EL AGUA
En la mano me cayó una gota de lluvia,
una gota de agua de las venas del Ganges y del Nilo,
de la escarcha que ascendió a los cielos desde los bigotes de una foca,
de los cántaros rotos en las urbes de Iso y de Tiro.
En mi índice
el Caspio es mar abierto,
y el Pacífico dócil en el Rudawa muere,
ese riachuelo que hecho nube París sobrevolaba
a las tres de la madrugada del siete de mayo
del año setecientos sesenta y cuatro.
No existen bocas suficientes
para pronunciar tus fugaces nombres, agua.
Debería nombrarte en todas las lenguas
y articularte vocal a vocal,
y a la vez guardar silencio —por respeto al lago
que aún no tiene nombre.
Ni existe sobre la tierra, como tampoco
en el cielo existe la estrella que refleja.
Alguien se ahogaba, alguien moría pidiéndote a gritos.
Fue hace mucho mucho tiempo. Ayer.
Casas salvaste del fuego, y casas contigo arrastraste,
casas como árboles, y bosques como ciudades.
Estuviste en pilas bautismales y en bañeras de cortesanas.
En besos y en ataúdes.
En el desgaste de las piedras y en el sostén del arcoiris,
en el sudor y en el rocío de pirámides y lilas.
Qué ligereza encierra una gota de lluvia.
Qué delicado el roce del mundo.
Cualquier cosa acontecida en cualquier lugar y tiempo
escrita está en el agua de Babel.