12 - EL MUSEO

 

 

 

 

 

Complejo subterráneo de Fox Corporation,

Estado de New York,

Estados Unidos.

 

 

 

Cuando estuvieron todos reunidos en el gran salón abovedado, Jacob abrió una nueva puerta que los condujo a una sala diáfana en la se encontraba un ascensor. Las puertas de aluminio pulido se abrieron después de que introdujera un código, y los siete ocuparon el amplio espacio. En el panel estaban marcadas cuatro plantas, todas negativas, y al lado de cada número había un pequeño botón. Jacob colocó el pulgar en el menos uno y el ascensor comenzó a moverse.

Nadie dijo nada hasta que se detuvieron y las puertas se abrieron, entonces una exclamación de asombro se escuchó unánime.

—Por favor, síganme —dijo Jacob, sin inmutarse.

El espacio al que habían salido era tan grande que no distinguían los límites. Además, la escasa luz —que iluminaba determinadas zonas dejando otras casi a oscuras— no ayudaba a que pudieran hacerse una idea exacta del tamaño de la sala en la que se encontraban.

Caminaron en silencio, hasta que Jacob se detuvo junto a una escultura de piedra que representaba un león. La luz cenital incidía en la pieza —del tamaño de un hombre— resaltando toda su belleza.

—Señoras y caballeros —dijo, algo teatral—. Se encuentran en el museo privado de arte y antigüedades más importante del mundo, y también el más secreto. Me gustaría recordarles el contrato de confidencialidad que todos han firmado. Nada de lo que vean y oigan podrá salir de aquí.

—Es increíble —comentó Víctor a Sarah, en voz baja.

—¿Ya lo habías visto?

—Naturalmente, hija, aunque no con el detalle que hubiera querido. Esto es inmenso. Dawson tiene aquí miles de piezas únicas.

—Pero, ¿cómo es posible? —se preguntó a sí misma a media voz, mientras giraba mirando en todas direcciones.

Una vez acostumbrados los ojos al bajo nivel de luz, distinguieron las paredes de roca viva, y a pesar de que el suelo era de mármol rosa perfectamente pulido, no cabía duda de que se encontraban en una cueva natural. Hasta donde alcanzaba la vista, sobre cubos negros o sencillas estanterías abiertas, había piezas de todos los tipos y tamaños. Sarah distinguió esculturas, cerámicas, joyas y artículos de uso cotidiano pertenecientes a épocas egipcias, romanas, griegas.... Algunas eran enormes, como una estatua de más de tres metros tallada en mármol negro que representaba al dios Horus; otras eran pequeñas y delicadas, como una diadema con piedras preciosas, inconfundiblemente persa. En las paredes, aprovechando los espacios naturales de las rocas y perfectamente dispuestos, había frisos y enormes bajorrelieves de una belleza extraordinaria. Allí donde miraban encontraban una obra de arte antiguo tan soberbia que rivalizaría con la más valiosa de cualquier museo del mundo.

Las hermanas observaban sin moverse del sitio, igual que Peter, que parecía con la cabeza en otro lado. Sin embargo, Víctor, Sarah y Ray iban de un lado a otra con la boca abierta.

—Más tarde podrán mirar todo lo que quieran, ahora debemos continuar —dijo Jacob.

El grupo atravesó la gran gruta en silencio, haciendo resonar sus pisadas en aquel santuario de historia antigua. Mientras lo hacían, Sarah distinguió una pieza a lo lejos. Instintivamente agarró del brazo a Ray para hacerle partícipe de su descubrimiento, y cerca del oído le dijo:

—Mira, ¿has visto eso?

A Ray se le erizó la piel al sentir el aliento de Sarah en su oreja, y se le aceleró el pulso al comprobar que era su mano la que le agarraba. Miró en la dirección que le indicaba, pero un tropel de recuerdos llenaban su cabeza y lo ocupaban todo. La voz de Sarah, esta vez lejos de su oreja, le sacó del trance.

—¿No lo ves?

—Es... espectacular.

Sarah tiró de Ray con intención de que la siguiera y poder verlo más de cerca. Víctor también se separó del grupo y les siguió.

—No existe nada en el mundo igual a esto —comenzó a decir el profesor—. A diferencia del auriga que se encuentra en el Museo Arqueológico de Delfos, del que solo se conserva la figura del conductor y algunos fragmentos de los caballos, este conjunto está completo: auriga, carro y cuatro caballos. Dawson los consiguió por separado, no me dijo ni cómo ni dónde, pero los montó aquí y ahora constituyen la pieza de bronce de la Grecia Antigua más grande que se conserva en el mundo.

Indudablemente era increíble y único, pero lo que emocionaba el corazón de Ray no era esa obra de arte, sino notar a Sarah tan cerca. Aún estaba acostumbrándose a  haberla perdido, asimilando el rapapolvo que acababa de echarle, y sin embargo de nuevo estaba allí, a su lado, como si nada hubiese pasado. La observaba nerviosa, exaltada como una niña, deliciosa en sus gestos y sus mohines, y eso le hacía sentir muy bien.

Víctor continuó hablando de una forma atropellada.

—Estilo severo, siglo V a.C. ¿Os habéis fijado en los detalles de la túnica? ¿Y el exquisito trabajo realizado en los correajes de los caballos? Es maravilloso. Y mirad eso —dijo de pronto, dirigiéndose a una estantería— Una máscara funeraria micénica de oro macizo, más hermosa aún que la de Agamenón.

—Por favor —la voz de Jacob resonó en aquel santuario del arte—. Ya les dije que más tarde podrán mirar todo lo que quieran, ahora debemos seguir.

Sarah se vio agarrada con fuerza a Ray, muy cerca. Sorprendida, se soltó y fue en dirección al grupo. La siguió Víctor. Ray esperó unos segundos, el tiempo que tardó en desaparecer de su brazo, el rastro de la presión de su mano.

Siguieron a Jacob el final de la sala/gruta, hasta llegar a una abertura natural del tamaño de una puerta de garaje. Del techo pendían rocas afiladas e irregulares, y daba la sensación de que se adentraban en una atracción de feria de terror. Estaba muy oscuro y solo un leve resplandor al fondo les orientaba. Recorrieron un trecho de unos veinte metros hasta otra cueva más pequeña, de planta irregular y de unos quinientos metros cuadrados por cinco de alto. El suelo también había sido modificado, aplanado y cubierto de placas de mármol, el resto estaba intacto.

—¿Por qué no hay humedad? —preguntó Sarah a su padre, en voz baja. Ray la oyó y contestó, sin dirigirse a ella en concreto.

—Es una cueva muerta. No existe ningún río subterráneo que la atraviese, o si lo hubo hace mucho tiempo que se secó. Tal vez miles de años.

Sarah no comentó nada y se concentró en admirar lo que allí se exhibía.

La iluminación era semejante a la que habían dejado, pero la colocación de los objetos era diferente; no estaban expuestos ocupando todo el espacio, sino que guardaban una disposición circular en tres líneas concéntricas, dejando el centro vacío.

Víctor se acercó a Sarah y le dijo:

—Es la Sala de Armas. Aquí solo están las que, según Dawson, cambiaron el mundo.

—Ya veo —musitó Sarah, observando un arco que tenía a su izquierda. Era compuesto, asimétrico y curvado. Sin duda huno, determinó. Estaba junto a una aljaba de piel llena de flechas.

Gracias a unos focos invisibles ocultos en el techo, cada una de las piezas quedada perfectamente iluminada y separada del entorno por un espacio oscuro. Sarah no era amiga de las armas, pero aquellas eran de una belleza extraordinaria. Parecían en perfecto estado, a pesar de que algunas tendrían miles de años. Distinguió lanzas griegas, espadas romanas y medievales, armaduras, ballestas, pistolas, rifles... Incluso un avión Fokker de la primera guerra mundial. Pero lo que la dejó con la boca abierta fue un gran objeto que se encontraba al fondo, junto a una antigua bomba atómica, en el anillo más exterior. Estaba tan absorta en él que no reparó en Dawson hasta que casi lo tuvo encima. Les esperaba en el centro de la sala, junto a una pantalla digital que colgaba del techo, frente a ocho sillas dispuestas en línea.

—Por favor, tomen asiento —dijo Jacob, aunque Dawson de inmediato le contradijo.

—Quizá nuestros invitados quieran antes echar un vistazo a los objetos.

Peter siguió las indicaciones de Jacob y tomó asiento en un extremo, cruzó las piernas y los brazos, y echó la cabeza para atrás con los ojos cerrados. No le interesaba nada de lo que veía. Para él todo aquello que tuviera más de un año estaba obsoleto y no servía para nada. Era absolutamente práctico. Solo le entretenían fórmulas matemáticas y galimatías que le llevaran a un nuevo descubrimiento.

Los demás se separaron y fueron cada uno por su lado. Dawson los observaba desde lejos.

Grete buscó con interés las armas de fuego. Se interesó primero por una ametralladora Maxim de 1884, y después por un Winchester modelo 1873 que estaba a su lado.

Dawson se dirigió hacia ella.

—Esa arma conquistó el oeste americano. Puede cogerla si quiere. Los museos del mundo guardan sus piezas dentro de vitrinas, pero la historia ha de tocarse.

Haciéndole caso Grete acarició el rifle, luego lo sacó de su soporte, accionó el cerrojo y apuntó con él.

—Es muy ligero, pero hacer blanco a más de cien metros sería un milagro.

—Pues era posible, se lo aseguro. Respecto a la Maxim, fue la primera ametralladora fiable, efectiva y realmente automática. La Gatling  fue anterior, pero era más un arma de repetición que una verdadera segadora de hombres. Con el uso de las ametralladoras la forma de combatir de los hombres cambió radicalmente, ya rara vez se volvió a ver el blanco de los ojos de tu enemigo antes de matarlo... o que te matara.

Dejó a Grete admirando la pieza de guerra y se encaminó hacia Annika. Esta miraba embobada una estantería llena de armas blancas: cuchillos, dagas, espadas... En el centro destacaba una hermosa espada corta y curva, con la empuñadura  de hueso.

—Sopésela —dijo, poniéndose a su lado.

Annika le hizo caso y blandió la espada.

—Es una falcata íbera. Su manufactura era muy larga y laboriosa, ya que primero se enterraba durante más de dos años para que el óxido eliminara las partes más débiles del metal. Un golpe de filo con ella era devastador, cosa que comprobaron los romanos cuando entraron en Hispania.

—Es hermosa —comentó Annika, embelesada con la empuñadura en forma de cabeza de caballo y el trabajo en damasquinado que decoraba la hoja.

—Para un guerrero íbero era su posesión más preciada.

Sarah pasaba de una vitrina a otra con el pasmo en el rostro, sorprendida  porque su padre se mantuviera tan frío ante tales maravillas.

—¿Qué te pasa? ¿Es que no ves lo que hay aquí?

—Claro que lo veo, hija, claro que lo veo. 

Víctor ya había pasado un día entero admirando la colección y en ese momento solo una cosa ocupaba su cabeza. Estaba nervioso. Tanteaba continuamente la memoria USB que llevaba en su bolsillo. De pronto la sacó y se la mostró a su hija.

—Tengo que preparar esto —dijo, y dejó a Sarah frente a una vitrina en la que se exponía una bastarda, una espada de mano y media con la que se revolucionó el concepto de combate medieval cuerpo a cuerpo.  

Ray miraba más la cueva que hacía de museo que las piezas que allí se exponían. Preguntándose cómo demonios había conseguido Dawson realizar semejante obra. En un momento dado vio a Sarah encaminarse hacia un extremo y a Dawson seguirla, y decidió acompañarles.

Se detuvieron delante de una pieza enorme en forma de cono. Ray se mantuvo unos pasos por detrás de ellos. La luz incidía en el extraño artefacto y parte de ella también caía sobre el pelo de Sarah que, a contra luz, estalló en reflejos dorados.

—Nada más entrar fue en lo primero que se fijó, ¿verdad? —oyó decir a Dawson.

—Sí, cómo...

—Bueno, soy muy observador —se apresuró a explicar—. ¿Le interesa Da Vinci?

—Sin duda, y esta es la mejor reconstrucción que he visto jamás de su famoso tanque.

—A excepción de esa réplica —aclaró señalando a "Little Boy", el nombre con el que se bautizó la primera bomba atómica lanzada en 1945 sobre la ciudad de Hiroshima—,todas las piezas que hay aquí son auténticas. Y esta también, naturalmente.

—Eso es imposible. El tanque nunca se construyó.

—Desde luego que se construyó, aunque no se pudo utilizar. Los que plagiaron el diseño de Da Vinci lo hicieron siguiendo sus planos al pie de la letra y claro, no funcionó.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Sarah.

—A menudo Da Vinci introducía errores en los planos de sus diseños para que no fueran copiados. En este en concreto alteró el sistema de ruedas dentadas que lo desplazaban. Cuando quisieron probarlo, aquellos que robaron su invento, el tanque no se movió del sitio.

—¡Vaya con Da Vinci! ¿Y qué se supone que haría esta especie de platillo volante? —preguntó Ray, mientras se adelantaba y miraba el ingenio.

—¿A usted qué le parece? —respondió Dawson con otra pregunta.

Ray lo observó detenidamente. Era un enorme cono con una torreta en el vértice, donde se abrían unos agujeros. A media altura, y siguiendo toda la circunferencia, asomaban cañones de pequeño calibre. Estaba construido de madera y lo cubrían placas de hierro. Golpeó el blindaje y se agachó. Debajo observó cuatro ruedas también forradas de hierro.

—¿Puedo? —preguntó, señalando el tanque.

—Adelante —respondió Dawson.

Ray intentó empujarlo. Primero con una mano, luego usando las dos y aplicándose a fondo. El tanque ni se inmutó.

—Pues a mí me parece que sin un motor, este cacharro podría hacer bien poco en el campo de batalla —concluyó, dando unos golpecitos con el puño en el hierro.

—Lo manejarían ocho hombres, pero tiene usted razón, hubiera sido un suplicio moverlo incluso respetando el diseño correcto. Da Vinci sabía lo que quería, aunque aún le hacía falta la tecnología necesaria para conseguirlo. Un invento se apoya en otro. Las cosas necesitan su tiempo, el progreso es así. Él, simplemente, no era capaz de esperar. Tenía demasiadas cosas en la cabeza y solo una vida para desarrollarlas.

Dawson acarició el metal con los ojos entornados. Pensaba. La voz de Sarah lo trajo de vuelta.

—Fue el genio más grande que jamás ha existido. Inventó cosas increíbles para su época.

—Sí, increíbles —respondió Dawson, con la voz queda—. Da la sensación de que estuviera inspirado por los dioses.

De pronto una luz los iluminó y se volvieron al tiempo. Vieron a todos sentados menos a Víctor, que trajinaba con una tablet comprobando lo que salía en la gran pantalla que colgaba del techo.

—Parece que el profesor está impaciente por empezar. No le hagamos esperar —concluyó Dawson, y fueron a tomar asiento.

Quedaban libres cuatro sillas. Ray, aunque dudó en dejar un asiento libre entre ellos, finalmente se sentó junto a Sarah. Dawson se dirigió al profesor, que trasteaba con la tablet sin prestar atención a nada más, y dijo:

—Bueno, por fin ha llegado el momento que tanto estaban esperando. Conocerán la razón por la que están ustedes aquí. Para ello, el profesor ha decidido preparar una breve presentación —Dawson sacó una mano del bolsillo, invitó a Víctor a empezar y tomó asiento junto a Jacob.

El profesor encontró el archivo que había preparado y lo abrió. En la pantalla apareció una frase en negro sobre fondo blanco que ponía: La reliquia perdida.

 

Expedición Atticus
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