10 -
VÍCTOR
Complejo subterráneo de Fox Corporation.
En algún lugar cerca del Lago Ontario.
Estado de New York,
Estados Unidos.
Sarah estaba tan absorta en lo que veía que no contestó. Siguió recorriendo con la mirada la estancia después de entrar y ni siquiera reparó en la figura que, en un extremo, leía en un sillón. El hombre observó a las dos mujeres. Al reconocer a una de ellas se levantó de un salto, dejando caer el libro al suelo.
—¡Hija!
—¡Papá!
Fueron el uno hacia el otro y se abrazaron justo en el centro, bajo el artefacto metálico que desprendía diminutos destellos de luz.
—Tengo tantas cosas que contarte... —dijo por fin el hombre, con las manos en los hombros de Sarah, mirándola fijamente.
—Soy toda oídos, porque esto me parece alucinante.
—Aún deberás esperar un poco. Además, será necesario que pases un trámite antes.
—¿Un trámite?
—Yo se lo explicaré, profesor.
Sarah se giró hacia la voz y vio a un hombre que salía de una zona de sombras, tras unas enormes estanterías. Tenía abundante pelo blanco y llevaba un elegante traje azul marino. Calculó que tendría cerca de ochenta años.
—Y usted es...
—Soy Brandom, Jacob Brandom, gerente de la corporación y persona de confianza del Sr. Fox.
—Bien, pues a qué espera —espetó Sarah, en un tono algo insolente.
Jacob miró de reojo a Annika, que hasta ese momento se había mantenido alejada, y esta le hizo un gesto con el rostro que le indicaba que no se lo tomara en cuenta.
—Hija, hay otra cosa que deberías saber —musitó el profesor Costa, en tono de culpabilidad.
—¿Estoy en la casa de los misterios o qué? —preguntó poniendo los brazos en jarra.
—Ray.
—¿Qué pasa con Ray?
—Está a punto de llegar.
Sarah se quedó mirando a su padre con una mezcla de incredulidad y enfado. El profesor prosiguió:
—Necesitaban un espeleólogo.
—Ya, y por lo visto es el único del mundo.
—Me pidieron que les recomendara uno bueno, y él es el mejor.
—¡Joder, papá!
—Siento interrumpir este encuentro familiar algo accidentado —intervino Jacob, con exquisitos modales—, pero antes de continuar hablando necesito que la Sta. Costa me acompañe.
—Llámeme Sarah —soltó como un ladrido.
—Bien, Sarah, sígame.
Jacob se dirigió hasta una pared, pulsó un botón y un mecanismo de doble hoja abrió una puerta. Esperó a que pasara primero Sarah, y luego lo hizo él.
Salieron a un pasillo de unos dos metros de ancho, de techo abovedado. La iluminación igualmente procedía de unas líneas de luz empotradas en el suelo, a ambos lados. Cada cuatro o cinco metros había una puerta metálica. Jacob abrió una de ellas y esperó a que Sarah pasara antes de entrar. La luz se encendió sola y descubrió un acogedor despacho, no muy grande y bastante convencional, semejante al que podría tener cualquier alto ejecutivo de una multinacional.
—Bien, señori... Sarah. Siéntese, por favor.
Jacob lo hizo después de ella.
En la mesa de madera historiada que había entre ellos solo había una pantalla de ordenador, un teclado y dos carpetas, ambas azules y con una etiqueta pegada. Cogió la que ponía Sarah Costa y la abrió.
—Verá, todas las personas que asistan esta noche a la reunión deben firmar antes un contrato de confidencialidad —sacó de la carpeta un par de hojas grapadas y se las acercó—. Puedo esperar mientras lo lee.
Sarah ni siquiera descruzó los brazos.
—¿Y si no lo hago?
—Tendría que marcharse de inmediato. Por supuesto, nosotros nos encargaríamos de llevarla dónde usted nos indique.
—Ya veo. ¿Puede hacerme un resumen? Me aburren las cuestiones legales.
—Básicamente dice que si divulga cualquier cosa que oiga o vea en la reunión que se celebrará esta noche, Fox Corporation la demandará por revelación de secretos por una cantidad de diez millones de dólares.
—¡La leche!
—También dice que la asistencia a dicha reunión no le obliga a nada; una vez concluida usted será libre de hacer lo que estime oportuno, seguir adelante o irse.
—¿Seguir adelante?
Jacob no contestó, solo le ofreció una pluma e indicó con un gesto de la cabeza el contrato.
—¿Mi padre ha firmado?
—Sí.
—¿Y... Ray?
—El Sr. Bayona aún no ha llegado.
Cansado de sujetar la pluma en alto, Jacob, la dejó sobre el contrato y se arrellanó en el asiento.
—¿Acaso es eso lo que le preocupa?
—¿A qué se refiere? —respondió Sarah con otra pregunta. Su hostilidad había desaparecido, y su tono recordaba más a una niña cogida en falta.
Jacob señaló la carpeta que tenía a su lado, en la que ponía: Sr. Ray Bayona.
—¡Claro que no! ¿Por qué dice usted eso?
—Me había parecido...
—Que Ra..., que el Sr. Bayona esté o no en la reunión me trae sin cuidado, ¿se entera? —de nuevo su tono se endureció.
—Por supuesto.
—A ver, ¿dónde hay que firmar? —dijo cogiendo la pluma violentamente.
—Aquí —golpeó Jacob con el dedo.
Sarah no quiso que la acompañara y salió del despacho sola. Recorrió el camino de vuelta resoplando. Aún llevaba el vestido de fiesta y los tacones, y a excepción de la goma negra con la que se sujetaba el pelo, el conjunto seguía siendo perfecto. Sus andares rápidos, haciendo resonar sus tacones por la gran sala abovedada, y sus ademanes bruscos a la hora de sentarse, evidenciaban que no estaba de muy buen humor. En el sillón de enfrente se encontraba su padre, que la observaba sin atreverse a intervenir. Annika había desaparecido por otra puerta, y en aquel momento se encontraban solos.
Movía una pierna nerviosa y su cabeza era una olla a presión a punto de estallar. El profesor Costa conocía muy bien a su hija y sabía cuándo debía dejarle su espacio, permanecer callado y esperar a que ella se decidiera a hablar. No tuvo que hacerlo mucho.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
La pregunta cogió al profesor por sorpresa, y tardó algo en reaccionar.
—Dos días.
—¿Ya has visto a ese tal Dawson Fox?
—Claro, hija.
—¿Y?
—...
—Te pregunto si es de fiar.
—Creo que sí. Pero eso no es lo importante, lo que debes pensar es que por fin vamos a poder cumplir los deseos de tu madre.
—Entonces, ¿tiene el resto del informe completo?
—Sí.
—¿Lo has visto?
—Desde luego, y es increíble —el profesor no pudo permanecer sentado y se levantó nervioso—. Además, ese hombre tiene aquí cosas maravillosas.
—No sé, papá, aquí algo me huele raro.
* * *
Jacob sacó de su bolsillo un pequeño auricular, se lo colocó en la oreja y desplegó un cable a lo largo de su mejilla.
—¿Dígame?
—Soy Dawson. Lleve a la Sta. Costa a su habitación, prefiero que no siga hablando con su padre.
—Enseguida.
—¿Se sabe algo del Sr. Bayona?
—Acabo de hablar con Grete, ya están llegando.
—Bien, en cuanto firme llévelo a su habitación, que no se vea con nadie. Prefiero que todos se mantengan separados, de momento. Sobre todo Peter, ya sabe cómo es.
—Entiendo.
—En cuanto esté la cena preparada, me avisa.
—Por supuesto.
—Gracias, Jacob.
* * *
Dawson Fox cortó la comunicación y se quedó mirando la gran pantalla de cuatro por dos metros que ocupaba toda una pared de su despacho. En la zona central se veía una imagen de la sala abovedada y alrededor imágenes más pequeñas de distintos lugares del complejo. Se reclinó en la confortable butaca de su despacho, pulsó unas teclas en el ordenador, y cambió de cámara. El lugar era el mismo, la inmensa sala, pero esta vez el ángulo era distinto: enfocaba exclusivamente a Sarah. El sistema de sonido era perfecto, y su voz sonó nítida.
—Mamá tal vez perseguía una quimera, y nos arrastró a ti y a mí durante años. Ella era tan apasionada... Capaz de convencer a cualquiera de que la acompañara hasta el fin del mundo.
—En efecto, así era —dijo el profesor Costa en tono nostálgico, mientras su cabeza parecía viajar al pasado.
—No sé, al fin y al cabo es solo un trozo de hierro.
—Eso es lo de menos, lo que importa es que para tu madre significaba mucho, lo significaba todo. Fui muy feliz con ella, y a veces creo que buena parte de esa felicidad se debía a ese entusiasmo de niña que siempre vi en sus ojos. La búsqueda de esa reliquia quizá era un límite que se puso, una meta inalcanzable que la mantenía siempre alerta, siempre ilusionada..., siempre viva.
Padre e hija se habían levantado de sus respectivos sillones y hablaban junto a una pequeña mesa de malaquita en la que había una lámpara de bronce con pantalla de tela beige.
—Parece que ahora para ti también significa eso. Mientras buscas su reliquia, ella sigue viva.
—Es posible.
—Papá, quizá todo esto es una estupidez. Era su sueño, que hemos hecho nuestro con la absurda intención de que ella continúe a nuestro lado mientras lo vivamos. Pero ella era más que eso, más que una arqueóloga apasionada. Era cariñosa, divertida, inteligente... —la voz se le comenzó a quebrar, y Sarah se tomó unos segundos antes de continuar. Después de hacerlo, la rabia había sustituido al llanto—. Mamá ya no está, se la llevó un puto cáncer hace dos años. Me niego a reducir su recuerdo a la búsqueda absurda de...
—Disculpen que les interrumpa.
Jacob había entrado en la sala sin que se percataran y su voz, en un tono algo alto, les sobresaltó. Esperó a que se volvieran a mirarle y continuó.
—Señori... Sarah —rectificó—, su habitación está preparada. Seguro que querrá asearse después de tan largo viaje.
—Gracias, pero estoy bien.
—Insisto, la noche será larga y le convendría descansar un poco.
—Le he dicho que no es necesario —espetó encarándose a Jacob. Este buscó la mirada del profesor y le hizo un imperceptible gesto solicitando su intervención.
—Hija, hablaremos más tarde. Yo también me daré una ducha y reposaré un poco.
Sarah se quedó mirando a su padre, luego se limpió las lágrimas que corrían por sus mejillas, y se volvió hacia Jacob.
—De acuerdo.
—Bien, acompáñeme, le mostraré su habitación —dijo satisfecho, y salió por la puerta de doble hoja seguido por Sarah.
Recorrieron el mismo pasillo que antes, pero esta vez entraron por otra puerta, que se abrió al introducir, Jacob, un código en un panel de control. La luz se encendió automáticamente y descubrió una estancia de unos cien metros cuadrados que rivalizaría con la mejor suite de lujo del mundo.
—¡Joder! —exclamó Sarah.
—Espero que encuentre todo de su agrado. Si necesita algo, solo tiene que pulsar en la pantalla que hay junto a la puerta o en el cabecero de la cama.
—Claro, claro —contestó distraída, al tiempo que recorría la habitación pasando sus dedos con delicadeza por los muebles.
—Bien, entonces hasta la cena. Ya la avisaremos.
Se disponía a salir cuando Sarah se volvió.
—Jacob, ese era su nombre, ¿verdad?
—Así es.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto, otra cosa es que pueda contestársela.
Sarah se sorprendió de la salida con tintes irónicos.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando para el Sr. Fox?
—Toda mi vida.
—Ya, y cómo diría usted que es.
Estuvo a punto de evitar responder, sin embargo se lo pensó mejor y decidió tomarse una licencia y, mirando a una esquina donde sabía que se encontraba una cámara oculta en un jarrón, dijo:
—El Sr. Fox es un genio, un visionario... y también un romántico.
Y salió de la habitación dejando a Sarah con el ceño fruncido.
En la semioscuridad de su habitación, Dawson, esbozó una media sonrisa y musitó:
—Oh, Jacob, querido amigo, cuánto voy a echarte de menos cuando no estés.
Y cambió de imagen encuadrando a Sarah, parada frente a un cuadro que representaba un paisaje lleno de dunas.
Revisó todas las cámaras, incluidas las que mostraban imágenes de las plantas inferiores, donde se encontraban los laboratorios de I+D, el verdadero corazón de Fox Corporation. Lo hizo de forma rutinaria, no se detuvo en ninguna en concreto, fue pasando de una a otra con un ritmo constante. Técnicos de laboratorio, ingenieros, analistas de sistemas, científicos, mecánicos... Todos con batas blancas y en gran número desfilaron por la pantalla sin que él les prestara demasiada atención. Su cabeza estaba en otro lugar. Se levantó de la mesa de control. Solo vestía una especie de calzón de lino blanco. Sus pies descalzos apenas emitían un leve siseo al desplazarse. Las luces de la habitación se fueron encendiendo a su paso descubriendo su magnificencia, y produciendo reflejos cálidos en el suelo de mármol pulido. Sería difícil describirla, ya que representaba una mezcla de todas las culturas y de todas las épocas. Un compendio de lujo, buen gusto e historia de la humanidad se combinaban en aquel espacio. Se dirigió hasta una pared donde varias vitrinas, de madera de caoba estilo japonés, mostraban múltiples objetos. En una de ellas solo se exponía una pieza. Sobre un soporte de asta de toro reposaba una antigua espada romana. Abrió la puerta de cristal y, con destreza, la sacó de su funda y la blandió. El acero, perfectamente bruñido y afilado, produjo un brillo mate, milenario. La observó unos instantes haciéndola girar en su mano, luego la volvió a dejar en su sitio. En una esquina, junto a la enorme cama con dosel estilo renacimiento, había un espejo de cuerpo entero de la época victoriana, rajado y con la madera oscurecida por los años. Se paró delante de él. Una luz cenital, perfectamente orientada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, lo iluminó. La imagen que devolvió el espejo fue la de un hombre joven, de unos de treinta años, alto y delgado pero fuerte, con músculos largos y fibrosos, con el pelo muy corto y muy negro, y la piel morena y lustrosa, como cuero engrasado. Su nariz era grande, y su mirada dura bajo unas cejas muy pobladas.
Dawson no se miraba por vanidad —aunque era guapo y su físico impresionante—, lo hacía para recordar. Durante un buen rato recorrió con su mano todas y cada una de las numerosas cicatrices que cubrían su cuerpo, prestando especial atención a una en forma de estrella que desfiguraba su pectoral derecho.
En la planta superior, Sarah, observaba la habitación maravillada. Era más grande que toda su casa, e infinitamente más lujosa. Constaba de una sala perfectamente decorada en tonos melocotón, con tresillo de piel, mesa de té y escritorio; a su derecha se encontraba el baño, amplio y cuidado hasta el último detalle; a su izquierda estaba el dormitorio, acogedor y cálido, pero un poco rococó para su gusto. Sobre la cama vio una maleta y algo más: un vestido rojo y en el suelo un par de zapatos a juego. La maleta era suya, el resto no. La abrió y enseguida supo que fue una mujer quien la hizo. Impecablemente doblados había: un pantalón de sport, una falda, una blusa, una camiseta y una chaqueta, prendas intercambiables por color y estilo. Además, metidos en bolsas de tela, había unos zapatos de medio tacón negros y unas deportivas blancas. También encontró ropa interior y un neceser con artículos de higiene personal, incluido su cepillo de dientes, sus pinturas, cremas y hasta unas pinzas para depilar.
Se sentó en la cama y se quitó los zapatos. Reparó entonces en lo doloridos y cansados que tenía los pies. Los masajeó un poco y luego se quitó el vestido. Al dejarlo junto al que estaba en la cama le pareció que su caro Chanel —regalo de su prometido—, era un vulgar trapito. Alargó la mano y acarició la tela de seda con incrustaciones de piedras del vestido rojo. Era espectacular, y parecía de su talla. Lo cogió y se miró, con él sobrepuesto, en el espejo de pie que había junto a la cama. Sí, definitivamente parece de mi talla, pensó. Se calzó los zapatos y le iban perfectos. Caminó con ellos en ropa interior por la habitación hasta que pasó de nuevo por delante del espejo y, al mirarse, se sintió ridícula.
—¿Qué demonios estoy haciendo? —dijo en voz alta.
Se descalzó, dejó el vestido sobre un banco a los pies de la cama y entró en el cuarto de baño. Le hubiera apetecido un baño de espuma, pero no quería esperar hasta que se llenara la bañera, así que se desnudó y se metió en la ducha. Se sorprendió al comprobar que no había mandos. Era un cubo de cristal de tres lados, y en la parte superior una plancha calada. Nada más entrar bajó del techo un cristal que cerró el cubo, y sonó una voz agradable de mujer: "Diga, con claridad, la temperatura que desea". Sarah dudó un instante mirando a todos lados, y luego dijo:
—Treinta grados.
"Usted ha dicho treinta grados. ¿Es correcto?".
—Sí —repitió Sarah, y enseguida una lluvia cálida y uniforme comenzó a caer por los agujeros de la plancha.
Sarah giraba, disfrutando de la sensación tan placentera, cuando echó en falta algo.
—¿Dónde estará el gel? —se dijo a sí misma, y de inmediato notó una fragancia deliciosa, y cómo su cuerpo se cubría de un bálsamo suave y delicado.
Media hora más tarde salía del baño con una toalla enrollada en la cabeza y en albornoz. Se tumbó en la cama y le pareció que lo hiciera sobre una nube. Estaba como nueva. Incluso se atrevería a decir que hacía tiempo que no se sentía tan bien. Creyó imposible que hacía tan solo unas horas estuviera en su fiesta de compromiso y ahora se encontrara en aquel lugar bajo tierra, lujoso y enigmático. De pronto le vino a la cabeza Jeff. Recordó su cara cuando lo dejó allí plantado y enseguida, superponiéndose a ella, la de Ray. Hacía más de un año que no lo veía, y no pudo evitar imaginar cómo estaría. ¿Habría engordado o estaría más flaco?, se preguntó, ¿seguiría llevando ese pelo largo y ondulado o se lo habría cortado?, ¿sería el mismo que ella recordaba o se encontraría con otra persona?
¿Pero qué estoy haciendo?, dijo sacudiéndose las imágenes de la cabeza. Lo suyo había terminado y no había vuelta atrás. Se casaría con Jeff en cuanto todo aquello terminara, lo tenía muy claro. Lo que hizo Ray fue demasiado grave para perdonárselo. Si tenía que pasar unos días junto a él lo haría, pero nada más. Era lo suficientemente madura como para reconducir su vida y asumir que su etapa con él había pasado.
—¡Maldita sea! —murmuró revolviéndose en la cama—. En realidad ya me está distrayendo.
Se obligó a no pensar en su antigua relación y sí a analizar lo que había sucedido hasta el momento. De pronto le pareció todo una auténtica locura. Se estaba embarcando en una aventura de la que no conocía casi nada. Se fiaba del criterio de su padre, pero él, desde que muriera su madre, ya no era el mismo: iría al fin del mundo con tal de honrar su memoria. Respiró hondo y trató de relajarse. En cualquier caso, en unas horas saldría de dudas y entonces tomaría la decisión de continuar o no. Eso no era lo que más le preocupaba. Lo que le provocaba una especie de vértigo interior fue recordar con qué ligereza escapó de la mansión de los Morgan, y en especial de Jeff. Su madre creía en el destino y en seguir los impulsos que nacen dentro de uno, y a esa creencia, fatalista y visceral al mismo tiempo, se aferró para justificar sus actos.
Tengo que secarme el pelo, pero estoy tan a gusto... Cierro cinco minutos los ojos y me levanto, se dijo. Aunque al minuto dormía plácidamente, con una respiración profunda y regular.
Ray Bayona, acompañado de la pequeña y vivaz Grete, llegó una hora más tarde. Siguió el mismo camino que Sarah, pero cuando entró en la gran sala cóncava solo estaba Jacob esperándolos.
—Buenas noches, Sr. Bayona, espero que haya tenido un buen viaje.
—Un poco largo, sobre todo el viajecito en coche. ¿No había un aeropuerto más cercano?
—Cosas de la logística. Era la manera más eficaz de que estuvieran aquí todos con el menor tiempo de diferencia.
—Lo cierto es que no ha estado mal, sobre todo el vuelo. Viajar en primera tiene sus ventajas, ¿verdad? —respondió Ray, muy desenvuelto, guiñando un ojo a Grete. Ella, muy profesional, añadió:
—El Sr. Bayona... digamos que ha hecho buen uso del servicio de cafetería.
—¿Buen uso? Me he tomado tantos whiskys de doce años como horas he pasado dentro del avión —de pronto arrugó el ceño—. Por cierto, usted es...
—Mi nombre es Jacob Brandom.
—Un momento... Esa voz... ¡Usted es el hombre con el que hablé por teléfono!
—Exacto.
—¡Joder, me sacó de una buena! ¡Venga esa mano!
Ray llevaba el pelo bastante alborotado. Se lo echó para atrás metiéndose los dedos a modo de peine y se encaminó, con la mano extendida, hacia Jacob.
—Oh, no es necesario, solo hacía mi trabajo.
—Vale, vale —dijo Ray, deteniéndose a medio camino y levantando ambas manos al comprobar la nula predisposición de Jacob.
Giró en redondo observando la sala.
—Muy bonito, sí señor, impresionante. Y ahora, ¿podría contarme de qué va todo esto? He sonsacado algo a Grete, pero me gustaría conocer toda la película.
Jacob miró con gesto de reproche a la pequeña alemana, que encogió los hombros y desvió la mirada avergonzada. Ray se percató y, con desparpajo y abriendo los brazos, añadió:
—Vamos, no se lo tome en cuenta. Es toda una profesional, pero han sido demasiadas horas juntos y yo puedo ser muy convincente si me lo propongo. Solo sé que se trata de una expedición, que la formarán un grupo de expertos y científicos, que será lejos, y que habrá una cueva de por medio. Esto último fue fácil deducirlo teniendo en cuenta a lo que me dedico.
—Sr. Bayona, le ruego que me acompañe. Antes de seguir hablando deberá pasar por un trámite.
—¿Un trámite?
—Por favor, sígame, se lo explicaré todo en mi despacho.
—Un momento. Usted me dijo por teléfono que saldarían mi deuda si venía, no habló de pasar ningún trámite.
—Y así es. Hasta ahora estamos en paz. Pero para conseguir mucho más, deberá seguir los pasos que le marquemos.
—¿Mucho más dice?
—Detrás de usted —contestó Jacob. Y esperó a que Ray atravesara la puerta de doble hoja.
No puso ningún inconveniente en firmar —algo que Jacob ya suponía—, incluso se mostró entusiasmado de formar parte de algo tan "misterioso", como él mismo dijo. El alcohol que circulaba por sus venas le había soltado la lengua, y el eficiente gerente tuvo que cortar la conversación de golpe.
—Bien, Sr. Bayona, tengo obligaciones que cumplir y usted seguro que desea asearse, cambiarse y descansar un poco antes de la cena.
—¿Cambiarme? ¡Si he venido con lo puesto! —dijo abriéndose la chaqueta.
—En su habitación encontrará ropa, de eso no se preocupe.
—Cojonudo, espero que sea de mi talla.
—De pie un 43, un 44 de pantalón, de camisa la 5 y la 56 de chaqueta. Medidas europeas.
—¡Joder!
Jacob acompañó a Ray a su habitación y luego volvió a la gran sala. Allí continuaba, de pie, Grete. Entró muy enfadado, pero en cuanto vio el rostro esquivo y aniñado de la alemana, se dulcificó un poco.
—Lo que ha pasado quedará entre usted y yo —le soltó cuando la tuvo enfrente—. Pero otra falta de discreción y me veré obligado a informar al Sr. Fox.
—Lo siento, yo...
—No es necesario que diga nada, puede retirarse. Nos veremos en la cena.
La pequeña Grete aún parecía más pequeña cuando se marchó. Incluso despertó ternura en el viejo secretario el verla como una niña indefensa, a pesar de saber de lo que era capaz de hacer con un arma en la mano. En el fondo lo entendía, él también había sido joven y había tenido punciones sexuales. Ella y su hermana no disponían de muchas oportunidades para conocer gente trabajando para Fox Corporation, y Ray Bayona parecía un tipo capaz de seducir a cualquier mujer. No había que ser muy observador para ver que era un hombre alto y bien formado, atractivo sin ser guapo, y con una mirada de ojos oscuros, experta e intensa. Y luego estaba ese aire de seguridad que desprendía, y su imagen de canalla a medio afeitar y despeinado que tanto gustaba a algunas mujeres, porque despertaba en ellas la promesa de una aventura apasionante y nada convencional. Por eso decidió pasar por alto el desliz de Grete; por eso y porque aún más ternura le despertó Ray. Una cosa era la fachada y otra muy distinta lo que se ocultaba detrás de ella, algo que Jacob conocía muy bien.
No había secreto que no conociera de él ni de ninguno de los que allí se habían reunido. En su cajón reposaba un informe extremadamente detallado y minucioso, elaborado por la mejor y más cara agencia de detectives del mundo; tan exclusiva que solo trabajaba para el gobierno y algunos magnates que pudieran permitirse sus servicios.
Jacob sabía que la selección del grupo —entre muchos otros candidatos— no se había hecho atendiendo solo a criterios profesionales, aunque cada uno de ellos era de los mejores del mundo en su campo, sino que habían pesado otras razones más importantes para su elección. Razones que solo conocían él y Dawson.
Ray Bayona se desvistió y se metió de cabeza en la ducha. Sabía que había bebido demasiado y quería estar al cien por cien por lo que pudiera suceder. Su habitación era tan lujosa como la de Sarah, pero él no le daba importancia a esas cosas. Podía pasar una noche en cualquier habitación de hotel del mundo, solo le bastaba con que hubiera una cama y una ducha y no estuviera demasiado sucia. Aunque no era tonto, y disfrutaba de las oportunidades cuando se le presentaban. Por eso se mantuvo bajo esa ducha maravillosa más de quince minutos y luego revisó el armario para ver la ropa que le tenían preparada. Se puso unos calzoncillos que eligió de entre cinco modelos distintos, y el resto los dejó sobre una butaca de piel granate. Seleccionó lo que se pondría después: un pantalón de sport verde caqui con bolsillos laterales, una camisa de lino blanca y unos mocasines marrones, todo de marca y a estrenar. Se sentó a los pies de la cama, colocó las manos detrás de la nuca y se desperezó como si acabara de levantarse de un largo sueño. Luego se quedó con la mirada perdida, fija en un punto lejano e inexistente. En su cabeza una serie de sentimientos encontrados se dieron cita. Por una parte estaba contento de cómo le habían ido las cosas: hacía unas horas se veía con el agua al cuello y a punto de perder todos los dientes, y ahora estaba en un lugar de ensueño y tenía un trabajo con el que probablemente ganaría mucho dinero. Pero por otra parte sabía que cuando una cosa es demasiado buena para ser cierta, es que no lo es. En cualquier caso estaba entre la espada y la pared, y fuera lo que fuese lo que le esperaba no tendría más remedio que aceptarlo. Se golpeó el muslo como dándose ánimos a sí mismo y se levantó en busca del minibar. Lo abrió y solo encontró botellines de agua y de zumo, algunas bolsas de frutos secos y latas de aceitunas.
—¡Pues menudo lujo! —refunfuñó.
Lo cerró de un portazo y caminó por la habitación.
—¿Pero en qué estoy pensando? —se reprochó en voz baja —. No más alcohol.
Estaba nervioso. Era un alocado y un inconsciente aventurero, pero no un idiota. Aquel trabajo olía a chamusquina por los cuatro costados, y le fastidiaba no tener opciones para rechazarlo llegado el caso. Aunque sobre todo le molestaba reconocer que había perdido confianza en sí mismo, que su mejor época ya había pasado, que estaba en ese punto de inflexión en el que se empieza a vislumbrar la curva que indica la inexorable bajada.
—¡Joder!
No quedaba nada del encantador de serpientes, seductor y seguro de sí mismo. En la soledad de aquella habitación solo se encontraba un hombre asustado que no estaba pasando por su mejor momento. Las cosas no le habían salido como esperaba, y el último año había sido un continuo engañarse. Tuvo una buena época en la que todo le iba viento en popa. Fue el espeleólogo más reconocido, el que más dinero ganaba y al que nada se le resistía. Incluso tuvo a su lado a la mujer más maravillosa del mundo. Pero lo fastidió de golpe. Lo que más le dolía era haberla perdido a ella. Intentó recuperarla, aunque fue inútil. Un día aceptó un trabajo en EE.UU. y dejó España, y lo dejó a él. No volvió a verla. De eso hacía más de un año. Una mañana, ojeando una revista del corazón, la vio. La foto la mostraba junto a un joven, hijo de un magnate americano, y la columna que la acompañaba hablaba de su compromiso de boda. Se casaba, la mujer de su vida se casaba y él no podía hacer nada por impedirlo. Aquel día se derrumbó, estuvo a punto de caer de nuevo, pero no lo hizo. Se mantuvo firme en lo que le prometió, con la absurda esperanza de que si un día la volvía a ver pudiera hablarle con la cabeza bien alta. Y aunque eso lo cumplió, su negocio le había ido mal, y todo su futuro dependía de aquel nebuloso trabajo.
—Oh, Sarah, si me vieras ahora —musitó.
Ray no era un hombre que se recreara en su desdicha. Tenía sus momentos de bajón, pero enseguida le ponía al mal tiempo buena cara y buscaba la parte positiva de la vida para superarlos, o al menos eso intentaba. Se aferró a la idea de que si todo iba bien, podía terminar con los bolsillos llenos. Finalmente se tumbó en la cama y, justo antes de dormirse, en un tono que evidenciaba que el sueño estaba a punto de vencerlo, habló semiinconsciente:
—Bueno, veamos dónde acaba todo esto.
En la misma planta, en una habitación contigua, el profesor Costa se afanaba en ultimar los detalles de la presentación. Aunque se la sabía de memoria era un hombre muy meticuloso —una característica que a veces chocaba con su carácter apasionado—, y por eso quería tenerla perfecta. Sobre la mesa del escritorio, a la derecha de la pantalla del ordenador, se encontraba una carpeta con la traducción que él mismo había hecho, un puñado de folios que aportaban la solución a veinte años de búsqueda incansable: el Informe Atticus. Lo cogió y lo hojeó por enésima vez. No se cansaba de hacerlo, ni de darle gracias a Dios por la suerte que había tenido de que el destino se lo pusiera en bandeja. Se quitó las gafas y se frotó los ojos, estaba agotado. Llevaba dos días frenéticos, durmiendo poco y forzando la vista. A pesar de encontrarse en forma y de ser un hombre fuerte ya no era un jovencito, y los sesenta y dos años le pasaban factura. Le vino a la cabeza la imagen de su mujer. Hubiera dado cualquier cosa porque ella estuviera allí, con él. Hubiera dado su vida. Quizá tuviera razón su hija y la búsqueda de la reliquia fuera la manera que tenía de recordarla, de sentirla cerca, de no perderla definitivamente. Eso no importaba. Lo realmente importante era que ella tenía razón, y si todo salía bien lograría realizar su sueño.
Cerró la carpeta y fue al baño. Dejó que el agua corriera. Cuando la sintió suficientemente fría, dejó las gafas sobre una repisa y se mojó la cara. Lo hizo varias veces, hasta que sintió la piel revitalizarse y los ojos dejaron de escocerle. Volvió a la habitación, se sentó en una butaca diseño Charles Eames de suavísima piel negra, y puso los pies descalzos sobre el ottoman. Tengo que relajarme, se dijo. Pero, ¿cómo podía hacerlo con todo lo que le había pasado y lo que aún le quedaba? Además, estaba el tema de su hija y Ray, una situación muy embarazosa de la que él era el principal responsable. Estaba a solas con sus pensamientos y podía ser sincero. Cuando le preguntaron por un espeleólogo, en el primero que pensó fue en Ray Bayona. Y no solo porque fuera uno de los mejores, sino porque le caía bien. Había trabajado con él por primera vez en México, en una cueva en busca de vestigios Mayas, y desde aquella día siempre había contado con él cuando las circunstancias lo requerían. Incluso cuando no, también le gustaba tenerlo cerca. A menudo le invitaba a pasar unos días en alguna excavación, por el puro placer de su compañía. Fue así como se conocieron Sarah y Ray. Ella estaba desenterrando una pieza de cerámica junto a su madre, en un yacimiento en Puerto Rico, cuando él llegó. De aquello hacía más de cinco años, pero aún recordaba las miradas que ambos se dedicaron y el flechazo que se produjo. Sarah aprovechaba sus vacaciones para acompañar a sus padres en sus excavaciones, y nada le gustaba más que desenterrar piezas milenarias y compartir con ellos las noches al calor de una hoguera. Un día, Ray, le preguntó que por qué no había estudiado arqueología si tanto le gustaba y ella contestó que como hobby estaba genial, pero que para trabajar prefería las cosas vivas.
Aquel verano, Ray y Sarah, se enamoraron. Él y su mujer fueron testigos de ello. Y también de la felicidad de su hija. Por eso, cuando se enteró de su ruptura, lo sintió profundamente. Lo sintió porque Ray le caía bien, y sobre todo porque jamás volvió a ver a su hija tan feliz como entonces.
Las cosas no siempre salen como se quiere, pensó el profesor con la mirada clavada en el techo, y una estupidez puede dar al traste con todo. Apoyó a su hija en su decisión y nunca quiso entrometerse. Sabía que su madre sí lo hubiese hecho, pero ya había muerto cuando sucedió.
En el silencio de la habitación se preguntaba si había sido una buena idea traerlo. Era verdad que estaba en la lista de nombres que le entregó el Sr. Fox, y que este también parecía inclinarse por él, pero podría haberse decidido por cualquiera de los otros espeleólogos. Sabía el carácter que tenía su hija, y probablemente el reencuentro no sería fácil.
En fin, ya estaba hecho y no había vuelta atrás, se lamentó lanzando un suspiro. Ahora esperaba que se comportaran como personas adultas y supieran sobrellevarlo. Además, había pasado mucho tiempo y habían sucedido muchas cosas. Sarah había rehecho su vida lejos de España y parecía feliz, o al menos eso le decía, y confiaba en que Ray hubiera cambiado. Si se había equivocado lo sentiría, no podía hacer nada más.
Bajó las piernas del ottoman, respiró profundamente con la intención de insuflarse ánimos, caminó decidido hasta el escritorio y se volvió a sentar delante del ordenador.