me lo dijeron… -se rió-. Estaban convencidos de que si la quería no tenían más remedio que aguantarse.
-¿Y la querías? –preguntó ella interrumpiéndole.

 

-No. –La miró a los ojos-. Ahora sé que no, pero por aquel entonces creía que sí. ¿Qué más podía pedir? Una mujer muy atractiva, con éxito y perteneciente a una de las familias más ricas del Reino Unido quería casarse conmigo. –Bebió un poco más y Amanda lo miró como si aún no entendiera nada-. En fin, en aquella época yo estaba muy liado con el desarrollo de un nuevo programa para una empresa farmacéutica, pero a Eva parecía no importarle: mientras estuviera para escoger las cosas de la boda, todo iba bien. Un día salí antes de trabajar, estaba muy cansado porque la noche anterior habíamos ido a cenar con sus padres. – Respiró hondo-. Abrí la puerta del piso y escuché voces; en seguida reconocí la voz de Charles y fui hacia el salón. Estaba vacío. Volví a escuchar risas y subí las escaleras. Me quedé quieto frente a la puerta de la habitación, estaba entreabierta y pude ver que Eva estaba recostada sobre el pecho desnudo de mi amigo. Se estaban riendo de mí.
Amanda le apretó la mano. Se quedaron unos segundos en silencio y cuando creía que él ya no iba a decirle nada más, continuó:
-Eva le estaba diciendo a Charles lo soso y estúpido que yo era. Al parecer llevaban más de un mes acostándose pero ambos habían decidido mantener su relación a escondidas. Mi «prometida» le decía a mi «mejor amigo» lo idiota que era yo por no darme cuenta de nada y que si las cosas seguían así, su relación podría continuar incluso después de la boda. Charles le dijo a «su pichoncito» que
yo era el típico yerno perfecto y que mientras su padre estuviera contento ellos dos podrían seguir con su aventura. Eva se rió y le dio la razón.
-Dios mío… ¿qué hiciste?

 

Él apartó la mano y se la pasó por el pelo.

 

-Nada, di media vuelta y me fui. Caminé hacia un parque y me senté en un banco. Me temblaban las manos y no podía dejar de mirármelas.
-Es normal.

 

-¿Tú crees? Tardé unos minutos en tranquilizarme, y cuando lo conseguí me di cuenta de que no me dolía pensar que ella estuviera con otro hombre; a decir verdad, me era igual, pero me sentía como un imbécil. Engañado. Estafado. Mi mejor amigo, el chico con el que prácticamente había crecido, se estaba acostando con la mujer que se suponía que iba a compartir el resto de su vida conmigo. Y los dos lo hacían sin ningún remordimiento. Me sentía aliviado de tener un motivo para anular la boda, pero había dos preguntas que no me dejaban tranquilo: ¿cómo era
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