28 - LA
SHAHADA
Desierto oriental, zona montañosa.
Egipto.
Corrieron sin saber desde dónde les habían disparado.
Mediacara estaba junto a Barak cuando le volaron la cabeza. La bala entró por encima del ojo izquierdo y salió por la nuca, abriendo un agujero del tamaño de un huevo por el que brotó la mitad del cerebro convertido en un caldo denso y rojizo. Lo vio muy cerca. Tan cerca que buena parte de su masa encefálica le salpicó cubriéndole la media cara buena.
En el momento en que se detuvieron para tomar aliento —después de recorrer más de un kilómetro a toda velocidad, bajando y subiendo colinas como un par de posesos—, llegaron a la conclusión de que se trataba del ejército. Los militares que les andaban buscando, los que había enviado el gobierno para darles caza... tenían que ser ellos. En ningún momento pensaron en el grupo de americanos. Ni se les pasó por la cabeza. Era imposible que supieran que ellos estaban allí, escondidos a más de quinientos metros.
Descansaron tras una loma, a la sombra de una formación rocosa que se retorcía saliendo del suelo, creando una caprichosa forma de helado de cucurucho. Una vez recobraron el aliento, fue Mediacara el que habló primero. Lo hizo mientras se limpiaba los restos orgánicos secos que colgaban de su rostro.
—Nos han jodido bien. ¿Y ahora qué hacemos?
—Déjame pensar.
Arkan caminaba en círculos, sin salirse de la sombra que proyectaba la roca. Intentaba que su segundo no apreciara el gran conflicto interior que estaba sufriendo. No podía creerse lo que les estaba pasando con aquella misión. Ya había perdido a tres hombres, y ellos solo era cuestión de tiempo que cayeran abatidos. Aguzó el oído y miró al cielo, esperando ver aparecer helicópteros del ejército de un momento a otro. Tenían que ser ellos, no existía otra posibilidad. Pero, ¿cómo les habían encontrado tan pronto? Y no solo eso, parecía que les estaban esperando. Tuvo un pálpito e hizo un par de llamadas a través de su teléfono vía satélite, saltándose el protocolo de seguridad. Una fue a su contacto de El Cairo, y la otra al de New York. Una vez terminó, llegó a una certeza perturbadora: a Barak le habían matado los americanos, probablemente esa diminuta mujer rubia.
—¿Cómo lo sabes? —espetó incrédulo, Mediacara
—Nadie busca a los americanos por las montañas. Los militares y la policía vigilan los aeropuertos, carreteras y puertos. Solo eso. Y lo hacen de una manera discreta, sin llamar demasiado la atención. Las noticias no hablan tampoco de ellos. Ni siquiera del asunto de los muertos en el edificio minero. No me digas por qué, pero parece que el gobierno quiere escurrir el bulto con el asunto de ese magnate y su grupo.
—¿Y qué dicen de su desaparición en EE.UU. ?
—Ni una palabra.
—¡Qué raro!
—Sí. Sospecho que esa expedición, definitivamente, no era tal.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro. Aunque eso ya no importa, lo que está claro es que esos tipos están solos en mitad de las montañas nubias.
—Sí, pero parece que se las arreglan bastante bien —manifestó Medicara, sin rastro de ironía en su voz—. ¿Qué haremos ahora, Arkan?
—Descansemos y comamos algo. Tengo que pensar.
Mediacara se quedó dormido después de comerse un buen trozo de carne seca de cordero, varias tortitas de maíz y leche con miel. Arkan solo bebió agua, y fue incapaz de dormir. Ni siquiera se tumbó. Se mantuvo sentado, con la espalda apoyada en la gran roca, manteniendo una lucha interior feroz y desigual. Por un lado estaban sus creencias, la fuerza que le había impulsado durante toda su vida, su lucha por lograr un Islam fuerte y unido, su Dios; y por el otro, unos hechos que se empeñaban en demostrarle, una y otra vez, que debía abandonar, que el propósito que le había llevado hasta allí estaba maldito. Llegó a la terrible conclusión de que tal vez, solo tal vez, estaba equivocado. Que Alá, de alguna manera, le estaba queriendo decir que su lucha no gozaba de su apoyo ni su beneplácito. Le torturó la idea de que hubiera matado por una causa bastarda, y de que toda su vida hubiese caminado en la dirección equivocada. Le comenzó a doler el pecho. Notó una presión en las sienes y la respiración se volvió dificultosa. Le costaba llevar oxígeno a sus pulmones. Se agarró el pecho con una mano temblorosa y se derrumbó de lado sobre la ardiente arena. Sus labios agrietados se movieron. Susurró una letanía, ahogándose a cada sílaba que decía, a cada palabra que completaba.
—"Una frase resuena en el universo. Antes del amanecer y antes de que el sol se ponga todas las aves de la Tierra la declaman. La música que nos parece escuchar en una noche clara procedente de las estrellas está compuesta con las notas de esta declamación. El ir y venir de las olas a lo largo de las costas la escribe y borra en la arena, eternamente. Los rumores nocturnos que escapan de los bosques y las selvas, el agua de la cascada que cae desde lo alto y se rompe contra el suelo, el aullido del solitario lobo y el llanto, el profundo llanto del recién nacido, proclaman lo mismo:
No existe más Dios que Alá, y no existe más profeta que Mahoma".
Una y otra vez repitió el fragmento que concluía con la shahada, la frase que constituía el Primero de los Cinco Pilares del Islam. La declamación que según los sufíes está grabada en cada una de las células del ser humano.
—"No existe más Dios que Alá, y no existe más profeta que Mahoma".
Con la cara apoyada en la arena, ahogándose literalmente, se propuso morir con esas palabras en su boca.
—"No existe más Dios que Alá, y no existe más profeta que...".
Una tremenda detonación, que resonó amplificada por las montañas y que recorrió kilómetros a la redonda hasta que se fue apagando en la distancia, le enmudeció de golpe.
—Son ellos —se dijo, recuperando el aliento—. Han encontrado la cueva.
Sin perder un segundo se levantó de un salto, impulsado por una energía que recorría su cuerpo como una corriente eléctrica. Fue hasta Mediacara y lo despertó sin miramientos, zarandeándolo y propinándole puntapiés.
—¿Qué pasa? —preguntó confundido, al ver la intensa mirada de Arkan.
—Alá me ha hablado, ha escuchado mis plegarias —dijo con un deje de locura en la voz. Mediacara le observó sin hablar—. Me ha dicho que debemos entrar en esa cueva y destruir la reliquia.
—¿Y de los americanos? ¿Qué te ha dicho de ellos? —le inquirió, totalmente arrebatado por la revelación que parecía haber tenido su jefe.
—Deben morir, todos deben morir.