pasional; las pinturas o las esculturas le gustaban o le parecían horribles sin acuerdo a un criterio claro. Cuando una captaba su atención, se podía pasar horas mirándola, pero si no, con menos de un segundo le bastaba. Fue una mañana llena de risas; los dos estaban relajados e intercambiaban bromas a la vez que miradas. Él le ponía la mano en la espalda con disimulo para acompañarla, y ella fingía no notarlo… aunque en realidad se le ponía la piel de gallina.
-¿En serio te gusta esta «cosa»? –preguntó ella señalando un montón de cartones-. ¿Cómo puede ser que te guste esto y a la vez esos cuadros tan preciosos que hemos visto antes?
-No sé. Me parece interesante –dijo él tomándole el pelo. La verdad era que no le gustaba la escultura, pero le fascinaba verla sonreír.
-¿Interesante? –Lo miró a los ojos-. ¿Te estás riendo de mí?

 

-Un poquito. –Le cogió la mano-. Tengo hambre. ¿Y tú?

 

-Sí, pero no sé si quiero comer contigo. –Le guiñó el ojo-. Alguien que cree que las cajas de desván son arte no se merece mi compañía.
-De acuerdo, lo confieso, no me gustan. –No le soltó la mano y se dio cuenta de que ella tampoco parecía incómoda-. Vamos a comer.
-Está bien, pero que conste que lo hago porque quiero que me ayudes a terminar los crucigramas que tengo pendientes de la semana pasada. Había demasiados términos geográficos.
-S i e mp r e e s u n p l a ce r s er t e d e ay ud a.

 

Caminaron hacia la salida y David tiró de ella. Sabía perfectamente dónde quería llevarla. Allí cerca había un pequeño restaurante italiano al que había ido con sus hermanos y al que siempre había deseado volver. Con Eva habría sido imposible, demasiado ruido y pocas estrellas Michelin.
-Es precioso –exclamó ella al entrar-. ¿Cómo descubriste este sitio?

 

-Vine un día con mis hermanos.

 

-¿Tienes hermanos?

 

-Dos, ¿y tú? –Abrió la carta.

 

-No, soy hija única, digamos que fui una sorpresa para mis padres.

 

-Estoy seguro de que están encantados.

 

-Ahora sí, pero de pequeña se lo puse muy difícil.

 

-No tengo ninguna duda.

 

-¿Qué vas a pedir? –preguntó Amanda, que jamás se había sentido tan cómoda con ningún hombre-. Yo pediré la lasaña.
-Creo que pediré los fettuccini. –Cerró la carta y le hizo una señal al camarero para que tomara nota-. ¿Qué haces esta tarde? Podríamos ir al cine.
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