14 - LA CUEVA

 

 

 

 

 

Zona montañosa,

en el desierto oriental de Egipto. 

Año 336 d.C.

 

 

 

Los trabajos en la mina llevaban detenidos semanas, a la espera de la llegada del tribuno Gayo. Mientras tanto, a todos los trabajadores se les ocupó en la limpieza y filtraje del mineral extraído; aunque sabían que si no se conseguía más oro, pronto se quedarían sin nada que hacer.

Tras la desaparición de Ramel, el maestro cantero, y de su segundo, Drusus, Ático envió un mensaje al tribuno. La respuesta fue rápida y concreta: le ordenaba continuar con los trabajos y le enviaba un nuevo maestro. Nada más llegar, este evaluó la cantidad de oro que habría en las cuevas exteriores y organizó su extracción y, durante algunas semanas, no pasó nada. Hasta que llegó el momento de inspeccionar la tercera cueva, donde se suponía que se encontraba la veta mayor. El nuevo maestro, un romano de mediana edad muy experimentado que había trabajado muchos años en las minas de Hispania, entró por el túnel de acceso acompañado por cuatro soldados —elegidos entre los más fuertes y valientes de la centuria—, y todo volvió a repetirse. A los diez días les dieron por desaparecidos y Ático, de nuevo, remitió un informe a su tribuno. Por entonces se estaba moviendo material atendiendo a las indicaciones que había dejado el desaparecido maestro, y el oro fluía en cantidades asombrosas. Cientos de libras del precioso metal se enviaban cada semana a Constantinopla, la nueva capital del Imperio, y Constantino las recibía con júbilo. Gayo disfrutaba de su momento de mayor gloria, y no estaba dispuesto a que unos absurdos imprevistos en la mina paralizaran su vertiginoso ascenso al Senado. Las órdenes esta vez fueron tajantes: debía acceder al interior de la cueva a toda costa, y para ello podía utilizar todos los medios a su alcance. En esos días ya corría por el campamento la noticia de la desaparición de todo aquel que se aventuraba más allá del túnel, y no le fue fácil encontrar quien quisiera hacerlo. Ni siquiera sus hombres estaban dispuestos a obedecer sus órdenes y, temiendo un motín, decidió incentivarles con oro. Logró reunir un grupo de soldados —la mayoría desencantados con el ejército— que superaron sus miedos y se adentraron en lo que ya llamaban "el infierno", con la promesa de una licenciatura anticipada y riquezas suficientes para vivir el resto de sus vidas. Ninguno regresó, y el terror y la desconfianza se adueñaron del campamento. Al viejo centurión solo le quedó ofrecer la libertad, y una buena bolsa de oro, a cualquier esclavo que lo intentara. Cinco se presentaron voluntarios. Todos tracios. Duros exsoldados apresados después de alguna batalla perdida. Les suministró gladius y antorchas,  y uno tras otro entraron por el agujero en la roca. Ático no había vuelto a pisar la cueva desde el día que desapareció Drusus. Ni siquiera osaba asomarse a la entrada. Esperó paciente en su tienda noticias de los tracios. Lo hizo durante una semana, luego escribió de nuevo a su tribuno. Esta vez no pedía instrucciones, ni ayuda. La carta era más bien un relato de los hechos pormenorizados. Una crónica detallada sin otro propósito que el de informar de todos los acontecimientos desde el mismo instante en que llegaron a la cueva, hacía ya seis meses. Añadía un plano trazado por un escriba —que no incluía nombres—, y lo más importante: su dimisión al mando de la centuria y como comandante en jefe de la explotación minera. Cuando lo tuvo todo preparado hizo una copia, se la envió a Gayo con un correo, y se dispuso a esperar, sabiendo que quizá había firmado su sentencia de muerte.

Gayo, nada más leer el informe sintió estupor, luego ira. El envío de oro desde la mina se había reducido drásticamente, y ya no encontraba excusas que poner al Emperador. Decidió tranquilizarse y pensar como un político. Tenía que informar a Constantino, eso lo sabía, pero tenía que ser cauto e inteligente al hacerlo. No podía quedar ninguna duda de que había hecho todo lo humanamente posible porque los trabajos en la mina continuaran, y de existir alguna deficiencia no debería de ser atribuida a él. Lo primero que hizo fue enviar a un nuevo centurión, acompañado por doce pretorianos, para que se pusiera al mando del campamento,  intentara el último asalto al interior de la cueva y detuviera a Ático; y lo segundo, remitir al Emperador el informe de este, junto con el añadido de las últimas medidas que había tomado. Sabía que quizá no fuera suficiente para apaciguar la cólera de Constantino, que era arriesgado, pero después de darle muchas vueltas al asunto, no había encontrado otra solución. Si perdía sus posibilidades de ascenso, al menos, con un poco de suerte podría conservar su actual puesto.

Los pretorianos salieron al día siguiente hacia la mina, y también la misiva con destino a Constantinopla. Mientras esperaba acontecimientos, Gayo decidió disfrutar al máximo de su palacio en Luxor por lo que pudiera pasar en un futuro no muy lejano.

El nuevo centurión era un joven arrogante recién ascendido, llamado Tito. Llegó  de noche, montado a caballo y seguido por sus hombres. Mostraba con orgullo sus flamantes vestimentas y su armadura de soldado de élite. Lo que vio en la mina no le gustó. Los esclavos permanecían tumbados y encadenados bajo toldos de paja, sin hacer nada, y los soldados apenas les vigilaban, entregados a la bebida y al juego dentro de sus tiendas. Todo era caos y desorden, y la disciplina militar había desaparecido. Indignado buscó a Ático. Lo encontró en su tienda, a medio vestir y con una copa de vino en la mano.

—Soy Tito Quinto, y por esta orden dictada por el tribuno Gayo Aurelio Maro —dijo marcial, mostrando un pergamino enrollado y metido en una funda de piel cilíndrica—, queda relevado. Desde ahora mismo yo estoy al mando.

Ático sonrió, llenó otra copa y la levantó ofreciéndosela.

—Vendrá cansado y con sed. Siéntese y tome un poco de vino, no es muy bueno pero es lo único que nos queda.

Tito apretó la mandíbula y la tiró de un manotazo.

—¡Es usted una vergüenza para el ejército y el Imperio!

—Bueno, es posible —contestó Ático con voz tranquila, mientras se limpiaba el vino que le había salpicado la cara—. Pero por favor, no lo desperdicie. Por aquí no hay muchas más cosas que hacer que beber.

—¡Claro que las hay! —continuó Tito, con el gesto enrojecido por la ira—, como por ejemplo, cumplir con su deber y no refugiarse en su tienda como una mujerzuela asustada.

—Sí, en eso tiene razón. Pero, ¿dígame? ¿Va usted a entrar con sus hombres o esperará fuera?

—Si piensa que voy a creerme todas esas estupideces de desapariciones es que ha perdido el juicio. ¿O acaso simula locura para salvar su vida? Ha logrado asustar al tribuno, pero no a mí.

—Eso parece, aunque no me ha contestado.

—Lo haremos de inmediato, y conmigo al frente. Cuando salgamos usted tendrá que rendir cuentas y yo seré nombrado Primus Pilus, el centurión supremo.

—Brindemos por ello —concluyó Ático, visiblemente borracho.

Solo dejó a un pretoriano fuera. Los demás, con él el primero, se dispusieron a entrar en el túnel. Se despojaron de las vestimentas y protecciones, y solo se quedaron con las sandalias y los calzones de lino. En una mano el gladius, en la otra una antorcha, y colgando del cinturón un puñal. Ático, desde su tienda, los observaba. De pie, a la entrada de la cueva, reían orgullosos y se mostraban impacientes. Los cuerpos de los soldados, embadurnados en aceite para moverse mejor a través de las piedras, brillaban a la luz de las antorchas, resaltando sus músculos, sus tendones, sus venas. Una lástima, pensó el viejo centurión, que  hombres sanos y fuertes, con mujeres e hijos, con toda una vida por delante, vayan a desaparecer para siempre. El pretoriano, que se había quedado fuera, montaba guardia en la puerta de su tienda, y también observaba la escena desde allí. Pero él lo hacía con envidia y rabia por no poder acompañarles. Sin previo aviso, Tito se separó del grupo. Caminó despacio, haciendo girar la espada con movimientos de muñeca. A pesar de que no le veía la cara porque estaba a contraluz, cuando le tuvo delante, Ático intuyó que sonreía.

—Observa a un verdadero soldado. Mira bien lo que hace un centurión del Imperio. ¿Acaso tu valor y tu orgullo se quedaron en el campo de batalla? ¿Se te escaparon por esa herida del brazo? Cuando salga demostraré que todo ha sido una farsa, quién sabe con qué oscuro propósito, y tú morirás por el golpe de mi espada. Me das pena —sentenció, y se marchó sin esperar ninguna respuesta.

Ático le vio regresar con sus hombres e introducirse el primero en la cueva. Soltó un suspiro y levantó la mirada al cielo. Estaba despejado y millones de estrellas titilaban. Se encontraba sereno, el vino hacía horas que había dejado su estómago y su cabeza. Se volvió y buscó los ojos del pretoriano que le custodiaba.

—¿Conoces bien a esos hombres? —el soldado asintió—. ¿Sabes dónde viven sus familias? —volvió a asentir—. Pues ve pensando qué vas a contarles cuando vuelvas.

 

Un mes más tarde, un soldado entraba en la tienda de Ático y anunciaba la llegada que esperaba.

—Señor, el tribuno Gayo Aurelio Maro ya está aquí.

El centurión no dijo nada, solo afirmó con la cabeza y se incorporó de su camastro. Estaba sin asear, demacrado, y lucía una abundante y descuidada barba llena de canas. Poco quedada del hombre que había llegado hacía unos meses, parecía más bien un mendigo. Se cubrió con una sucia túnica y esperó de pie, después de indicar al soldado, con un gesto de la mano, que le dejara solo.

Gayo atravesó las tiendas de los soldados siguiendo la vía praetoria, desde la entrada principal hasta el corazón mismo del campamento, lugar donde se encontraba la tienda del comandante al mando. Vestía una túnica blanca resplandeciente, y brazaletes y colgantes de oro que refulgían con el sol de mediodía. Montaba un corcel negro imponente, y no venía solo. Le acompañaba un séquito compuesto por tres criados, diez pretorianos como guardia personal y un carro de mediano tamaño conducido por un muchacho. Encontró pocos soldados fuera de sus tiendas, y los que vio estaban sentados en el suelo o tumbados durmiendo la última borrachera. Venía preparado para encontrarse cualquier cosa, pero aquello era peor de lo que había imaginado. Había pasado antes por la zona donde estaban los esclavos y trabajadores de la mina, y lo que vio no era menos desolador. Se paró frente a la tienda de Ático y desmontó. El sol estaba en todo lo alto, y el calor era inmisericorde. Se moría por una sombra y un trago de vino fresco.

—Esperen aquí —ordenó a sus hombres.

Sus sandalias, de buen cuero, levantaron un fino polvo que enseguida se volvió a posar en el suelo a causa de la ausencia absoluta de viento. No entró en la tienda del centurión irritado, ni dispuesto a impartir un correctivo. Buscaba, simplemente, alguien con quien desahogarse.

—Ático, tenemos que hablar —la tienda olía a orines y a vino rancio, y no pudo evitar un gesto de desagrado—. Sentémonos.

Los dos hombres tomaron asiento en torno a una pequeña mesa, llena de pergaminos desordenados y platos sucios. Las tupidas lonas de la tienda apenas dejaban entrar la luz, y el interior estaba en penumbras. Gayo tardó unos minutos hasta que sus pupilas se adaptaron, acostumbradas como estaban a la luz del sol. Cuando lo hicieron fueron desvelando, poco a poco, la imagen misma de la desolación.

—¿Desde cuánto hace que nos conocemos, Ático?

—¿Diez años? ¿Doce? —contestó, algo confundido por el tono cordial, casi paternal, del tribuno.

—Era muy joven la primera vez que te vi. Yo iba con mi padre, y tú mandabas una centuria. Recuerdo que fue en Tracia. Luego luchaste a mis órdenes contra los francos y los salvajes hispanos. Fueron buenos tiempos —desvió la mirada nostálgico—. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

—A veces las cosas no salen como uno planea —contestó fatalista—. ¿Ha traído víveres? Mis hombres se mueren de hambre y de sed. Hace un mes que no llegan provisiones.

—¡Escucha! —espetó de pronto, agarrando con fuerza la mano del centurión—. Constantino no atiende a mis consejos. Desea ese oro a toda costa y quiere que yo se lo consiga. Se ha vuelto medio cristiano —soltó la mano de Ático y pareció relajarse de nuevo—. Ahora tiene fe ciega en esas creencias y en sus símbolos. Me ha dicho que si algo maligno se oculta en esa cueva, ellos lo eliminarán. ¿Y sabes qué me ha mandado ese puto estúpido? —liberó de pronto la tensión acumulada golpeando la mesa.

Ático no contestó, tenía la garganta seca y le costaba hablar.

—Una jodida reliquia cristiana. Una mugrienta lanza que su augusta madre le trajo de Jerusalén. Eso es lo que ha enviado. Una jodida lanza. ¿Y sabes lo más gracioso? Quiere que la lleve yo. Que sea yo quien entre en ese maldito agujero y santifique el lugar. Dice el necio, que si pudo matar a un Dios podrá acabar con un demonio.

—Ya veo —intervino lacónico.

Gayo se había derrumbado en la silla y respiraba con dificultad. El centurión le observaba sin demasiado interés.

—Quiero tu consejo.

Ático se levantó de la silla y fue hacia la puerta de la tienda. Descorrió un poco la tela y se asomó al exterior. El sol hirió sus ojos y le costó enfocar. Finalmente distinguió a los pretorianos que esperaban montados a caballo, y el carro.

—¿Qué más instrucciones le ha dado el Emperador?

—Si... fracaso —contestó Gayo, con la voz queda— quiere que se selle la mina, y se borre toda señal de que aquí hubo un campamento y una excavación. No puede quedar ningún resto. Deberán quemarse todos los documentos que hablen de la mina, como si nunca hubiera existido. Luego regresarán a Luxor.

—Entiendo —dijo reflexivo el viejo centurión.

Gayo se levantó de un salto y cogió a Ático por los hombros.

—¿Qué puedo hacer?

—Si entra en esa mina nunca saldrá. Márchese lejos, coja a su familia y su dinero y váyase lo más lejos posible.

El tribuno soltó a Ático y se volvió desconsolado.

—Me temo que ya es demasiado tarde. Soldados enviados por Constantino custodian mi palacio y a mi familia, y ellos... —dejó la frase inacabada mientras señalaba con mano temblorosa al exterior—. Si no lo hago me matarán.

Un retortijón en el estómago hizo que Ático se doblara de dolor. Se pasó la lengua seca por los agrietados labios y, abriendo los brazos, dijo:

—Entonces, bien poco podemos hacer ya. Comamos y bebamos hoy, y mañana los dioses dirán.

 

No fue a la mañana siguiente. Esa misma noche, Gayo Aurelio Maro, tribuno romano, vestido únicamente con una corta falda, y portando una antorcha en una mano y una lanza herrumbrosa en la otra, penetraba en el túnel completamente solo.

En realidad no era una lanza de cuchilla en forma de hoja, sino un pilum que, para facilitar el paso con él por la angosta abertura, iba desmontado: la vieja punta de hierro por un lado, y un nuevo mango de madera de roble por el otro. En una bolsa de cuero llevaba un par de pasadores —para acoplarla cuando el espacio lo permitiera— que tintineaban al ritmo de su incontenible tiritona.

Ático ni siquiera salió de su tienda para verlo. Permaneció en ella, poniendo al día su informe y más tarde escondiéndolo bien entre sus ropas. Al menos había comido algo, y disponía de una jarra de vino para pasar la noche. ¿Cuándo darían la orden de regresar? ¿Cuánto esperarían? ¿Una semana? ¿Diez días? Se preguntó. Eso no importaba. Nunca regresaría a Luxor, eso lo tenía muy claro. El Imperio no dejaba cabos sueltos.

Fue al octavo día de la desaparición del tribuno, cuando un suboficial pretoriano le entregó las órdenes. Le dejó que las leyera, y luego las quemó en el trípode que ardía a la puerta de su tienda. Era de noche, y una suave brisa recorría el campamento ahuyentando el infernal calor acumulado durante el día. El viejo centurión agradeció el frescor en el rostro y se permitió disfrutar de la noche egipcia por última vez. Paseó entre las tiendas con paso lento, vestido únicamente con una fina túnica de lino. En su cabeza mil momentos, mil recuerdos pasaron a una velocidad de vértigo, hasta que se detuvieron de golpe, justo en el instante en el que un enemigo atravesaba su brazo con una lanza. Se lo tocó, palpó su piel, sus músculos atrofiados, sus tendones duros como el hierro, el relieve de la cicatriz. Debió morir aquel día en el campo de batalla, con honor. Triste destino le aguardaba después de tanta gloria. Se preguntó cuándo lo harían. Si sería esa misma noche o a la mañana siguiente. ¿Lo harían en su tienda mientras dormía? ¿O lo harían en público, delante de sus hombres? En cualquier caso, sería un vergonzoso final.

Casi sin darse cuenta, sus pies le llevaron hasta la cueva.

Los trabajos para sellarla ya estaban casi terminados. Al día siguiente, colocarían las últimas rocas y lo cubrirían todo de arena. Sería como si nunca hubiera existido. Un par de trípodes ardían junto a la entrada, y un soldado montaba guardia.

—¡Alto! ¿Quién va?

Flaco, barbado, con la mirada perdida... Las llamas lo iluminaron y su túnica blanca se tiñó de ámbar. Ático se asemejaba a una aparición. Se acercó despacio, sin inmutarse, a pesar de que el soldado sacaba su espada. No dijo nada, esperó a que este lo reconociera.

—A la orden, señor —lo hizo al final, pero le costó. Jamás había visto a su superior en semejante estado.

—Vamos, Sexto —dijo, llamándole por su nombre—, sabes que yo ya no mando este campamento.

—Señor, los hombres están intranquilos. ¿Qué pasará con nosotros?

—Mañana volveremos a Luxor, por fin todo habrá terminado.

—Eso se comenta, pero no nos fiamos —en la voz del joven soldado se apreciaba un leve temblor, estaba asustado.

Ático no contestó, solo puso una mano en su hombro mirando el oscuro agujero que quedaba por cerrar. En ese momento, supo lo que debía hacer.

—Pronto amanecerá. Ve a dormir un rato, yo me encargaré de la última guardia.

—Pero, señor... —dijo con un hilo de voz.

—No puedo dormir, así haré algo útil. Además, la noche está hermosa. Vamos, te lo ordena tu superior —zanjó poniéndose serio.

A regañadientes, el soldado se dispuso a marchar.

—Déjame tu gladius —le solicitó Ático, bajando el tono—, he olvidado coger el mío.

No había más guardias en el campamento, ¿para qué? Ya nada había de valor que custodiar. Y a excepción de los que llegaban allí siguiendo un mapa, nadie más conocía su emplazamiento. Era un oasis de vida en mitad del desierto.

Se colgó el gladius, encendió una antorcha,  y comenzó a trepar por la empinada pendiente de rocas acumuladas en la entrada. Las sandalias de suelas claveteadas resbalaban y, con una mano ocupada y la otra casi inútil, a punto estuvo de caer en más de una ocasión antes de llegar arriba.

La cueva no estaba como la recordaba. Los trabajos de los mineros habían sido intensos y la pared de la izquierda —donde antes estaba el filón de oro— ahora presentaba una profunda hendidura. Además, el suelo estaba cubierto por completo de rocas y material de trabajo, como picos de hierro, artesas de madera, cestos de esparto para acarrear el mineral... Caminó con cuidado para no torcerse un tobillo, y accedió a la segunda cueva siguiendo el camino que recordaba. La encontró más o menos igual que la anterior, allí ya no quedaba una onza de oro por sacar. Titubeaba. Notó una flojera en las piernas. Se apoyó en la pared de su derecha y avanzó despacio. Al fondo, más al fondo, se encontraba su destino. Distinguió el agujero. Era mayor que antes, casi del tamaño de un hombre. Parecía que los mineros habían intentado facilitar la entrada agrandándolo. Se asomó y comprobó que solo lo habían excavado unos pocos metros, luego continuaba siendo un estrecho túnel. Cogió una lucerna del suelo, la encendió y la colocó en la oquedad que había justo arriba. Se quedó mirando la débil llama que salía de la pequeña lamparilla de arcilla y aceite y, casi sin darse cuenta, su cuerpo fue cediendo hasta que terminó sentado en el suelo, con la espalda apoyada junto a la entrada como hiciera unos meses antes.

—Bueno, aquí estamos como al principio —se dijo en voz alta.

No moriría con deshonor. Se sentía viejo y cansado, y su brazo tullido le mermaría mucho en un combate, pero eso no le impediría enfrentarse a cualquier hombre si con ello lograba morir orgulloso de haber sido un buen soldado. Pero el enemigo era otro. Algo desconocido e implacable. Algo que escapaba a su entendimiento. Por esa razón, estaba nervioso. Nervioso y asustado.

Repasó la memoria de tantos compañeros de armas que regaron con su sangre los campos de batalla de medio mundo, y rezó unas plegarias a sus dioses para que acogieran sus almas con la dignidad que se merecían.

—Debí morir aquel día, junto a Drusus. Ahora es tiempo de enmendar los errores —musitó cabizbajo.

Cogió la antorcha del suelo y se levantó. La luz combinada de la lucerna y la tea proyectó, sobre las paredes de roca, sombras dobles que se agitaron fantasmagóricas.

—¡Voy a por ti, demonio! —gritó a la puerta del túnel—. ¿Estás preparado para morir? Porque yo, sí lo estoy.

Recorrió erguido los pocos metros donde podía hacerlo, sosteniendo la antorcha con su brazo derecho, maldiciendo por no poder llevar el gladius desenfundado. Un pie detrás de otro, las sandalias levantando un fino polvo de cuarzo a su paso y la luz danzante iluminando las puertas del infierno. Llegó al túnel, donde tendría que entrar arrastrándose. Puso la mente en blanco y se agachó.

Entonces, oyó algo.

Dejó la antorcha en el suelo y desenfundó. Dio unos pasos hacia atrás. Aguzó el oído. No cabía duda, el sonido provenía de dentro e iba acercándose. Alguien o algo rozaba contra las rocas del interior y se aproximaba a buen ritmo. Ático evaluó la situación. El lugar donde estaba no era el mejor sitio para luchar con una espada. Aunque estaba de pie, era demasiado estrecho. Reculó sin dejar de mirar el oscuro agujero que daba paso al túnel. No cogió la antorcha, no podía. La luz de la lucerna será suficiente para ver tu cara, y tú la mía, se dijo con rabia. El ruido fue en aumento. No le cabía ninguna duda, pronto se reuniría con sus antiguos compañeros de armas.

Salió a la cueva de nuevo. Se situó frente a la entrada. La débil llama de la lucerna de arcilla iluminó al hombre, al soldado, al guerrero. El gladius en su mano derecha en posición de ataque, las piernas bien afianzadas en el suelo, la izquierda un poco más adelantada que la derecha, y la mayor parte del peso sobre esta. Echaba en falta su escudo, echaba en falta su brazo izquierdo. Aún así se notó sereno, tranquilo. El miedo había desaparecido, como cuando entraba en combate. Solo le quedó el instinto de la lucha, todo lo demás distraía del auténtico objetivo: matar y no morir.

Lo que fuera, había salido del túnel. Pasó por encima de la antorcha, tirada en mitad del pasillo agrandado, y continuó avanzando. Ático entornó los ojos para ver mejor. Le costaba distinguir a su enemigo, debido al contraluz que producía la tea caída  y el destello de la lucerna. Parpadeó. Necesitaba ver bien.

—¡Vamos, aquí me tienes! —bramó, más para insuflarse valor que para retar a un enemigo que se le antojaba indestructible.

No retrocedería ni un paso. Allí mismo, donde tenía clavados los pies, lucharía y moriría.

Pronto dejarás de ser una sombra y se revelará tu verdadera naturaleza, pensó mientras apretaba la empuñadura de su gladius.

Entonces lo vio, y soltó todo el aire que tenía retenido en sus pulmones. 

 

Expedición Atticus
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