EN PLENO DÍA
Iría de vacaciones a un hotelito de montaña,
bajaría a almorzar al comedor,
pasearía la mirada por los cuatro abetos,
rama a rama, sin hollar la nieve recién caída,
desde una mesa junto a la ventana.
Con perilla,
algo calvo, pelo canoso, gafas,
rasgos toscos y cansados,
una verruga en la mejilla y frente arrugada,
como mármol angelical invadido por la arcilla.
Ni él mismo sabría cuándo ocurrió,
porque no es súbito sino paulatino
el aumento del precio por no haber muerto ya,
y él habría pagado como todos ese precio.
Del cartílago de su oreja, rozado sólo por la bala
—si se hubiese agachado en el último momento—
diría: «Me libré de milagro».
Esperando que le sirvieran la sopa de fideos,
leería el periódico con fecha del día,
grandes titulares, pequeños anuncios,
los dedos tamborileando en el blanco mantel,
y tendría unas manos muy gastadas
con piel rugosa y venas hinchadas.
A veces, desde el umbral, alguien gritaría:
«Señor Baczyński[6], al teléfono»,
y a nadie sorprendería
que fuera él, y que se levantara alisándose el jersey,
y que hacia la puerta dirigiera sin prisa sus pasos.
Nadie interrumpiría la conversación al ver la escena,
nadie se quedaría petrificado, con la mano en el aire,
porque este suceso trivial —lástima, qué lastima—
se consideraría un suceso trivial.