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A las siete sonó al timbre.
-¿Sí?
-Amanda, soy yo, David.
-¿David?
Ante la sorpresa de ella, respondió:
-Ya sé que llego pronto. ¿Puedo subir?
-Claro –respondió apretando el interfono-. Sube.
Empezó a correr por su piso. Estaba a medio vestir. Después de ducharse se había pasado más de veinte minutos en albornoz sentada frente al armario. Al final se había dado por vencida y lo único que había decidido era que se pondría unos vaqueros. Sabía que le quedaban bastante bien, y con las botas que le habían regalado sus padres por Navidad tenía un aspecto bastante sofisticado. La mitad superior del cuerpo era un poquito más complicada.
-¿Hola?
Escuchó a David en la entrada.
-Pasa, en seguida salgo –mintió entre dientes.
Entró y cerró la puerta tras él. Se quedó allí de pie durante unos minutos y
se deleitó en la decoración. Amanda era una fanática de las antigüedades, igual que él, y a juzgar por la lámpara que había en la mesita era obvio que le gustaba comprar cosas en mercadillos. Esa chica era demasiado buena para ser real.
Respiró hondo y rezó por no echarlo a perder. Cinco o diez minutos más tarde ella apareció.
-Siento haberte hecho esperar –dijo detrás de él.
Iba a decirle que no importaba pero cuando se dio media vuelta para mirarla perdió la capacidad de razonar.
Estaba preciosa. Llevaba una camiseta de corte imperio color verde oscuro que le dibujaba un escote dulce pero a la vez de vértigo. Todas sus intenciones de ser cauto se esfumaron en ese instante. No iba a poder resistirse.
-¿Qué hora es? –preguntó ella-. ¿Te apetece tomar algo?
-Son las siete y veinte –dijo él pasados unos segundos-. No, gracias. Estoy bien. Te he traído algo. –Del bolsillo de su chaqueta sacó una bolsa llena de piruletas.
-Gracias –respondió ella con una sonrisa-. Pero no tenías que traerme nada. Además, no puedo comérmelas.
-¿Por qué no? Y no digas ninguna tontería sobre…