SALMO
¡Qué permeables son las fronteras de los estados humanos!
¡Cuántas nubes las sobrevuelan impunes,
cuánta arena del desierto se trasiega de un país a otro,
cuánta piedra montañosa rueda hacia dominios ajenos
con desafiantes brincos!
¿Es necesario enumerar aquí cada pájaro que vuela
o se posa sobre una barrera abandonada?
Aun siendo un gorrión, ya tiene cola forastera,
pero el pico sí es de aquí. Y ¡cómo se mueve, no para!
De los innumerables insectos sólo mencionaré a la hormiga
que, entre el zapato izquierdo y el derecho del aduanero,
a la pregunta ¿de dónde y a dónde? no se molesta en dar respuesta.
¡Oh, ver con una sola mirada y con detalle ese desbarajuste
en todos los continentes!
Pues ¿acaso el ligustro de la otra orilla
no matutea por el río su cienmilésima hoja?
¿Quién, si no la jibia, la de los brazos audazmente largos,
viola las sacrosantas aguas terrritoriales?
¿Se puede hablar de un orden tolerable,
si ni siquiera las estrellas se dejan desacoplar
para que quede claro cuál luce para quién?
¡Y, para colmo, el punible derrame de nieblas!
¡Y el polen que se esparce a lo largo de la estepa,
como si nunca lo hubiesen dividido en dos!
¡Y el retumbar de voces en las serviciales ondas del aire:
chillonas llamadas y borboteos llenos de significado!
Sólo lo humano sabe cómo ser de veras ajeno.
Lo demás son bosques mixtos, trabajo de topos y viento.