crucigrama, y tan ajena a lo sensual que estaba mientras mordía ese bolígrafo. Él, que llevaba casi un año sin sentir el más mínimo atisbo de deseo, había dado gracias a Dios por haber llevado la bolsa precisamente ese día y poder así ocultar lo excitado que estaba. Eso no era normal. Al menos no para él. Se pasó más de diez minutos pensando en cómo acercársele y cuando vio que iba a bajar, supo que
tenía que arriesgarse. Además, se moría de ganas de decirle que una de las palabras que le faltaban era «Madagascar». Al día siguiente, cuando ella le dio la piruleta, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no besarla. Se contuvo por dos motivos: primero, seguro que lo arrestarían, y segundo, ella no querría verlo más.
Y pasara lo que pasara, quería seguir viéndola. Después de ese año horrible, quería seguir viendo a Amanda. Necesitaba recordar que no todo el mundo era como Eva y Charles.

 

 

El jueves Amanda salió a la hora habitual, es decir, a la de toda la vida. La noche anterior había decidido aterrizar en el planeta tierra y olvidarse de David y de todas las películas románticas del mundo. Salió de la revista y se compró una chocolatina como premio por haber tomado una decisión tan madura. Llegó al metro, subió y… cuarenta minutos más tarde abría la puerta de su casa furiosa por
no haber terminado el crucigrama; ese día tenía más topónimos que de costumbre. Leyó un rato y se fue a dormir jurándose que no iba a soñar con guapos desconocidos que guiñan los ojos en el metro.

 

 

 

 

David maldijo su suerte y, a juzgar por el modo en que le miró la anciana que tenía al lado, las palabrotas que soltó fueron de lo más explícitas. Amanda no estaba en el vagón. Ni tampoco en la estación. Mierda. Al llegar a su parada, bajó y, mientras recorría el camino que faltaba hasta su casa, decidió que no iba a resignarse. Ni hablar. ¿Qué sabía de esa chica? Nada. No, eso no era cierto. Sabía que le gustaban los crucigramas, que tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás, que le gustaban los caramelos, que tenía los ojos preciosos, que cogía el metro a la misma hora que él y que se bajaba dos estaciones antes. Con eso había bastante. Si él era capaz de crear el mejor programa del mundo para cualquier banco, bien podía dar con su misteriosa Amanda.
Llegó a su casa; con el dinero de la venta del piso había decidido comprarse una pequeña y destartalada casa en las afueras. Eva quería vivir en el centro de la ciudad, él no; en realidad lo odiaba. Odiaba las multitudes y los ruidos; le gustaba muchísimo estar allí y poder ir remodelando poco a poco todas las habitaciones. El
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