pero solo había ocho sillas, por lo tanto estaban bastante separados unos de otros. Peter volvió a sentarse en el extremo, en un lateral lo hicieron Annika, Grete y Ray, y en el otro lateral el profesor Costa y Sarah. Quedó libre el otro extremo y el lugar inmediato junto al profesor. Jacob permaneció de pie, entre ambas sillas vacías.

—Yo no les hubiera colocado mejor. A veces no hay nada como dejar que las cosas sigan su curso natural —dijo, provocando un leve murmullo.

—Imagino que veremos por fin al Sr. Fox —intervino Sarah.

—Por supuesto, está a punto de llegar.

—¡Qué nervios! —exclamó Peter—. Me encanta todo esto. Las sorpresas, los misterios... ¡Uuuuuu! —dijo simulando un ulular fantasmal—. Y si además hay comida y chicas guapas mucho mejor —concluyó mirando descaradamente a la seria Annika, que no se dio por enterada.

Jacob hizo un gesto de fastidio con los labios, y continuó.

—Les hemos preparado una cena fría. Ruego nos disculpen, pero en estas instalaciones los alimentos frescos escasean y casi todo es congelado o proviene de conservas. A pesar de todo hemos tratado de elegir lo mejor posible, y esperamos que sea de su agrado. Para acompañar la comida disponen de varios tipos de bebidas, entre las que se encuentra un vino especialmente elegido para nuestros invitados españoles.

Ray parecía ausente, con los brazos sobre el mantel de raso blanco. Al oír a Jacob levantó la cabeza y buscó con la mirada por la mesa. Entre los platos de ensaladas de frutas en almíbar, marisco y caviar sobre hielo picado, encontró una botella de Vega Sicilia. Estaba abierta. La cogió con desparpajo, colocó la nariz a escasos milímetros de la boca y aspiró profundamente.

—Todo un detalle por parte de su jefe —dijo, se sirvió una copa bien colmada, y después de hacer el gesto de "va por ustedes", bebió hasta casi apurarla—. Riquísimo.

—¡Increíble! —exclamó Sarah desde el otro lado de la mesa. Lo dijo entre dientes, pero se escuchó perfectamente.

—Oh, perdón, perdón a todos. He sido un desconsiderado y un bruto por servirme el primero. Me faltan los modales refinados de la gente bien, lo siento —Ray hablaba para un solo interlocutor, y forzaba una actitud insolente y maleducada—. ¿Quién quiere? —preguntó levantando la botella de malos modos haciendo saltar vino por el gollete.

El profesor chasqueó la boca reprochándole su comportamiento aniñado y estúpido, y Ray captó la indirecta. Sarah ni siquiera lo miraba, lo mismo que Grete y Annika. El único que parecía divertirse con sus salidas de tono era Peter. Jacob simplemente observaba con el rostro serio. Poco a poco, Ray, fue bajando la botella.

—Bien, parece que nadie quiere de este excelente vino —terminó diciendo, relajando el tono, claramente avergonzado.

—Sírvame a mí una copa, por favor, Sr. Bayona.

La voz provenía de un hombre que entraba por una puerta situada a la espalda de Peter, distinta a la que ellos habían usado. Caminó hasta su asiento mientras todos lo miraban. Sus andares y sus gestos eran elegantes y seguros. A su paso fue dejando un delicado aroma a eneldos que invadió el comedor.

—Ruego que me disculpen, pero asuntos urgentes me han entretenido. Soy Fox, Dawson Fox. Por favor, Sr. Brandom —dijo indicando a Jacob que tomara asiento. Luego lo hizo él. Cogió una copa y se la acercó a Ray, que estaba sentado a su izquierda. Este dudó unos segundos y luego se la llenó hasta la mitad. Dawson la agitó, introdujo la nariz con los ojos cerrados, y a continuación dio un corto trago.

—Tiene usted razón, este vino español es excelente. Ribera del Duero, ¿verdad?

Ray asintió con la cabeza y dejó la botella sobre la mesa. Entrelazó las manos y lo miró fijamente. No era un hombre al que las apariencias le intimidaran, se comportaba muy natural con todo el mundo, ricos y pobres le daban igual, por eso enseguida empatizaba con las personas. Observó la mirada intensa y profunda de Dawson sin inmutarse, y dijo:

—Un vino muy exclusivo. Creo que solo se vende a una lista de cinco mil clientes en todo el mundo.

—Así es —intervino Jacob—. Y el Sr. Fox es uno de ellos.

—Lo imaginaba —concluyó Ray.

Dawson dejó la copa junto a su plato y se limpió los labios con una servilleta. Miró uno a uno a todos los allí presentes, y comenzó a hablar.

—Antes de nada me gustaría agradecerles que estén aquí. Espero que me disculpen por la precipitación con la que les he hecho venir, pero era absolutamente necesario. También quería disculparme por la falta de información y el trámite que han tenido que pasar al firmar el contrato de confidencialidad. Seguro que al terminar la noche estarán de acuerdo conmigo en que era imprescindible actuar de esa manera. Como ya les habrá informado el Sr. Brandom, gerente de la corporación y mi mano derecha, un vez concluida la reunión de esta noche nadie estará obligado a continuar con nosotros, y podrá irse cuando quiera. Todos y cada uno de ustedes han sido elegidos para llevar a cabo una tarea fundamental en esta... búsqueda —Dawson escogió cuidadosamente la palabra—, y provocaría un serio trastorno su abandono. Aunque espero y deseo que eso no ocurra.

—No esté tan seguro —intervino Sarah desde el fondo de la mesa, sentada junto a su padre y Peter.

—Sta. Costa, veo que el vestido ha sido de su agrado. Está usted espléndida.

Miró de reojo a Ray. Le pareció que sonreía y eso no le gustó.

—Gracias. Llámeme Sarah —respondió cortante—Sr. Fox...

—Dawson, por favor.

—Bien, Dawson, ¿quiere decirnos de una vez qué demonios hacemos aquí? —Sarah siguió usando un tono brusco.

—Todo a su tiempo.

Con exquisitos modales pinchó un trozo de langosta cocida, la mojó en una salsa (hecha con zumo de limón, pimienta negra, aceite, mostaza, perejil y miel) y se la llevó a la boca. No continuó hablando hasta que tragó el bocado.

—Primero me gustaría que ustedes se conociesen. Yo me encargaré de las presentaciones, y espero que no le importe que comience por usted.

—Adelante —dijo Sarah.

—Bien. La Sta. Sarah Costa es doctora en medicina y farmacología, y tiene un máster en enfermedades infecciosas y otro en botánica. Además, es una gran aficionada a la arqueología y una extraordinaria deportista. Y todo eso siendo tan joven —Sarah le dedicó una sonrisa forzada que Dawson agradeció con un gesto de la cabeza. Luego prosiguió—. Sentado a su lado se encuentra su padre, el profesor Víctor Costa, un experto en historia antigua y reconocido arqueólogo. A él se deben algunos de los más importantes hallazgos de los últimos años, y entre ellos la razón de que estemos todos aquí esta noche.

—Bueno, bueno, solo en parte —dijo el profesor con modestia—. Sin sus documentos...

—Más tarde habrá tiempo para los detalles —le atajó Dawson. Y prosiguió señalando a las dos mujeres sentadas a la izquierda de Ray—. Ellas son Grete y Annika—. Peter no paraba de comer, picaba aquí y allá mezclando la comida en la boca sin terminar de tragar. En ese momento se detuvo y prestó atención—. Son hermanas mellizas, alemanas. Grete es experta en armas de fuego y una extraordinaria tiradora —la menuda mujer simuló con la mano una pistola que disparaba, y ese simple gesto relajó un poco la tensión de los comensales. Dawson lo agradeció desplegando una sonrisa blanquísima—. Annika es cuarto dan en kárate, experta en combate cuerpo a cuerpo y lucha con cuchillo.

—¡Joder! —exclamó Peter, que se la comía con los ojos. Nadie le prestó atención y Dawson continuó.

—Ellas se encargarán de nuestra seguridad.

—¿Seguridad? ¿Pero dónde vamos? —exclamó Sarah mirando a su padre, que no contestó.

—Todo a su tiempo, Sarah —dijo Dawson, y prosiguió dispuesto a terminar con las presentaciones—. Sentado junto a mí está el Sr. Bayona.

—Llámeme Ray, hay confianza.

—Ray es uno de los mejores espeleólogos del mundo. Su profesionalidad y criterio están fuera de toda duda —Sarah se entretuvo doblando la servilleta sobre su vestido—.Y finalmente tenemos al Sr. Li.

Peter dejó de comer y se hinchó como un pavo.

—Él será nuestro técnico en informática y comunicaciones, y se encargará de que todos los aparatos que llevemos funcionen correctamente.

—Pero... —comenzaba a decir Peter cuando Jacob le cortó de golpe, al tiempo que le clavaba una intensa mirada.

—Sr. Li, por favor, deje acabar al Sr. Fox.

—Vale —musitó moviendo la cabeza en señal de comprensión.

—Gracias, Sr. Brandom —dijo Dawson—. Y bueno, una vez hechas estas breves presentaciones, comamos y bebamos un poco. Más tarde tendremos la reunión propiamente dicha. Allí, el Sr. Costa y yo, les explicaremos el resto de los detalles.

Nada más terminar de hablar chasqueó los dedos y, de inmediato, comenzó a sonar la Suite nº 3 de Bach. Lo hizo en un volumen moderado para no interferir en las conversaciones, a pesar de que el silencio se había impuesto entre los comensales. Sarah apenas comía nada, contrastando con los demás que no dejaban de picar de todos los platos. Una duda le rondaba la cabeza. Tenía buena memoria y recordaba a la perfección la conversación que tuvo con Jacob. Algo no le cuadraba y decidió aclararlo.

—Jacob, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto, otra cosa es que pueda contestársela —respondió repitiendo lo mismo que ya le había contestado en la anterior ocasión. Sarah se dio cuenta y sonrió.

—Antes me dijo que llevaba trabajando para Dawson toda su vida, ¿no es así?

Jacob se detuvo con una cucharadita de caviar de beluga a medio camino de su boca. Solo fue capaz de asentir expectante.

—Le imaginaba mucho más viejo —prosiguió Sarah, dirigiéndose a Dawson—. Usted es muy joven para haber llegado tan alto.

—La empresa la fundó mi abuelo, y yo la heredé de mi padre. El Sr. Brandom está con nosotros desde el principio.

—Ya veo. ¿De dónde es usted? No parece norteamericano.

—Mi madre era libanesa.

—¿Era?

—Perdí a mis padres en un accidente de helicóptero.

—Vaya, lo siento.

—Fue hace algunos años. Desde entonces, asesorado por el Sr. Brandom, dirijo yo la compañía.

—Ya. ¿Y qué hacen aquí exactamente? En el aeropuerto busqué en internet con mi smartphone y no pude averiguar mucho, ni siquiera encontré una foto suya.

Dawson miró a Annika, gesto que no pasó desapercibido para Sarah.

—No se enfade con ella, lo hice mientras estaba en el baño.

—Aquí nos dedicamos a la alta tecnología. Como podrá entender no son cosas de las que se pueda hacer mucha publicidad.

—Suena todo demasiado secreto. Seguro que el gobierno está de por medio; y si es así, probablemente se trate de sistemas de control y armas. Bonita manera de ganarse la vida.

—Sarah, el mundo es un lugar muy peligroso donde no todos llevan buenas intenciones.

—Ya, claro, y nosotros somos siempre los buenos —sentenció Sarah, con un tono que delataba ironía y enfado a partes iguales.

—Usted lo ha dicho.

El profesor Costa observaba la conversación sin atreverse a intervenir, al igual que Ray. El resto continuaba comiendo. Incluido Jacob, que tan solo se permitía lanzar miradas, de vez en cuando, a Dawson. Sarah apenas comía y, dispuesta a no dejarse nada en el tintero, prosiguió con su interrogatorio particular.

—¿Dónde se crió? Sus modales... No sé, parecen demasiado amanerados.

—Oh, lo siento. Tal vez le incomode que...

—¿Ve? A eso me refiero. Ya nadie habla así.

—Soy hijo único, y tuve una educación muy estricta bajo la tutela de institutrices y maestros particulares. En la infancia apenas me relacioné con otros niños, y durante la adolescencia mi padre me preparó para dirigir su imperio. Me educaron en un mundo de adultos para ser quien soy, y supongo que me perdí muchas cosas por el camino.

—Vaya, pues lo siento —dijo Sarah, claramente impresionada por su sinceridad.

Ray se quedó sorprendido y decidió intervenir.

—Vamos, Sarah, el Sr. Fox es uno de los tipos más ricos del mundo, ¿y tú le compadeces?

—El dinero no lo es todo, Sr. Bayona —contestó Dawson.

—Eso es algo que suelen decir aquellos que están forrados.

—Sirve para llevar una buena vida y conseguir muchas cosas que de otra manera sería imposible tener, eso no se lo puedo negar,  pero con él no se logra la felicidad, se lo aseguro.

Ray miró a Dawson, dispuesto a disertar sobre lo que él consideraba felicidad y lo sobrevalorada que estaba dicha palabra, cuando se encontró con sus ojos. Le parecieron muy tristes y lejanos. Por un instante tuvo la sensación de que aquella mirada no pertenecía a ese rostro joven y bien formado de gesto amable, sino que era de alguien mucho más mayor. Sintió que estaba observando a dos personas a la vez, por eso calló, porque ambas le parecieron que ocultaban un conflicto, algo de lo que él sabía bastante. Pero no duró mucho. En una fracción de segundo el rostro de Dawson cambió —de una manera imperceptible para todos menos para un jugador de póker como Ray—, y una sonrisa encantadora se dibujó en su boca de labios carnosos y, señalando un par de bandejas de plata donde había alimentos sin tocar, dijo en un tono desenfadado:

—Coman esto, está buenísimo. Es una omelette de hongos y trufa blanca. Y no dejen de probar el queso de leche de alce, llegó esta mañana directamente de Suecia en exclusiva para ustedes.

Bach continuaba sonando, y durante unos minutos nadie habló. Hasta que Peter lo hizo.

—Uff, no puedo dar un bocado más. Estoy que reviento. Así que experta en artes marciales... —añadió dirigiéndose a Annika—. Pareces muy fuerte. ¿Puedo tocarte el brazo? Me encantan las mujeres musculadas.

La alemana siguió comiendo un trozo de atún de aleta azul como si con ella no fuera la cosa, entonces Peter alargó la mano y apretó su bíceps izquierdo. Annika soltó el tenedor y, con un movimiento rapidísimo, sujetó la muñeca de Peter y se la dobló hacia arriba presionando con el pulgar sobre la palma de su mano.

—¡Ay! ¡Vale, vale, perdona! —gritó Peter, cayéndose casi de la silla.

Sarah, que había sido testigo de todo, rió abiertamente, y su risa contagió a las dos hermanas. Ray también lo había visto, y se sumó soltando una sonora carcajada. El resto miró confundido.

—¿Me he perdido algo? —preguntó Dawson.

—El Sr. Li parece que quería probar algo que no estaba en el menú —contestó Sarah señalando con la punta del cuchillo a Annika. Entonces todos comprendieron, y se rieron mientras veían a Peter masajearse la muñeca dolorida.

—La risa es el mejor bálsamo para las heridas —dijo Dawson.

—Mi padre siempre decía que la primera sonrisa del día te la tiene que dar el espejo —añadió Ray.

—Su padre era un hombre sabio.

—El caso es que yo siempre me levanto de buen humor, pero termino acostándome de mala hostia.

Los dos hombres hablaban bajito y, a excepción de Jacob que no perdía detalle, nadie les prestaba atención, ocupados como estaban en comentar aspectos de la comida de una forma distendida que, poco a poco, se alejaba del mero formalismo. Incluso Grete y Annika, que no habían abierto la boca, parecían relajadas charlando con Sarah y su padre. El único que había desconectado, con la cabeza llena de quién sabía qué, era Peter, que miraba al vacío. 

—¿Tiene sueños, Sr. Bayona? —le preguntó de pronto Dawson.

—¿Sueños?

—Quiero decir, ¿tiene algún propósito en su vida? ¿Algo que persiga por encima del resto de las cosas?

Ray meditó un instante.

—Sí, pero no se lo voy a contar. Aún no nos conocemos lo suficiente.

—Lo entiendo. No lo pretendía. Lo que quería decirle es que con un objetivo el camino es menos largo, y los sinsabores de la vida se llevan mejor.

—Ya, el caso es que usted no tiene ni idea de cuál es mi objetivo, ni lo duro que es el camino que lleva a él.

—No existe nada imposible, solo cosas extremadamente difíciles de conseguir —continuó diciendo Dawson.

—Vale, tomo nota —dijo Ray algo displicente, mientras apuraba la enésima copa de vino.

No quería seguir hablando. Dawson lo notó y decidió respetarle. Un rápido vistazo le confirmó que todos parecían satisfechos con la cena, y determinó darla por concluida. Depositó los cubiertos dentro del plato —colocados en paralelo—, dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó.

—Espero que la cena haya sido de su agrado. Pueden pasar por sus habitaciones si lo desean. Si lo hacen les pido que sean rápidos, en quince minutos me gustaría que estuvieran en el salón principal. Por favor, Sr. Brandom, cuando estén todos, acompáñeles a la Sala de Armas. Allí nos veremos.

—Por supuesto, Sr. Fox.

El primero que se levantó como un resorte fue Peter, que no esperó a nadie y salió por la puerta. Le siguieron los demás. Sarah se quedó la última, con Dawson y Jacob.

—Me gustaría hacer una llamada —dijo cuando comprobó que estaba sola—. He probado y aquí abajo no hay cobertura.

—Disponemos de una línea privada para emergencias. Si lo cree necesario puede darle al Sr. Brandom el número al que marcar y el mensaje, él se encargará.

—Quiero hablar con mi prometido, no creo que esa sea la mejor forma de hacerlo.

—Lo siento, es el protocolo.

—¡Pues vaya mierda! —espetó, y se marchó dejándoles con la palabra en la boca.

Los dos hombres la siguieron con la mirada y esperaron a que saliera por la puerta para hablar. Empezó Jacob.

—Quizá sea un problema.

—No me preocupan las personas con carácter, sino las que carecen de él. Es apasionada y visceral, una fiera herida. Y aunque no lo quiera reconocer, también perdida. No quitaba ojo al Sr. Bayona, ¿se ha fijado? Su mente no puede pensar con claridad, está enturbiada por ese hombre. Puede que sea algo molesta en alguna ocasión, pero no creo que sea un problema.

—¿Y qué piensa de los demás?

—Las hermanas son soldados, ellas harán lo que se les diga sin cuestionar nada. El profesor tampoco lo hará, está entusiasmado por el hallazgo y no ve más allá de él. En cuanto al Sr. Bayona... Bueno, si tenía alguna duda que no lo creo, al ver aquí a Sarah la seguirá ciegamente. Además, está expedición ha sido la mejor oferta que ha tenido en los últimos años. Con el que tendremos que tener cuidado es con Peter. Está cegado por su ego, y eso siempre es peligroso. Por otra parte es como un niño, fácil de engañar. Pero si habla demasiado, los demás podrían atar cabos.

—¿Da por hecho que todos irán?

—Sin duda.

—Llegado el momento, ¿qué piensa hacer con ellos? —preguntó Jacob, sinceramente preocupado.

—La verdad es que aún no he pensado en ello.

Dawson perdió la mirada, como si se encontrara muy lejos. La voz de Jacob le sacó del trance.

—Como usted indicó, todo el equipo está cargado en el helicóptero salvo el Vermis.

—Estupendo. Y ahora, querido Jacob, sigamos con esta farsa. 

Expedición Atticus
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