Por encima de la obcecación, las pasiones partidistas y las amnesias voluntarias, en este libro hemos intentado trazar una imagen de conjunto de los actos criminales, desde los asesinatos individuales a las matanzas, cometidos en el mundo comunista. Dentro de una reflexión general sobre el fenómeno comunista en el siglo XX, se trata únicamente de una etapa en un momento crucial: el desmoronamiento del corazón del sistema comunista en Moscú, que tuvo lugar en 1991, y la posibilidad de acceder a una rica documentación que hasta la fecha se había mantenido bajo secreto. No obstante, el establecimiento, indispensable, del conocimiento, por mejor documentado y más fundamentado que esté, no puede satisfacer nuestra curiosidad intelectual ni nuestra conciencia, pues, en efecto, queda pendiente la cuestión fundamental del ¿por qué? ¿Por qué el comunismo moderno, aparecido en 1917, se erigió casi de inmediato en una dictadura sangrienta y luego en un régimen criminal? ¿Acaso solo podía alcanzar sus objetivos gracias a la violencia más extrema? ¿Cómo explicar que el poder comunista considerara y practicara el crimen como una medida banal, normal y corriente durante décadas?

La Rusia soviética fue el primer país de régimen comunista y constituyó el corazón y el motor de un sistema comunista mundial construido poco a poco y que se extendió de manera formidable a partir de 1945. La URSS leninista y estalinista fue•la matriz del comunismo moderno. El que esta matriz adquiriera de golpe una dimensión criminal resulta tanto más sorprendente porque señalaba una evolución contraria a la del movimiento socialista.

A lo largo de todo el siglo XIX, la reflexión sobre la violencia revolucionaria estuvo dominada por la experiencia inaugural de la Revolución francesa, que en los años 1793-1794 conoció un episodio de intensa violencia que adoptó tres formas principales. La más salvaje se manifestó con las «matanzas de septiembre» en las cuales 1.000 personas fueron asesinadas en París a manos de los sediciosos, sin que mediara ninguna orden del Gobierno o instrucción de ningún partido. La más conocida coincide con la institución del Tribunal Revolucionario, de los comités de vigilancia (delación) y de la guillotina, que enviaron a la muerte a 2625 personas en París y a 16.600 en toda Francia. Durante mucho tiempo permaneció oculto el terror practicado por las «columnas infernales» de la República, encargadas del exterminio de la Vendée y que causaron decenas de miles de muertos entre la población desarmada. Los meses del terror constituyen, sin embargo, únicamente un episodio sangriento inscrito como un momento en una trayectoria más larga simbolizada por la creación de una república democrática, con su constitución, su asamblea electa y sus debates políticos. Y en cuanto la Convención, hizo acopio de algo de valor, se derribó a Robespierre y cesó el terror.

François Furet ha mostrado, sin embargo, cómo apareció entonces una cierta idea de la Revolución, inseparable de las medidas extremas: «El terror es el gobierno del miedo, que Robespierre postula como gobierno de la virtud. El terror, nacido para exterminar a la aristocracia, acabó convertido en medio para reducir a los malhechores y combatir el crimen. Desde entonces es paralelo a la Revolución e inseparable de ella, puesto que solo el terror permitirá crear un día una República de ciudadanos. (…) Si la República de ciudadanos libres todavía no es posible es porque los hombres, pervertidos por la historia pasada, son malos. El terror, la Revolución y esta historia inédita, completamente nueva, crearán un hombre nuevo»[1].

En ciertos aspectos, el terror prefiguraba la actuación de los bolcheviques: la manipulación de las tensiones sociales por la facción jacobina, la exacerbación del fanatismo ideológico y político, la puesta en marcha de una guerra de exterminio contra una fracción rebelde del campesinado. Robespierre puso incontestablemente la primera piedra de un camino que más adelante llevaría a Lenin hacia el terror. ¿Acaso no declaró durante la votación de las leyes de Prairial, delante de la Convención, que «para castigar a los enemigos de la patria basta con establecer su personalidad. No se trata de castigarlos sino de destruirlos»?[2].

Esta experiencia inaugural del terror no parece haber inspirado demasiado a los principales pensadores revolucionarios del siglo XIX. El propio Marx le concedió escasa atención: si bien es cierto que subrayó y reivindicó el «papel de la violencia en la Historia», la tenía por una propuesta muy general no orientada a la práctica sistemática y voluntaria de una violencia contra las personas, aun cuando no faltara en esa propuesta cierta ambigüedad que aprovecharían los defensores del terrorismo como forma de resolver los conflictos sociales. Basándose en la experiencia, desastrosa para el movimiento obrero, de la comuna de París y de la durísima represión que siguió —hubo al menos 20.000 muertos— Marx criticó con firmeza este tipo de acción. En el debate entablado en el seno de la I Internacional entre Marx y el anarquista ruso Mijaíl Bakunin, el primero emergió como claro vencedor. En vísperas de la guerra de 1914, el debate interno en el movimiento obrero y socialista sobre la violencia terrorista parecía casi cerrado.

Paralelamente, el rápido desarrollo de la democracia parlamentaria en Europa y en Estados Unidos constituía una circunstancia nueva y fundamental. La práctica parlamentaria demostraba que los socialistas podían llegar a tener peso dentro del campo político. En las elecciones de 1910, el SFIO obtuvo 74 diputados, acompañados por 30 socialistas independientes, cuyo jefe de filas, Millerand, en 1899 había formado parte de un gobierno «burgués». Jean Jaurès era el hombre de la síntesis entre la vieja logomaquia revolucionaria y la acción reformista y democrática en lo cotidiano. Los socialistas alemanes eran los mejor organizados y los más poderosos de Europa. En vísperas de la guerra de 1914 contaban con un millón de afiliados, 110 diputados, 220 representantes en los landtag de provincia, 12.000 consejeros municipales y 89 periódicos. En Inglaterra el movimiento laborista también era numeroso y bien organizado y contaba con un fuerte apoyo de los poderosos sindicatos. En cuanto a la socialdemocracia escandinava, era muy activa, ampliamente reformista y de orientación claramente parlamentaria. Los socialistas podían aspirar a conquistar un día no muy lejano una mayoría parlamentaria absoluta que les permitiría emprender, de forma pacífica, reformas sociales fundamentales.

En el plano teórico, esta evolución estaba refrendada por Eduardo Bernstein, uno de los principales teóricos marxistas de finales del siglo XIX y albacea testamentario de Marx (junto con Karl Kautsky), que, considerando que el capitalismo no mostraba indicios del hundimiento anunciado por Marx, preconizó una transición progresiva y pacífica hacia el socialismo, apoyado en el aprendizaje de la democracia y la libertad por parte de la clase obrera. En 1872 Marx expresó la esperanza de que la Revolución pudiera revestir formas pacíficas en Estados Unidos, Inglaterra y Holanda. Su amigo y discípulo Friedrich Engels profundizó en esta orientación en su prefacio a la segunda edición del libro de Marx, La lucha de clases en Francia, publicado en 1895.

Los socialistas mantenían, sin embargo, una actitud ambigua respecto a la democracia. Durante el affaire Dreyfus en Francia, en el cambio de siglo, adoptaron posiciones contradictorias: mientras Jaurès se manifestaba a favor de Dreyfus, Jules Guesde, la figura central del marxismo francés, declaraba desdeñosamente que el proletariado no tenía por qué inmiscuirse en una disputa interna del mundo burgués. La izquierda europea carecía de homogeneidad y algunas de sus corrientes —anarquistas, sindicalistas, blanquistas— todavía se sentían atraídas por una contestación radical al parlamentarismo, incluso bajo una forma violenta. No obstante, en vísperas de la guerra de 1914, la II Internacional, oficialmente de obediencia marxista, se orientaba hacia soluciones pacíficas sustentadas en la movilización de masas y en el sufragio universal.

En el seno de la Internacional destacaba desde principios de siglo un ala extremista a la que pertenecía la fracción más dura de los socialistas rusos, los bolcheviques dirigidos por Lenin. Los bolcheviques, vinculados a la tradición europea del marxismo, también hundían sus raíces en el caldo de cultivo del movimiento revolucionario ruso. A lo largo de todo el siglo XIX, este mantuvo una estrecha relación con una violencia de carácter minoritario. La primera expresión de la misma la debemos al famoso Serguei Nechaiev, el mismo en quien se inspiró Dostoyevsky para describir a su Pierre Vierjoviensky, personaje del revolucionario en su famosa novela Los demonios. En 1869, Nechaiev redactó un Catecismo del revolucionario en el que se definía como sigue: «El revolucionario es un hombre perdido de antemano. No posee intereses particulares, asuntos privados, sentimientos, ataduras personales, propiedades, no tiene siquiera nombre. Todo en él queda absorbido por un único interés que excluye todos los demás, por un solo pensamiento, una pasión: la Revolución. En el fondo de su ser, no solo en palabras sino también en actos, ha roto cualquier vínculo con el orden público y con todo el mundo civilizado, con todas las leyes, conveniencias, convenciones sociales y reglas morales de este mundo. El revolucionario es un enemigo implacable de todo esto y solo continúa viviendo para destruirlo más seguramente»[3].

Luego Nechaiev precisaba sus objetivos: «El revolucionario solo se introduce en el mundo político y social, en el llamado mundo culto, y solo vive en él con la fe en su más completa y rápida destrucción. No es un revolucionario si siente piedad por algo de este mundo»[4]. Y acto seguido se refería a la acción: «Toda esta sociedad inmunda debe dividirse en varias categorías. La primera comprende a los condenados a muerte sin demora. (…) En la segunda categoría deben incluirse los individuos a los que provisionalmente se les concede seguir viviendo, para que con sus actos monstruosos empujen al pueblo a la sublevación ineluctable».

Nechaiev tuvo sus émulos. El 1 de marzo de 1887 hubo un atentado contra el zar Alejandro III que no alcanzó su objetivo. Sus autores, sin embargo, fueron detenidos; entre ellos se encontraba Alekxandr Ilich Ulianov, hermano mayor de Lenin, que fue ahorcado junto con cuatro de sus cómplices. El odio de Lenin a este régimen tenía hondas raíces y fue Lenin personalmente quien, a espaldas de los miembros de su Buró político, decidió y organizó la matanza de la familia imperial de los Romanov en 1918.

Según Martín Malia, esta acción violenta de una fracción de la intelectualidad, «retorno imaginario a la Revolución francesa, señalaba la entrada en la escena mundial del terrorismo como táctica política sistematizada (muy distinto del terrorismo del atentado en solitario). Y fue así como la estrategia populista de la insurrección nacida de abajo (de las masas), conjugada con el terror nacido de arriba (de las elites que las guiaban), condujo en Rusia a una legitimación de la violencia política que rebasaba la legitimación inicial de los movimientos revolucionarios de Europa occidental, de 1789 a 1871»[5].

Esta violencia política, de carácter marginal, se nutría sin embargo de la violencia que desde hacía siglos impregnaba la vida de Rusia, en la que Hélène Carrére d’Encausse hace hincapié en su libro Le Malheur russe (La desgracia rusa): «Este país, en su infortunio sin igual, aparece como un enigma para aquellos que escrutan su destino. Al intentar dilucidar los resortes más profundos de esta desgracia secular, nos ha parecido advertir —siempre para lo peor— el vínculo específico que une la conquista o la conservación del poder con el recurso al asesinato político, individual o de masas, real o simbólico. (…) Esta larga tradición homicida ha moldeado sin duda alguna una conciencia colectiva en la que la esperanza de un universo político pacífico apenas tiene cabida»[6].

El zar Iván IV el Terrible tenía apenas trece años en 1543 cuando hizo que sus perros despedazaran a su primer ministro, el príncipe Chuisky. En 1560 la muerte de su mujer le sumió en un estado de ira vengativa. Convencido de que ocultaban a un potencial traidor, sospechaba de todo el mundo por lo que fue exterminando en círculos concéntricos a todos los allegados de sus enemigos, reales o imaginarios. Creó una guardia próxima, la oprichnina, a la que concedió todos los poderes y que aplicaba el terror individual y colectivo. En 1572 liquidó a los miembros de la oprichnina antes de asesinar a su propio heredero. Durante su reinado se instituyó la servidumbre de los campesinos. Pedro el Grande no se mostró más clemente con los enemigos declarados de Rusia ni con la aristocracia o el pueblo; y también él asesinó a su heredero con sus propias manos.

De Iván el Terrible a Pedro el Grande, Rusia conoció un dispositivo específico que vinculaba la voluntad de progreso emanada de un poder absoluto con la esclavitud cada vez más acentuada del pueblo y de las elites al Estado dictatorial y terrorista. Como escribió Vassili Grossman a propósito de la abolición de la servidumbre en 1861: «Este acontecimiento, tal como demostró el siglo siguiente, era más revolucionario que el advenimiento de la gran Revolución de octubre. Este hecho socavó los cimientos milenarios de Rusia, unos fundamentos que no tocaron ni Pedro el Grande ni Lenin: la subordinación del progreso a la esclavitud»[7]. Y, como siempre, esta esclavitud solo pudo mantenerse durante siglos a costa de un alto grado de violencia permanente.

Tomas Masaryk, político de gran cultura y fundador en 1918 de la República checoslovaca, muy buen conocedor de la Rusia revolucionaria por su estancia en el país entre 1917 y 1919, establecía de entrada la relación entre la violencia zarista y bolchevique. En 1924 escribió que «los rusos, tanto los bolcheviques como los otros, son hijos del zarismo. De él recibieron durante siglos su educación y formación. Pudieron acabar con el zar pero no con el zarismo. Siguen llevando el uniforme zarista, aunque vuelto del revés. (…) Los bolcheviques no estaban preparados para una revolución administrativa, positiva, sino únicamente para una revolución negativa, es decir, que por fanatismo doctrinal, estrechez de espíritu y falta de cultura, cometieron gran cantidad de estragos superfluos. En particular, yo les reprocho el haber encontrado, a imitación de los zares, un auténtico placer en el asesinato»[8].

La cultura de la violencia no era exclusiva de los ámbitos del poder. Cuando las masas campesinas iniciaban una revuelta, el asesinato de nobles y el terror salvaje también estaban a la orden del día. Dos de estas revueltas han dejado una huella en la memoria rusa, la de Stenka Razin, entre 1667 y 1670, y sobre todo la de Pugachov, quien entre los años 1773 y 1775 encabezó una inmensa revuelta que hizo temblar el trono de Catalina II y dejó una larga estela de sangre a lo largo del valle del Volga antes de que lo prendieran y ejecutaran en condiciones atroces: fue descuartizado y sus pedazos arrojados a los perros.

De creer a Máximo Gorky, escritor, testigo e intérprete de la miseria de la Rusia anterior a 1917, la violencia emana de la propia sociedad. En 1922, al tiempo que censuraba los métodos bolcheviques, redactaba un largo texto premonitorio:

«La crueldad es algo que toda mi vida me ha dejado estupefacto y me ha atormentado. ¿En qué, dónde están las raíces de la crueldad humana? He reflexionado mucho sobre ello y no he comprendido nada y sigo sin comprender nada. (…) Ahora, después de la espantosa demencia de la guerra europea y de los sangrientos acontecimientos de la Revolución, (…) debo señalar que la crueldad rusa no parece haber evolucionado. Se diría que sus formas no cambian. Un analista de principios del siglo XVII contaba que en sus tiempos se practicaban estas torturas: “Se echaba pólvora dentro de la boca y se encendía; a otros se les introducía la pólvora por abajo. A las mujeres se les agujereaba los pechos y, pasando unas cuerdas a través de las heridas, se las colgaba de esas mismas cuerdas”. En 1918 y 1919 se hacía lo mismo en el Don y el Ural: se le introducía un cartucho de dinamita por abajo a un hombre y se lo hacía explotar. Creo que es una característica propia del pueblo ruso —tan exclusivamente suya como el sentido del humor en los ingleses—, una crueldad especial, una crueldad de sangre fría, como si deseara probar los límites de la resistencia humana al sufrimiento, como si quisiera estudiar la persistencia, la estabilidad de la vida. Se percibe en la crueldad rusa un refinamiento diabólico. Hay en ella algo sutil y rebuscado. No podría explicar esta particularidad con las palabras “psicosis” o “sadismo”, palabras que en el fondo no explican nada. (…) Si estos actos de crueldad solo fuesen la expresión de la psicología pervertida de los individuos, podríamos no hablar de ello, pues entraría dentro del terreno del psiquiatra y no del moralista. Pero aquí solo considero la diversión colectiva a través del sufrimiento. (…) ¿Quiénes son más crueles, los blancos o los rojos? Probablemente lo son por un igual, pues unos y otros son rusos. Por lo demás, a la cuestión del grado de crueldad, la historia responde muy claramente: el más activo es el más cruel»[9].

No obstante, desde mediados del siglo XIX, Rusia parecía haber adoptado una orientación más moderada, más «occidental», más «democrática». En 1861 el zar Alejandro II abolió la servidumbre, emancipó a los campesinos y creó los zemstvos, órganos de poder locales. En 1864, con el fin de fundar un Estado de derecho, inauguró un sistema judicial independiente. Florecieron las universidades, las artes y las revistas. En 1914 se había podido acabar con buena parte del analfabetismo en el campo, que representaba el 85 por 100 de la población. La sociedad parecía inmersa en una corriente «civilizadora» que la llevaba a atenuar la violencia en todas las áreas. E incluso la revolución derrotada de 1905 espoleó el movimiento democrático en el conjunto de la sociedad. Paradójicamente, precisamente en el momento en que la reforma parecía triunfar sobre la violencia, el oscurantismo y el arcaísmo vino la guerra a contrariado todo y el 1 de agosto de 1914 la violencia de masas irrumpió en la escena europea con toda su intensidad.

«Lo que demuestra la Orestiada de Esquilo», escribe Martín Malia, «es que el crimen engendra el crimen, la violencia engendra la violencia, hasta que el primer crimen de la cadena, el pecado original del género humano, sea expiado en una acumulación de sufrimiento. Del mismo modo, la sangre de agosto de 1914, una especie de maldición de los átridas en la casa Europa, ha engendrado toda esta concatenación de violencias internacionales y sociales que ha dominado este siglo: la violencia y las matanzas de la Primera guerra mundial no estaban en proporción con el beneficio que pudiera esperar uno u otro bando. La guerra produjo la Revolución rusa y la toma del poder por los bolcheviques»[10]. Lenin, que en 1914 clamaba por la transformación de «la guerra imperialista en guerra civil» y profetizaba que de la guerra capitalista surgiría la revolución socialista, no habría desmentido este análisis.

Durante cuatro años, la violencia fue de una gran intensidad, bajo la forma de una matanza ininterrumpida y sin solución que significó la muerte para 8,5 millones de combatientes. Correspondía al nuevo tipo de guerra, definido por el general alemán Ludendorff como una «guerra total» que implicaba hasta la muerte a militares y a civiles por igual. Y con todo, esta violencia que alcanzó un nivel nunca visto en la historia mundial quedó limitada por todo un conjunto de leyes y normas internacionales.

Sin embargo, la práctica de hecatombes cotidianas, a menudo en condiciones terribles —el gas, hombres enterrados vivos bajo las explosiones de los obuses, largas agonías entre las líneas del frente—, ejerció un peso considerable sobre las conciencias, debilitando las defensas psicológicas de los hombres ante la muerte, la suya y la de su prójimo. A esto obedecería el desarrollo de cierta insensibilidad e incluso de cierta desensibilización. Karl Kautsky, principal líder y teórico del socialismo alemán, se refería a este tema en 1920: «Hay que atribuir a la guerra la causa principal de esta transformación de las tendencias humanitarias en una tendencia a la brutalidad. (…) Durante cuatro años, la guerra mundial absorbió la práctica totalidad de la población sana masculina y las tendencias brutales del militarismo alcanzaron el colmo de la insensibilidad y de la bestialidad. Tampoco el proletariado pudo escapar desde entonces a su influencia: quedó contaminado por ella en el más alto grado y salió embrutecido bajo todos los puntos de vista. Los que regresaban se sentían demasiado inclinados por las costumbres de la guerra a defender en tiempo de paz sus reivindicaciones e intereses con métodos sangrientos y violencia contra sus conciudadanos. Esto proporcionó uno de sus elementos a la guerra civil»[11].

Paradójicamente, ninguno de los dirigentes bolcheviques participó en la guerra, ya sea porque estaban en el exilio, como Lenin, Trotsky o Zinoviev, o porque estuviesen confinados en Siberia, como Stalin y Kamenev. La mayoría de los hombres de gabinete u oradores en los mítines carecían de experiencia militar y nunca habían participado en un combate real, con muertos reales. Hasta que tomaron el poder, sus guerras eran sobre todo verbales, ideológicas y políticas. Poseían una visión abstracta de la muerte, de las matanzas, de las catástrofes humanas.

La ignorancia personal de los horrores de la guerra pudo jugar a favor de la brutalidad. Los bolcheviques desarrollaron un análisis de clases de carácter teórico que ignoraba la dimensión profundamente nacional, y hasta nacionalista, del conflicto. Atribuían al capitalismo la responsabilidad de las matanzas, justificando a priori la violencia revolucionaria: al acabar con el reinado del capitalismo, la revolución acabaría con las matanzas, aunque ello costara aniquilar al «puñado» de capitalistas responsables. Esta macabra especulación se fundaba en la hipótesis perfectamente errónea de que había que combatir el mal con el mal. Ahora bien, en los años veinte cierto pacifismo alimentado en la oposición a la guerra fue a menudo un activo vector de adhesión al comunismo.

No por ello es menos cierto que, como subrayaba François Furet en Le Passé d’une illusion, «en la guerra intervinieron las masas de civiles enroladas, que pasaron de la autonomía ciudadana a la obediencia militar sin saber por cuánto tiempo, sumergidas en un infierno de fuego donde se trataba más de “resistir” que de calcular, mostrar osadía o vencer. Nunca el servicio militar estuvo menos adornado de nobleza que para aquellos millones de hombres trasplantados, recién salidos del mundo moral de la ciudadanía. (…) La guerra es el estado político más extraño al ciudadano. (…) Lo que constituye su necesidad pertenece al terreno de las pasiones, sin relación con el de los intereses, que transige, y menos aún con la razón que reconcilia. (…) El ejército en guerra constituye un orden social donde el individuo deja de existir y cuya propia inhumanidad explica su fuerza de inercia, casi imposible de romper»[12]. La guerra volvió a legitimar la violencia y el desprecio del individuo al tiempo que debilitaba una cultura democrática que todavía se hallaba en su adolescencia y revitalizaba una cultura de la servidumbre.

A inicios del siglo XX, la economía rusa entró en una fase de vigoroso crecimiento y la sociedad desarrollaba día a día su autonomía. Las restricciones excepcionales que la guerra imponía tanto a los hombres como a la producción y a las estructuras pusieron bruscamente al desnudo los límites de un régimen político cuyo dirigente carecía de la energía y la clarividencia capaces de salvar la situación. La Revolución de febrero de 1917 fue la respuesta a una situación catastrófica y se orientó hacia un desenlace «clásico»: una Revolución «burguesa» y democrática con elección de una asamblea constituyente, seguida de una revolución social, obrera y campesina. Con el golpe de Estado bolchevique del 7 de noviembre de 1917, todo quedó trastornado y la revolución entró en una era de violencia generalizada. Todavía queda una pregunta: ¿por qué Rusia fue el único país europeo que experimentó tal cataclismo?

Es cierto que la guerra mundial y el carácter tradicionalmente violento de Rusia permiten comprender el contexto en que los bolcheviques llegaron al poder; sin embargo, no explican la tendencia extremadamente brutal que adoptaron de entrada y que contrasta singularmente con la Revolución, inaugurada en febrero de 1917, que en sus inicios era de carácter claramente pacífico y democrático. Lenin fue quien impuso esta violencia, del mismo modo que impuso a su partido la toma del poder.

Lenin instauró una dictadura que muy pronto reveló su naturaleza terrorista y sanguinaria. La violencia revolucionaria dejó de manifestarse como una violencia reactiva y un reflejo de defensa frente a las fuerzas zaristas, desaparecidas meses atrás, y se mostró como una violencia activa, que despertó la vieja cultura rusa de la brutalidad y la crueldad, y atizó la violencia latente de la revolución social. El terror rojo fue inaugurado «oficialmente» el 2 de septiembre de 1918. Ahora bien, existió un «terror antes del terror». En noviembre de 1917, Lenin organizó de manera deliberada el terror y ello pese a la ausencia de cualquier manifestación de oposición declarada de los demás partidos o de los diferentes sectores de la sociedad. El 4 de enero de 1918 ordenó la disolución de la Asamblea Constituyente elegida por sufragio universal —por primera vez en la historia de Rusia—, y disparar sobre sus partidarios que protestaban en la calle.

Un socialista ruso, el líder de los mencheviques, Yuri Martov, denunció inmediatamente esta primera fase terrorista. En agosto de 1918 Martov escribía: «Desde los primeros días de su llegada al poder, y a pesar de haber declarado la abolición de la pena de muerte, los bolcheviques empezaron a matar. A matar a presos de la guerra civil, tal y como lo hacen los salvajes. A matar a los enemigos que, después de la batalla, se habían entregado con la promesa de que se respetaría su vida. (…) Después de semejantes carnicerías, organizadas o toleradas por los bolcheviques, el propio poder se encargó de liquidar a sus enemigos. (…) Después de haber exterminado a decenas de miles de individuos sin un juicio previo, los bolcheviques procedieron entonces a realizar las ejecuciones… con arreglo a los usos. Así formaron un nuevo tribunal supremo revolucionario para juzgar a los enemigos del poder soviético»[13].

Martov albergaba sombríos presentimientos: «La bestia ha lamido la sangre caliente del hombre. La máquina de matar hombres ya se ha puesto en marcha. Medvediev, Bruno, Paterson y Karelin —jueces del tribunal revolucionario— se han arremangado y se han convertido en carniceros. (…) Pero la sangre llama a la sangre. El terror político instaurado en octubre por los bolcheviques ha vertido sobre Rusia sus efluvios sangrientos. La guerra civil aumenta sus atrocidades, rebaja a los individuos al estado salvaje y a la ferocidad. Cada vez se olvidan más los grandes principios de auténtica humanidad que siempre ha enseñado el socialismo». A continuación Martov increpa a Radek y a Rakovsky, dos socialistas que se unieron a los bolcheviques, uno judío polaco y el otro rumano-búlgaro: «Habéis venido a nuestra casa a cultivar nuestra antigua barbarie, mantenida por los zares para incensar el viejo altar ruso del crimen, para llevar hasta un grado aún desconocido, incluso en nuestro país, el desprecio a la vida ajena, para organizar la obra panrusa de la verdugocracia..(…) ¡El verdugo se ha convertido en la figura central de la vida rusa!».

A diferencia del terror de la Revolución francesa, que salvo en la Vendée apenas alcanzó a una pequeña capa de la población, durante el mandato de Lenin el terror afectó a todas las capas de la población: nobleza, alta burguesía, militares y policías, pero también a los demócratas constitucionales, a mencheviques, socialistas-revolucionarios, así como a la masa del pueblo, obreros y campesinos. Los intelectuales sufrieron un maltrato especial, y el 6 de septiembre de 1919, tras.la detención de varias decenas de grandes sabios, Gorky dirigió una furiosa carta a Lenin en la que declaraba: «A mi juicio, la riqueza de un país, la fuerza de un pueblo se mide por la cantidad y la calidad de su potencial intelectual. La revolución solo tiene sentido si favorece el crecimiento y el desarrollo de ese potencial. Los hombres de ciencia deben ser tratados con la mayor deferencia y respeto. Pero nosotros, salvando nuestra piel, cortamos la cabeza del pueblo, destruimos nuestro cerebro»[14].

La brutalidad de la respuesta de Lenin estuvo a la altura de la lucidez de la carta de Gorky: «Haríamos mal en asimilar las “fuerzas intelectuales” del pueblo a las “fuerzas” de la intelligentsia burguesa. (…) Las fuerzas intelectuales de los obreros y de los campesinos crecen y se amplían en la lucha por derribar a la burguesía y a sus acólitos, pequeños y lastimosos intelectuales, lacayos del capital que se pretenden el cerebro de la nación. En realidad, eso no es un cerebro, es mierda». Esta anécdota sobre los intelectuales es un primer indicio del profundo desprecio que sentía Lenin por sus coetáneos, incluidos a los espíritus más eminentes. Pronto pasaría del desprecio al asesinato.

El objetivo prioritario de Lenin era mantenerse durante el mayor tiempo posible en el poder. Al cabo de diez semanas, tras superar la duración de la comuna de París, empezó a soñar y su voluntad de conservar el poder se redobló. El curso de la historia empezó a bifurcarse y la Revolución rusa, de la que se apropiaron los bolcheviques, se adentró por caminos desconocidos hasta entonces.

¿Por qué motivo conservar el poder era tan importante que justificara el uso de cualquier medio y el abandono de los más elementales principios morales? Porque solo conservarlo permitía a Lenin poner en práctica su idea de «construir el socialismo». La respuesta revela el auténtico motor del terror: la ideología leninista y la voluntad, perfectamente utópica, de aplicar una doctrina apartada por completo de la realidad.

Podemos legítimamente preguntarnos al respecto: ¿qué había de marxista en el leninismo anterior a 1914 y, sobre todo, después de 1917? Es cierto que Lenin sustentaba su actuación en algunas nociones marxistas elementales: la lucha de clases, la violencia engendradora de la Historia y el proletariado como clase portadora del sentido de la Historia. Pero en su famoso texto de 1902 titulado ¿Qué hacer?, proponía una nueva concepción del partido revolucionario formado por profesionales reunidos en una estructura clandestina de disciplina casi militar. Lenin retomaba y desarrollaba el modelo de Nechaiev, bastante alejado de la concepción de las grandes organizaciones socialistas alemanas, inglesas e incluso francesas.

En 1914 se produjo la ruptura definitiva con la II Internacional. Mientras la práctica totalidad de los partidos socialistas, confrontados brutalmente al poder del sentimiento nacional, se adherían a sus gobiernos respectivos, Lenin optó por una fuga hacia adelante teórica y profetizó «la transformación de la guerra imperialista en guerra civil». Mientras el frío razonamiento llevaba a la conclusión de que el movimiento socialista no era bastante poderoso para contrarrestar al nacionalismo y que después de una guerra inevitable —ya que no se había podido evitar— se vería llamado a reagrupar sus fuerzas para impedir una recaída belicista, la pasión revolucionaria prevaleció en Lenin: Rusia entraba en la revolución. Lenin estaba persuadido de que aquello debía considerarse una clamorosa confirmación de su predicción. El voluntarismo nechaievista superaba en él al determinismo marxista.

Es cierto que el diagnóstico sobre la posibilidad de apoderarse del poder era formidablemente exacto. Ahora bien, la hipótesis de que Rusia estaba lista para comprometerse en la senda del socialismo, de la que se derivaría un progreso fulgurante, se reveló radicalmente falsa. Este error de apreciación constituye una de las causas profundas del terror: el desfase entre la realidad —un país, Rusia, que aspiraba a acceder a la libertad— y la voluntad de Lenin de asegurarse el poder absoluto para aplicar una doctrina experimental.

En 1920 Trotsky definiría este encadenamiento implacable: «Resulta totalmente evidente que, si nos asignamos la tarea de abolir la propiedad individual de los medios de producción, no existe otro camino para conseguirlo que la concentración de todos los poderes del Estado en las manos del proletariado y la creación de un régimen de excepción durante el período de transición. (…) La dictadura es indispensable porque no se trata de cambios parciales, sino de la existencia misma de la burguesía. Sobre esta base no existe ningún acuerdo posible; solo la fuerza puede decidir. (…) Quien quiere el fin no puede repudiar los medios»[15].

Atrapado entre su voluntad de aplicar su doctrina y la necesidad de conservar el poder, Lenin imaginó el mito de la revolución bolchevique mundial. A partir de noviembre de 1917, quiso creer que el incendio revolucionario devoraría todos los países implicados en la guerra y que el primero de todos sería Alemania. Pero no hubo ninguna revolución mundial y tras la derrota alemana de noviembre de 1918, surgió una nueva Europa sin preocuparse de las pavesas revolucionarias, que rápidamente se apagaron en Hungría, Baviera e incluso en Berlín. El fracaso de la teoría leninista de la revolución europea y mundial, patente desde la derrota del Ejército Rojo en Varsovia en 1920, que no admitió hasta 1923 después del fracaso del octubre alemán, dejó a los bolcheviques solos frente a una Rusia sumida en la anarquía. El terror estuvo más que nunca a la orden del día, lo cual les permitió conservar el poder y empezar a remodelar la sociedad a imagen de la teoría e imponer el silencio a todos aquellos que por su discurso, su práctica o su mera existencia —social, económica o intelectual— denunciaban cada día la vacuidad de la teoría. La utopía en el poder se convirtió en utopía asesina.

Este doble desfase entre la teoría marxista y la teoría leninista, y luego entre teoría leninista y realidad, dio lugar a un primer debate fundamental sobre el significado de la Revolución rusa y bolchevique. En agosto de 1918 Kautsky emitía un juicio sin apelación: «Nada nos permite suponer que vayan a repetirse en Europa Occidental los acontecimientos de la gran Revolución francesa. El que la Rusia actual muestre tantas similitudes con la Francia de 1793 constituye una prueba de que está próxima al estadio de la Revolución francesa. (…) Lo que allí está teniendo lugar no es la primera revolución socialista, sino la última revolución burguesa»[16].

Por entonces se produjo un acontecimiento muy importante: el cambio completo del estatuto de la ideología dentro del movimiento socialista. Ya antes de 1917 Lenin había mostrado su profunda convicción de que él era el único que detentaba la auténtica doctrina socialista, el único capaz de descifrar el auténtico «sentido de la Historia». La irrupción de la Revolución rusa, y sobre todo la toma del poder, le parecieron a Lenin «señales del cielo», una confirmación clamorosa e incontestable de que tanto su ideología como su análisis eran infalibles[17]. A partir de 1917 su política y la elaboración teórica que la acompañan se convierten en palabras del Evangelio. La ideología se transforma en dogma, en verdad absoluta y universal. Esta sacralización tiene unas consecuencias inmediatas que Cornelius Castoriadis ha identificado muy bien: «Si existe una teoría auténtica de la historia, si en las cosas actúa una racionalidad, está claro que la dirección de este proceso debe confiarse a los especialistas de dicha teoría, a los técnicos de dicha racionalidad. El poder absoluto del partido (…) posee un estatuto filosófico, justificado en la concepción materialista de la historia. (…) Si esta concepción es verdad, el poder debe ser absoluto; la democracia no es sino una concesión a la falibilidad humana de los dirigentes o un procedimiento pedagógico cuyas dosis correctas ellos son los únicos en poder administrar»[18].

El acceso de la ideología y de la política al rango de verdad absoluta por «científica» fundamenta la dimensión «totalitaria» del comunismo. Ella es la que impone el partido único. Y también la que justifica el terror es ella. Y ella, que obliga al poder a controlar todos los aspectos de la vida social e individual, sigue siendo ella.

Lenin afirma la exactitud de su ideología proclamándose el representante de un proletariado ruso numéricamente muy débil al que no dudará en aplastar cuando se subleve. El monopolio del símbolo proletario fue una de las grandes imposturas del leninismo, que en 1922 provocó la réplica cruel de Aleksandr Shliapnikov, uno de los escasos dirigentes bolcheviques de extracción obrera, que en el XI Congreso del partido increpaba a Lenin con estas palabras: «Vladimir Ilich afirmaba ayer que el proletariado no existía (en Rusia) como clase en el sentido marxista. ¡Permitidme que os felicite por ejercer la dictadura en nombre de una clase que no existe!». La manipulación del símbolo proletario es una constante en todos los regímenes comunistas, tanto de Europa como del Tercer Mundo, de China a Cuba.

En este detalle reside una de las características más importantes del leninismo, en la manipulación del lenguaje, en el desfase entre las palabras y la realidad que supuestamente representan, en una visión abstracta de la sociedad, en la que los hombres han perdido densidad y ya solo son piezas de una especie de rompecabezas histórico y social. Esta abstracción, estrechamente vinculada a la actitud ideológica, es un elemento fundador del terror: el exterminio no va dirigido contra hombres sino contra «burgueses», contra «capitalistas», contra «enemigos del pueblo». No se asesinó a Nicolás II y a su familia sino a «defensores del feudalismo», a «chupasangres», a unos parásitos, a unos piojos…

Muy rápidamente esta actitud ideológica ejercería un impacto considerable gracias a que el Estado, que detentaba el poder, le procuraba legitimidad, prestigio y medios. En nombre de la verdad del mensaje, los bolcheviques pasaron de la violencia simbólica a la violencia real, e impusieron un poder absoluto y arbitrario al que llamaron «dictadura del proletariado», retomando una expresión que Marx utilizara por casualidad en su correspondencia. Además, los bolcheviques suscitaron un formidable proselitismo pues creaban una nueva esperanza dando la impresión de devolver su pureza al mensaje revolucionario. Pronto se hicieron eco de esta esperanza los que se sentían animados por la sed de venganza al terminar la guerra y los que —a menudo fueron los mismos— soñaban con que se reactivase el mito revolucionario. Bruscamente, el bolchevismo adquiere dimensión universal y halla émulos en los cinco continentes. El socialismo se halla en una encrucijada: democracia o dictadura.

Kautsky pondría el dedo en la llaga con su libro La dictadura del proletariado, redactado en el verano de 1918. Aunque los bolcheviques llevaban solo seis meses en el poder y eran pocos los indicios que dejaban presagiar las hecatombes que provocaría su sistema, Kautsky supo señalar el reto fundamental: «La oposición entre las dos corrientes socialistas (…) reposa en la oposición de dos métodos fundamentalmente distintos: el método democrático y el método dictatorial. Ambas corrientes quieren lo mismo: la emancipación del proletariado y con él de la humanidad a través del socialismo. Pero la vía que unos escogen los otros la consideran falsa y afirman que solo puede llevar a la ruina. (…) Reivindicar la libre discusión nos sitúa de entrada en el terreno de la democracia. El objetivo de la dictadura no es refutar la opinión contraria sino suprimir violentamente su expresión. De este modo, los métodos de la democracia y de la dictadura se oponen de manera irreductible antes incluso del inicio de la discusión. Una exige la discusión y la otra la niega»[19].

Kautsky, poniendo la democracia en el centro de su razonamiento, plantea sus interrogantes: «La dictadura de una minoría siempre encuentra su más sólido apoyo en un ejército adicto. Pero cuanto más coloca la fuerza de las armas en el lugar de la mayoría, más fuerza a la oposición a buscar su salvación en las bayonetas y en la fuerza de los puños en lugar de recurrir al voto que se le niega. Entonces la guerra civil se convierte en el medio de resolver los antagonismos políticos y sociales. Siempre y cuando no reine la más perfecta apatía política y social o el más perfecto desánimo, la dictadura de una minoría estará constantemente amenazada por golpes de Estado o por una guerrilla permanente. (…) A partir de entonces ya no conseguirá salir de la guerra civil y se verá confrontada en todo momento al peligro de ser aplastada por la guerra civil. Pero no existe mayor obstáculo para la construcción de una sociedad socialista que una guerra intestina. (…) En una guerra civil cada bando lucha por su existencia y al que pierde le amenaza su completa aniquilación. La conciencia de esta amenaza es lo que hace tan crueles las guerras»[20].

Este análisis premonitorio exigía imperativamente una respuesta. Con rabia y pesar de sus cargos aplastantes, Lenin escribió un texto que se haría célebre, La revolución proletaria y el renegado Kautsky. El propio título ya indicaba el tono de la discusión… o, como había anunciado Kautsky, del rechazo de la discusión. En él Lenin definía el núcleo de su pensamiento y de su acción: «El Estado es, en manos de la clase dominante, una máquina destinada a aplastar la resistencia de sus adversarios de clase. Desde este punto de vista, la dictadura del proletariado no se distingue en nada, en cuanto al fondo, de la dictadura de cualquier otro tipo, ya que el Estado proletario es una máquina destinada a aplastar a la burguesía». Esta concepción tan sumaria como reductora del Estado le lleva a desvelar la esencia de su dictadura: «La dictadura es un poder que se apoya directamente en la violencia y no está atado por ninguna ley. La dictadura revolucionaria del proletariado es un poder conquistado y mantenido mediante la violencia que el proletariado ejerce sobre la burguesía, un poder que no está atado por ninguna ley».

Confrontado a la cuestión central de la democracia, Lenin responde saliéndose por la tangente: «La democracia proletaria, una de cuyas formas es el poder de los soviets, ha desarrollado y extendido la democracia como en ninguna parte del mundo, en beneficio precisamente de la inmensa mayoría de la población, en beneficio de los explotados y de los trabajadores»[21]. Vale la pena que retengamos esta expresión: «democracia proletaria», muy en boga durante décadas y que serviría para cubrir los peores crímenes.

La disputa entre Kautsky y Lenin ponía de relieve los retos más importantes aparecidos con la revolución bolchevique, entre un marxismo que pretendía atenerse a supuestas «leyes de la Historia» y un subjetivismo activista al que todo le convenía para alimentar la pasión revolucionaria. La tensión subyacente a la actuación de Marx, entre el mesianismo del Manifiesto del Partido Comunista de 1848 y el frío análisis de los movimientos de la sociedad contenidos en El Capital se transforma, a consecuencia del triple acontecimiento de la guerra mundial, la Revolución de febrero y la Revolución de octubre, en una profunda e irremediable fractura que convertirá a socialistas y comunistas en los hermanos enemigos más célebres del siglo XX. No por ello el asunto de la disputa dejará de ser el más importante: democracia o dictadura, humanidad o terror.

Los dos principales actores de esta primera fase de la Revolución bolchevique, Lenin y Trotsky, completamente dominados por la pasión revolucionaria y enfrentados al torbellino de los acontecimientos, teorizaron acerca de su acción o, más exactamente, dieron forma ideológica a las conclusiones que les inspiraba la coyuntura. Inventaron la revolución permanente: en Rusia, la situación permitía pasar directamente de la revolución burguesa (la de febrero) a la revolución proletaria (la de octubre). Así dieron un ropaje teórico a la transformación de la revolución permanente en guerra civil permanente.

Esto nos da la medida del impacto que tuvo la guerra sobre la actuación de los revolucionarios. «Kautsky», escribía Trotsky, «ve en la guerra, en su espantosa influencia sobre las costumbres, una de las causas del carácter sangriento de la lucha revolucionaria. Esto es incontestable»[22]. Sin embargo, los dos hombres no llegaban a la misma conclusión. Ante el peso del militarismo, el socialista alemán se mostraba cada vez más sensible a la cuestión de la democracia y de la defensa del ser humano. Para Trotsky, «el desarrollo de la sociedad burguesa, de donde nació la democracia contemporánea, no constituye en absoluto el proceso de una democratización gradual con el que soñaba antes de la guerra el mayor utopista de la democracia socialista, Jean Jaurès, con el que hoy sueña el más sabio de todos los pedantes, Karl Kautsky»[23].

Generalizando, Trotsky habla de «la despiadada guerra civil que se extiende por todo el mundo» y considera que el planeta había entrado en una época «en que la lucha política se transforma rápidamente en guerra civil» en la que pronto solo se enfrentarán «dos fuerzas: el proletariado revolucionario dirigido por los comunistas y la democracia contrarrevolucionaria comandada por generales y almirantes». Se da aquí un doble error de perspectiva: por una parte, la evolución histórica ha demostrado que la aspiración a la democracia representativa y su realización se han ido convirtiendo en un fenómeno mundial, incluso en la URSS de 1991. Por otra parte, tanto Trotsky como Lenin tienden a generalizar el alcance del caso ruso, que interpretan de manera caricaturesca. Los bolcheviques consideraban que porque en Rusia había estallado una guerra civil —en gran medida por su causa—, la guerra iba —y debía— extenderse a Europa y luego al resto del mundo. Sobre este doble error de interpretación se construiría la justificación del terror comunista durante décadas.

Trotsky extraía conclusiones definitivas a partir de estas premisas: «Podemos y debemos hacer que se entienda que en tiempos de guerra civil exterminamos a los guardias blancos para que ellos no exterminen a los trabajadores. Por lo tanto, nuestro fin no es suprimir vidas humanas sino preservarlas. (…) Hay que impedir que el enemigo pueda hacer daño, cosa que en tiempo de guerra solo puede traducirse en su eliminación. Tanto en tiempo de revolución como de guerra, se trata de quebrar la voluntad del enemigo, de obligarlo a capitular aceptando las condiciones del vencedor. (…) La cuestión de saber a quién pertenecerá el poder en el país, esto es si la burguesía debe vivir o perecer, no se resolverá por lo que dicten los artículos de la constitución sino recurriendo a todas las formas de violencia»[24]. En la pluma de Trotsky encontrarnos las expresiones que fundarán la concepción de la guerra total de Ludendorff. Los bolcheviques, que se tenían por grandes innovadores, estaban en realidad dominados por su época y por el ultramilitarisrno reinante.

Las observaciones de Trotsky relativas a la simple cuestión de la libertad de prensa muestran hasta qué punto se imponía la mentalidad de guerra: «Durante la guerra, todas las instituciones, órganos de poder gubernamental y de opinión pública, se convierten directa o indirectamente en órganos para la dirección de la guerra. Esto mismo afecta en primer lugar a la prensa. Ningún gobierno que dirija una guerra seriamente puede permitir la difusión en su territorio de publicaciones que, abiertamente o no, apoyen al enemigo. Con más razón cuando se trata de una guerra civil. Por la naturaleza de esta, los dos campos en lucha tienen en la retaguardia de sus tropas a poblaciones que hacen causa común con el enemigo. En la guerra, donde la muerte sanciona el éxito o el fracaso, a los agentes enemigos infiltrados en la retaguardia de los ejércitos se les debe aplicar la pena de muerte. Sin duda se trata de una ley inhumana, pero nadie ha considerado aún la guerra como una escuela de humanidad, y con mayor razón la guerra civil»[25].

Los bolcheviques no fueron los únicos implicados en la guerra civil que estalló en Rusia en la primavera-verano de 1918 y que desataría durante cuatro años un rosario de crueldades en ambos bandos, años en que se crucificaba al adversario, se le empalaba, descuartizaba o se le quemaba. Pero solo los bolcheviques teorizaron acerca de la guerra civil y la reivindicaron. Bajo el efecto conjunto de la doctrina y de las nuevas costumbres establecidas por la guerra, la guerra civil se convirtió para ellos en una forma permanente de la lucha política. La guerra civil de los rojos contra los blancos escondía otra guerra, mucho mayor, mucho más significativa, la guerra de los rojos contra una parte importante del mundo obrero y una gran parte del campesinado que, a partir del verano de 1918, empezó a dar muestras de no soportar más la tiranía bolchevique. Esta guerra ya no oponía, como en el esquema tradicional, a dos grupos políticos en conflicto, sino al poder establecido contra la mayor parte de la sociedad. Era un fenómeno nuevo, inédito que se prolongó y extendió gracias a la instauración de un sistema totalitario que ejercía el control sobre el conjunto de las actividades de la sociedad y se apoyaba en el terror de masas.

Los estudios realizados recientemente sobre la base de los archivos muestran que esta «guerra sucia» (Nicolas Werth) de los años 1918-1921 fue la verdadera matriz del régimen soviético, el crisol en que se forjaron los hombres que conducirían y desarrollarían la revolución, el caldero infernal en que se preparó una mentalidad tan particular como la del comunista leninista-estalinista —una mezcla de exaltación idealista, de cinismo y de crueldad inhumana—. La guerra civil, extendida desde el territorio soviético al mundo entero y destinada a durar hasta que el socialismo conquistara el planeta, instauraba la crueldad como forma de relación «normal» entre los hombres, provocando una ruptura de las barreras tradicionales contra una violencia absoluta, fundamental.

Con todo, los problemas planteados por Kautsky atormentaban a los revolucionarios rusos ya desde los primeros días de la revolución bolchevique. Isaac Steinberg, socialista revolucionario de izquierda aliado a los bolcheviques, y entre los meses de diciembre de 1917 a mayo de 1918 comisario del Pueblo de Justicia, hablaba en 1923, refiriéndose al poder bolchevique, de un «metódico sistema de terror de Estado» y planteaba la cuestión central de la violencia dentro de la revolución: «La destrucción del viejo mundo y su sustitución por una vida nueva pero que conserva los mismo males, que está contaminada por los mismos viejos principios, sitúa al socialismo ante una elección crucial: la antigua violencia (zarista, burguesa) o la violencia revolucionaria en el momento de la lucha decisiva. (…) La antigua violencia no es más que una protección enfermiza de la esclavitud, la nueva violencia es la vía dolorosa hacia la emancipación. (…) Esto es lo que determina nuestra opción: utilizamos el instrumento de la violencia para acabar definitivamente con la violencia, pues no existe otro instrumento de lucha contra ella. Ahí está la llaga abierta de la revolución. Aquí se revelan su antinomia, su dolor interno, su contradicción»[26]. Más tarde añadía: «Al igual que el terror, la violencia (considerada asimismo bajo la forma de la coacción y de la mentira) contamina siempre los tejidos esenciales del alma del derrotado en primer lugar y, simultáneamente, del vencedor y a continuación de la sociedad entera».

Steinberg era consciente de los enormes riesgos a que se exponía por su experiencia, desde el simple punto de vista de la «moral universal» o del «derecho natural». Gorky compartía esos mismos sentimientos cuando el 21 de abril de 1923 escribía a Romain Rolland: «No siento el menor deseo de volver a Rusia. No podría escribir si tuviera que desperdiciar mi tiempo en repetir la misma cantinela: “No matarás”»[27]. La ira de Lenin, secundada después por Stalin, barrería los escrúpulos de estos revolucionarios no bolcheviques y las últimas prevenciones de los propios bolcheviques. Y el 2 de noviembre de 1930, Gorky, que acababa de adherirse al «jefe genial», escribía en otra carta a Romain Rolland: «Me parece, Rolland, que usted habría juzgado los acontecimientos internos de la Unión (Soviética) con más serenidad y equidad si hubiese admitido este simple hecho: el régimen soviético y la vanguardia del partido obrero están en guerra civil, es decir, una guerra de clases. El enemigo contra el que luchan —y deben luchar— es la intelligentsia, que intenta restablecer el régimen burgués, y el campesino rico, que defendiendo su pequeña propiedad, base del capitalismo, impide que se realice la labor de colectivización. Recurren al terror, al asesinato de los colectivistas, al incendio de las propiedades colectivizadas y a otros métodos de la guerra de guerrillas. En la guerra se mata»[28].

Rusia vivió entonces una tercera fase revolucionaria encarnada hasta 1953 por Stalin. La tercera fase se caracterizó por el terror generalizado, simbolizado en la gran purga de los años 1937-1938. Desde entonces, toda la sociedad estaba en el punto de mira, pero también el aparato del Estado y el partido. Stalin fue definiendo los grupos enemigos que había que exterminar. El terror no esperó a la coyuntura excepcional de la guerra para actuar sino que entró en acción en un período de paz exterior.

Mientras Hitler, salvo excepciones, nunca se ocupó de la represión y dejó estas tareas «subalternas» en manos de hombres de confianza como Himmler, Stalin seguía de cerca el asunto y era su instigador y organizador. Firmaba personalmente las listas con los miles de nombres de personas que debían ser fusiladas y conminaba a los miembros del Buró político a hacer lo mismo. Durante el período del gran terror, que duró catorce meses, de 1937 a 1938, se detuvo a 1.800.000 personas en el curso de cuarenta y dos operaciones, minuciosamente preparadas. Cerca de 690.000 personas fueron asesinadas. El clima de guerra civil más o menos «caliente» o «fría», intensa y abierta o disfrazada e insidiosa, era permanente. La expresión «guerra de clases», preferida a menudo a la de lucha de clases, había dejado de ser metafórica: el enemigo político ya no era tal o cual adversario, ni siquiera la «clase enemiga», sino toda la sociedad.

Era inevitable que al final, por contagio, el terror orientado a destruir la sociedad alcanzara a esa contra-sociedad que era el partido en el poder. Ya bajo el mandato de Lenin, a partir de 1921, los disidentes u opositores sufrieron sanciones, pero los enemigos potenciales continuaban siendo quienes no eran miembros del partido. Durante el mandato de Stalin, los miembros del partido pasaron a convertirse en enemigos potenciales. Sin embargo, hubo que esperar al asesinato de Kírov para que Stalin aprovechara el pretexto, consiguiera que se aplicase la pena de muerte también a los miembros del partido. De este modo coincidía con Nechaiev, al que Bakunin escribió en su carta de ruptura, en junio de 1870: «Nuestra actividad debe reposar sobre la base de esta simple ley: verdad, honestidad, confianza entre todos los hermanos (revolucionarios); la mentira, la trampa, el engaño y —por necesidad— la violencia solo se usarán contra los enemigos. (…) Mientras que usted, querido amigo —y ahí está su principal y colosal error—, usted está aferrado al sistema de Loyola y de Maquiavelo. (…) Prendado de los principios y métodos policiales y jesuíticos, se le ha ocurrido fundar en ellos su propia organización (…) razón por la cual actúa con sus amigos como si se tratara de enemigos»[29].

Otra innovación estalinista sería convertir a los verdugos en víctimas. Tras el asesinato de Zinoviev y de Kamenev, sus antiguos camaradas del partido, Bujarin declaró a su compañera: «¡Me alegra enormemente que hayan fusilado a esos perros!»[30]. Menos de dos años después, el propio Bujarin moriría fusilado como un perro. Este rasgo estalinista se repite en la mayoría de regímenes comunistas.

Antes de exterminar a algunos de sus «enemigos», Stalin les reservaba un destino singular: el de comparecer en procesos manipulados. Lenin inauguró esta fórmula en 1922 con el primer proceso amañado, el de los socialistas revolucionarios. Stalin mejoraría la fórmula y la convirtió en una constante de su dispositivo represor, puesto que desde 1948 logró que se aplicara en la Europa del Este.

Annie Kriegel ha mostrado muy bien el formidable mecanismo de profilaxis social que constituían estos procesos cuya dimensión de «pedagogía infernal» sustituía en la tierra al infierno prometido por la religión[31]. Simultáneamente se ponía en marcha una pedagogía del odio de clases y de la estigmatización del enemigo. El comunismo asiático llevó este procedimiento a su extremo lógico con la organización de jornadas de odio.

A la pedagogía del odio Stalin añadió la pedagogía del misterio. El más absoluto secreto rodeaba las detenciones, los motivos por los que se practicaban, las condenas y la suerte de las víctimas. El misterio y el secreto, estrechamente vinculados al terror, alimentaban una enorme angustia entre la población.

Considerándose en guerra, los bolcheviques instauraron toda una terminología del enemigo: «agentes enemigos», «personas que hacían causa común con el enemigo», etc. Siguiendo el modelo guerrero, la política se reduce a términos simplistas, definida como una relación amigo/enemigo[32], y como reivindicación de un «nosotros» opuesto a «ellos», lo cual implicaba una visión en términos de «campo» —otra expresión militar: el campo revolucionario y el campo contrarrevolucionario—. Y a cada cual se le conminaba a escoger su campo, so pena de muerte. Esta situación constituía una grave regresión a un estadio arcaico de la política que borraba cincuenta años de esfuerzos del burgués individualista y demócrata.

¿Cómo definir al enemigo? Reducida la política a una guerra civil general que oponía a dos fuerzas —la burguesía y el proletariado—, y siendo necesario el exterminio de una de ellas por los medios más violentos, el enemigo ya no era solo el hombre del antiguo régimen, el aristócrata, el miembro de la alta burguesía o el oficial, sino cualquiera que se opusiera a la política bolchevique, al que se tachaba de «burgués». El término «enemigo» designaba a cualquier persona o categoría social que, según los bolcheviques, obstaculizara el poder absoluto. El fenómeno apareció muy pronto, incluso en instancias donde todavía estaba ausente el terror como las asambleas electorales de los soviets. Kautsky lo presintió cuando en 1918 escribió: «(En los soviets) solo tienen derecho de voto los que “han adquirido sus medios de existencia mediante el trabajo productivo o útil para el conjunto”. Pero ¿qué significa “trabajo productivo o útil para el conjunto”? Es un término elástico. También es elástico el reglamento referido a los que están excluidos del derecho al voto, incluidos los que “emplean a obreros asalariados para sacar provecho de ellos”. (…) Muy bien se ve que basta con poca cosa para ser etiquetado de capitalista bajo el régimen electoral de la República soviética, y para perder el derecho al voto. La naturaleza elástica de las palabras de la ley electoral abre las puertas al reinado de la arbitrariedad más flagrante y esto no es debido al sistema legislativo sino a su objeto. Nunca se podrá definir de forma jurídicamente incontestable y precisa el término proletario»[33].

El término «proletario» sustituyó al de «patriota» de la época de Robespierre, desde entonces la categoría del enemigo posee una geometría variable y puede inflarse o desinflarse a tenor de la política del momento. Dicha categoría constituye un elemento importante del pensamiento y la práctica comunistas. Como señala Tzvetan Todorov: «El enemigo es la gran justificación del terror; el Estado totalitario no puede vivir sin enemigos. Si no los tiene, se los inventa. Y una vez identificados, no le merecen piedad alguna. (…) Ser enemigo es una tara incurable y hereditaria. (…) A veces se insiste en que a los judíos se les perseguía no por lo que habían hecho sino por lo que eran: judíos. No es distinto tratándose del poder comunista; este exige la represión (o, en momentos de crisis, la eliminación) de la burguesía como clase. El simple hecho de pertenecer a esta clase es suficiente, no es necesario hacer algo»[34].

Queda por abordar una cuestión esencial: ¿por qué exterminar al «enemigo»? La función tradicional de la represión es, conforme el título de una célebre obra, la de “vigilar y castigar»[*]. ¿Acaso se había superado esta fase de «vigilancia y castigo»? ¿Acaso el «enemigo de clase» era «irrecuperable»? Solzhenitsyn aportaba una primera respuesta al explicar que en los gulags los presos comunes recibían mejor trato que los políticos. Y ello no solo por razones prácticas —pues hacían las veces de oficiales—, sino por razones «teóricas», pues, efectivamente, el régimen soviético se había comprometido a crear un «hombre nuevo», cosa que incluía la reeducación de los criminales más curtidos. Este aspecto fue uno de los más fructíferos de su propaganda, tanto en la Rusia de Stalin como en la China de Mao o en la Cuba de Castro.

Pero ¿por qué había que matar al «enemigo»? Ciertamente, no es una novedad que la política consiste; entre otras cosas, en identificar a amigos y enemigos. El propio Evangelio afirma: «Quien no está conmigo está contra mí». La novedad radica en que Lenin decretó que no solo «quien no está conmigo está contra mí», sino que «quien está contra mí debe morir», y que generalizó esta proposición desde el ámbito político a la sociedad entera.

Con el terror se produjo una doble mutación: el adversario, considerado primero enemigo y luego criminal, se convierte en el excluido. Esta exclusión conduce casi automáticamente a la idea de exterminio. La dialéctica amigo/enemigo, efectivamente, resulta ya insuficiente para resolver el problema fundamental del totalitarismo, esto es la búsqueda de una humanidad reunificada, purificada y no antagonista, a través de la dimensión mesiánica del proyecto marxista de reunificación de la humanidad dentro y por el proletariado. Semejante proyecto justifica la actuación de unificación forzosa —del partido, de la sociedad y luego del imperio— que rechaza como si se tratara de desperdicios a los que no se acomodan al plan. Muy pronto se pasará de una lógica de combate político a una lógica de exclusión y luego a una ideología eliminacionista y, por último, exterminacionista de los elementos impuros. Llevada hasta el extremo, esta lógica conduce al crimen contra la humanidad.

La actitud de ciertos comunismos asiáticos —China, Vietnam— es algo diferente, pues, sin duda por influencia de la tradición confucianista, deja un mayor lugar a la reeducación. El laogai chino se distingue por la institución que obliga al prisionero —calificado de «alumno» o de «estudiante»-— a reformar su pensamiento sometido al control de sus carceleros-profesores. Este tipo de «reeducación» ¿no encierra una actitud menos franca, más hipócrita que el puro y simple asesinato? ¿No es peor forzar a los enemigos a renegar de sí mismos y a someterse al discurso de sus verdugos? Los jemeres rojos, por el contrario, adoptaron de entrada una solución radical, pues, considerando que la educación de un sector del pueblo era imposible por estar demasiado «corrompido», decidieron cambiar de pueblo. De ahí el exterminio masivo de toda la población intelectualizada y urbanizada, también en este caso, con la voluntad de destruir al enemigo primero en el plano psicológico, disgregando su personalidad imponiéndole una «autocrítica» en la que se cubría de deshonor y que, en cualquier caso, no le libraba del castigo supremo.

Los dirigentes de los regímenes totalitarios reivindican el derecho a enviar a sus semejantes a la muerte y poseen la «fuerza moral» para hacerlo. Su justificación fundamental se repite en todos ellos: la necesidad fundada en la ciencia. Reflexionando sobre los orígenes del totalitarismo, Tzvetan Todorov escribía: «El cientifismo y no el humanismo contribuyó a sentar las bases ideológicas del totalitarismo. (…) La relación entre cientifismo y totalitarismo no se limita a la justificación de los actos por necesidades presuntamente científicas (biológicas o históricas): hay que practicar el cientifismo (incluso “salvaje”) para creer en la transparencia perfecta de la sociedad y, por lo tanto, en la posibilidad de transformarla en función de su ideal a través de una revolución»[35].

Trotsky ilustraría poderosamente esta idea en 1919: «El proletariado es una clase históricamente en ascenso. (…) En la época actual, la burguesía es una clase en decadencia. No solo su papel no es esencial en la producción sino que, mediante sus métodos imperialistas de apropiación, destruye la economía mundial y la cultura humana. No obstante, la burguesía posee una vitalidad histórica colosal. Se aferra al poder y no quiere soltarlo. Por esta razón amenaza con arrastrar en su caída a toda la sociedad. Estamos obligados a arrancárselo y a cortarle, por eso, las manos. El terror rojo es el arma empleada contra una clase destinada a perecer y que no se resigna a hacerlo»[36]. Luego concluía: «La revolución violenta se ha convertido en una necesidad precisamente porque las exigencias inmediatas de la historia no podían quedar satisfechas por el aparato de la democracia parlamentaria»[37]. Encontramos la divinización de la Historia, a la que todo debe sacrificarse, y la incurable ingenuidad del revolucionario que se imagina que, con su dialéctica, favorecerá la aparición de una sociedad más humana empleando métodos criminales. Doce años después, Gorky se manifestaba con mayor brutalidad: «Tenemos en contra nuestra todo el pasado tal como la historia nos lo ha ofrecido, y eso nos da derecho a considerar que seguimos en guerra civil. De donde se deriva una conclusión natural: si el enemigo no se rinde, hay que exterminarlo»[38]. Ese mismo año, Louis Aragon expresaba en un verso esta idea: «Los ojos azules de la Revolución brillan con una crueldad necesaria».

Kautsky, por el contrario, abordaba en 1918 la cuestión con mucho coraje y franqueza. Prescindiendo del fetichismo de las palabras, escribía: «En verdad, no es el socialismo nuestro objetivo final sino el abolir “todo tipo de explotación y de opresión, ya vaya dirigida contra una clase, un partido, un sexo o una raza”. (…) Si se llegara a demostrar que nos equivocamos al no creer que la liberación del proletariado y de la humanidad en general puede realizarse únicamente o de manera más cómoda sobre la base de la propiedad privada de los medios de producción, entonces nosotros deberíamos arrojar por la borda el socialismo, sin renunciar por ello a nuestro objetivo último, y deberíamos hacerlo precisamente en interés de nuestro objetivo último»[39]. Kautsky ponía su humanismo por delante de su cientifismo marxista, del que era, sin embargo, su representante más eminente.

El asesinato propiamente dicho necesita una pedagogía. Frente a las reticencias personales ante la idea de matar al prójimo, la pedagogía más eficaz consiste en negar la humanidad de la víctima, en «deshumanizada» previamente. «El rito bárbaro de las purgas», observaba justamente Alain Brossat, «y el funcionamiento a pleno rendimiento de la máquina exterminadora no se disocian, en el discurso y en las prácticas persecutorias, de la animalización del otro, de la reducción de los enemigos imaginarios y reales al estado zoológico»[40].

Y, efectivamente, durante los grandes procesos de Moscú, el procurador Vyshinsky, intelectual, jurista y hombre dotado de una buena educación clásica, se libró a una desaforada «animalización» de los acusados: «¡Hay que acabar con estos perros rabiosos! ¡Hay que dar muerte a esta banda que esconde a las masas populares sus colmillos de fiera, sus dientes de rapaz! ¡Que se vaya al diablo el buitre-Trotsky, que lanza el espumarajo de su baba venenosa manchando las grandes ideas del marxismo-leninismo! ¡Hay que impedir que sigan haciendo daño esos mentirosos, histriones, esos pigmeos miserables, esos gozques, esos perros que se arrojan sobre el elefante! (…) ¡Sí, abajo esta abyección animal! ¡Acabemos con esos odiosos híbridos de zorros y cerdos, con esas carroñas repugnantes! ¡Hay que hacer callar sus gruñidos porcinos! ¡Hay que exterminar a esos perros rabiosos del capitalismo que quieren hacer pedazos a los mejores hombres de nuestra tierra soviética! ¡Tienen que tragarse el odio bestial que sienten contra los dirigentes de nuestro partido!». Ahora bien, ¿no era Jean-Paul Sartre quien en 1952 eructaba crudamente: «¡Todo anticomunista es un perro!»? La retórica diabólico-animalizante apoya, a nuestro parecer, la hipótesis de Annie Kriegel sobre la función básicamente pedagógica de los procesos preparados y convertidos en gran espectáculo para las masas. Como en los misterios de la Edad Media, se escenificaba para el público formado por el pueblo la figura del «malo», del herético, del «trotskista», y a no más tardar, el del «sionista-cosmopolita», en resumen, del diablo…

Brossat recordaba que las cencerradas y carnavales instauraron una auténtica tradición de la animalización del otro, que encontramos en la caricatura política del siglo XVIII. Este rito metafórico permitía, precisamente a través del animal, la expresión de crisis y conflictos latentes. En el Moscú de los años treinta nada era metafórico: al adversario «animalizado» se le trataba como una presa de caza antes de convertirse en carne de horca —candidato en tal caso a una bala en la nuca—. Stalin sistematizó y generalizó estos métodos, que sus sucesores chinos, camboyanos y demás adoptaron ampliamente. Pero Stalin no fue quien lo inventó. Lenin tampoco quedaba a salvo de este reproche, ya que, después de hacerse con el poder, calificaba a todos sus enemigos de «insectos peligrosos», «piojos», «escorpiones» y «vampiros».

Durante el proceso amañado conocido como «del partido industrial», la Liga de los Derechos del Hombre publicó una protesta firmada, entre otros, por Albert Einstein y Thomas Mann. Gorky respondió con una carta abierta en la que manifestaba: «Considero que esta ejecución era perfectamente legítima. Es completamente natural que el poder obrero y campesino extermine a sus enemigos como si se tratara de piojos»[41].

Alain Brossat extraía algunas conclusiones de este desplazamiento zoológico: «Como siempre, los poetas y los carniceros del totalitarismo se traicionan en primer lugar por su vocabulario: ese “liquidar” de los verdugos moscovitas, primo hermano del “tratar” de los industriales del asesinato nazi, constituye el microcosmos lingüístico de la irreparable catástrofe mental y cultural expuesto a plena luz en el espacio soviético: el valor de la vida humana se ha derrumbado, el pensamiento por categorías (“enemigos del pueblo”, “traidores”, “elementos seguros”…) sustituye a la noción cargada de positivismo ético de la especie humana. (…) En el discurso, en las prácticas y en los dispositivos de exterminio nazis, la animalización del otro, indisociable de la obsesión de la tara y el contagio, está estrechamente unida a la ideología de la raza. Se la concibe en los términos implacablemente jerárquicos del discurso de la raza, del superhombre y del infrahombre; (…) pero, en el Moscú de 1937, el discurso de la raza y los dispositivos totalitarios vinculados a él están tachados y no disponibles. De ahí se desprende la importancia de la animalización del otro para pensar y poner en práctica una política basada en el “todo está permitido” totalitario»[42].

No obstante, algunos no dudaron en cruzar la barrera ideológica y pasar de lo social a lo racial. En una carta de 1932, Gorky, que, recordémoslo, era entonces amigo personal de Yagoda, jefe de la GPU, y cuyo hijo era un asalariado de la misma GPU, escribió: «Hay que cultivar el odio de clase mediante la repulsión orgánica del enemigo como ser inferior. Tengo la convicción íntima de que el enemigo es por completo un ser inferior, un degenerado tanto en el plano físico como “moral”»[43].

Gorky recorrería el camino hasta el final, favoreciendo la creación del Instituto de Medicina Experimental de la URSS. Muy a principios de 1933 escribió que «se acercan los tiempos en que la ciencia preguntará imperativamente a los seres llamados normales si quieren que se estudien minuciosamente y con precisión todas las enfermedades, impedimentos, imperfecciones, la senilidad y la muerte prematura del organismo. Este estudio no podrá llevarse a cabo experimentando sobre perros, conejos o cobayas. Es indispensable experimentar sobre el hombre, es indispensable estudiar sobre él cómo funciona su organismo, los procesos de la alimentación intracelular, la hematopoyesis, la química de las neuronas y, en términos más generales, todos los procesos de su organismo. Para ello será necesario disponer de cientos de unidades humanas. Será un auténtico servicio a la humanidad, algo, evidentemente, más importante, más útil que el exterminio de decenas de millones de seres sanos para el bienestar de una clase miserable, psíquica y moralmente degenerada, de depredadores y parásitos»[44]. Los efectos más negativos del cientifismo socio-histórico se sumaban de este modo a los del cientifismo biológico.

Esta deriva «biológica» o «zoológica» nos permite comprender mejor por qué muchos crímenes del comunismo constituyen crímenes contra la humanidad y por qué la ideología marxista-leninista pudo instigar y justificar tales crímenes. Refiriéndose a las decisiones jurídicas vinculadas a los recientes descubrimientos de la biología, Bruno Gravier escribió: «Los textos legales sobre la bioética (…) balizarán otras amenazas más solapadas por estar ligadas al progreso de la ciencia, cuyo papel en la génesis de ideologías basadas en el terror “en tanto que ley del movimiento” (J. Asher) se conoce muy mal (…). La intención eugenésica contenida en los textos de médicos de renombre como Richet o Carrel abonó el terreno del exterminio de masas hasta los actos perversos de los médicos nazis»[45].

Ahora bien, en el comunismo se da un eugenismo sociopolítico, un darwinismo social. Como escribía Dominique Colas: «Lenin, (dueño) del conocimiento sobre la evolución de las especies sociales, interviene para decidir cuáles deben desaparecer por estar condenadas por la Historia»[46]. A partir del momento en que se decreta, por una finalidad científica —ideológica y político-histórica como el marxismo leninismo—, que la burguesía representa una etapa superada de la evolución de la humanidad, se justifica su liquidación en cuanto clase y poco después la eliminación de los individuos que la componen o que supuestamente pertenecen a ella.

Refiriéndose al nazismo, Marcel Colín hablaba de «clasificaciones, segregaciones, exclusiones y criterios puramente biológicos transmitidos por la ideología criminal. Pensamos en esos supuestos cientifistas (herencia, hibridación, pureza de la raza) e incluso en la aportación fantasmática, milenarista o planetaria, muy marcados históricamente e insuperables»[47]. Estos supuestos científicos aplicados a la Historia y a la sociedad —el proletariado portador del sentido de la Historia, etc.— son una muestra de una fantasmagoría milenarista y planetaria y están omnipresentes en la experiencia comunista. Ellos son quienes fijan una ideología criminógena y determinan según criterios puramente ideológicos una segregación arbitraria (burguesía/proletariado), y unas clasificaciones (pequeño burgués, alta burguesía, campesino rico, campesino medio y campesino pobre, etc.). Al fijarlos —como si fuesen datos definitivos y como si los individuos no pudiesen pasar de una categoría a otra—, el marxismo-leninismo instaura la primacía de la categoría, de la abstracción, sobre lo real y humano. Se considera a cualquier individuo y a cada grupo como arquetipo de una sociología primaria y desencarnada. Una actitud que facilita el crimen, pues el delator, el investigador, el verdugo del NKVD no denuncia, ni persigue, ni mata a un hombre, sino que elimina una abstracción nociva para la felicidad general.

La doctrina se convirtió en una ideología criminógena por el mero hecho de negar un detalle fundamental, la unidad de lo que Robert Antelme llama «la especie humana» o lo que el preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 llama «la familia humana». Pudiera ser que el marxismo­leninismo no hunda sus raíces tanto en Marx como en un darwinismo desviado, aplicado a la cuestión social y que conduce a los mismos extravíos que en la cuestión racial. Una cosa es cierta: el crimen contra la humanidad es el producto de una ideología que reduce al hombre y a la humanidad a una condición no universal sino particular: biológica/racial o socio-histórica. También aquí, gracias a la propaganda, los comunistas han difundido la convicción de que su actuación era universal y abarcaba a la humanidad entera. Incluso se ha establecido una distinción radical entre nazismo y comunismo en el hecho de que el proyecto nazi era particular —estrechamente nacionalista y racista— mientras que el proyecto leninista era universalista. Nada más falso: tanto en la teoría como en la práctica, Lenin y sus sucesores excluyeron claramente de la humanidad al capitalista, al burgués, al contrarrevolucionario, etc. Repitiendo palabras habituales en el discurso sociológico o político, hicieron de ellos enemigos absolutos. Y como decía Kautsky en 1918, son palabras «elásticas» que autorizan a excluir de la humanidad a quien se quiera, cuando se quiera y como se quiera y que conducen directamente al crimen contra la humanidad.

«Biólogos como Henri Atlan reconocen que la noción de humanidad supera la perspectiva biológica, y que la biología “tiene poco que decir sobre la persona humana”», escribía Mireille Delmas-Marty. «(…) Es verdad que se puede perfectamente considerar la especie humana como una especie animal entre otras, una especie que el hombre aprende fabricar como ya fabrica otras especies animales o vegetales”[48]. ¿Pero acaso no es eso lo que intentaron hacer los comunistas? ¿Acaso la idea del «hombre nuevo» no constituía el núcleo del proyecto comunista? ¿Acaso los megalómanos «Lyssenkos» no intentaron crear, además de nuevas clases de maíz o de tomates, una nueva especie humana?

La mentalidad cientifista de finales del siglo XIX, contemporánea del triunfo de la medicina, inspiró esta observación de Vassili Grossman referida a los dirigentes bolcheviques: «Los hombres de este temple se comportan como los cirujanos en una clínica. (…) Su alma está en su cuchillo. Lo que caracteriza a estos hombres es su fe fanática y omnipotente en el bisturí. El bisturí es el gran teórico, el líder filosófico del siglo XX»[49]. Pol Pot llevaría al extremo esta idea, pues, con un espantoso tajo de bisturí, amputó la parte «gangrenada» del cuerpo social —el «pueblo nuevo»— y conservó la parte «sana» —el «pueblo antiguo»—. Por descabellada que parezca, esta idea no era totalmente nueva. Ya en la década de los años 1870, Pierre Tkachev, revolucionario ruso y digno émulo de Nechaiev, proponía exterminar a los rusos mayores de veinticinco años, considerándolos incapaces de realizar la idea revolucionaria. En la misma época, en una carta a Nechaiev, Bakunin se indignaba por tan descabellada idea: «Nuestro pueblo no es una hoja blanca sobre la que cualquier sociedad secreta puede escribir lo que le parezca bueno, como por ejemplo su programa comunista»[50]. Es cierto que la Internacional clama que «Hagamos tabla rasa del pasado» y que Mao se comparaba a un poeta genial que caligrafiaba sobre la famosa página en blanco. ¡Como si a una civilización de una antigüedad de varios milenios se la pudiera considerar una página en blanco!

Es cierto que el conjunto del proceso de terror que acabamos de evocar fue fundado en la URSS en tiempos de Lenin y Stalin, pero el mismo incluye numerosos elementos invariables que encontramos, con distinto grado de intensidad, en todos los regímenes que se autoproclaman marxistas-leninistas. Cada país o partido comunista posee su historia específica, sus particularidades locales o regionales y sus casos más o menos patológicos, pero estos se inscriben siempre en la matriz elaborada por Moscú desde noviembre de 1917 y que de esta manera impuso una especie de código genético.

¿Cómo comprender a los agentes de un sistema tan espantoso? ¿Presentaban características especiales? Parece que todos los regímenes totalitarios han inspirado vocaciones y han sabido descubrir y promocionar a los hombres capaces de hacerlo funcionar. El caso de Stalin es singular: en el terreno de la estrategia fue un digno heredero de Lenin, capaz de examinar un asunto local y de abarcar una situación mundial. Y sin duda emergerá ante la Historia como el político más importante del siglo XX, al haber conseguido elevar a la pequeña Unión Soviética de 1922 al rango de superpotencia mundial, e imponer el comunismo durante décadas como una alternativa al capitalismo.

Stalin también fue uno de los criminales más importantes de este siglo en el que no han faltado verdugos de gran envergadura. ¿Puede considerársele un nuevo Calígula, según la descripción que Boris Suvarin y Boris Nicolayevsky hicieran en 1953? ¿Eran sus actos los de un paranoico, como daba a entender Trotsky? ¿Acaso no eran, en realidad, propios de un fanático extraordinariamente dotado para la política, al que repugnaban los métodos democráticos? Stalin llevó al límite la acción iniciada por Lenin que ya había preconizado Nechaiev: adoptó recursos extremos para practicar una política extrema.

Que Stalin optara deliberadamente por la vía del crimen contra la humanidad como método de gobierno nos devuelve la dimensión netamente rusa del personaje. Natural de Osetia (en el Cáucaso), toda su infancia y su adolescencia estuvo mecida por las narraciones sobre bandoleros de gran corazón, los abrek, montañeses caucásicos a los que rechazaba su clan o que habían jurado llevar a cabo una sangrienta venganza, combatientes movidos por el valor de la desesperación. Stalin adoptaría el seudónimo de Koba, el nombre de uno de aquellos míticos príncipes-bandoleros, una especie de Robín de los Bosques vengador de viudas y huérfanos. Ahora bien, en su carta de ruptura con Nechaiev, Bakunin escribía:

«¿Recuerda cuánto se enfadaba conmigo cuando yo le llamaba abrek, y decía de su catecismo que era un catecismo de abreki? Usted decía que todos los hombres deben estar hechos así, que la abnegación total y el renunciar a todas las necesidades personales, a todas las satisfacciones, a los sentimientos, ataduras y lazos, deben ser el estado normal, natural y cotidiano de todos sin excepción. Usted quiere hacer de su propia crueldad llena de abnegación, de su extremo fanatismo, una regla de vida para la comunidad. Quiere necedades, cosas imposibles, la negación total de la naturaleza, del hombre y de la sociedad»[51].

A pesar de su total compromiso revolucionario, Bakunin advirtió ya en 1870 que hasta la acción revolucionaria debe someterse a ciertas restricciones morales fundamentales.

Con frecuencia se ha comparado el terror comunista con el que inaugurara en 1199 la Santa Inquisición católica. Un novelista nos ilustrará mejor sobre este asunto que un historiador. En su magnífica novela La túnica de infamia, Michel del Castillo señala: «La finalidad no es torturar o quemar: consiste en plantear las preguntas justas. No hay terror sin verdad, que constituye su fundamento. Si no estuviéramos en posesión de la verdad, ¿cómo reconoceríamos el error? (…) Desde el momento en que nos sabemos en posesión de la verdad, ¿cómo decidirse a abandonar al prójimo en el error?»[52].

La Iglesia prometía el perdón del pecado original y la salvación en el más allá o el fuego de un infierno sobrenatural. Marx creía en una autorredención prometeica de la humanidad. Este fue el sueño mesiánico de la «gran noche». Aunque para Leszek Kolakowski, «la idea de que el mundo existente está tan completamente corrupto que es imposible mejorarlo y que, precisamente por ello, el mundo que le sucederá aportará la plenitud de la perfección y la liberación final, es una de las aberraciones más monstruosas del espíritu humano. (…) Por supuesto que esta aberración no es un invento de nuestro tiempo; pero hay que reconocer que el pensamiento religioso que opone a la totalidad de los valores temporales la fuerza de la gracia sobrenatural es mucho menos abominable que las doctrinas mundanas que nos garantizan que podemos asegurarnos nuestra salvación saltando de un brinco del abismo de los infiernos a las cimas celestes»[53].

Ernest Renan sin duda acertó cuando en sus Diálogos filosóficos consideraba que para asegurarse el poder absoluto en una sociedad de ateos no bastaba con amenazar a los insumisos con el fuego de un infierno mitológico, sino que debía instituirse un «infierno real», un campo de concentración destinado a aniquilar a los rebeldes, a intimidar a todos los demás, y atendido por una policía especial, compuesta por seres carentes de escrúpulos morales y enteramente consagrados al poder establecido, «máquinas obedientes dispuestas a cometer todo tipo de atrocidades»[54].

Tras la liberación de la mayoría de los presos del Gulag en 1953, e incluso después del XX Congreso del PCUS, cuando ya no estaban a la orden del día ciertas formas de terror, el principio del terror conservaba su función y seguía siendo eficaz. La memoria del terror bastaba para paralizar las voluntades, como recuerda Aino Kuusinen: «El recuerdo del terror pesaba sobre el alma, nadie parecía creer que Stalin había desaparecido realmente de la circulación. Casi no había una sola familia en Moscú que no hubiese sufrido sus persecuciones, y sin embargo, jamás se hablaba de ello. Así es que, por ejemplo, yo nunca traía a colación en presencia de mis amigos mis recuerdos de la cárcel y del campo. Ellos nunca me preguntaban. El miedo estaba arraigado demasiado profundamente en su espíritu»[55]. Mientras las víctimas llevaban indeleble el recuerdo del terror, los verdugos, por su parte, no dejaban de apoyarse en él. En plena era Brezhnev, la URSS puso en circulación un sello conmemorativo del quincuagésimo aniversario de la Cheka y publicó una colección en homenaje a la Cheka[56].

Para concluir, dejemos una última vez la palabra a Gorky, en su texto de homenaje a Lenin en 1924: «Uno de mis antiguos conocidos, un obrero de Sormov, y hombre de buen corazón, se quejaba de que era duro trabajar en la Cheka. Yo le respondí: “Me parece además que este trabajo no está hecho para ti. No le va a tu carácter”, a lo que él convino con tristeza: “No, en absoluto”. Pero después de reflexionar, añadió: “Sin embargo, cuando pienso que seguramente Ilich también está a menudo obligado a retener su alma por las alas, me avergüenzo de mi debilidad”. ¿Era cierto que Lenin debía “retener su alma por las alas”? Se prestaba muy poca atención para hablar de sí mismo con otros. Él mejor que nadie sabía callar las secretas tormentas de su alma. Pero una vez me dijo acariciando a unos niños: “Su vida será mejor que la nuestra; se librarán de muchas cosas que nosotros hemos vivido. Su vida será menos cruel”. Mirando a lo lejos, añadió pensativo: “Sin embargo, no los envidio. Nuestra generación ha conseguido realizar una labor sorprendente por su importancia histórica. La crueldad de nuestras vidas, impuesta por las circunstancias, se comprenderá y perdonará. ¡Todo se comprenderá, todo!”»[57].

Sí, es cierto que todo empieza a entenderse, aunque no en el sentido que suponía Vladimir llich Ulianov. ¿Qué queda hoy de esa «labor sorprendente por su importancia histórica»? No una ilusoria «construcción del socialismo» sino una inmensa tragedia que sigue pesando sobre la vida de cientos de millones de seres humanos y que marcará la entrada en el tercer milenio. Vassili Grossman, el corresponsal de guerra de Stalingrado, un escritor al que el KGB confiscó el manuscrito de su obra más importante, lo que le causaría la muerte, extraía pese a todo una lección de optimismo que nosotros asumimos: «Nuestro siglo es el siglo en que la violencia ejercida sobre el hombre por el Estado ha alcanzado su más alto grado. Pero ahí residen precisamente la fuerza y la esperanza de los hombres: el siglo XX ha quebrantado el principio hegeliano del proceso histórico universal que afirma que “todo lo que es real es racional”, principio que invocaban los pensadores rusos del pasado siglo en las apasionadas disputas que sostuvieron durante décadas. Y es justamente ahora, en la época del triunfo del poder estatal sobre la libertad del hombre, cuando los pensadores rusos, vestidos con el traje de los campos, enuncian dándole la vuelta a la ley de Hegel el principio supremo de la historia universal: “Todo lo inhumano es insensato e inútil”. Sí, en estos tiempos de triunfo total de la inhumanidad, se ha hecho evidente que todo lo creado mediante la violencia es insensato, inútil, falto de alcance y carente de futuro»[58].

El libro negro del comunismo
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