EL CLÁSICO
Bastarán unos puñados de tierra para olvidar la vida.
La música se liberará de las circunstancias.
Se apagará la tos del maestro por encima de los minués.
Y se arrancarán las cataplasmas.
El fuego consumirá la peluca llena de polvo y piojos.
Las manchas de encausto desaparecerán del puño de encaje.
En la basura acabarán los borceguíes, testigos incómodos.
El alumno menos dotado se llevará el violín.
Se limpiarán de cuentas del carnicero las partituras.
Las cartas de la pobre madre llenarán el estomago de los ratones.
Se extinguirá para siempre el amor prohibido.
Los ojos nunca más volverán a nublarse de lágrimas.
La cinta rosa le encantará a la hija de los vecinos.
La época, gracias a Dios, todavía no es romántica.
Todo cuanto no sea un cuarteto
se rechazará por quinto.
Todo cuanto no sea un quinteto
se apagará a soplos por sexto.
Todo cuanto no sea un coro de cuarenta ángeles
se acallará como el aullido de un perro y el hipo de un gendarme.
De la ventana se retirarán el jarrón de áloe,
el matamoscas y el tarro de pomada,
y se recuperará —¡cómo no!— la vista al jardín,
un jardín que nunca estuvo aquí.
Y ahora, escuchad, escuchad, mortales,
prestad atentos devoto oído,
devotos, atentos, mortales a la escucha,
escuchad, oyentes, todo oídos…