22 - EL
CAZADOR
Desierto oriental, zona montañosa.
Egipto.
Miró su pequeño ordenador buscando el punto parpadeante, el lugar que indicaba las coordenadas que había introducido. Comprobó que estaba muy cerca.
Tropezó con una roca y cayó rodando por una pendiente. Llegó abajo magullado pero entero. Por suerte, su prodigioso aparato electrónico estaba intacto, de él dependían muchas cosas. Se maldijo por su despiste y se levantó de un salto para salvar la última colina que le separaba del enemigo. Así pensaba en aquellos hombres, como el enemigo. Eran sus rivales, sus antagonistas, sus contrincantes; suponían una oposición a la consecución de su objetivo. Se habían interpuesto en su camino ahora que estaba tan cerca, y no tendría piedad con ellos.
Gateó hasta la cumbre y se asomó con cuidado. Vio luz abajo, una pequeña candela junto a los coches: uno, su viejo Land Rover, el otro, un Toyota. Aún estaba demasiado lejos para distinguir a los hombres, y tampoco encontró a las mellizas. Descendió en zigzag, tratando de no desprender piedras ni arena y, como un felino al acecho de su presa, llegó a la falda de la ladera sin ser detectado. Se arrastró por el suelo, oculto por las sombras densas que producía la colina, sin dejar de mirar en dirección a la luz de gas.
—¿Dónde estáis? —preguntó sottovoce.
Esperó la respuesta mientras aprovechaba para coger aire y recuperarse. Desde su posición más cercana distinguió un hombre próximo a la luz y dos bultos junto a los coches. Faltaba otro.
—Frente a los coches, a unos veinte metros suroeste. Vigiladas —oyó decir a la pequeña Grete a través de su intercomunicador, apenas con un hilo de voz.
Calculó con rapidez la posición y se alegró al comprobar que estaba muy cerca. En realidad a apenas diez metros a su izquierda. Rectó por el duro suelo de piedras y guijarros sueltos, adentrándose en la zona oscura, allí donde debían encontrarse las hermanas. Al distinguir unos bultos en el suelo y otro caminando de un lado a otro, se detuvo.
Sintió la sangre bombear con fuerza latiendo en sus sienes, acelerada por la adrenalina. No era la primera vez que lo hacía, no era la primera vez que se adentraba en un campamento enemigo al amparo de las sombras para atacarlo. Lo había hecho muchas veces, pero hacía tanto que le costó recordarlo. Finalmente le llegaron imágenes caleidoscópicas, fragmentos del pasado que invadieron su mente con fogonazos. Fogonazos que dejaban entrever rostros deformados por el miedo, miembros mutilados, carne perforada por las armas... Espantosas heridas por las que se escapaba la vida. Y sangre, mucha sangre cubriéndolo todo, como un caldo tibio y primigenio. Se desplazó apoyado únicamente en los dedos de las manos y la punta de las botas: menos superficie menos rozamiento, menos rozamiento menos ruido. Un truco que le enseñaron hacía mucho. Un truco que le enseñó alguien ya muerto, sin duda.
Se detuvo tras una pequeña roca que apenas le tapaba, confiado en que la oscuridad le mimetizaría con el entorno. Evaluó la situación desde allí.
Las mellizas estaban sentadas en el suelo, apoyadas contra una gran roca, con las manos a la espalda y las piernas estiradas atadas por los tobillos. Tenían las cabezas vencidas, descansando la una sobre la otra, simulando dormir. Cerca de ellas había un hombre. Vestía la típica indumentaria de guerrillero musulmán: un turbante sencillo en la cabeza, pantalones anchos, sandalias, camisa amplia y sobre ella, un chaleco militar lleno de cargadores. De su hombro derecho colgaba un Kalashnikov de culata plegable, y en su cinturón se distinguía la funda de una pistola y un largo cuchillo. Caminaba de un lado a otro. Recorría un pequeño trecho en una dirección y luego se giraba para desandarlo y volver a empezar. Se encontraba a unos tres metros de las hermanas, y sostenía algo en su mano derecha. Forzó la vista y reconoció una aparatosa antena que salía del objeto. Era un teléfono vía satélite.
Dawson respiraba acompasando sus inspiraciones y expiraciones al ritmo del suave viento. Era muy arriesgado, pero al menos era solo uno. Tardó más de media hora en salvar la distancia que le separaba de las mellizas. Lo hizo aprovechando los momentos en los que el centinela caminaba de espaldas a él. Avanzaba unos metros hasta que lo veía volverse. Entonces se quedaba quieto, oculto en las sombras, hasta que le daba de nuevo la espalda. De esa manera llegó a situarse detrás de la gran roca donde permanecían atadas las hermanas.
—Estoy detrás —su voz fue un susurro, un sonido más del desierto.
No esperaba respuesta, solo quería que estuvieran preparadas.
Sacó el cuchillo tratando de que su ancha hoja no brillara. No era un cuchillo normal, era antiguo, muy antiguo. Se trataba de un pugio romano. Un puñal de doble filo en perfecto estado e increíblemente bien afilado. Un arma ligera y fiable que Dawson adoraba.
Asomó un poco la cabeza.
El centinela seguía allí. Miró más allá. Observó que los dos bultos del suelo no se habían movido, al igual que el hombre sentado junto al fuego.
Elaboró un plan de actuación sencillo pero tremendamente complicado a la vez, ya que implicaba no cometer ningún error, ser muy preciso y esperar que la suerte le acompañara.
A tientas buscó las muñecas de Grete. Aprovechando los instantes en los que el hombre se giraba, cortó las ligaduras. Con sumo cuidado rodeo la roca y trató de alcanzar las manos de Annika, pero fue incapaz, estaba demasiado lejos. Tendría que asomar el cuerpo si quería acceder a la cuerda que la ataba. Desistió y volvió a la posición inicial. Había llegado el momento de actuar. Se colocó en cuclillas dispuesto para el ataque, y entonces sonó un teléfono.
Mediacara y Barak dormían profundamente; Zamir, junto al candil, fabulaba con el momento de placer que le proporcionarían las cautivas. Arkan caminaba de un lado a otro como un oso enjaulado. Estaba impaciente, esperando la llamada de su hombre en New York, y no podía ocultar su nerviosismo. Todo les había salido mal hasta el momento, se lamentaba. La situación se había complicado mucho, y la sombra del fracaso se cernía sobre la misión. A esas horas los hombres que trabajaban en la mina habrían avisado a las autoridades, después de encontrar la masacre de la carretera y los muertos de la nave. Sin duda, el ejercito se pondría en marcha al comprobar, además, a quién pertenecían los coches interceptados y no localizar a los americanos. Por la mañana la zona se llenaría de militares y las carreteras de controles. Era realista y sabía que tenían pocas oportunidades de escapar. Su plan consistía en actuar con rapidez y salir del país antes de que el gobierno se dieran cuenta de lo sucedido, pero eso ya no sería posible. A pesar del relativo fracaso, aún les quedaba una probabilidad de atraparles. Se imaginó a aquellos infieles arrodillados frente a una cámara mientras unos cuchillos santos, manejados por manos santas dirigidas por el mismísimo Alá, les cortaban el cuello. La grabación sería difundida por todo el mundo, censurada en la televisión pero completa en algunos sitios de internet. Su acción contra el opresor sería aplaudida por millones de fieles, infundiendo fuerza e inspiración en sus corazones. Lo demás no le importaba. Si debía morir en aquellas tierras lo haría, sabedor de que le esperaba una recompensa espiritual sin igual. La Yihad estaba por encima de cualquier otra cosa, y la certeza ciega de la legitimidad de sus acciones le infundían un valor y un tesón sin igual.
En eso pensaba cuando sonó su teléfono.
—Lo tengo —oyó decir al otro lado de la línea.
—¿Seguro? —preguntó con el entusiasmo asomando a su garganta.
—Puedo ser muy convincente cuando me lo propongo —contestó Foster, usando un tono irónico.
—¿Algún problema?
—Ningún problema. ¿Tienes algo para anotar?
—Espera, voy a buscar papel y lápiz.
Hablaban en árabe, lengua que Dawson conocía bastante bien. De las palabras que oyó decir intentó sacar una conclusión rápida, pero no fue capaz. Sin embargo, le vino estupendamente que se alejara camino de los vehículos. Sin perder tiempo, cortó las ligaduras de las manos de Annika, e iba a pasarles el puñal para que ellas mismas se cortaran las que les inmovilizaban los pies, cuando vio levantarse al hombre que estaba sentado junto al candil, y dirigirse hacia ellos.
Maldijo para sí y reculó hasta volver a ocultarse tras la roca.
—Está haciendo una locura, Sr. Fox —susurró Grete—. ¿Quién se ha creído que es? ¿Un puto comando?
Dawson no contestó.
Las hermanas tenían las manos liberadas, pero los pies atados seguían siendo un problema insalvable. Por un instante imaginó una fuga silenciosa. Algo que aquel hombre que ahora se aproximaba, haría imposible.
Con paso lento, Zamir llegó hasta las hermanas. Se paró frente a ellas, y se agachó.
—Bueno, bueno —dijo en árabe, tocando con ambas manos los pechos de las hermanas—. ¿A quién de vosotras elijo primero?
Dawson echó un rápido vistazo para comprobar que el otro tipo estaba dentro del coche y que los demás continuaban durmiendo. Sabedor de que no dispondría de una situación más favorable, y de que el factor sorpresa era fundamental, sin pensárselo dos veces apretó los dientes y saltó como un felino. Silencioso y letal.
El pugio se clavó hasta la empuñadura en la garganta de Zamir, que intentó gritar inútilmente. Boqueaba como un pez fuera del agua, escupiendo espumarajos sanguinolentos de saliva por la boca y por la nariz. Dawson entonces le sujetó la cabeza con la mano izquierda y, con un rápido movimiento, sacó el cuchillo por un lado de su cuello, produciéndole un tajo mortal. Las hermanas observaron atónitas, y fueron incapaces de mover un solo músculo hasta que su jefe les pasó el cuchillo.
—Rápido —musitó al tiempo que sujetaba el cuerpo muerto de Zamir para que no produjera ruido al caer.
Esperó a que las mellizas cortaran las ligaduras de sus piernas, aferrado al Ak-47 que le había quitado al hombre. Ya no pensaba, se había convertido en un depredador. Un feroz animal guiado por el instinto, lo único que nunca fallaba. Las salpicaduras de sangre caliente le manchaban la cara y el pecho, resbalando hasta la arena por su piel sudorosa.
—Vamos —oyó decir a Annika.
Ya se daba la vuelta para emprender la huída junto a las gemelas, cuando el hombre que estaba dentro del coche salió. Lo vio pararse en seco y mirar hacia ellos, intentando comprender. Fue un segundo, tal vez dos, luego levantó su arma y apuntó.
Dawson fue más rápido y de su Ak-47 salió la primera ráfaga. No fue muy preciso y la descarga impactó en la trasera del coche, a un par de metros de Arkan. Aunque fue efectiva, porque le impidió disparar e hizo que tuviera que tirarse al suelo y buscar resguardo detrás del motor del Toyota.
—¡Corred! —gritó Dawson sin miramientos y, sin dejar de disparar, siguió a las hermanas colina arriba.
Mediacara y Barak se despertaron sobresaltados, echando mano a sus armas. Aún soñolientos, les costó unos segundos comprender lo que allí estaba pasando. Los suficientes como para que los fugitivos se alejaran trepando entre las rocas, adentrándose todavía más en la oscuridad.
—¡Se escapan, disparad! —les increpó Arkan, y una lluvia de balas barrió la ladera de la montaña.
Disparaban sin apuntar, vaciando cargadores uno tras otro. Dawson dejó de hacerlo, no tenía sentido, más valía continuar alejándose que revelar su posición. Mediacara descargaba ráfagas ciegas. Arkan, sin embargo, lo hacía con más cabeza, tratando de adivinar el lugar por el que estarían subiendo. La montaña era un paño negro contra un cielo levemente más claro, lo suficiente como para que la silueta de una persona se recortara contra él. Barak decidió esperar el momento y apoyó su Ak-47 de francotirador en el capó del coche.
El ruido de los disparos era ensordecedor. El traqueteo característico del subfusil ruso resonaba en el cañón amplificado por diez. Las balas impactaban a su alrededor reventando piedras y levantando surtidores de arena. Las dos mujeres y el hombre corrían ladera arriba como alma que lleva el diablo, anhelando llegar para quedar fuera del alcance de los disparos al otro lado de la montaña. Primero iba Grete, unos metros por detrás su hermana, y el último Dawson, con el rifle cruzado a la espalda, trepando con destreza ayudado de manos y pies.
La espera dio sus frutos y Barak distinguió un bulto asomar por la cumbre. Solo fue un instante, y no lo hizo por la zona exacta que cubría con su arma. Rectificó y contuvo el aliento. Entonces aparecieron dos bultos más asomando por el mismo sitio, y esta vez sí estaba preparado.
Grete esperaba al otro lado de la cumbre, a resguardo. Le inquietaban los disparos, cómo no, pero conocía perfectamente lo impreciso que es un rifle disparando a ráfagas. En combate solo se realizaban para mantener al enemigo oculto mientras se tomaban posiciones. O como en ese caso, a la desesperada, confiando en acertar por pura suerte. De hecho sabía que en Irak, por cada objetivo alcanzado, se habían disparado 250000 balas que no le acertaron a nadie en absoluto.
Lo que más le preocupó fueron los dos disparos aislados que escuchó cuando, casi al tiempo, asomaron Annika y Dawson. Dos disparos que reconoció al instante por su cadencia y sonido. Los disparos que habría hecho un francotirador, los disparos que hubiera hecho ella. Y se temió lo peor.
—¿Estáis bien? —se apresuró a preguntar, mientras pasaban a su lado como un rayo.
No contestaron.
Grete los siguió y los tres se perdieron en la oscura noche.