5 - SARAH

 

 

 

 

 

 

Condado de Travis, Austin, Texas.

Estados Unidos.

 

 

 

La música sonaba perfecta en el amplio y lujoso salón de la mansión de los Morgan. Los numerosos camareros deambulaban entre los invitados portando bandejas con canapés de alta cocina y champán francés. Como en todas las fiestas organizadas por la familia más influyente de Austin, siempre existía una razón oculta: la necesidad de notoriedad y un afán por demostrar lo bien que les iban las cosas. Indudablemente, el Sr. Morgan sabía que esos encuentros eran una oportunidad inmejorable para establecer contactos y realizar negocios, y revoloteaba de un lado a otro mimando a sus invitados, atento a todas las conversaciones. La Sra. Morgan hacía muchos años que había asumido su papel a la sombra del gran hombre, y se limitaba a llevar la casa, supervisar al servicio y organizar los frecuentes eventos. Era una profesional y sabía cuándo estar al lado de su marido, sonriendo y diciendo banalidades, y cuándo debía dejarlo solo; incluso sabía cerrar los ojos ante los flirteos que este realizaba, más o menos disimulados, con la amante de turno.

Sarah lo observaba todo desde un rincón, apoyada en una mesa de mármol y con una copa de vino de Rioja en la mano. Su prometido, Jeff, hijo de los anfitriones, charlaba en mitad del salón con el alcalde y su ridícula mujer de pómulos y labios artificialmente abultados. No estaba molesta, al contrario, agradecía esos minutos de descanso. No llevaba ni una hora y ya le dolía la cabeza de escuchar conversaciones intrascendentes, y la mandíbula de sonreír sin parar para evitar intervenir en ellas. Definitivamente ese no era su ambiente. Apuró la copa de vino y se dispuso a salir a tomar el aire. El jardín era inmenso, con césped lustroso y perfectamente cortado, fuentes de granito que gorgoteaban agua sobre amorcillos gordezuelos, y macizos de flores de todos los colores. Por si eso no fuera suficiente, metros y metros de guirnaldas blancas y rosas colgaban de los árboles frutales y de los numerosos cenadores, bajo los cuales se agolpaban los invitados para protegerse del sol y poder seguir bebiendo. El dinero no da el gusto, pensó Sarah. Caminó, maldiciendo los zapatos de tacón, hasta un banco de piedra a la sombra de un naranjo. Respiró hondo, miró el cielo sin una sola nube, y se descalzó. El contacto de los pies sobre la fresca hierba la relajó tanto que cerró los ojos y se dejó llevar. No supo calcular cuánto tiempo llevaba así, cuando la voz de su prometido la sacó del trance.

—¿Pero qué haces aquí? Llevo un buen rato buscándote.

—Lo siento, solo quería...

—¿Te encuentras bien? —preguntó Jeff, sin dejarla acabar.

—Sí, bueno, un poco...

—Vamos dentro, te presentaré a mi prima y sus amigas.

—Ya lo hiciste nada más llegar. Fueron muy amables. Me pusieron al día de moda, cotilleos y últimos avances en cirugía estética.

—Vaya, te aburres.

—No es eso... o sí. Mira, Jeff, no sabría cómo explicártelo... Aquí me siento como un teléfono en la tumba de Tutankamón.

— No está bien que desaparezcas. Mis padres han organizado todo esto por ti, por nosotros. Querían presentarte a todos sus amigos, que todos conocieran a la futura esposa de su hijo.

—Lo sé, y se lo agradezco, pero...

—Entiendo que quizá todo esto te parezca exagerado, pero con el tiempo te acostumbrarás y terminarán gustándote estas fiestas.

—Sí, claro, seguro que sí.

—Estupendo, entonces vayamos dentro. Te presentaré al alcalde y a su mujer. Es bueno llevarse bien con él. La recalificación de unos terrenos dependen de su firma.

Sarah se calzó de nuevo y caminó del brazo de su prometido. Quiso sacudirse una serie de pensamientos contradictorios que pululaban por su cabeza produciendo un zumbido ensordecedor, y se obligó a contemporizar. Quería a Jeff. Al Jeff simpático y encantador que conoció en Industrias Morgan, antes de saber que se trataba del hijo del jefe. De eso hacía un año, cuando entró a trabajar como supervisora de la división farmacéutica, uno de los múltiples negocios que abarcaban los Morgan. Entonces no pasaba por un buen momento sentimental, y él representó el bálsamo que necesitaba para curar sus heridas, o al menos el analgésico que mitigaba el dolor que le producían. Ni siquiera sabía cómo había ido todo tan rápido, pero el caso era que allí estaba, prometida al heredero de un gran imperio.

—Estás preciosa —dijo Jeff, justo antes de entrar al salón.

—Parezco un florero.

—Tonterías, el vestido te sienta fantástico.

—Apenas me puedo mover.

—Ya te acostumbrarás, no vas a ir siempre vestida como un chicote.

—Antes decías que te gustaban mis tejanos, mis botas militares y mis camisetas de colores.

—Claro, son geniales, pero cuando te conviertas en la Sra. Morgan tendrás que olvidarte de ellos.

Sarah se detuvo de golpe y se giró para mirarle fijamente a los ojos.

—¿Y de cuántas cosas más tendré que olvidarme?

Jeff no contestó, sorprendido por la carga de ira que contenía la pregunta.

—¿También tendré que olvidarme de mi trabajo para estar en casa?

—Cariño, no es eso —intervino Jeff—. Estoy enamorado de ti, me encantas tal y como eres, pero no puedes vivir como una adolescente toda la vida; las cosas cambian, y espero y deseo que para mejor. Nunca te pediría que dejaras de trabajar, aunque cuando estemos casados no te hará falta. Podrás hacerlo si quieres... pero en los laboratorios. Con el tiempo tendrás que dejar de viajar. Quiero tener hijos y me gustaría que estuvieras con ellos el mayor tiempo posible.

Sarah escuchaba muy atenta, con los ojos entornados. Él continuó.

—Ahora estás confundida y es normal, ha sido todo muy precipitado, pero ya verás como pronto pensarás lo mismo que yo. Entonces te reirás cuando veas tus fotos antiguas con coleta y ropa estilo grunge. Seguro que...

—Quiero que me escuches, y me escuches bien —espetó de pronto Sarah, dejando a Jeff con la palabra en la boca—. No pienso renunciar a nada, ni por ti ni por nadie. No me interesa el dinero, y tú lo sabes. Me encanta como visto, y mi coleta, y no dejaré de viajar cuando lo crea necesario. Soy doctora en medicina y farmacóloga, ente otras muchas cosas, y las plantas y especímenes no crecen en el jardín de tu casa, hay que ir a buscarlos allá donde estén.

—Sí, pero no tienes por qué ir tú —intervino Jeff, visiblemente alterado.

—Me gusta hacerlo.

—Ya, ¿y también pasarte el verano al otro lado del mundo buscando ruinas?

—Eso es distinto.

—Claro, eso lo haces por tu padre.

—Sí, lo hago por él.

—Vamos a casarnos en un mes y aún no lo conozco. Organizamos una fiesta de compromiso y no se presenta. No está contigo en los momentos más importantes. Podría él hacer algo por ti también.

—Dijo que vendría, ha debido tener algún problema con los vuelos.

—Ya. ¿Y no ha podido llamar?

—¡No sé! ¡No sé qué ha podido pasarle! —contestó levantando la voz. Algunos invitados volvieron la cabeza, incluido el padre de Jeff.

Sarah era menuda pero bien formada. De su madre —muerta hacía tres años— había heredado su buena estructura ósea y una fuerte constitución, además de su cabello rubio y sus ojos azules; de su padre heredó las cejas, la piel oscura y el gusto por la aventura. El carácter y la personalidad arrolladora eran cosecha propia.

El Sr. Morgan se disculpó con un importante constructor, con el que hablaba sobre la mejor forma de golpear con el Hierro 7, y se acercó a ellos.

—¿Todo bien?

—Claro, papá —se apresuró a contestar.

El Sr. Morgan se había hecho a sí mismo, y había levantado un imperio de la nada. Sus negocios abarcaban constructoras, navieras, ganaderías y lo más importante: la Health Industries, una farmacéutica que representaba la joya de la corona. Había tenido que lidiar con todo tipo de personas y tenía un don para tratar a la gente. A lo largo de los años había desarrollado un talento especial para la negociación y la psicología, y conocía a las personas a primera vista. Enseguida supo que su hijo le mentía, y deseó quedarse a solas con él. Se giró buscando a su mujer y, cuando la encontró riendo con unas amigas, la llamó con un gesto de la mano. La Sra. Morgan apuró la copa de champán que estaba tomando y, con un andar impreciso, se encaminó hacia ellos. Por el camino detuvo a un camarero y se hizo con otra copa.

—Querida, por qué no le enseñas a Sarah el ala donde vivirán, ya casi está terminada.

Sarah se volvió como un resorte y clavó su mirada celeste en los ojos de Jeff.

—¿Viviremos aquí?

—Oh, vaya. ¿Mi hijo no te lo había dicho? Siento mucho haber desvelado la sorpresa.

—Creía que lo haríamos en la ciudad —dijo Sarah bajando la voz,  masticando las palabras.

—De eso nada —intervino la Sra. Morgan, con la voz gomosa—. Quiero tener a mis nietos cerca. Vamos querida, te enseñaré los cuartos de los niños, han quedado preciosos.

—¿Cuartos de los niños? —preguntó Sarah, al tiempo que sonaba un teléfono.

Todos se miraron y comenzaron a comprobar si eran sus móviles. Incluso la Sra. Morgan, no sin dificultad, abrió su diminuto bolso para asegurarse.

—Creo que es el mío —confesó Sarah, metiéndose la mano en el escote.

Después de rebuscar entre sus pechos, sacó un teléfono. Absortos, nadie dijo nada mientas ella contestaba sin mirar quién llamaba.

—¿Dígame?

—Hija, soy yo.

—Papá, ¿se puede saber dónde estás?

—En New York.

—¿New York? ¿Qué demonios haces allí? —Sarah resopló y no esperó a recibir respuesta, estaba demasiado enfadada—. La verdad es que no me importa. Ahora estoy ocupada en mi maldita fiesta de compromiso. Hablamos en otro momento —concluyó en tono seco y colgó.

Jeff y su padre la observaban con la boca abierta.

Sarah estaba colorada, con la respiración alterada. Sin dirigirse a nadie en concreto soltó:

—¿Qué miráis?

El silencio se instaló en el pequeño grupo hasta que la Sra. Morgan intervino relajando la tensión.

—Bueno, querida, vayamos a ver ese nidito de amor que os tenemos preparado.

Y agarrando del brazo a Sarah se la llevó.

El Sr. Morgan esperó a que se alejaran y se acercó a Jeff.

—Hijo, sabes que respeté tu decisión de casarte con... bueno, con alguien que no es de nuestra clase.

—Papá...

—Escucha. He consentido que lo tuyo con Sarah llegara tan lejos porque no es una cazafortunas, lo sé, es una chica con un gran talento, pero su padre es un "revuelvetumbas" sin un centavo.

—El profesor Costa es un prestigioso arqueólogo. 

—Lo que tú digas —el Sr. Morgan puso una mano en el hombro de Jeff en gesto de cariño, y dulcificó el tono—.  Quiero lo mejor para ti, hijo, por eso no quise meterme en nada y lo sabes, ahora solo espero que no te hayas equivocado.

—Seguro que no.

—Ya veremos.

 

Apenas habían salido del salón y comenzado a subir las escaleras que conducían a las habitaciones, cuando volvió a sonar el teléfono. Sarah lo llevaba en la mano y esta vez tardó menos en responder.

—Te he dicho que ahora no puedo hablar.

—Espera, hija, no cuelgues. Tengo algo muy importante que decirte.

Sarah no respondió, pero mantuvo el aparato pegado a la oreja, con la respiración alterada. La Sra. Morgan aprovechó la oportunidad  y asaltó la bandeja de un camarero para hacerse con un coctel Margarita. El profesor Costa, viendo que su hija no colgaba, continuó.

—La he encontrado, ya sé donde se está.

—¿A qué te refieres, papá? —preguntó de mala gana.

—A la reliquia.

—...

—Hija, ¿me escuchas?

—¿Estás seguro?

—Creo que sí.

Sarah meditó unos segundos. Miró escaleras arriba y luego a la Sra. Morgan, que se deleitaba con un largo trago.

—¿Dónde quieres que nos veamos?

—No será necesario, un helicóptero te recogerá de un momento a otro para traerte conmigo.

—¿Un helicóptero? Papá, ¿quieres contarme qué está pasando?

—A su debido tiempo, hija, a su debido tiempo.

 

Veinte minutos más tarde un lujoso EC145 de color negro y con un anagrama que representaba un círculo con las siglas F.C. dentro, tomaba tierra en el helipuerto privado de la propiedad de los Morgan, a cien metros de la mansión. Esperándolo, con una pequeña bolsa de mano, estaba Sarah, y Jeff a su lado.

—No puedes irte así —suplicó, alzando la voz por encima del ruido de los rotores.

—Mi padre me necesita.

—Pero...

Sarah no le dejó terminar. Lo besó precipitadamente y se introdujo en el helicóptero. En el interior del aparato había una mujer morena con el pelo cortado a lo militar y un ajustado traje de chaqueta que evidenciaba una gran musculatura.

—¿Adónde vamos?

—Al aeropuerto —respondió la mujer, sin girarse a mirarla siquiera. Hablaba un inglés perfecto pero con un marcado acento centroeuropeo—. Su padre nos facilitó la llave de su apartamento y nos permitimos la libertad de meter algunas cosas suyas en una maleta.

—Ah, bien. ¿Y usted es...?

—Eso no importa, estoy aquí para garantizar su seguridad.

—Vaya. Y podría decirme qué significan las siglas F.C.

—Por favor, señorita, abróchese el cinturón, vamos a despegar. 

Sarah se ajustó el cinturón de mala gana, se arrellanó en el lujoso asiento de cuero granate, se descalzó y se recogió el pelo en una coleta. No tenía ni idea de qué demonios se trataba todo eso, pero hubiera cogido un cohete a la Luna sin dudarlo con tal de salir de aquella mansión.

Por la ventanilla vio alejarse la inmensa propiedad de los Morgan y a su prometido, y soltó un suspiro que liberó tanta tensión como aire.

 

Expedición Atticus
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