MOSAICO BIZANTINO
—¡Oh, Teotropía, mi real esposa!
—¡Oh, Teodendrón, mi real esposo!
—¡Qué hermosa eres, tú, la de finas mejillas!
—¡Qué delicado eres, tú, el de lívidos labios!
—Cuan prodigiosa liviandad la tuya
bajo tu acampanada estola,
quitártela sería provocar
algaradas en el imperio entero.
—Cuánta exquisitez rebosa tu aflicción,
mi dueño y señor,
sombra ceñida a mi sombra.
—El deleite he hallado
en las manos de mi soberana,
cual en hojas secas de palma
prendidas en mi manto.
—No obstante, alzarlas desearía al cielo,
Teodendrón, y rogar por nuestro único hijito,
que no es a imagen de nos.
—¡Por todos los santos, Teotropía!
¿Cómo no va a serlo
si engendrado con dignidad ha sido
por nuestras majestades?
—Presta imperial oído a la mi confesión:
Un pecador diminuto he parido.
Impúdico como un cochinillo,
gordezuelo y retozón,
todo pliegues y rollitos:
talmente así nos ha salido.
—¿Es, acaso, mofletudo?
—Es mofletudo.
—¿Es, acaso, glotón?
—Es glotón.
—¿Es, acaso, cual una manzana?
—Tú lo has dicho, señor.
—Y ¿qué opina el archimandrita,
en gnosis docto varón?
¿Qué opinan esos sagrados esqueletos
que son nuestros eremitas?
¿Cómo lograrán al diablillo
desarrebujar de la seda?
—Del poder divino depende
el milagro de la metamorfosis.
Mas, al contemplar la fealdad
de nuestro infante,
¿podrás evitar el grito
para no ahuyentar el sueño del maligno?
—Hermanados estamos en la pavura.
Condúceme ante él, Teotropía.