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Amanda salió de la revista media hora más tarde que de costumbre. Sam estaba un poco saturado de trabajo: Gabriel seguía en Barcelona, él y Ágata habían hecho las paces y no regresarían a Londres hasta la siguiente semana. Se alegraba mucho por ellos; Gabriel se merecía ser feliz y la española, además de conquistar a uno de sus mejores amigos, era una chica fantástica a la que también echaba de menos.
Se dirigió hacia el metro y bajó las escaleras silbando. La semana había empezado bien e iban recuperando la normalidad poco a poco. Los últimos meses habían sido una locura y Amanda, como secretaria de Sam, el director de la revista, había ido de cráneo e incluso había llegado a temer que The Whiteboard cerrara para siempre. La publicación había vivido momentos muy críticos cuando artículos aún por publicar habían aparecido impresos en la competencia. Afortunadamente, Sam y Gabriel supieron reaccionar a tiempo y pocos días atrás habían atrapado al ladrón. Por fin había vuelto la calma, aunque debido a la ausencia de su mano derecha y redactor estrella, Gabriel, Sam seguía muy liado y hoy la había retenido
allí más de lo habitual, pero no le importaba, tampoco tenía a nadie esperándola en

 

c a s a.

 

La puerta del vagón se detuvo justo delante de ella y Amanda entró y se sentó en el extremo de uno de los bancos, pegada a la salida. Se colocó el bolso encima del regazo y sacó el periódico; ahora empezaba uno de los mejores momentos del día: el crucigrama. Le encantaba resolver crucigramas; se había aficionado a ello de pequeña, cuando su padre la retaba a que los terminara antes que él y, si lo lograba, le daba una piruleta. Por aquel entonces una piruleta, de esas rojas color sangre, era el mayor de los tesoros, sobre todo teniendo en cuenta que su madre era dentista y le tenía prohibido comer caramelos. El trayecto hasta su pequeño apartamento duraba media hora, ocho paradas encerrada en un metro abarrotado, pero así tenía tiempo para resolver el crucigrama entero y, para seguir con la tradición, comprarse una piruleta en el quiosco que había al salir. El altavoz anunció su estación y a Amanda aún le faltaban un par de palabras. Bueno, aquel día no lo había logrado. Guardó el bolígrafo y se puso de pie. Las puertas se abrieron.
-Madagascar.

 

Al escuchar la voz, Amanda se giró y vio a un chico mirándola.

 

-¿Perdón?

 

El metro empezó a pitar para anunciar su salida.

 

-Once vertical –dijo él con una sonrisa-. Madagascar.
4 horizontal, Roma al revés
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