UNA VERSIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS
Si en verdad nos dejaron elegir,
debimos tardar mucho en pensárnoslo.
Los cuerpos en oferta eran incómodos
y al estropearse se afeaban.
Aborrecíamos
los medios de saciar el hambre,
nos repugnaba
la involuntaria transmisión de caracteres hereditarios
y el ajetreo de las glándulas.
El mundo que se nos adjudicaba
sufría una desintegración constante.
Los efectos de las causas hacían estragos.
Con espanto y tristeza
rechazamos la gran mayoría
de los destinos
que nos dieron a hojear.
Surgían esta clase de preguntas:
si merece la pena parir con dolor
un niño muerto
y para qué ser un navegante
que nunca arribará.
Aceptamos morir,
pero no de cualquier manera.
Nos atraía el amor,
eso sí, pero el amor
que cumple sus promesas.
Del oficio del arte
nos repelía
tanto la precariedad de las valoraciones
como la fugacidad de las obras maestras.
Todos queríamos una patria sin vecinos
y vivir la vida
en una tregua entre dos guerras.
Ninguno de nosotros quería tomar el poder
ni sufrir su dominio,
nadie quería ser víctima
de ilusiones propias ni ajenas,
no había voluntarios
para formar masas ni desfiles,
y, para tribus en extinción, aún menos.
(Sin todo lo cual la historia
no podría acontecer
durante los siglos previstos.)
Mientras, una enorme cantidad
de estrellas encendidas
se apagó y se enfrió.
Era hora de decidirse.
Con muchos reparos
aparecieron por fin candidatos
a algunos descubridores y curanderos,
a unos cuantos filósofos sin renombre,
a un par de jardineros anónimos,
a prestidigitadores y músicos
(aunque a falta de otras candidaturas
ni siquiera estas vidas
se habrían perpetrado).
La reflexión se imponía
una vez más.
Nos ofrecieron
un viaje
del que regresaríamos
prontos y seguros.
Una estancia fuera de la eternidad,
al fin y al cabo monótona
y carente de transcurso,
podía no repetirse nunca más.
Nos asaltaron las dudas
de si sabiéndolo todo de antemano
lo sabíamos en verdad todo.
Si una elección tan prematura
era en verdad una elección
y si no sería preferible
relegarla al olvido,
y, puestos a elegir,
mejor elegir una vez allí.
Contemplamos la tierra.
Algunos temerarios ya la habitaban.
Una planta canija
se agarraba a la roca
con ingenua confianza
en que el viento no la arrancaría.
Un animal diminuto
se desenterraba de su madriguera
con un esfuerzo y esperanza
para nosotros sorprendentes.
Nos vimos en exceso cautos,
pusilánimes y ridículos.
Pronto empezamos a tener bajas.
Los más impacientes quién sabe dónde se habían metido.
Rompieron el fuego.
Claro.
Lo estaban encendiendo
en la escarpada orilla de un río verdadero.
Algunos
ya emprendían el viaje de regreso.
Pero no hacia nosotros.
¡Un momento!, ¿llevaban algo?, ¿algo adquirido?