18 - EL VIAJE

 

 

 

 

 

Sobrevolando el Océano Atlántico.

 

 

 

 

Los pasajeros enmudecieron al ver el avión por dentro. El interior era beige y blanco, y la iluminación suave y acogedora. En la parte derecha había un sillón de tres plazas, y a su lado un gran mueble bar de madera con trabajo de marquetería moderna. Frente a él dos sillones enfrentados, con una pequeña mesa en medio. A continuación se encontraban varios asientos individuales, con una repisa lateral y un televisor plano que podía levantarse automáticamente. En la parte más alejada de la cabina, y separado por una cortina, se podía disfrutar de un exquisito saloncito con dos sillones dobles y una mesa baja entre ellos. También había baño con ducha incluida. Todo respiraba buen gusto y unas calidades de primera clase: piel, maderas nobles, complementos chapados en oro, y cristal de bohemia para las copas y vasos.

Una azafata, vestida con falda marrón y blusa blanca de manga corta, les ayudó a tomar asiento y a guardar su equipaje de mano en los compartimentos superiores.

—Por favor, permanezcan en sus asientos y abróchense los cinturones —comunicó—. Una vez en vuelo, podrán levantarse y disponer de los servicios que deseen.

Era alta y con curvas. Movía su media melena negra con gracia. No era demasiado guapa ni demasiado joven, pero poseía un rostro agradable y unas maneras educadas —sin parecer servil— que completaban un conjunto bastante atractivo.

—Hola, soy Peter Li. ¿Y usted es...? —preguntó nada más verla.

—Encantada, Sr. Li, me llamo Claudia. Por favor, abróchese el cinturón.

—Lo he intentado, pero no soy capaz.

La azafata se encontró con la mirada de Annika que, con un gesto clarificador, la puso al corriente del tipo que era Peter. A pesar de ello le ayudó a ajustarse el cinturón. Mientras lo hizo, Peter le miró el escote y aspiró con descaro para olerla bien. Claudia simuló que no se daba cuenta, pero cuando metió la correa por la hebilla, tiró de ella con una fuerza superior a la normal.

—¡Joder, va a partirme en dos! —exclamó Peter, sobresaltado y dolorido.

—Oh, lo siento.

Unos asientos por delante se escucharon unas risas descaradas que, poco a poco, se fueron apagando ocultas por el ruido de los motores.

De aquello hacía cuatro horas. Ahora sobrevolaban el Océano Atlántico, a diez mil metros de altitud y a una velocidad de crucero de novecientos kilómetros por hora.

Víctor estaba con Dawson en el saloncito, con un montón de papeles sobre la mesa. Peter tenía los auriculares puestos y veía "Los mercenarios"  (una película de acción protagonizada por Silvester Stallone) sin dejar de moverse compulsivamente en el asiento, al tiempo que hacía comentarios en voz alta. Las mellizas se quedaron dormidas apenas subieron al avión, y seguían así. Sarah no había podido pegar ojo aunque, cuando vio a Ray levantarse de la butaca e ir en dirección al cómodo sofá de tres plazas fingió que dormía, sujetando entre sus manos la última novela que estaba leyendo: "Fubarbundy", un libro de temática apocalíptica que le tenía totalmente enganchada. Le pareció que se detenía mientras pasaba a su lado. La sombra que percibió bajo sus párpados permaneció más tiempo del necesario y, durante un instante, creyó notar su mirada sobre ella.

Claudia se dirigió a Ray nada más verle sentarse en el amplio sillón.

—¿Quiere tomar algo?

—No estaría mal. Póngame un dry martini —la azafata se le quedó mirando—. Tres medidas de Gordon's, una de vodka y media de Kina Lillet. Agítelo muy bien hasta que esté helado, y añádale una fina corteza de limón. ¿Lo ha anotado?

Ray esperó unos segundos, luego desplegó una sonrisa que intentaba aclaraba la broma.

—Muy buena su interpretación de James Bond —Claudia arqueó la comisura de los labios sin despegarlos—. Es de Casino Royal, ¿verdad?.

—Exacto. La veo muy puesta en las novelas de Ian Fleming.

—En mi trabajo existen muchos tiempos muertos.

—Ahora en serio, ¿qué tiene por aquí?

—¿Qué le apetece?

—Algo con alcohol. ¿Qué me recomienda?

No se molestaba en hablar bajito, y la conversación se oía en todo el avión.

—Enseguida vuelvo —se limitó a decir la azafata.

Abrió el mueble bar, echó hielo en un vaso ancho y cogió una botella a estrenar. Vertió un par de dedos y se lo sirvió con una servilleta de lino color crema. Ray metió la nariz y aspiró mientras cerraba los ojos y ponía cara de profunda satisfacción.

—Umm, whisky —soltó antes de dar un trago generoso—. Magnífico.

Ladybank, hecho en Edimburgo. Solo trescientas de estas botellas de whisky de malta se embotellan cada año —informó Claudia, con los ojos muy abiertos.

—Eso suena caro.

—No quiera saberlo —concluyó, dispuesta a irse.

—Si no le importa, deje la botella. Para no tener que molestarla más veces —afinó su ironía con un guiñar de ojo.

—Usted es el Sr. Bayona, ¿no es así?

—En efecto —aventuró Ray, envarándose por unos segundos, orgulloso de que le hubiera reconocido. Aunque no era exactamente por lo que él pensaba.

—Pues lo siento. El Sr. Fox me indicó que le tuviera vigilado, y que no le dejara tomar más de una copa.

—¿En serio?

—En serio —confirmó, cerró con llave el mueble bar y se marchó a la cabeza del avión.

Ray no pudo evitar sonreír para sus adentros. A pesar de lo embarazosa, y algo vergonzante situación que acababa de pasar, decidió olvidarla y saborear como se merecía, ese brebaje divino.

Chasqueaba la lengua con los ojos cerrados antes de tragar, cuando le sorprendió la voz de Grete.

—¿Le importa que me siente?

—Claro que no —se apresuró a contestar—. Pero tuteémonos. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

—Mejor, porque tendría que venir la madrastra de Blancanieves con la llaves.

Grete soltó una risita juguetona  y miró en dirección a la cabina para remarcar que entendía la broma.

—Los españoles... ¿son todos tan graciosos?

—No lo sé, no les conozco a todos.

La alemana volvió a sonreír. Luego se puso seria.

—No he estado en España. En realidad no conozco ningún país europeo, excepto Alemania, claro. El Sr. Fox se mueve por países más lejanos.

—¿Cómo entró a trabajar con él? Quiero decir, su hermana y usted no tienen el típico aspecto de guardaespaldas.

—Annika y yo somos huérfanas desde muy pequeñas —se sinceró Grete, bajando la voz—. Cuando cumplimos los dieciocho años nos alistamos en el ejército. Fue una manera de salir de aquel orfanato deprimente. Llevábamos un par de años en las fuerzas especiales cuando nos contrató el Sr. Fox para su seguridad privada.

—¿No teníais parientes cercanos que se ocuparan de vosotras?

—Mi madre era hija única, y cuando se quedó embarazada sus padres la echaron de casa. No pudieron soportar la vergüenza de tener una hija sin marido, unas nietas sin padre, y simplemente se la quitaron de en medio.

Ray apoyó el vaso en la mesita sin dejar de mirar a la joven, a la que comenzaba a temblarle la voz.

—Trabajó en lo que pudo durante años para sacarnos adelante y nos educó bien, hasta que un día cayó enferma. En unos meses el cáncer se la llevó. Teníamos doce años, y aunque entonces nuestros abuelos quisieron llevarnos con ellos, nosotras nos negamos en redondo —la mirada de Grete, segundos antes vivaz y saltarina, se había tornado opaca y esquiva—. Annika destacó en el ejército desde el primer momento. Ya la ha visto, es fuerte y valiente como nadie, y no existe reto con el que tema enfrentarse. Sin embargo, a mí estuvieron a punto de expulsarme. Pasé las pruebas físicas por los pelos y, debido a mi pequeño tamaño, era el hazmerreir de todos mis compañeros. Hasta que cogí un arma, claro —se le iluminó de nuevo la mirada—. Tengo una vista perfecta y un pulso templado. Donde pongo el ojo pongo la bala. La primera vez que me vieron con un Barrett M107 calibre .50 se partieron de risa, abultaba más que yo —hablaba pausadamente, como si visualizara cada escena que describía—. Les borré la sonrisa de los labios cuando acerté a dos mil metros en el blanco.

—Siento lo de tu madre —terció Ray.

—No sé por qué te he contado todo esto, estabas contento y ahora te has puesto muy serio.

—No estoy serio, es mi cara de alemán —bromeó Ray, forzando un gesto con el ceño fruncido.

Grete soltó una carcajada que resonó en todo el avión.

—Eres gracioso. ¿De verdad nos ves así?

—Bueno, ya sabes... los tópicos. Franceses: cursis; ingleses: estirados; alemanes...

—Ya. Antipáticos, calculadores y cabezas cuadradas —completó Grate.

—Algo así.

—¿Sabes lo que se dice de los españoles en Alemania?

—Déjalo, me lo puedo imaginar.

"A los españoles por mar los quiero ver, porque si los veo por tierra, que San Jorge nos proteja" —citó endureciendo la voz—. Lo dijo un oficial británico, de cuando os llevabais a la gresca con ellos —continuó, volviendo a su tono normal—. Tenéis fama de valientes y temibles soldados. Las victorias de vuestros tercios se estudian en la academia militar.

—De eso hace quinientos años, fíate más de lo que se dice ahora de nosotros.

Grete esbozó una amplia sonrisa que inmediatamente eliminó. Apoyó el codo en el respaldo del sillón y la cabeza en su mano, adoptando una posición que pretendía parecer relajada y a la vez sugerente.

—¿Estás casado, Ray?

—Estuve a punto de hacerlo una vez.

—¿Y qué pasó?

—La fastidié.

—¿Hijos?

—He procurado no cometer ese error —Grete no le rió la gracia, parecía muy concentrada.

—Yo no he tenido mucha suerte con los hombres.

De pronto a Ray se le encendió el piloto de aviso, y entendió lo que estaba pasando.

—Aún eres muy joven, seguro que tarde o temprano aparecerá tu príncipe azul.

—No soy una niña. Tengo veinticinco años —espetó levantando un poco la voz. Ray se sorprendió con el reproche, e intentó actuar con cautela. No lo consiguió.

—Quiero decir que tienes toda la vida por delante. Los hombres somos sencillos, se nos ve venir. Solo es cuestión de saber mirar bien, interpretarnos correctamente... para no meter la pata —nada más terminar de hablar se dio cuenta de que no había estado muy acertado.

—Pues entonces será eso, que no sé mirar —sentenció y se levantó de un salto—. Voy a ver qué hace mi hermana.

Y sin esperar respuesta, se marchó dejando un rastro de despecho en el aire.

 

Annika se despertó cuando su hermana abría el compartimento superior y sacaba la bolsa de aseo de su equipaje de mano.

—¿Qué haces?

—Voy a darme una ducha, ¿te importa? —respondió secamente, y volvió a irse.

La desairada contestación que le había dado no pasó desapercibida para Sarah, que miró a Annika compartiendo extrañeza.

—Es como una montaña rusa —confesó finalmente la alemana—. Esta mañana estaba como un cascabel, y ahora...

Sarah, que había mantenido los ojos cerrados pero los oídos bien abiertos durante todo el tiempo en que Ray y Grete estuvieron hablando, no pudo evitar que una leve sonrisa aflorara a sus labios. Luego, cuando fue consciente de ella, la borró de inmediato.

—Le gusta Ray —confesó Annika—. ¿Usted le conoce?

—Un poco —mintió.

—Ella lo niega. Dice que solo se encuentra a gusto en su compañía. Que le está ensañando español. Pero la conozco demasiado bien... ¿Y qué tal es?

—¿Quién?

—Pues Ray.

Podría haberle dicho tantas cosas de él... y la mayoría buenas. Sin embargo, no le apetecía hacerlo. Era como si con mencionarlo tan solo, traicionara algo muy importante. En aquel preciso instante fue consciente del tremendo conflicto que crecía en su interior. Por eso evitó responder con la verdad, para no tener que mentirse después.

—No le conozco tanto.

 

Víctor, taciturno, recogió los papeles esparcidos por la mesa y los guardó en una carpeta. Eran copias de los pergaminos originales del Informe Atticus, con sus correspondientes traducciones y planos de la zona donde se encontraba la mina.

—Aún no me lo creo.

—Pronto sabremos qué hay de verdad y qué de mentira —le advirtió Dawson, susurrante.

—No me siento cómodo mintiéndole a mi hija.

—No la miente, solo le oculta parte de la historia. Todo a su debido tiempo, profesor —puntualizó, saliendo del pequeño reservado.

Al pasar junto a Ray y verlo disfrutando del último trago de whisky, se detuvo un momento.

—¿Todo bien, Sr. Bayona?

—La bebida excelente, aunque un poco escasa.

—Lo lamento mucho, espero que me entienda. Estos viajes tan largos y aburridos son perfectos para cometer excesos, y necesitamos estar al cien por cien cuando lleguemos.

Dawson permaneció callado el tiempo necesario para que acabara hasta la última gota de licor, y luego se sentó a su lado.

—Ya —bufó Ray, apurando el vaso y dejando los hielos solitarios.

—Víctor me ha contado lo de usted y la Sta. Costa —soltó de sopetón. Y sin dejarle contestar, prosiguió—. Espero que lo tenga superado y no interfiera en su trabajo.

—No hay problema —balbuceó, algo nervioso.

—A veces una cosa es lo que dice nuestra cabeza y otra muy distinta lo que manda nuestro corazón.

—Ella pasó página, y yo... Bueno, yo también —pensó unos segundos—.¿No se ha dado cuenta? No me ha dirigido la palabra en todo el viaje, y eso significa que todo está bien.

—Estupendo, entonces, aclarado esto, voy a pilotar un rato.

—¿Sabe pilotar este trasto?

—Sí.

—Vaya, para lo joven que es, ha sabido aprovechar el tiempo.

—Se sorprendería de la cantidad de cosas que se pueden hacer viendo menos la televisión —concluyó, con intención de irse. Ray levantó la mano. Dawson entendió y se detuvo.

—¿Qué busca realmente? —inquirió casi suplicante—. A ellos puede engañarles, pero a mí no.

—Sr. Bayona, creo que es una pregunta que también podría hacerse usted mismo —respondió sereno—. Y ahora si me disculpa...

No le miró mientras se marchaba. Un carrusel de pensamientos comenzó a girar en su cabeza, y sintió un vértigo tal que tuvo que cerrar los ojos. Cuando los abrió todo seguía aparentemente igual, aunque realmente él sabía que no era así.

 

Sarah se las arregló para no quedarse a solas con Ray en ningún momento. Y no porque le guardara rencor o siguiera enfadada con él, sino por todo lo contrario. Aquellas últimas palabras pronunciadas por Jacob, antes de que subiera al avión, habían derrumbado su muro de indiferencia y desprecio, y habían comenzado a tender un débil puente que temía cruzar. Se obligó a pensar en su nueva relación. Durante un buen rato se dedicó a ver los pros y los contras. En analizarla fríamente, sin pasión ni interferencias. Y había llegado a la conclusión de que era factible. No era una mujer que diera marcha atrás una vez tenía tomada una decisión. A veces le costaba decantarse por algo o por alguien, pero cuando lo hacía era difícil que cambiara de opinión. El problema que golpeaba sus sienes como un martillo pilón, era que en esta ocasión sus premisas —aquellas en las que había creído firmemente y sobre las que había sustentado su futuro más inmediato—, podrían estar equivocadas.

Con los ojos fuertemente cerrados, sacudió la cabeza. ¡Excusas!, se dijo entre dientes. En el fondo todo era más sencillo, todo se reducía a una pregunta:

¿Había dejado de quererle?

 

Llevaban más de media hora volando por un cielo despejado de nubes y sobre una tierra ocre e inmensa, cuando la voz de Dawson, por los altavoces, sonó nítida y profesional.

«Estamos llegando al aeropuerto de Luxor. Iniciamos maniobras de aproximación. Por favor, permanezcan en sus asientos y abróchense los cinturones. En breve tomaremos tierra».

Peter dio un brinco en su butaca y tiró el plato de comida vacío que tenía sobre las piernas. Se desperezó estirando los brazos sin miramientos y abriendo la boca desmesuradamente.

—¿Ya llegamos? —preguntó girando la cabeza en todas direcciones. Nadie le contestó. Miró por la ventana molesto por la intensa luz que provenía de fuera—. ¡Preparad el desodorante, chicos, allí abajo vamos a sudar como cerdos! —chilló sin contemplaciones.

Ray se había sentado junto a Grete, pero esta no le dirigió la palabra. Ni siquiera se dignó a mirarle. Intentó intercambiar un gesto de confianza con su hermana Annika, aunque también fue inútil, solo le devolvió una mueca con la calidad de una tarascada.

—En fin, vamos mejorando —ironizó para sí, y se ajustó el cinturón.

 

El jet tomó tierra con suavidad y se alejó de las puertas de embarque donde se disponían los aviones de gran tamaño, estacionando en una zona retirada y tranquila.

El aeropuerto de Luxor, situado a seis kilómetros al este de la ciudad, había sido mejorado en el dos mil cinco con la intención de atender a más viajeros y en mejores condiciones. Y, a pesar de haber dejado de parecer una estación de autobuses, aún quedaba muy lejos de estar a la altura de su importancia y flujo de turistas.  El lavado de cara incluía también la ampliación y modernización de sus instalaciones, y en aquel momento disponía de cuarenta y ocho mostradores de facturación, ocho puertas de embarque, una oficina de correos, un banco, una oficina de cambio de divisas, restaurantes, cafeterías, una tienda duty free, y hasta una sala VIP.

El primero en salir del aparato fue Peter, y también el primero en comprobar la enorme diferencia de temperatura entre dentro y fuera.

—¡Puto infierno! —maldijo, bajando la escalerilla a regañadientes.

Dawson fue el último en abandonar el aparato.

—Por favor, dejen sus bolsas de mano en el suelo, alguien se encargará de  llevarlas a los vehículos junto con el resto del equipo.

Ray se colocó unas gafas de sol Ray-Ban Wayfare negras y miró en derredor. Le llamó la atención un helicóptero de tamaño medio y un par de todoterrenos flamantes junto a él. Todos de color negro, con los cristales tintados y el logo de la corporación pintado en sus costados. Un poco más alejados distinguió dos vehículos 4x4 enormes pero con aspecto herrumbroso, de los que salieron dos hombres. Parecían egipcios, aunque llevaban uniformes de la corporación. Con diligencia se dirigieron al avión y comenzaron a descargarlo.

—Pensé que iríamos en coche —indicó Ray, señalando con un gesto de la cabeza el helicóptero.

—Y así será. Un aparato en vuelo es fácilmente controlable, y nosotros no queremos llamar la atención. Lo traje únicamente como seguro —aclaró Dawson en tono sereno.

Claudia bajó y esperó junto a la escalerilla. Dawson la llamó con un gesto de la mano.

—Acompáñelos a la sala Vip mientras se carga todo en los vehículos. Les avisaré cuando todo esté preparado.

—¿Usted no viene? —intervino Sarah.

—Como dice un refrán español: "El ojo del amo engorda el ganado" —apuntó en perfecto castellano, y se marchó a hablar con los dos operarios.

—Por favor, síganme —se limitó a decir Claudia, y todos fueron tras ella y desapareciendo por una puerta.

Dawson espoleó a los operarios para terminar de meter el equipo en los vehículos, incluso cooperaron los dos pilotos y él mismo. Debían darse prisa.

 

* * *

 

Los dos hombres enviados por Arkan, perfectamente vestidos y pulcramente aseados, habían esperado junto al gran ventanal hasta que vieron aterrizar el pequeño avión con el logo de la corporación. En ese momento se dirigieron a una puerta de embarque concreta y, después de una fugaz mirada cómplice al policía que la controlaba, entraron mostrándole un trozo de papel que simulaba un billete de avión.

Ambos llevaban maletín y gafas, y se encaminaron a la zona por donde vieron entrar a los pasajeros del jet, que intuían sería la sala Vip. No tuvieron que andar mucho, el aeropuerto era pequeño. Cuando entraron los vieron allí, sentados alrededor de una mesa, bebiendo agua embotellada.

 

* * *

 

Casi habían terminado de cargarlo todo cuando apareció en la pista un coche descubierto del ejército egipcio. Venía rápido y frenó bruscamente junto a los todoterrenos negros. El militar que iba conduciendo bajó del coche y fue directo hacia los hombres que había junto al elegante Gulfstream V.

—Soy el sargento Halim. ¿Alguien de ustedes es el Sr. Fox?

Los pilotos se miraron entre ellos sin decir nada.

—Les estábamos esperando —se adelantó Dawson, con la mano extendida.

 

* * *

 

Claudia volvió al avión nada más dejarlos en la sala Vip. Esta era reducida pero exquisitamente decorada, contrastando con el resto del vetusto y descuidado aeropuerto. Se encontraba casi vacía, a excepción de una familia que esperaba en un extremo. Era un matrimonio egipcio compuesto por madre, padre y dos hijos —una niña de unos seis años y un niño algo más pequeño— que correteaban inquietos. Aunque la madre se afanaba en que se mantuvieran a su lado, no lo conseguía. De repente la niña se acercó al grupo y se quedó mirando a Sarah, muy seria.

—Hola, pequeña —la saludó agachándose un poco. La niña sonrió sin entender. Parecía una muñequita con su vestido blanco y holgado algo incongruente.

—¿Cómo te llamas? Yo Sa-rah —deletreó, mostrando la mejor de sus sonrisas.

La niña arqueó los labios sin llegar a sonreír, y se asustó un poco cuando oyó la voz bronca de un hombre a su espalda.

—¿Americanos?

Sarah asintió para no tener que dar más explicaciones.

—¿Trabajo o placer? —continuó hablando en un inglés bastante correcto uno de los hombres de Arkan, el otro se mantuvo un paso por detrás.

Sarah dudó, Annika intervino.

—Placer.

—Seguro que no —contestó el hombre, torciendo el gesto—. Queda poco por expoliar aquí, aún así ustedes continúan llevándose las últimas migajas.

Ray quiso meter baza e hizo ademán de levantarse, pero Grete lo detuvo. El hombre dejó el maletín en el suelo e introdujo la mano en el bolsillo del pantalón. Annika se levantó de la silla y, con disimulo, preparó un golpe con su pierna derecha. A su vez, Grete deslizó su mano en el bolsillo lateral del pantalón y empuñó una pequeña Walther P99.

—Por favor, si no le importa, nos gustaría continuar estando solos —sugirió Annika,  forzando un tono de amabilidad que negaba su mirada.

—No faltaba más —cedió el hombre, mostrando una dentadura desordenada y amarillenta—. Ustedes son los dueños del mundo.

El momento de tensión pasó cuando los dos hombres se alejaron buscando un rincón retirado en el que se sentaron.

—Tenías que haberle dicho que éramos españoles —intervino Ray—. La mitad del mundo no nos conoce y la otra mitad nos ignora.

Sarah hizo un mohín conteniendo una sonrisa.

—Estúpido —escupió Víctor, levantando la voz—. Puede que muchos de sus tesoros no estén en su país, eso es verdad, pero al menos están a salvo de futuros regímenes radicales. Aún me duele al recordar las imágenes de aquellos extremistas ignorantes destrozando estatuas milenarias en el Museo de Mosul, en Irak; o los Budas de Bāmiyān, en Afganistán, dinamitados por los talibanes.

—Bueno, relajémonos y mantengamos la calma —medió con sosiego Ray, mientras se arrellanaba en el cómodo sillón de piel blanca y se golpeaba las piernas—. No quiero terminar el viaje antes de tiempo.

A los quince minutos Claudia entró por la puerta y se dirigió al grupo. La sala, de suelo de mármol, devolvió las pisadas aceleradas de la azafata transformadas en un traqueteo rítmico.

—Ya está todo dispuesto —se limitó a informar.

Peter fue el primero en levantarse y, al pasar a su lado, dijo:

—Sinceramente, esta expedición me está empezando a decepcionar un poco. Confío en que al final sea algo más que charlas y horas de espera, porque si no exigiré que me devuelvan mi dinero —sentenció mostrando una sonrisa forzada para remarcar su supuesto chiste. La azafata, profesional, asintió.

Las últimas en salir fueron las mellizas. No habían quitado los ojos de encima a los dos hombres y, sin disimulo, los siguieron con la mirada hasta que desaparecieron de su vista.

Dawson esperaba donde lo habían dejado antes, aunque parecía sudoroso y respiraba con dificultad.

—Vamos —inquirió con premura—. A los coches.

—Pero... —comenzó a decir Ray.

—Usted vendrá conmigo en el primer coche —le interrumpió Dawson—. Conducirá Grete. El resto irán con Annika en el segundo coche. Rápido, no hay tiempo que perder.

 

* * *

 

Los dos hombres esperaron a que todos se fueran y abandonaron la sala Vip camino de la salida. Ya en el exterior se subieron a un viejo Mercedes 190 azul oscuro sin intercambiar palabra,  y se alejaron del aeropuerto. Condujeron en silencio durante un buen rato, hasta que por fin alcanzaron a los dos todoterrenos negros. Los siguieron hasta la salida de la ciudad, entonces los adelantaron con precaución, incluido al coche militar que los precedía. Prosiguieron un par de kilómetros más delante de ellos y tomaron la primera salida que vieron. Era un camino de tierra que les llevó hasta un barrió de la periferia de Luxor. Un lugar poblado de viviendas bajas, habitadas por los más pobres y marginados de la ciudad.

Atardecía y el cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados y violetas, maquillando con su belleza las miserables casas recortadas contra él. Detuvieron el coche y apagaron el motor. El copiloto abrió la guantera y sacó un teléfono vía satélite. Marcó y esperó. Una voz contestó casi al instante.

—Te escucho —respondió parco, alguien al otro lado.

—Acaban de salir. Los niños son siete, tres niñas y cuatro niños. Van en tres coches. Los papas van delante. Del resto cuidan las dos hermanas mayores.

—Les esperaremos con los brazos abiertos —concluyó Arkan antes de colgar.

 

Expedición Atticus
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