Las puertas se cerraron a la vez que él le guiñaba el ojo. Atónita, Amanda miró su periódico.
«11 vertical: Nación insular situada en el Océano Índico, frente la costa sudeste del continente africano, a la altura de Mozambique.»
-Madagascar –pronunció en voz alta para sí misma, mientras recuperaba el bolígrafo allí mismo para escribirlo. Ahora sólo le faltaba una palabra. Desvió la mirada para releer la otra definición y, ahora sí, dio con la respuesta. Había acabado el crucigrama.
Ca m i n ó co nt e nt a h a c i a e l q u i osc o y s i n c u es t i o n á r s e l o d e m a s i a d o , c o m p r ó n o

 

una sino dos piruletas: una para ella y otra para su misterioso, y demasiado atractivo para ser real, ayudante. A pesar de que estaba convencida de que era imposible que volviera a verlo, Amanda se guardó el caramelo en un bolsillo del bolso, por si acaso. Entró en su casa, se quitó los zapatos (usar tacones era uno de sus pocos vicios) y fue a la cocina para ver qué podía prepararse para cenar. Las opciones se reducían a dos: leche con galletas o lasaña congelada. Optó por la lasaña, e incluso se premió con una copa de vino. Estaba contenta: el hermano listo de Brad Pitt -había decidido llamar así al chico del metro, pues tenía unos rasgos similares a los del actor pero con gafas y el pelo más desaliñado- le había guiñado
el ojo. A ella. A Amanda Sole, castaña, de metro y medio y con una figura con demasiadas curvas para los cánones actuales. De pequeña le había preocupado, ahora ya no; había pasado de «gordita» a «voluptuosa». No se engañaba a sí misma, no era Mónica Belluci ni Sophia Loren, pero había aprendido a vestirse y sabía sacarse partido… aunque a veces tenía ganas de gritarles a ese montón de sacos de huesos que poblaban la capital británica que se fueran al infierno. «La envidia es un pecado, le decía siempre su abuela.» Y ella pecaba... Pero bueno, ahora, con veintiséis años, y después de varias dietas fallidas y sesiones maratonianas en el gimnasio, había aprendido a quererse a sí misma y era feliz.

 

 

 

 

Al día siguiente Amanda podría haber salido puntual pero prefirió mandar un par de e-mails más y así coger el metro a la misma hora que el día anterior. Mientras bajaba las escaleras trató de convencerse de que no lo hacía para ver a ese chico, sabía que era imposible, pero no sirvió de nada y cuando no lo vio en la estación perdió el buen humor. Se sentó en un banco y, justo cuando iba a colocar el periódico en su regazo, él entró y las puertas se cerraron. Llevaba el pelo igual
de despeinado que el día anterior y tras dejar la bolsa en el suelo se colocó bien las gafas. Giró la cabeza a ambos lados, como si buscara a alguien, y cuando sus ojos
4 horizontal, Roma al revés
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