1
CHINA: UNA LARGA MARCHA
EN LA NOCHE

Tras el aniquilamiento de los enemigos armados, seguirá habiendo enemigos no armados; enemigos que no dejarán de dirigir contra nosotros una lucha a muerte. No debemos subestimarlos nunca. Si ahora no nos planteamos y comprendemos el problema de esta forma, cometeremos los errores más graves.

MAO ZEDONG [1]

La represión en la China comunista, ¿fue réplica de las prácticas del «hermano mayor», la URSS de un Stalin cuyo retrato todavía era fácilmente visible en Pekín[2] a principios de los años ochenta? No, si tenemos en cuenta la casi ausencia de purgas masivamente criminales en el Partido Comunista, o la relativa discreción de la policía política —a pesar del constante peso, entre bastidores, de su dueño, Kang Sheng, y de las guerrillas de Yan’an en los años cuarenta a su muerte en 1975[3]. Sí, con toda seguridad, si consideramos —dejando a un lado la guerra civil— el conjunto de muertes violentas que hay que cargar en la cuenta del régimen: a pesar de la ausencia de cualquier tipo de contabilidad mínimamente fiable, las estimaciones serias llegan a citar de seis a diez millones de víctimas directas, incluidos centenares de miles de tibetanos. Además, decenas de millones de «contrarrevolucionarios» pasaron un largo período de su vida en el sistema penitenciario y tal vez 20 millones murieron sufriéndolo. Sí, con mayor motivo, si tenemos en cuenta los entre 20 y 43 millones de «muertos más» de los años 1959-1961, los del mal llamado «gran salto adelante», víctimas de una hambruna provocada en su totalidad por los proyectos aberrantes de un hombre, Mao Zedong, y más aún posteriormente, por su obstinación criminal en negarse a reconocer su error, aceptando que se tomasen medidas contra sus desastrosos efectos. Y sí, por último, si observamos las dimensiones cuasi genocidas de las pérdidas tibetanas: probablemente entre uno de cada diez y uno de cada cinco de los habitantes del «techo del mundo» murieron a consecuencia de la ocupación china. La sorpresa no fingida de un Deng Xiaoping comentando que la matanza de la plaza de Tian’anmen en junio de 1989 (tal vez un millar de muertos) era realmente insignificante en comparación con la que China había conocido en un pasado muy reciente constituía, a contrario, una forma de confesión. Y no puede alegarse que esas matanzas constituyeron las tristes secuelas de una atroz guerra civil (no lo fue, el régimen se hallaba sólidamente instalado desde 1950) o la simple continuación de una historia siniestra. Si exceptuamos la ocupación japonesa (que por lo demás no provocó hambrunas generalizadas), hemos de remontarnos hasta el tercer cuarto del siglo XIX para encontrar matanzas y hambrunas de una amplitud mínimamente comparable. Aunque estas no tuvieron ni la generalidad ni el carácter sistemático y planificado de las atrocidades maoístas; y sin embargo, aquel momento de la historia de China también era excepcionalmente dramático.

El examen del comunismo chino es importante por un doble motivo. En 1949, el régimen de Pekín gobernaba casi dos tercios de la humanidad colocada bajo la bandera roja. Tras la desaparición de la URSS (1991) y la descomunistización de la Europa del Este, se trata de las nueve décimas partes. Es prácticamente evidente que el destino de los fragmentos dispersos del «socialismo real» depende del futuro del comunismo en China, país que, además, juega el papel de una «segunda Roma» del marxismo-leninismo, abiertamente desde la ruptura chino-soviética de 1960, y en la práctica desde el período de instalación en la «zona liberada» de Yan’an (1935-1947), después de la Larga Marcha: los comunistas coreanos, japoneses y vietnamitas van a China para refugiarse y renovarse. Si el régimen de Kim Il Sung es anterior al triunfo del Partido Comunista Chino (PCCh), y debió su existencia a la ocupación soviética, su supervivencia fue debida durante la guerra de Corea a la intervención (noviembre de 1950) de un millón de «voluntarios» chinos armados. Las modalidades de la represión en Corea del Norte deben mucho al «modelo» estalinista, pero del maoísmo (que desde Yan’an se confunde totalmente con el comunismo chino) el amo de Pyongyang retuvo la «línea de masas» (leva y movilización extremadamente impulsadas y constantes de la totalidad de la población) y su secuela lógica: la insistencia en la «educación permanente» como medio principal de control social. Kim parafrasea a Mao cuando asegura: «La línea de masas consiste en defender activamente los intereses de las masas laboriosas, en educarlas y reeducarlas para unirlas en tomo del partido, en contar con su fuerza y en movilizarlas para la realización de las tareas revolucionarias »[4].

La influencia es más clamorosa todavía en los regímenes comunistas asiáticos posteriores a 1949. Sobre todo desde la publicación de las memorias del dirigente vietnamita Hoang Van Hoan, que pasó por Pekín[5], sabemos que, a partir de 1950 y hasta los acuerdos de Ginebra (1954), muchísimos consejeros chinos servían de mandos a las tropas y a la administración del Vietminh, y que unos 30.000 soldados de Pekín, sobre todo del cuerpo de ingenieros, aseguraron entre 1965 y 1970 el relevo ele las tropas norvietnamitas que iban a combatir a Vietnam del Sur. El general Vo Nguyen Giap, vencedor de Dien Bien Phu, reconoció indirectamente en 1964 la contribución china: «A partir de 1950, tras la victoria china, nuestro ejército y nuestro pueblo han podido aprovechar las preciosas lecciones del ejército de liberación del pueblo chino. Hemos podido educamos gracias al pensamiento militar de Mao Zedong. Ese fue el factor importante que determinó la madurez de nuestro ejército y contribuyó a nuestras sucesivas victorias»[6]. En cambio, el Partido Comunista Vietnamita (PCV, entonces llamado Partido del Trabajo), inscribió en sus estatutos en 1951: «El Partido del Traba jo reconoce la teoría de Marx, Engels, Lenin, Stalin y el pensamiento de Mao Zedong, adaptado a la realidad de la revolución vietnamita, como el fundamento teórico de su pensamiento y como la aguja imantada que le indica el rumbo en todas sus actividades»[7]. Línea de masas y la reeducación fueron colocadas en el centro del sistema político vietnamita. El sheng /eng («reforma del estilo de trabajo»), forjado en Yan’an, presidió bajo su transcripción vietnamita (chinh hudn) las feroces purgas de mediados de los años cincuenta[8]. Por lo que se refiere a la Camboya de los jemeres rojos (1975-1979), también fue poderosamente ayudada por Pekín, y trató de vencer allí donde el propio Mao había fracasado, recuperando en particular el mito voluntarista del «gran salto adelante». Todos estos regímenes, como el de Mao, quedaron fuertemente marcados por su origen guerrero (menos obvio en Corea del Norte, a pesar de que Kim se haya jactado de sus presuntas hazañas de guerrillero antijaponés), prolongado en una militarización permanente de la sociedad (menos obvia en China: no es una «línea de frente»). Resulta asombroso que el lugar central ocupado por la policía política en el sistema soviético le corresponda más bien al ejército, encargado de las tareas de represión muchas veces de forma directa.

¿UNA TRADICIÓN DE VIOLENCIA? Cuando vivía, la omnipotencia de Mao Zedong hizo que con frecuencia fuera tratado de «emperador rojo». Lo que ahora se sabe de su carácter fantasioso y ferozmente egocéntrico, de sus criminales venganzas, de su vida de depravación proseguida hasta sus últimos días[9], facilita la asimilación con los déspotas que reinaron en el País del Medio. Y sin embargo, la violencia erigida en sistema del reino contemporáneo desborda ampliamente una tradición nacional cualquier cosa menos liberal.

No quiere esto decir que China no haya conocido, en numerosas ocasiones, sangrientos pruritos. Emplearon por regla general, como en otras partes del mundo, el vector de la religión, inseparable en ese país de una Weltanschauung, visión global del universo. Lo que separa las dos grandes tradiciones chinas —el confucianismo y el taoísmo— son menos divergencias teóricas y oposiciones concretas que la insistencia, por parte de Confucio, sobre la sociedad y sobre lo racional, y por parte de Lao-tsé, promotor del Tao, sobre el individuo y sobre lo intuitivo, lo sensible e incluso lo irracional. Y todo chino, o casi todo chino, lleva dentro de sí, dosificadas de forma diversa, estas dos caras de la idiosincrasia china. Lo que sucede es que, en los momentos de crisis, en los más desheredados, en los más desorientados, la segunda de esas caras prevalece por completo, y se lanza al asalto del bastión de la primera: la pirámide de los cultos, es decir, del Estado. Eso fueron las numerosas insurrecciones inspiradas por las sectas apocalípticas y mesiánicas: turbantes amarillos del año 184, revuelta maitreyista de Faqing en el 515, rebelión maniquea[10] de Fang La en 1120, Loto blanco de 1351, Ocho trigrammas de 1813, etc.[11] El mensaje de estos movimientos es bastante similar: sincretiza taoísmo y budismo popular, y muchas veces pone por delante a Maitreya, Buda del futuro cuyo advenimiento luminoso y redentor, inminente, debe producirse en medio de la catástrofe universal del «viejo mundo». Los fieles, elite escogida, deben ayudar al cumplimiento de la profecía y esperan de ella la salvación. Cualquier lazo contingente debe ser roto, incluido el lazo familiar: según la crónica de la dinastía de los Wei, en el año 515, «los padres, los hijos y los hermanos ya no se reconocen unos a otros»[12].

Ahora bien, en China, el conjunto de la moralidad se basa en el respeto de las obligaciones familiares: si estas son rechazadas, todo está permitido. Se somete totalmente el individuo a la familia de sustitución en que entonces se convierte la secta. El resto de la humanidad está condenado al infierno en el más allá -y a la muerte violenta en este mundo-. En ocasiones (como en el año 402), los oficiales son cortados en trozos, y si sus mujeres y sus hijos se niegan a comérselos, también son desmembrados. En 1120 parece que la matanza se extendió a millones de personas[13]. Todos los valores están invertidos: según una proclama de 1130, «matar a la gente es cumplir el dharma (ley búdica)»[14]. El crimen es un acto de compasión, porque libera el espíritu; el robo hace que el mundo se acerque a la igualdad; el suicidio es una felicidad envidiable; cuanto más horrible es la propia muerte, mayor será la recompensa. Según un texto del siglo XIX, «la muerte por descuartizamiento lento asegurará la entrada en el cielo con vestido escarlata» [15]. Resulta difícil de evitar la comparación, en ciertos aspectos, de estos crueles milenarismos con los movimientos revolucionarios asiáticos de nuestro siglo. No bastan para explicar numerosas características, pero ayudan a comprender por qué triunfaron en ocasiones, y por qué la violencia que los acompañó pudo, durante un momento, parecer normal, casi trivial, a muchos.

Los parapetos son, sin embargo, potentes y explican que, en última instancia, el orden solo ha sido alterado en raras ocasiones: los visitantes europeos de la Edad Media, e incluso los de la era de las luces, quedaron extraordinariamente sorprendidos, y seducidos, por la gran paz emblemática del viejo imperio. El confucianismo, doctrina oficial enseñada hasta en los confines más remotos de los campos, hacía de la benevolencia la virtud cardinal del soberano y pretendía modelar el Estado por la familia. Lo que, sin anacronismo, podemos designar como principios humanistas reprobaba recurrir a la matanza y valoraba la vida humana. Y ello desde los tiempos remotos. Si buscamos a los pensadores considerados como canónicos a lo largo de esos c~si veintiún siglos de imperio, habremos de evocar ante todo al filósofo chino Mo Ti (479-381 antes de Cristo aproximadamente), que condena de este modo la guerra de agresión: «Si un homicidio simple está considerado como un crimen, un homicidio múltiple, como el que consiste en atacar a otro país, aunque sea elogiado como una buena acción, ¿puede llamarse saber distinguir el bien del mal?»[16]. En el famoso Arte de la guerra de Sun Tzu (hacia el año 500 antes de Cristo), se dice: «La guerra es semejante al fuego; los que no quieren abandonar las armas perecen por las armas»[17]. Conviene luchar de forma económica, el menor tiempo posible y derramando la menor cantidad posible de sangre: «Nunca se ha visto que una guerra prolongada aprovechase a ningún país…. Obtener cien victorias en cien batallas no es el colmo de la prudencia… Quien sobresale venciendo a sus enemigos triunfa antes de que las amenazas de estos se concreten»[18]. Economizar fuerzas es esencial, pero tampoco hay que dejarse llevar hasta el exterminio del adversario: «Capturar al ejército enemigo vale más que destruirle… No alentéis el crimen»[19]. En estas frases hay que ver menos una proclama moral que una consideración de oportunismo: las matanzas y atrocidades provocan el odio y la energía de la desesperación en el adversario, que puede aprovecharlas para darle la vuelta a la situación en favor suyo. Además, para el conquistador, «la mejor política es tomar el Estado intacto; aniquilarlo es lo peor que puede ocurrir»[20].

Razonamiento típico de la gran tradición china (ilustrada de forma especial por el confucianismo): los principios éticos no derivan de una visión transcendental, sino de un pragmatismo unido a la armonía y a la eficacia del funcionamiento societario. Lo cual no les da indudablemente sino una eficacia mayor. Y el otro «pragmatismo», el de los legistas que, contemporáneo de Confucio y de Sun Tzu, insiste por el contrario en la necesidad que el Estado tiene de afirmar su omnipotencia aterrorizando a la sociedad, demuestra su ineficacia fundamental para hacer funcionar esa sociedad en su hora de gloria: la breve dinastía Qin del siglo III antes de Cristo. Aunque las cosas pudiesen variar enormemente de un reinado a otro, ese tipo de arbitrariedad va disminuyendo, sobre todo a partir de la dinastía Song del Norte (960-1127): el exilio en una comarca lejana -que no excluye recuperar la gracia- se convierte en el castigo más corriente para el funcionario que ha perdido el favor. En la época de los Tang, en el año 654, se dictó un código penal más humano, que concedía mayor espacio tanto a la intención como al arrepentimiento, y suprimía la responsabilidad familiar automática en caso de rebelión: el procedímiento que precede a la ejecución familiar se volvió más complejo y más largo, al mismo tiempo que se abolían algunos de los castigos más horribles y se creó un sistema de recurso de apelación[21].

En conjunto, la violencia de Estado parece limitada y controlada. La historiografía china se horroriza ante los 460 letrados y administradores enterrados vivos por el «primer emperador», Qin Shi (221-210 antes de Cristo). Este, tomado de forma explícita como modelo por Mao —lúcido en su cinismo—, también mandó quemar toda la literatura clásica (y el solo hecho de evocarla era merecedor de la pena capital), condenar a muerte o deportar a unos 230.000 hidalgos, y sacrificar decenas si no centenares de miles de vidas en la construcción de la primera Gran Muralla. Con la dinastía de los Han (206 antes de Cristo-220 después de Cristo), el confucianismo va a dar, por el contrario, marcha atrás, y el imperio ya no conocerá ni semejante tiranía ni matanzas tan frecuentes. El orden es riguroso, la justicia severa, pero, dejando a un lado los momentos (por desgracia bastante numerosos) de grandes insurrecciones o de invasiones extranjeras, la vida humana está más segura que en la mayoría de los restantes Estados antiguos, incluidos los de la Europa medieval o moderna.

Claro que había unos trescientos delitos merecedores de la pena de muerte durante la pacífica dinastía Song, en el siglo XII, pero en principio cada condena debía ser comprobada y refrendada por el emperador. Por regla general las guerras se saldaban con cientos de miles de muertos, y la mortalidad final solía duplicarse con las secuelas de epidemias, hambrunas, crecidas (piénsese en los catastróficos desplazamientos del curso inferior —encauzado— del río Amarillo) y con la. desorganización de los transportes que inducían los conflictos. La revuelta de los Taiping y su represión (1851- 1868) fueron responsables, por ejemplo, de entre veinte y cien millones de muertos. En cualquier caso, la población de China disminuyó de 410 millones en 1850 a 350 millones en 1873[22]. Pero, en realidad, solo una ínfima parte de estas víctimas fue muerta efectiva e intencionadamente (alrededor de un millón, desde luego, bajo los Taiping[23]). En todo caso, se trataba de un período excepcionalmente convulso, marcado por inmensas rebeliones, por las repetidas agresiones de los imperialismos occidentales y por la creciente desesperación de una población pauperizada. En semejante contexto, por desgracia, vivieron las dos, tres o cuatro generaciones que precedieron a los revolucionarios comunistas. Él las acostumbró a un grado de violencia y desintegración de los valores inusitado en la larga historia china.

Y sin embargo, la China de la primera mitad del siglo XX apenas predecía, en cantidad o en modalidades, el desenfreno del maoísmo triunfante. Si la revolución de 1911 fue bastante poco dramática, los dieciséis años que la siguieron, antes de la semiestabilización impuesta por el régimen del Kuomintang, conocieron cierto número de matanzas. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, en el foco revolucionario que era Nankín, donde, entre julio de 1913 y julio de 1914, el dictador Yuan Shikai mandó ejecutar a varios miles de personas[24]. En junio de 1925, la policía de las concesiones extranjeras de Cantón mató a 52 participantes en una manifestación obrera. En mayo de 1926, en Pekín, 47 pacíficos estudiantes perecieron durante una manifestación antijaponesa. Y sobre todo en abril-mayo de 1927, en Shanghai, y luego en el resto de grandes ciudades del Este, miles de comunistas fueron ejecutados por la original coalición que unía al jefe del nuevo régimen, Shiang Kai-shek, y las sociedades secretas del hampa local. La condición humana de André Malraux evoca el carácter atroz de ciertas ejecuciones en la caldera de una locomotora. Si no parece que los primeros episodios de la guerra civil que opuso a comunistas y nacionalistas fueran acompañados de matanzas de excesiva amplitud, como tampoco la Larga Marcha (1934-1935), los japoneses entre 1937 y 1945 cometieron miríadas de atrocidades en la amplia parte de China que ocupaban.

Mucho más mortíferas que la mayor parte de estos hechos fueron las hambrunas de 1900, 1920-1921 y 1928-1930, que golpearon el norte y/o el noroeste del país, sensibles a la sequía: la segunda causó la muerte de medio millón de personas, la tercera de dos a tres millones de personas[25]. Pero, si la segunda se vio agravada por la desorganización de los transportes ligada a las guerras civiles, no puede decirse que haya existido ningún tipo de «conjura de hambruna», ni hablar por tanto de matanza. No es lo mismo el caso de Henao, donde, en 1942-1943, de dos a tres millones de personas murieron de hambre (es decir, un habitante de cada veinte), y se contabilizaron actos de canibalismo. Las cosechas habían sido desastrosas, pero el Gobierno central de Chong-qing no acordó ninguna reducción de impuestos, y un gran número de campesinos vio cómo les quitaban todos sus bienes. La presencia del frente no arreglaba nada: los campesinos se hallaban sometidos, sin salario, a tareas como excavar un foso anticarro de quinientos kilómetros de longitud, que luego resultó inútil[26]. Tenemos ahí una prefiguración de algunos de los errores del «gran salto», incluso aunque, en Henan, la guerra podía constituir en parte una excusa. En cualquier caso, el resentimiento de los campesinos fue inmenso.

Las atrocidades más numerosas y, en conjunto, con toda seguridad las más mortíferas, se desarrollaron con escaso ruido y dejaron pocas huellas: se trataba de pobres (o semipobres) que luchaban contra otros pobres, al margen de los grandes ejes, en el océano de la China de las aldeas. Entre esos asesinos de poca monta figuraban los innumerables bandidos que, muchas veces en bandas temibles, saqueaban, extorsionaban, exigían rescate y mataban a quienes se les resistían o a sus rehenes cuando el rescate tardaba. Cuando eran capturados, a los campesinos les gustaba participar en su ejecución. Pero los soldados resultaban a menudo un azote peor que los bandidos a los que, en teoría, tenían que combatir: una petición procedente de Fujian solicitaba, en 1932, la retirada de las fuerzas denominadas del orden «para que así no tengamos que combatir más que a los bandidos»[27]. En esa misma provincia, en 1931, la mayor parte de una tropa de 2.500 soldados, que se había excedido en materia de saqueos y violaciones, fue exterminada por campesinos rebelados. En 1926, los del oeste de Hunan, amparándose en la sociedad secreta de las Lanzas Rojas, se habían librado de ese mismo modo, según se dice, de unos 50.000 «soldados-bandidos» de un señor de la guerra derrotado. Cuando en 1944, en esa misma región, los japoneses pasaron a la ofensiva, los campesinos, que recordaban las mortíferas obligaciones del año anterior, persiguieron a los militares derrotados, enterrándolos en ocasiones vivos: murieron unos 50.000[28]. Y sin embargo, los soldados no eran más que pobres bribones, campesinos como sus verdugos, víctimas desgraciadas y aterrorizadas de aquella leva que, según el general americano Wedemeyer, se abatía sobre los aldeanos como la hambruna o la inundación, y causaba mayor número de víctimas.

Otras muchas revueltas, por regla general de menor violencia, tenían como objetivo lo que se percibía como exacciones de la administración: impuestos sobre la tierra, sobre el opio, sobre el alcohol, sobre la matanza de los cerdos, trabajos públicos sin remuneración, abusos de usura, juicios injustos… Pero sus peores golpes solían reservarlos los campesinos con mucha frecuencia para otros campesinos: salvajes guerras de pueblos, clanes y sociedades secretas asolaban los campos y creaban, gracias a la ayuda del culto de los antepasados asesinados, odios inextinguibles. Por ejemplo, en septiembre de 1928, los Pequeñas Espadas de un conde de Jiangsu mataron a doscientos Grandes Espadas e incendiaron seis aldeas. Desde finales del siglo XIX, el este de Guangdong estaba divido entre aldeas de los Banderas Negras y aldeas de los Banderas Rojas, violentamente hostiles. En esa misma región, el condado de Puning vio al clan Lin perseguir y matar a todos los que tenían la desgracia de llevar el patronímico Ho, sin exceptuar a los leprosos, quemados muchas veces vivos, y a numerosos cristianos. Estas luchas no eran nunca políticas ni sociales: los pequeños notables locales consolidaban de ese modo su ascendiente. La mayoría de las veces, el adversario era el inmigrante, o aquel que vivía al otro lado del río…[29].

UNA REVOLUCIÓN INSEPARABLE DEL TERROR (1927-1946). Y sin embargo, cuando en enero de 1928 los habitantes de una aldea Bandera Roja vieron llegar una tropa blandiendo el estandarte escarlata, se unieron con entusiasmo a uno de los primeros «soviets» chinos, el de Hai-Lu-Feng, dirigido por P’eng P’ai. Los comunistas se esmeraron jugando al equívoco, pero supieron colorear su discurso con los odios locales y, finalmente, aprovechando la coherencia de su mensaje, captarles para sus fines, al tiempo que concedían a sus partidarios neófitos la posibilidad de dar rienda suelta a sus pulsiones más crueles. Hubo así, cuarenta o cincuenta años antes, durante unos meses de 1927-1928, una especie de prefiguración de los peores momentos de la Revolución Cultural o del régimen jemer rojo. Desde 1922, el movimiento había sido preparado mediante una intensa agitación mantenida por los sindicatos campesinos creados por el Partido Comunista, y había desembocado en una fuerte polarización entre «campesinos pobres» y «terratenientes» incansablemente denunciados, mientras que ni los conflictos tradicionales ni siquiera las realidades sociales hacían especial hincapié en esta división. Pero la anulación de las deudas y la abolición de los arrendamientos rústicos garantizaban al soviet un amplio apoyo. P’eng P’ai lo aprovechó para establecer un régimen de «terror democrático»: el pueblo entero era invitado a los procesos públicos de los «contrarrevolucionarios», que de forma casi invariable terminaban condenados a muerte; participaba en las ejecuciones, gritando «mata, mata» a los guardias rojos ocupados en descuartizar poco a poco a la víctima, cuyos pedazos a veces cocían y comían ellos mismos, o hacían comer a su familia, ante los ojos del supliciado todavía vivo. Todos estaban invitados a aquellos banquetes donde se repartía el hígado y el corazón del antiguo propietario, y a los mítines en los que el orador hablaba ante una hilera de estacas rematadas por cabezas recién cortadas. Esta fascinación por un canibalismo de venganza, que volverá a encontrarse en la Camboya de Pol Pot, y que correspondería a un antiquísimo arquetipo ampliamente difundido por Asia oriental, apareció de repente en los momentos paroxísticos de la historia china. Así, en una era de invasiones extranjeras, en el año 613, el emperador Yang (dinastía Suei) se vengó de un rebelde persiguiendo hasta sus parientes más remotos: «Los que resultaron castigados con mayor dureza hubieron de sufrir los castigos del descuartizamiento y de la exposición de la cabeza sobre una estaca, o fueron desmembrados, atravesados por flechas. El emperador ordenó a los grandes dignatarios tragar trozo a trozo la carne de las víctimas»[30]. El gran escritor Lu Xun, admirador del comunismo en el momento en que este no rimaba con nacionalismo y antioccidentalismo, escribió: «Los chinos son caníbales»… Menos populares que estas orgías sangrientas eran las exacciones de los guardias rojos en 1927 en los templos y frente a los sacerdotes-brujos taoístas: los fieles pintaban de rojo a los ídolos para tratar de preservarlos, y P’eng P’ai empezaba a beneficiarse de las primeras señales de una divinización. 50.000 personas, muchas de ellas pobres, huyeron de la región durante los cuatro meses en que reinó el soviet[31].

P’eng P’ai (fusilado en 1931) fue el verdadero promotor del comunismo rural y militarizado, solución que enseguida fue recuperada por aquel mando comunista hasta entonces algo marginal que era Mao Zedong (también de origen campesino), y teorizada en su famoso Informe sobre el movimiento campesino en el Hunan (1927). Esta alternativa al movimiento comunista obrero y urbano, entonces en pleno naufragio bajo los golpes de la represión del Kuomintang de Shiang Kai-shek, se impuso rápidamente y condujo, en 1928, a la primera de las «bases rojas», en los montes Jinggang, en los confines de Hunan y de Jiangxi. Fue en el este de esa provincia donde, el 7 de noviembre de 1931 (día del aniversario del octubre ruso…), la consolidación y la extensión de la base principal autorizaron la proclamación de una República china de los soviets, cuyo consejo de comisarios del pueblo presidía Mao. Hasta su triunfo de 1949, el comunismo chino conocerá muchos avatares y terribles reveses, pero el modelo está trazado: concentrar la dinámica revolucionaria en la construcción de un Estado, y concentrar ese Estado, guerrero por naturaleza, en la construcción de un ejército capaz, in fine, de acabar con el ejército y el Estado títeres «fantoches» enemigos, en su caso el Gobierno central de Nankín, que preside Shiang Kaishek. Así pues, no puede sorprender que la dimensión militar y represiva vaya en primer lugar y cumpla el papel de fundadora, en la misma fase revolucionaria: estamos muy lejos del primer bolchevismo ruso, y más todavía del marxismo: a través del bolchevismo, convertido en estrategia de toma del poder y de reforzamiento de un Estado nacional-revolucionario, fue como los fundadores del PCCh, y en particular su «cabeza pensante», Li Dazhao, llegaron al comunismo, a partir de 1918-1919[32]. En todas partes donde triunfa el PCCh, se instala el socialismo de cuartel (y de los tribunales de excepción, y de los pelotones de ejecución). Decididamente, P’eng P’ai había proporcionado el modelo.

Una parte de la originalidad de las prácticas represivas del comunismo chino procede de ese hecho, muy difícil de percibir al principio: el «gran terror» estalinista de los años 1936-1938 ha sido precedido por el de los soviets chinos, responsable, según ciertas estimaciones, de 186.000 víctimas, al margen de los combates, solo en Jiangxi entre 1927 y 1931[33]. La mayoría de estas muertes proviene de las resistencias a la reforma agraria radical inmediatamente aplicada, a una elevada fiscalidad y a la movilización de la juventud justificada por las necesidades militares. El cansancio de la población es tal que, allí donde el comunismo fue particularmente radical (Mao fue criticado en 1931 por sus excesos terroristas que malquistaban a la población; lo que fue utilizado por sus adversarios para hacerle perder de forma provisional la dirección), y donde los mandos de origen local resultaron marginados (por ejemplo, alrededor de la «capital» soviética, Ruijin), la ofensiva de las fuerzas de Nankín solo choca con una resistencia débil. Está más viva, y a veces sale victoriosa, entre las «bases» más tardías, y más autónomas, y cuyos mandos obtuvieron provecho de las dolorosas lecciones de la política de terror[34]. Encuentran tensiones análogas, que sin embargo el Partido Comunista aprendió a resolver mediante una represión más selectiva, menos sangrienta, en la base del norte Shaanxi con centro en Yan’an. La presión fiscal descargada sobre los campesinos es terrible: en 1941 se requisa el 35 por 100 de las cosechas, cuatro veces más que en las zonas controladas por el Kuomintang. Los aldeanos terminan por desear abiertamente la muerte de Mao… El partido reprime, pero abre la mano: emprende a gran escala —aunque sin confesarlo— el cultivo y la exportación del opio, que hasta 1945 proporcionará entre el 26 y el 40 por 100 de los ingresos públicos fundamentales de la base[35].

Como es frecuente en los regímenes comunistas, las exacciones de que fueron víctimas los militantes han dejado mayores huellas: sabían expresarse mejor, y sobre todo formaban parte de redes que en muchas ocasiones subsistieron. Algunas cuentas fueron saldadas muchos decenios después… Los mandos más buscados para ese arreglo son, de forma casi invariable, aquellos que tienen lazos más estrechos con la población en que militan. Sus adversarios, que dependen más del aparato central, les acusan de «localismo», lo que, en efecto, les lleva muchas veces a cierta moderación, e incluso a discutir las consignas. Este conflicto oculta, sin embargo, otro: los militantes locales proceden la mayoría de las veces de las capas acomodadas del campesinado y, en particular, de las familias de terratenientes (donde también encontramos la parte más abundante de personas cultas), llegados al comunismo por la vía de un nacionalismo radical. Los militantes «centrales», los soldados del ejército «regular» se reclutan en su mayoría en los medios marginales, entre los desclasados: bandidos, vagabundos, mendigos, militares sin sueldo y, por lo que se refiere a las mujeres, entre las prostitutas. En 1926 Mao consideró la posibilidad de hacerles desempeñar un papel importante en la revolución: «Estas gentes pueden luchar con mucho valor; guiados de manera justa, pueden convertirse en una fuerza revolucionaria»[36]. ¿No se asimilaba él a uno de los suyos cuando, mucho más tarde, en 1965, se presentó al periodista americano Edgar Snow como un «viejo monje caminando con su sombrilla agujereada bajo las estrellas?»[37]. El resto de la población, dejando a un lado una minoría de oponentes resueltos (que a menudo también eran miembros de la elite), brilla sobre todo por su pasividad, su «frialdad», dicen los dirigentes comunistas —incluido ese «campesinado pobre y semipobre » que en teoría forma la base de clase del Partido Comunista en el campo… Los desclasados convertidos en mandos, y que deben toda su existencia social al partido, más o menos confusamente ávidos de desquite y apoyados por el centro[38], tienden de forma espontánea a las soluciones más radicales, y llegado el caso a la eliminación de los mandos locales. Este tipo de contradicción podrá explicar todavía, con posterioridad a 1946, muchos de los sangrientos arrebatos de la reforma agraria[39].

La primera gran purga documentada, en 1930-1931, asoló la base de Donggu, en el norte de Jiangxi. Las tensiones que hemos descrito se vieron agravadas en el plano local por la fuerte actividad de una organización político-policial ligada a la derecha del Kuomintang, el Cuerpo AB (por «antibolchevique »), que supo cultivar las sospechas de traición entre miembros del Partido Comunista. Este fue reclutado en gran medida entre las sociedades secretas. La adhesión, en 1927, del jefe de la sociedad de los Tres Puntos supuso un refuerzo decisivo. Numerosos mandos locales fueron ejecutados al principio, luego la purga se volvió contra el ejército rojo: fueron liquidados, aproximadamente, 20.000 miembros. Algunos mandos encerrados se escaparon, trataron de provocar la revuelta contra Mao, «emperador del partido». Invitados a unas negociaciones, fueron detenidos y ejecutados. El II ejército, una de cuyas unidades se había rebelado, fue desarmado en su totalidad y sus oficiales terminaron ejecutados. Las persecuciones diezmaron durante más de un año a los mandos civiles y militares. Las víctimas se contaron por millares. De los diecinueve mandos locales más altos, entre ellos los fundadores de la base, doce fueron ejecutados por «contrarrevolucionarios», cinco resultaron muertos por el Kuomintang, uno murió de enfermedad y el último abandonó la región y la revolución[40].

En los inicios de la presidencia de Mao en Yan’an, la eliminación del fundador de la base, el legendario guerrillero Liu Zhidan, parece responder al mismo esquema: nos muestra un aparato central que también carece del menor escrúpulo, aunque sea más racional en su maquiavelismo. El responsable parece haber sido el «bolchevique» Wang Ming, «hombre de Moscú» que aún no está marginado de la dirección, y que desea hacerse con el control de las tropas de Liu. Este último, confiado, acepta su arresto. Torturado, no confiesa su «traición». Sus principales partidarios son enterrados vivos entonces. Zhou Enlai, adversario de Wang Ming, le hace liberar, pero cuando Liu insiste en conservar la autonomía de su mando, se le tacha de «derechista redomado». Enviado al frente, muere en él, tal vez de una bala por la espalda… [41].

La purga más célebre del período anterior a 1949 empezó por golpear a los intelectuales comunistas más brillantes de Yan’an, en junio de 1942. Como quince años más tarde repetirá, a escala nacional, Mao empieza autorizando, durante dos meses, una grandísima libertad de crítica. Luego, de repente, todos los militantes son «invitados» a «duchar», a través de una miríada de mítines, contra Ding Ling, que había denunciado el formalismo de la igualdad afirmada entre hombres y mujeres, y contra Wang Shiwei, que había tenido la audacia de exigir la libertad de creación y de crítica al poder por parte del artista. Ding se doblega, acepta una abyecta autocrítica y ataca a Wang; pero este no cede. Excluido del Partido Comunista, Ding es encarcelado, y terminará ejecutado durante la evacuación provisional de Yan’an, en 1947. El dogma de la sumisión del intelectual al político, desarrollado en febrero de 1942 en las Charlas sobre el arte y la literatura del presidente del partido, tendrá a partir de ese momento valor de ley. Las sesiones de sheng feng se multiplican, hasta la consecución de la sumisión. Es a principios de julio de 1943 cuando la purga brota de nuevo, se extiende y se vuelve mortífera. El instrumento de esta «campaña de salvación», que en teoría ha de proteger a los militantes de sus propias insuficiencias, de sus dudas ocultas, es el miembro del Buró político Kang Sheng, situado por Mao en junio de 1942 al frente de un inédito comité general de estudios, que debe supervisar la rectificación. Esta «sombra negra», vestida de cuero negro, que monta un caballo negro, que va acompañado de un feroz perro negro, formado por el NKVD soviético, supo organizar la primera verdadera «campaña de masas» de la China comunista: críticas y autocríticas generalizadas, arrestos selectivos que conducían a confesiones que permitían nuevos arrestos, humillaciones públicas, palizas, elevación del pensamiento de Mao, decretado infalible, al rango de único punto de apoyo seguro. Kang Sheng, durante un mitin, señala a la concurrencia y declara: «Todos vosotros sois agentes del Kuomintang… El proceso de vuestra reeducación será largo todavía»[42]. Los arrestos, la tortura, las muertes (unas 60, muchas por suicidio, solo en el centro) se difunden hasta el punto de preocupar a la dirección del partido, a pesar de que Mao había asegurado que «los espías eran tan numerosos como los pelos de una piel»[43]. A partir del 15 de agosto, los «métodos ilegales» de represión quedan proscritos, y el 9 de octubre, Mao, en un cambio de opinión que en él es ya familiar, proclama: «No debemos matar a nadie; la mayoría no habrían tenido que ser detenidos siquiera»[44]. A partir de ese momento, la campaña queda interrumpida definitivamente. En diciembre, en una autocrítica, Kang Sheng hubo de reconocer que, entre los detenidos, solo el 10 por 100 eran culpables, y que los muertos debían ser rehabilitados. Su carrera se estancará hasta el estallido de la Revolución Cultural, en 1966, y Mao, ante una asamblea de altos mandos en abril de 1944, deberá excusarse e inclinarse tres veces en homenaje a las víctimas inocentes antes de ser aplaudido. Una vez más, su extremismo espontáneo ha chocado con una fuerte resistencia. Pero el recuerdo del terror de 1943 permaneció indeleble, según quienes lo padecieron; y lo que Mao perdió en popularidad, lo ganó en temor[45].

La represión va avanzando poco a poco en sofisticación. Incluso si la guerra (contra los japoneses, contra el Kuomintang) va acompañada, llegado el caso, de matanzas terroristas que provocaban millares de víctimas (3.600 en tres meses en 1940, en una pequeña porción de Hebei, cuyo control se trata de tomar[46]), el asesinato tiende a individualizarse. Los renegados se convierten en objetivos especiales, hecho que también concuerda con las prácticas tradicionales de las sociedades secretas. Según señala un antiguo jefe de guerrilla: «Matamos a un gran número de traidores, para que el pueblo no tenga otra elección que la de seguir por la senda de la revolución»[47]. El sistema carcelario se desarrolla, y evita tener que recurrir a la ejecución con tanta frecuencia como antes. En 1932, los soviets de Jiangxi habían visto florecer los establecimientos de condenas a trabajos forzados, irónicamente previstos por una ley del Kuomintang. En 1939, los condenados a largas penas llegan a los centros de trabajo y producción, hasta que unos tribunales completamente excepcionales vayan apareciendo aquí y allá. Su interés es triple: no provocar el desapego de la población por castigos demasiado terribles, beneficiarse de una fuerza de trabajo disponible, y recuperar a nuevos adeptos a través de una reeducación ya muy experta. De este modo, ¡hasta prisioneros de guerra japoneses pudieron ser integrados en el Ejército Popular de Liberación (EPL), heredero del ejército rojo chino, y utilizados contra Shiang Kai-shek![48]:

Los métodos maoístas de Yan’an, vistos por un estalinista soviético.

La disciplina del partido se basa en unas formas estúpidamente rígidas de crítica y de autocrítica. Es el presidente de célula quien decide qué persona debe ser criticada y por qué debe serlo. Se «ataca», por regla general, de uno en uno. Todo el mundo participa. Y uno no puede esquivar el juicio. El «acusado» solo tiene un derecho: arrepentirse de sus «errores». Si se considera inocente o si entona «su culpa» con excesiva blandura, el ataque vuelve a empezar. Es una auténtica doma psicológica. (…) He comprendido una realidad trágica. Este cruel método de coerción psicológica que Mao llama «purificación moral» ha creado una atmósfera asfixiante en la organización del partido en Yan’an. Un número no despreciable de militantes comunistas se suicidaron, huyeron o se volvieron psicóticos… El método del sheng fen responde al principio: «Todos y cada uno deben saber los pensamientos íntimos de los demás. » Esa es la vil e infamante directiva que gobierna todas las reuniones. Lo más íntimo y personal se exhibe sin vergüenza en público para su examen. Bajo la etiqueta de la crítica y de la autocrítica, se inspeccionan los pensamientos, las aspiraciones y los actos de todos y cada uno[49].

REFORMA AGRARIA Y PURGAS URBANAS (1946-1957). El país de cuyo control se apoderan los comunistas en 1949 no es precisamente una tierra de dulzura y de armonía. La violencia y a veces las matanzas constituyen medios normales tanto de gobernar como de oponerse, o incluso de arreglar cuentas con los vecinos. Los hechos que vamos a relatar tuvieron, por tanto, un carácter de contraviolencia, de respuesta a exacciones plenamente reales (una de las víctimas de P’eng P’ai, magistrado local, había mandado ejecutar a un centenar de campesinos sindicados), y probablemente fueron percibidos así por muchas gentes del campo. Debido a ello, ese período conserva una imagen excelente, tanto en la historia oficial postmaoísta (hasta la víspera del movimiento anti-derechistas de 1957, el timonel habría gobernado bien) como en la memoria de numerosos testigos, beneficiarios directos además (o eso imaginaban) en muchas ocasiones de las desgracias de sus conciudadanos demasiado acomodados. Estos explican con todo lujo de detalles que los comunistas (incluidos los intelectuales comunistas) no se vieron demasiado afectados por las purgas. Y sin embargo, se trata de la ola de represión más sangrienta que haya lanzado el partido comunista chino. Se despliega por todo el país. Por su amplitud, por su generalización, por su duración (hay breves momentos de respiro, pero poco más o menos todos los años ven el lanzamiento de una nueva «campaña de masas»), por su aspecto planificado y centralizado, obliga a dar a la violencia china un salto cualitativo: la «rectificación» yan’anesa de 1943 había sido un ensayo general, pero a escala únicamente de un cantón remoto del inmenso país. Respecto a ciertas capas sociales, las matanzas adquieren un alcance genocida que China no había conocido nunca hasta entonces, en cualquier caso no lo había conocido a escala nacional (los mismos mongoles, en el siglo XIII, solo asolaron el norte del imperio). Algunas de estas atrocidades se produjeron en el contexto de una dura guerra civil de tres años: por ejemplo, el asesinato de 500 habitantes, en buena parte católicos, de la ciudad de Siwanze, en Manchuria, durante su conquista. Además, a partir del momento en que, en 1948, los comunistas tomaron una ventaja decisiva, dejaron de liberar como antes, con fines propagandistas, a las masas de prisioneros enemigos. Encarcelados ahora a cientos de miiles, y desbordando enseguida unas cárceles atestadas, fueron los primeros habitantes de los nuevos campos de reforma por el trabajo (laodong gaizao, en abreviatura laogai), que reunían las preocupaciones de reeducación y de contribución al esfuerzo bélico[50]. Pero durante las hostilidades mismas los peores actos tuvieron lugar en la retaguardia, al margen de cualquier contexto militar.

Los campos: control e ingeniería social. A diferencia de la Revolución rusa de 1917, la Revolución china de 1949 se propagó de los campos hacia las ciudades. Resulta lógico entonces que las purgas urbanas hayan sido precedidas por el movimiento de reforma agraria. Los comunistas tenían una larga experiencia en ese tipo de reforma, como hemos visto. Pero, para tratar de preservar como fuese el «frente unido» antijaponés con el Gobierno central del Kuomintang, tenían que poner en sordina, a partir de 1937, este punto fundamental de su programa. Solo después de la derrota nipona relanzaron el movimiento, en el contexto del desencadenamiento, en 1946, de la guerra civil que debía llevarles al poder. Millares de equipos de agitadores profesionales, preferentemente extranjeros de la región para evitar verse implicados por las solidaridades de hábitat, de clan y de sociedad secreta, fueron enviados de pueblo en pueblo, a todas las «zonas liberadas» por el EPL. Con los avances de este, el movimiento irá extendiéndose paulatinamente hasta los confines meridionales y occidentales (por el momento, el Tíbet queda fuera de esta operación).

Que nadie se equivoque: ver en la auténtica revolución agraria, que va a alterar, una a una, los cientos de miles de aldeas chinas, solo una manipulación procedente de arriba sería tan falso como imaginar ingenuamente que el Partido Comunista se contentaba con responder a la «voluntad de las masas »[51]. Estas tenían muchas razones para sentirse desdichadas y desear cambios. Y uno de los desequilibrios más llamativos era la desigualdad entre campesinos: por ejemplo, en la aldea de la Larga Curva (Shanxi), desde donde William Hinton siguió la revolución[52], el 7 por 100 de los campesinos poseían el 31 por 100 de las tierra cultivables y el 33 por 100 de los animales de labor. Una encuesta nacional de 1945 atribuye al 3 por 100 de notables rurales el 26 por 100 de las tierras como media[53]. La desigualdad de la propiedad se hallaba acompañada por los efectos de la usura (del 3 al 5 por 100 mensual, hasta el 100 por 100 anual[54]), que era casi monopolio de los campesinos más ricos.

¿Los más ricos o, simplemente, los menos pobres? Si en las regiones costeras del sur hay constancia de propiedades de varios centenares de hectáreas, la mayoría de los muy modestos «terratenientes» se contenta con dos o tres hectáreas: en la Larga Curva (1.200 habitantes), el más rico apenas llega a las diez hectáreas. Además, los límites entre grupos de campesinos son poco nítidos. La gran mayoría de los habitantes rurales forma parte de capas intermedias situadas entre los miserables sin tierra y los propietarios que no viven principalmente de su trabajo. En comparación con los contrastes sociales extremos que conocieron los campos del este europeo hasta 1945, y que América Latina sigue conociendo en la actualidad, puede estimarse que la sociedad rural china era relativamente igualitaria. Y, como ya hemos dicho, los conflictos entre ricos y pobres estaban lejos de constituir una de las principales causas de perturbaciones. Como en 1927 en Hai-Lu-Feng, los comunistas —empezando por el propio Mao— jugaron a ingenieros de lo social: se trataba de polarizar, de manera bastante artificial, grupos rurales definidos y delimitados de forma más bien arbitraria (había cuotas, fijadas por el aparato, que debían respetarse: del 10 al 20 por 100 de «privilegiados», según las zonas y los meandros de la política central, para luego decretar que en esa polarización residía la causa casi única de la desgracia campesina. A partir de ese momento resultaba fácil encontrar el camino de la felicidad…

Así pues, los agitadores empezaron a repartir a los campesinos en cuatro grupos: pobres, semipobres, medios y ricos. A quienes quedaban excluidos de esa clasificación se les consideraba, con más o menos argumentos, «terratenientes » y, en esas circunstancias, hombres que tenían que ser eliminados. A veces, por falta de un criterio discriminador muy claro, y porque a los pobres les gustaba, a los terratenientes se les unieron, muchas veces extralimitándose de las consignas del partido (cierto que estas consignas variaron…), los campesinos ricos. Si el destino de los pequeños notables rurales estaba trazado con claridad desde el principio, la vía elegida para ponerlo en práctica fue tortuosa, aunque probablemente la más eficaz desde el punto de vista político: en efecto, convenía que «amplias masas» participaran en ese destino, para que, como mínimo, se «mojasen», temieran a partir de ese momento la derrota de los comunistas, y a ser posible tuvieran la ilusión del libre albedrío, dado que el nuevo poder no hacía otra cosa que apoyar y luego ratificar sus decisiones. ilusión, desde luego; porque en todas partes, y de modo casi simultáneo, el proceso y el resultado son idénticos, mientras que las condiciones concretas varían enormemente según aldeas y regiones. Hoy sabemos cuántos esfuerzos costó el montaje del decorado de la «revolución campesina» a los militantes, siempre dispuestos a utilizar el terror para arrancar con mayor rapidez las convicciones: durante la guerra, un buen número de jóvenes prefirió huir hacia las zonas controladas por los japoneses que enrolarse en el EPL. Los campesinos, siempre apáticos en masa, y sometidos a menudo a los propietarios hasta el punto de seguir pagándoles clandestinamente sus arriendos tradicionales después de su reducción (prólogo a la reforma) por el nuevo poder, estuvieron lejos de adherirse a los ideales del Partido Comunista sobre una base social. Entre ellos, los agitadores los clasificaban según su posición política: activistas, ordinarios, atrasados, apoyo de los propietarios. Luego, intentaban pegar esas categorías sobre los grupos sociales oficiales, desembocando en una especie de sociología tipo Frankenstein, influida por una pléyade de disputas privadas y de deseos poco confesables (por ejemplo, librarse de un marido molesto[55]). La clasificación podía ser revisada a voluntad: para acabar enseguida con la redistribución de las tierras, las autoridades de la Larga Curva hicieron pasar de pronto el número de las familias de campesinos pobres ¡de 95 (de 240) a 28![56] Por lo que se refiere a los mandos comunistas, los civiles por regla general eran clasificados como «obreros», los militantes como «campesinos pobres» o «semipobres», mientras que en su mayoría procedían de las capas privilegiadas…[57].

El elemento clave de la reforma agraria fue el «mitin de la amargura»: delante de la aldea reunida comparecen el propietario o los propietarios, denominados a menudo «traidores», para rendir cuentas (se les compara de forma bastante sistemática con auténticos colaboradores del ocupante japonés, «olvidando » bastante pronto —salvo al principio, en 1946— que también los campesinos pobres habían cometido esa falta). Sea por temor ante personajes ayer todavía poderosos, sea por conciencia de cierta injusticia, estos planteamientos tardaron tiempo en dar fruto, y los militantes debían ponerse entonces a trabajar, maltratando físicamente y humillando a los acusados. Entonces, por regla general, la conjunción de oportunistas y de quienes sienten rencores contra ellos permite que las denuncias broten y que suba la temperatura. Teniendo en cuenta las tradiciones de violencia campesina, no es muy difícil llegar a la condena a muerte de los propietarios (acompañada, evidentemente, de la confiscación de sus bienes), y ejecutada muy a menudo de forma inmediata y en el mismo lugar donde se había celebrado el «juicio», con la participación más o menos activa de los campesinos. Pero la mayoría de las veces, los mandos tratan de llevar, aunque no siempre lo consigan, al condenado ante la justicia del jefe del lugar para que la sentencia quede confirmada. Este teatro de gran guiñol, donde todos y cada uno representan su papel de modo perfecto, y con una convicción tardía pero real, inaugura los «mítines de lucha» y otras sesiones de autocrítica que sufrieron e hicieron sufrir sin descanso todos los chinos, por lo menos hasta la muerte del ordenador supremo, en 1976. En conjunto demuestra la gran propensión, tradicional en China, al ritualismo y al conformismo, que un poder cínico puede usar y abusar a capricho.

Ningún dato preciso permite determinar el número de víctimas, pero, como aparentemente «se precisaba» al menos una por aldea[58], la cifra de un millón parece constituir un mínimo estricto, y la mayor parte de los autores se muestra de acuerdo en una cifra comprendida entre los dos y los cinco millones de muertos[59]. Además, entre cuatro y seis millones de «kulaks» chinos salieron de sus aldeas para ayudar a que los recientes laogai se llenasen, e indudablemente el doble de esas cantidades fue puesta «bajo control» de las autoridades locales, por espacios de tiempo variables: vigilancia constante, tareas durísimas, persecuciones en caso de «campaña de masas»[60]. En total, hubo quince muertos en la Larga Curva, cifra que, extrapolada, nos llevaría a la estimación alta. Pero el proceso de reforma había empezado temprano en la Larga Curva: con posterioridad a 1948, se desterraron ciertos excesos, que habían golpeado duramente a la Larga Curva: matanza de la familia entera del presidente de la asociación católica local (la iglesia fue cerrada), palizas y confiscación de bienes de los campesinos pobres que se habían solidarizado con los ricos, búsqueda de «orígenes feudales» en tres generaciones (lo cual no libraba a casi nadie de una «recalificación» funesta), torturas hasta la muerte para conseguir que revelasen el emplazamiento de un tesoro mítico, interrogatorios acompañados sistemáticamente de torturas con hierros candentes, extensión de las persecuciones a las familias de los ejecutados, registro y destrucción de sus sepulturas, y arbitrariedad de un mando, antiguo bandido, católico renegado, que obliga a una muchacha de catorce años a casarse con su hijo, y declara a todo el que quiere oírle: «Mi palabra es ley, y al que yo condeno a muerte debe morir»[61]. En el otro extremo de China, en Yunnan, el padre de He Liyi, policía del antiguo gobierno, por ese único motivo queda clasificado como «terrateniente». En su calidad de funcionario, es condenado inmediatamente a trabajos forzados. En 1951, en el momento álgido de la reforma agraria local, y en calidad de «enemigo de clase», es llevado de una aldea a otra, y luego condenado a muerte y ejecutado, sin que sea acusado de ningún delito concreto. Su hijo mayor, militar que había propiciado un movimiento de unión de soldados del Kuomintang al EPL, y que por ello había sido felicitado de forma oficial, fue clasificado como «reaccionario» y puesto bajo «control»[62]. Repetimos que todo esto, sin embargo, parece haber contado con el asentimiento de la mayoría de los campesinos, que luego podían repartirse las tierras de los expropiados. Algunos, por una u otra razón (a menudo de orden familiar), resultan alcanzados por estas ejecuciones tan frecuentemente arbitrarias. Su deseo de venganza tratará de expresarse a veces, de forma indirecta, durante la Revolución Cultural, incluida la apariencia de un ultrarradicalismo frente al nuevo stablisbment[63]. La matanza de chivos expiatorios no habrá desembocado, por tanto, en la unanimidad campesina detrás del partido «justiciero» que buscaba la dirección del Partido Comunista.

Las metas reales del amplio movimiento son ante todo, en efecto, políticas, luego económicas, y solo en última instancia sociales. Si el 40 por 100 de las tierras fueron redistribuidas, el pequeño número de privilegiados rurales y, sobre todo, la extrema densidad de la mayoría de los campos, hicieron que los campesinos pobres no obtuvieran muchos beneficios: tras la reforma, su explotación media no seguía siendo más que de 0,8 hectáreas[64]. Otros países de la región (Japón, Taiwan, Corea del Sur) llevaron a la práctica con éxito, en ese mismo período, reformas agrarias igual de radicales, en campos mucho menos igualitarios en principio. Que nosotros sepamos, no hubo ni un solo muerto, y a los expropiados se les concedió una indemnización más o menos satisfactoria. La terrible violencia del equivalente chino apuntaba, por tanto, no a la reforma misma, sino a la toma del poder total por el aparato comunista: selección de una minoría de activistas, destinados a convertirse en militantes o en mandos; «pacto de sangre» con la masa de aldeanos, implicados en las ejecuciones; y demostración a los recalcitrantes y a los tibios de la aptitud del Partido Comunista para desarrollar el terror más extremado. Esto permitía por último adquirir un conocimiento íntimo del funcionamiento y de las relaciones en el seno de la aldea, que, a medio plazo, les permitiría poner el capital industrial, a través de la colectivización, al servicio de la acumulación.

Las ciudades: «táctica del salchichón» y expropiaciones. Aunque podía pensarse que todo procedía de la base, a Mao Zedong en persona le pareció oportuno sancionar públicamente las matanzas en curso, durante la fase de radicalización que siguió a la entrada de las tropas chinas en el conflicto coreano (noviembre de 1950): «Con toda seguridad debemos matar a todos esos elementos reaccionarios que merecen ser muertos»[65]. Pero en ese momento la novedad no es la reforma agraria, que, por lo menos en China del Norte, toca a su fin (por el contrario, en China del Sur, «liberada» más tarde, y sobre todo en provincias de espíritu rebelde como Guangdong, el movimiento está lejos de haberse terminado a principios de 1952[66]); es más bien la extensión de la depuración violenta a las ciudades, mediante una serie articulada de «movimientos de masas» pretendidos, simultáneos o sucesivos, que poco a poco van reduciendo a completa sumisión a distintos grupos (intelectuales, burgueses —incluidos los patronos más pequeños—, militantes no comunistas, mandos comunistas demasiado independientes) susceptibles de obstaculizar el proyecto de control totalitario del PCCh. A unos cuantos años de distancia, no estamos muy lejos de la «táctica del salchichón» del período de instalación de las democracias populares europeas: es el período en que la influencia soviética es más clara en la economía, pero también en el aparato político-represivo. Un poco al margen (aunque muchas veces se han establecido temibles confusiones entre oponentes, adversarios de clase y bandidos, tanto unos como otros «enemigos del gobierno popular»), la criminalidad y la marginalidad (prostitución, g::~ritos de juego, fumaderos de opio, etc.) son duramente reprimidas: según el propio Partido Comunista, dos millones de «bandidos » habrían sido «liquidados» entre 1949 y 1952, y probablemente otros tanto encerrados[67]

El sistema de control, ampliamente forjado antes incluso de la victoria, no tardó en disponer de medios considerables: 5,5 millones de milicianos a finales de 1950, 3,8 millones de propagandistas (o activistas) en 1953, 75.000 informadores encargados de coordinarlos (y de vigilar su celo…). En la ciudad, perfeccionando un sistema de control mutuo tradicional (el baojia) creado por el Kuomintang, los grupos de residentes (de 15 a 20 hogares) están supeditados a comités de habitantes, subordinados a su vez a los comités de calle o de barrio[68]. Nada debe escapárseles: cualquier visita nocturna o estancia de un día o más de un «extraño» debe ser objeto de un registro en el comité de residentes. Se vigila particularmente que todos dispongan del huku, certificado de inscripción en el registro de habitantes de la ciudad, para evitar en particular el éxodo rural «salvaje». De este modo, el menor responsable desempeña el papel de auxiliar de policía. Esta, que al principio recupera (como la justicia o las cárceles) lo esencial de los funcionarios del antiguo régimen (constituirán los blancos «naturales» de los futuros movimientos, una vez agotada su transitoria utilidad), no tarda en estar sobredimensionada: 103 puestos de policía durante la toma de Shanghai en mayo de 1949, 146 a finales de año[69]. Las tropas de la Seguridad (policía política) alcanzan 1,2 millones de hombres[70]. En todas partes, hasta en la aldea más pequeña, abren mazmorras improvisadas, y el hacinamiento y las condiciones son de una dureza sin precedentes en las cárceles conocidas hasta entonces: hasta 300 detenidos en una celda de cien metros cuadrados, y 18.000 en la cárcel central de Shanghai; raciones alimenticias de hambre, agotamiento por el trabajo; disciplina inhumana, con violencias físicas constantes (por ejemplo, culatazos en cuanto uno levantaba la cabeza, obligatoriamente gacha durante toda marcha). La mortalidad, hasta 1952 desde luego muy superior al 5 por 100 anual (media de los años 1949-1978 en el laogai), puede alcanzar el 50 por 100 en seis meses en determinada brigada de Guangxi, o 300 muertes diarias en ciertas minas de Shanxi. Las torturas más variadas y más sádicas son moneda corriente: la utilizada con mayor frecuencia es la suspensión por las muñecas o por los pulgares; un sacerdote chino muere tras 102 horas de interrogatorio continuo. Los peores energúmenos pueden golpear sin control: un comandante de campo habría asesinado o mandado enterrar vivos a 1.320 detenidos en un año, además de numerosas violaciones. Las revueltas, bastante numerosas entonces (los detenidos no han tenido tiempo de ser moralmente machacados, y entre ellos hay muchos militares), terminan en verdaderas matanzas: varios miles de los 20.000 prisioneros de los campos petrolíferos de Yanchang son ejecutados; en noviembre de 1949, un millar de los 5.000 amotinados de un depósito forestal son enterrados vivos[71].

La campaña para la «eliminación de los elementos contrarrevolucionarios » se inició en julio de 1950, y en 1951 se desencadenarán sucesivamente los movimientos de los «Tres Anti» (contra la corrupción, el derroche y la burocratización de los mandos del Estado y del partido), de los «Cinco Anti» (contra los sobornos, el fraude, la evasión fiscal, la prevaricación y la divulgación de secretos del Estado, que apunta a la burguesía), así como la campaña de «reforma del pensamiento», dirigida contra los intelectuales occidentalizados. A partir de ese momento deberán seguir de forma regular períodos de «reeducación», y demostrar sus «progresos» a su colectivo de trabajo (danwei). La conjunción temporal entre todos estos movimientos demuestra que lo esencial es que ningún miembro de las elites urbanas pueda sentirse a salvo. La definición del «contrarrevolucionario» en particular, es tan vaga, tan amplia, que cualquier posición presente o pasada, por mínima divergencia que presente con la línea del Partido Comunista, puede bastar para ser condenado. Esto significaba la delegación de un poder represivo casi discrecional en los secretarios locales o de empresa del partido, que, animados por el centro, y con la ayuda de ese «brazo armado» que es la Seguridad, van a usar y abusar de su poder: como Alain Roux, podemos utilizar la expresión «terror rojo», sobre todo, en particular, durante el terrible año de 1951[72].

Las cifras seguras no dejan de impresionar desde el primer momento: 3.000 arrestos durante una noche en Shanghai (y 38.000 en cuatro meses), 220 condenas a muerte y ejecuciones públicas inmediatas en un solo día en Pekín, 30.000 mítines de acusación en esa misma ciudad en nueve meses, 89.000 arrestos, de los que 23.000 finalizan con condenas a muerte, en diez meses en Cantón[73]. 450.000 empresas privadas (de ellas, 100.000 nada más en Shanghai) quedan sometidas a investigación. Se reconoció como culpables de malversaciones (evasión fiscal la mayoría de las veces) a un buen número de patronos y numerosos mandos de empresas, y fueron sancionados con penas más o menos graves (300.000 aproximadamente a penas de cárcel[74]). Los residentes extranjeros se convierten en blanco predilecto: 13.800 «espías» son detenidos en 1950, en particular eclesiásticos, entre ellos un obispo italiano, condenado a cadena perpetua. Resultado: los misioneros católicos pasan de 5.500 en 1950 a una decena en 1955 —los fieles chinos podrán sufrir frontalmente entonces el choque de la represión, sin testigos molestos— 20.000 arrestos por lo menos en 1955, pero centenares de miles de cristianos de todas las confesiones serán encarcelados en los dos decenios siguientes[75]. Los antiguos mandos políticos y militares del Kuomintang, amnistiados a bombo y platillo en 1949 para detener su hemorragia hacia Taiwan y Hong-Kong, son diezmados menos de dos años después: la prensa les indica que «la extrema benevolencia de las masas hacia los reaccionarios tiene unos límites». La legislación penal contribuye a facilitar la represión: distinguiendo a los «contrarrevolucionarios » y los «activos» de los «históricos», pero castigando también a estos últimos, introduce el principio de retroactividad de los delitos. Permite además juzgar por «analogía» (basándose en el tratamiento del delito más cercano) al acusado que no haya cometido ningún hecho que entre específicamente en el contenido de una ley. Las penas son extremadamente severas: ocho años de cárcel es prácticamente el mínimo para los crímenes «ordinarios », y lo normal está más cerca de los veinte.

Repitamos una vez más que es mucho más difícil globalizar, pero el propio Mao evocó en 1957, para ese período, la cifra de 800.000 contrarrevolucionarios liquidados. Las ejecuciones urbanas alcanzaron, verosímilmente, el millón por lo menos, es decir, un tercio de la cifra más probable concerniente a las «liquidaciones» rurales: como entonces había por lo menos cinco habitantes rurales por cada uno de la ciudad, podemos estimar que fue en las ciudades donde más dura resultó la represión. El cuadro se oscurece más todavía si tenemos en cuenta los cerca de dos millones y medio de prisioneros de los «campos de reeducación», que representan alrededor del 4,1 por 100 de los habitantes de las ciudades (por 1,2 por 100 de habitantes rurales encarcelados[76]), así como numerosísimos suicidios de personas perseguidas u hostigadas, estimadas en total en 700.000 por Chow Ching-wen[77]; ciertos días, en Cantón, se llegaban a contabilizar hasta 50 suicidios de contrarrevolucionarios. Las modalidades de las purgas urbanas se parecen, de hecho, a las de la reforma agraria y se apartan de aquellas otras, casi exclusivamente policíacas y en buena medida secretas, seguidas en la URSS. El comité local del partido conserva en China el mando sobre la mayor parte de las actuaciones de la policía, y se esfuerza al máximo por hacer participar a la población en la represión, sin darle, por supuesto, más poder real de decisión que en los campos.

Los obreros, dirigidos por los comités de calle, van a atacar las «madrigueras » de los «tigres capitalistas», les obligan a abrir sus libros de cuentas, a recibir críticas y a autocriticarse, a aceptar en adelante el control del Estado sobre su negocio. Si se arrepienten por completo, serán invitados a participar en los grupos de investigación y a denunciar a sus colegas; si dan muestras de la menor reticencia, el ciclo vuelve a empezar… Con los intelectuales ocurre poco más o menos lo mismo: tienen que participar en su lugar de trabajo en las reuniones «de sumisión y de renacimiento», confesar concienzudamente sus errores, mostrar que desde ese momento han roto sinceramente con el «liberalismo», con el «occidentalismo», que han comprendido las fechorías del «imperialismo cultural americano», que han matado al «hombre viejo» que llevaban dentro de sí, con sus dudas y su pensamiento autónomo. Esto puede llevar hasta dos meses al año, en los que queda prohibida cualquier otra actividad. También entonces los acusadores están encima, y no hay medio alguno de huir —salvo el suicidio, solución elegida, de acuerdo con la tradición, por quienes desean escapar a la vergüenza de renegar sucesivamente, a la ignominia de las denuncias obligatorias de colegas, o simplemente porque un buen día se encuentran en el límite. Se verán los mismos fenómenos durante la Revolución Cultural, amplificados y unidos a violencias físicas. Por el momento, toda la población y el conjunto de actividades de las ciudades caen bajo el control absoluto del partido. Los jefes de empresa, obligados a mostrar sus cuentas en 1951, agobiados a impuestos, forzados en diciembre de 195 3 a abrir su capital al Estado, y en 1954 a afiliarse a sociedades públicas de avituallamiento (el racionamiento está generalizado entonces), sometidos de nuevo a investigación general en octubre de 1955, no resisten dos semanas cuando, en enero de 1956, se les «propone» la colectivización, a cambio de una modesta renta vitalicia y a veces un cargo de director técnico en su antigua sociedad (la Revolución Cultural renegará luego de esas promesas). Un recalcitrante de Shanghai, llevado ante la justicia por sus obreros bajo distintas acusaciones, queda arruinado en dos meses y es enviado luego a un campo de trabajo. Los patronos de pequeñas y medianas empresas, completamente expoliados, se suicidan a menudo. Los de las grandes compañías son mucho menos maltratados: a su competencia todavía útil se añaden a menudo sus vínculos con las influyentes y ricas redes chinas de ultramar, por cuya conquista es entonces feroz la competencia con Taiwan[78]

La máquina de triturar no se detuvo. Cierto que las campañas iniciadas en 1950-1951 se declararon terminadas en 1952 o 1953. Pero es que lo habían hecho tan bien que, simplemente, había mucho menos grano que moler. Sin embargo, la represión continuó, con mucha dureza, y en 1955 se desencadenó una nueva campaña de «eliminación de los contrarrevolucionarios ocultos» (sufan), que arremetió de forma especial contra los intelectuales, incluidos ahora los viejos compañeros de viaje del partido que se atrevían a dar muestras de un mínimo de independencia. Por ejemplo, el brillante escritor marxista Hu Feng, discípulo del reverenciado Lu Xun, había denunciado en julio de 1954 ante el Comité central las «cinco espadas» (en particular la sumisión de la creación a la «línea general») que las coacciones del partido colocaban sobre la cabeza de los escritores. En diciembre se desencadenó una campaña enorme: todos los intelectuales de fama iban a rivalizar en denunciarle, luego las «masas» acuden al toque de acoso. Hu, totalmente aislado, presentó su autocrítica en enero de 1955, pero fue rechazada. Detenido en julio, junto con 130 «cómplices», se pudrirá diez años en un campo. Detenido de nuevo en 1966, vagará por el sistema penitenciario hasta su completa rehabilitación, en 1980[79]. También los miembros del partido se vieron afectados masivamente por primera vez: el Diario del Pueblo denuncia la presencia en sus filas de un 10 por 100 de «traidores ocultos», y esa cifra parece haber guiado los cupos de las interpelaciones[80].

En cuanto al sufan, una fuente contabiliza 81.000 arrestos (parecen muy pocos), otra 770.000 muertos: misterios de China… En cuanto a las famosas «Cien Flores» (mayo-junio de 1975), en el plano de la represión de masas forman parte de ese ciclo de campañas sucesivas. Pero ahora el aplastamiento de los «impulsos venenosos» estará a la altura de las esperanzas y de los arrebatos suscitados, durante unas breves semanas, por la liberalización proclamada y luego negada por Mao. Su objetivo era doble: como en todo movimiento de rectificación (hasta en la cárcel los había de vez en cuando[81]), provocar en primer lugar la palabra espontánea, la expresión más amplia de los desacuerdos, para luego aplastar mejor a los que habían desvelado sus «malos pensamientos»; por otro lado, frente a la dureza de las críticas favorecidas de este modo, reconstruir la unidad del aparato del partido en torno a las posiciones radicales de su presidente, cuando ya el XX Congreso del PCUS había acentuado, incluso en China, la tendencia a una legalización de las prácticas represivas (mejor control de los tribunales sobre las actuaciones de la Seguridad y sobre la ejecución de las penas[82]) y el cuestionamiento del culto a Mao. Es significativo que los intelectuales comunistas, escaldados desde Yan’an, en su conjunto se hayan mantenido prudentemente al margen. Pero cientos de miles de millares, muchas veces «compañeros de ruta» de 1949, y en particular miembros de los «partidos democráticos» —coletilla que al Partido Comunista le había parecido oportuno dejar sobrevivir—, cayeron en la trampa de sus propias tomas de posición, cuando se dio el brutal golpe de timón «antiderechista». Por regla general, entonces se produjeron pocas ejecuciones, pero de 400.000 a 700.000 mandos (por lo menos el 10 por 100 de los intelectuales chinos, incluidos técnicos e ingenieros), revestidos con la infamante etiqueta de «derechista», tendrán una buena veintena de años para arrepentirse, en campos o en una lejana aldea desheredada —siempre que hayan conseguido sobrevivir a la edad, a la hambruna de 1959-1961, a la desesperación o, un decenio más tarde, al tornado de los guardias rojos, empeñados en proseguir su persecución: habrá que esperar a 1978 para asistir a las primeras rehabilitaciones—. Además, millones de mandos (100.000 solo en Henan[83]) y de estudiantes son «ruralizados», provisionalmente o, en principio, definitivamente: enviarlos a los duros campos constituye una sanción, pero también pretende preparar el «gran salto adelante», que debe centrarse ahí.

El encierro penitenciario va precedido por regla general de un encierro social, durante el período de «lucha» contra el derechista. Entonces no quiere conocerle nadie, ni siquiera para darle un poco de agua caliente. Debe ir a su trabajo, pero para escribir en él confesión tras confesión, sufrir mitin tras mitin de «crítica-educación». Como por regla general el alojamiento iba con el empleo, los vecinos-colegas, o más bien sus hijos[84], no le dejan respiro: sarcasmos, insultos, prohibición de caminar por el lado izquierdo de una calle «porque es un derechista», pequeña cantinela que concluye con «El pueblo combatirá[85] al derechista a muerte». Evidentemente, conviene aceptar todo sin rechistar, so pena de agravar su caso[86]. Es fácil imaginar que los suicidios fueron entonces numerosos. A través de las innumerables investigaciones y sesiones de crítica, a través también de la depuración que debe —milagro burocrático— afectar por lo menos al 5 por 100[87] de los miembros de cada unidad de trabajo (el 7 por 100 en las universidades, que se habían distinguido durante la campaña de las Cien Flores), los funcionarios del partido se sitúan al frente de las principales instituciones culturales: el brillante florecimiento intelectual y artístico que China había conocido en la primera mitad del siglo había muerto, asesinado. Los guardias rojos tratarán luego de matar hasta su recuerdo[88].

Es entonces cuando la sociedad maoísta de la madurez adquiere realmente forma. Ni siquiera los sobresaltos de la Revolución Cultural llegaron a desestabilizarla más allá de un instante. Habrá que esperar a las primeras grandes reformas de Den Xiaoping para pasar página. El fundamento podría ser la consigna del timonel: «¡No olvidéis la lucha de clases!». En efecto, todo se basa en un etiquetado generalizado de los individuos, iniciado en los campos con la reforma agraria y en las ciudades con los movimientos de «masas» de 1951, pero no rematado hasta 1955. El colectivo laboral representa un papel en el proceso, pero resulta significativo que, en todos los casos, sea la policía la que tenga la última palabra. Una vez más se trata de un desglose sociológico fantasioso, pero de consecuencias diabólicas para decenas de millones de personas. En 1948, un mando de la Larga Curva adelantaba que «la forma en que uno se gana la vida determina la manera de pensar»[89]. Y a la inversa, si se sigue la lógica maoísta. De hecho se mezclan grupos sociales (delimitados de forma bastante arbitraria) y grupos políticos, para desembocar en una división binaria entre «categorías rojas» (obreros, campesinos pobres y semipobres, mandos del partido, militares del EPL y «mártires revolucionarios») y «categorías negras» (terratenientes, campesinos ricos, contrarrevolucionarios, «malos elementos» y derechistas). Entre las dos agrupaciones se encuentran las «categorías neutras» (por ejemplo, intelectuales, capitalistas, etc.), pero tienden progresivamente a ser rechazadas hacia los «negros», en compañía de los desclasados, marginales, «responsables del partido que han elegido la vía capitalista», y otros espías. Así, durante la Revolución Cultural, los intelectuales serán oficialmente la «novena categoría (negra) apestosa». La etiqueta, haga uno lo que haga, se pega literalmente a la piel: un derechista, incluso a pesar de estar oficialmente «rehabilitado», será un blanco privilegiado en la primera campaña de masas, y nunca tendrá derecho a volver a la ciudad[90]. La lógica infernal del sistema consiste en que se necesitan enemigos que combatir y en ocasiones que abatir, y que el stock debe ser renovado, mediante la extensión de las características incriminatorias, o por degradación un mando comunista, por ejemplo, puede volverse derechista.

Como resulta fácil comprender, se trata menos de clases sociales en el sentido marxista del término que de castas al estilo de la India (debemos precisar que la China tradicional no había conocido nada parecido). En efecto, de un lado lo que cuenta es la situación social anterior a 1949, sin tomar en consideración las enormes perturbaciones posteriores. Del otro, la calificación del jefe de familia se traslada de forma automática a sus hijos (en cambio la esposa conserva su «etiqueta de soltera»). Esta herencia contribuye a osificar de modo terrible una sociedad que se dice revolucionaria, y a arrojar en la desesperación a los «malnacidos». De hecho, la discriminación es sistemática en contra de los «negros» y de sus hijos, ya se trate del ingreso en las universidades o en la vida activa (directiva de julio de 1957), o también en la vida política. Les será dificilísimo conseguir casarse con un cónyuge «rojo», y la sociedad tiende a condenarlos al ostracismo: se temen las molestias que con las autoridades puede acarrear el trato con esas gentes «con problemas». Con la Revolución Cultural, el etiquetado alcanzará su paroxismo y demostrará todos sus efectos perversos, incluso desde el punto de vista del régimen.

LA MAYOR HAMBRUNA DE LA HISTORIA (1959-1961). Por Occidente ha circulado un mito durante mucho tiempo. Desde luego, China no era un modelo de democracia, pero «por lo menos Mao ha conseguido dar un tazón de arroz a cada chino». No hay por desgracia nada más falso: por un lado, como vamos a ver, las modestísimas disponibilidades alimentarias por habitante no aumentaron probablemente de forma significativa entre el principio y el final de su reinado, y ello pese a esfuerzos que raramente se impusieron a un campesinado en el curso de la historia; por otro, y sobre todo, Mao y el sistema que creó fueron directamente responsables de lo que seguirá siendo (eso se espera…) la hambruna más mortífera de todos los tiempos en todos los países, en valores absolutos.

Es fácil conceder que el objetivo de Mao no era matar en masa a sus compatriotas. Pero lo menos que puede decirse es que los millones de personas muertas de hambre apenas le preocuparon. Su principal inquietud, en esos años negros, parece haber sido negar al máximo una realidad que sabía que podían echarle en cara. Es bastante difícil, en medio de la catástrofe, repartir las responsabilidades entre el proyecto mismo o el desvío constante de su aplicación. El total, en cualquier caso, pone de relieve con toda crudeza la incompetencia económica, el desconocimiento del país, y el aislamiento en la suficiencia y el utopismo voluntarista de la dirección del Partido Comunista y singularmente de su jefe. La colectivización de 1955-1956 había sido aceptada más bien por la mayoría de los campesinos: los agrupaba en base a su aldea, y el derecho a retirarse de la cooperativa no era una expresión vana —70.000 hogares lo aprovecharon en Guangdong en 1956-1957, y numerosas unidades fueron disueltas [91]—. Este aparente éxito y los buenos resultados de las cosechas de 1957 impulsan a Mao en agosto de 1958 a proponer y a imponer a los reticentes tanto los objetivos del «gran salto adelante» (anunciados en diciembre de 1957, precisados en mayo de 1958) como el supuesto medio para alcanzarlos, la comuna popular.

Se trata, simultáneamente y en poquísimo tiempo («tres años de esfuerzos y privaciones, y mil años de felicidad», asegura un lema de moda) de alterar el modo de vida de los campesinos, obligados a agruparse en gigantescas unidades de miles e incluso de decenas de miles de familias, donde todo se vuelve común, empezando por las comidas; de desarrollar la producción agrícola en enormes proporciones, gracias a trabajos faraónicos de regadío y a nuevos métodos de cultivo; y por último, de suprimir la diferencia entre trabajo agrícola y trabajo industrial mediante la instalación en todas partes de unidades industriales, en particular de pequeños alto hornos (no está lejos la «agrovilla» de Jrushchov). El objetivo es al mismo tiempo asegurar la autosuficiencia de cada comunidad local y permitir el crecimiento acelerado de la industria, tanto mediante las nuevas empresas rurales como mediante los considerables excedentes agrícolas que debían pagar las comunas en provecho del Estado y de la gran industria controlada por él: en este hermoso sueño que pone, según dicen, el comunismo al alcance de la mano, acumulación del capital y mejora rápida del nivel de vida pueden ir juntos. Bastará con alcanzar los objetivos fijados desde arriba…

Durante algunos meses, todo parecía marchar a la perfección. Se trabaja día y noche bajo las banderas rojas tremolando al viento, se produce «más, más rápido, mejor y más económicamente», los responsables locales anuncian récord tras récord, y, por lo tanto, los objetivos suben constantemente: hasta 375 millones de toneladas de grano en 1958, el doble de los 195 millones de toneladas (cifra bastante buena) del año anterior; y en diciembre se anunciará que el resultado ha sido alcanzado, cierto que después de haber enviado a los campos al personal del Buró central de estadísticas, con toda seguridad «derechista » dado que había expresado sus dudas… Gran Bretaña, a la que el «gran salto» debía permitir superar en quince años, ahora será alcanzada en dos, seguro. Porque, según certifica el presidente, «la situación es excelente», se rehacen las normas de producción, se aumentan las entregas obligatorias, y se ordena abandonar los campos en provecho de las fábricas. Una provincia que se presenta como modelo, Henan, cede generosamente doscientos mil trabajadores a otras que declaran resultados peores[92]. La «emulación socialista » lleva cada vez más lejos: supresión total de las parcelas privadas y de los mercados libres, abolición del derecho a abandonar el colectivo, recogida de todos los utensilios metálicos para transformarlos en acero, y a veces de puertas de madera para calentar los altos hornos. A modo de compensación, todas las reservas alimenticias comunes se consumen en banquetes memorables. «Se consideraba revolucionario comer carne», se recordaba a los Shanxi[93]. No había ningún problema, la cosecha debía ser fabulosa… «La voluntad es dueña de las cosas», había titulado ya la prensa de Henan, durante el congreso hidráulico provincial de octubre de 1957[94].

Pero no tardan mucho los dirigentes que a veces todavía salen de la ciudad prohibida (no es en ese momento el caso de Mao) en verse obligados a rendirse a la evidencia: ellos mismos han caído en su propia trampa, la del optimismo de mando, del éxito obligatorio y de la omnipotencia supuesta de los dirigentes míticos salidos de la Larga Marcha, habituados a gestionar la economía y a los trabajadores como ejércitos en campaña. Es menos arriesgado para un mando alterar sus estadísticas, aun a costa de exprimir de forma insoportable a sus administrados para que, del modo que sea, proporcionen las entregas previstas, que confesar no haber cumplido los objetivos sacrosantos: bajo Mao, el «desvío a la izquierda» (dado que voluntarismo, dogmatismo y violencia se consideran de izquierda) fue siempre menos peligroso que la mediocridad derechista. En 1958-1959, cuanto mayor es una mentira, más rápida será la promoción de su autor: la huida hacia adelante es total, los «termómetros » están todos rotos, y los críticos potenciales en la cárcel o en las obras de irrigación.

Las razones del drama son asimismo técnicas. Ciertos métodos agrónomos procedentes de forma directa del académico soviético Lyssenko, y que se basan en la negación voluntarista de la genética, tienen valor de dogma en China lo mismo que en la patria del «hermano mayor». Impuestos a los campesinos, se revelan desastrosos: mientras que a Mao le había parecido oportuno pretender que «con la compañía [las semillas] crecen fácilmente, cuando crecen juntas se sienten a gusto»[95] —aplicación creadora de la solidaridad de clase en la naturaleza—, los semilleros ultrautilizados (de cinco a diez veces la densidad normal) matan las plantas jóvenes, las labores profundas resecan la tierra o hacen que ascienda la sal, trigo y maíz no se hacen muy buena compañía en los mismos campos, y la sustitución de la cebada tradicional por el trigo en las altas tierras frías del Tíbet es sencillamente catastrófica. Otros «errores» son de iniciativa nacional: el exterminio de los gorriones comedores de grano ha provocado la proliferación de los parásitos; cantidad de obras hidráulicas, hechas deprisa y corriendo y mal coordinadas unas con otras, resultan inútiles o incluso peligrosas (erosión acelerada, riesgo de ruptura brutal con las primeras crecidas), y su construcción cuesta cara en vidas humanas (10.000 de cada 60.000 trabajadores en una obra enHenan). La voluntad de apostar el futuro a una enorme cosecha de cereales (como al acero en la industria: big is beautiful) arruina las «pequeñas» actividades agrícolas anexas, incluida la ganadería, indispensables a menudo para el equilibrio alimentario. En Fujian, plantaciones de té de fortísimo valor añadido son reconvertidas en arrozales.

Por último, en el plano económico lo que se revela devastador es la asignación de los recursos: la tasa de acumulación del capital alcanza un nivel sin precedentes (el 43,4 por 100 del PIB en 1959[96]), pero es para poner en marcha grandes obras de regadío que a menudo no se terminan o se hacen deprisa y corriendo, y sobre todo para desarrollar masivamente la industria de los centros urbanos (China «anda sobre dos piernas», según un lema maoísta célebre, pero toda la sangre de la «pierna» agrícola debe pasar a la industrial). Esta aberrante asignación del capital determina unas asignaciones no menos aberrantes de mano de obra: las empresas estatales contratan en 1958la bagatela de veintiún millones de obreros nuevos, es decir, un crecimiento en ese sector ¡del 85 por 100 en un solo año! Resultado: entre 1957 y 1960, la población no agrícola pasa del 15 al 20 por 100 del total —y es el Estado quien deberá alimentarla[97]—. Ahora bien, de forma paralela los trabajadores de los campos se extenúan en todo (grandes obras públicas, microacerías cuya producción entera por regla general queda arrumbada, destrucción de las antiguas aldeas y construcción de nuevos alojamientos, etc.) salvo en cultivar. Ante las «miríficas» cosechas de 1958, se creyeron autorizados incluso a disminuir en un 13 por 100 las superficies sembradas de cereales[98]. El resultado de esta combinación de «delirio económico y de mentira política» son esas cosechas de 1960, que los campesinos no tienen siquiera la fuerza de recoger. Henan, primera provincia en declararse «hidrolizada al 100 por 100» (todos los trabajos de riego o de encauzamiento posibles fueron realizados al principio), será también una de las castigadas con mayor dureza por la hambruna (entre dos y ocho millones de muertos, según las estimaciones[99]). Los ingresos estatales están en lo más alto: 48 millones de toneladas de cereales son entregados en 1957 (el 17 por 100 de las disponibilidades), 67 millones en 1959 (el 28 por 100), y todavía 51 millones en 1960. La trampa se cierra sobre los mentirosos, o mejor dicho, por desgracia, sobre sus administrados: en el distrito considerado modelo de Fengyang (Anhui), en 1959 se anunciaron 199.000 toneladas de grano, bonito progreso en comparación con las 178.000 toneladas del año anterior; de hecho, la producción era de 54.000 toneladas,frente a las 89.000 de 1958; pero el Estado exigió su parte completamente real de la cosecha fantasma: ¡29.000 toneladas! Al año siguiente, por tanto, habrá régimen de sopa aguada de arroz para (casi) todo el mundo, y el lema de moda será uno surrealista del Diario del Pueblo de finales de 1959: «vivir de un modo frugal en un año de abundancia». La prensa nacional empieza a jalear los méritos de la siesta, y profesores de medicina insisten en la fisiología particular de los chinos, que les vuelve superfluas grasas y proteínas[100].

Tal vez había llegado el momento de enderezar el timón, y se toman las primeras medidas en este sentido en diciembre de 1958. Pero los inicios de la tensión con la URSS, y sobre todo, en julio de 1959, el ataque al Buró político del Partido Comunista realizado por el prestigioso mariscal Peng Dehuai en contra de la estrategia querida por el propio Mao, llevan a este último, por razones de pura táctica política, a negarse a reconocer la menor dificultad, para evitar admitir así el menor error. El demasiado lúcido ministro de Defensa es sustituido por Lin Biao, que se revelará como una criatura servil del timonel. Dejado Peng al margen, pero no detenido, en 1967 será expulsado del partido, condenado a cadena perpetua, y morirá encerrado en 1974: Mao era hombre de odios tenaces. Tratando de transformar su ventaja, impuso en agosto de 1959 un relanzamiento y una profundización del «gran salto adelante», dado que desde entonces las comunas populares iban a extenderse a las ciudades (en última instancia, no se llevará a cabo). China tendrá su gran hambruna —pero Mao sobrevivirá—. Y como pretenderá Lin Biao poco más tarde, son los genios los que hacen la historia…

La hambruna afectará a todo el país: por ejemplo, un terreno de baloncesto se transforma en Pekín en huerto, y dos millones de gallinas invaden los balcones de la capital[101]; ninguna provincia está a salvo, a pesar de la inmensidad del país y de la extrema variedad de condiciones naturales y de culturas. Esto bastaría para probar la inanidad de la acusación oficial de las «peores catástrofes naturales en un siglo». De hecho, 1954 y 1980 fueron años meteorológicamente mucho más perturbados. En 1960, solo ocho estaciones meteorológicas chinas de ciento veinte mencionaron una sequía rigurosa y menos de un tercio una sequía[102]. Ahora bien, la cosecha de 1960, con 143 millones de toneladas de grano, es un 26 por 100 inferior a la de 1957 (la de 1958la había superado un poco); se ha caído al nivel de 1950 —con 100 millones de chinos más[103]—. Las ciudades, privilegiadas por el reparto de los stocks y la proximidad de los órganos del poder, resultan sin embargo golpeadas con menos dureza (por ejemplo, en 1961, en el momento más sombrío, sus habitantes se benefician de 181 kilos de grano de media, mientras que los habitantes de los campos solo reciben 153; la ración de estos últimos ha disminuido el 25 por 100 frente al 8 por 100 de los habitantes de las ciudades). De acuerdo con la tradición de los que dominan en China, pero contrariamente a la leyenda tejida en torno a Mao, el timonel da muestras de su escasa preocupación por la simple supervivencia de esos seres groseros y primitivos que son los campesinos. Por otro lado, las desigualdades regionales, incluso locales, son fuertes: las provincias más frágiles, las del norte y del noroeste, las únicas que fueron golpeadas por la hambruna durante el último siglo, figuran lógicamente entre las más afectadas. Por contra, Heilong-jiang, en el extremo norte, poco afectada y en buena medida ampliamente virgen todavía, ve cómo su población salta de 14 a 20 millones de habitantes: es un puerto de salvación para los hambrientos. Siguiendo un proceso bien conocido durante las hambrunas del pasado en Europa, las regiones especializadas en cultivos industriales (caña de azúcar, oleaginosas, remolacha, y sobre todo algodón), en las que los hambrientos no tienen medios para comprar productos, ven desmoronarse su producción (a veces dos tercios), mientras el hambre las golpea de forma especialmente dura: el precio del arroz en los mercados libres (o en el mercado negro) se multiplicó por quince, incluso por treinta. El dogma maoísta duplica el desastre: dado que las comunas populares deben permitir la autosuficiencia, los traslados interprovinciales de víveres quedan drásticamente reducidos. Sufren además la penuria de carbón (los mineros hambrientos se han ido a buscar comida o cultivan huertos), y la tendencia general a la apatía y a la disolución suscitada por el hambre. En una provincia industrializada como Liaoning, los dos efectos se acumulan: la producción agrícola de 1960 se reduce a la mitad en comparación con la de 1958, y mientras que 1,66 millones de toneladas de productos alimenticios llegan cada año por término medio durante la década de los cincuenta, las transferencias caen a lo largo de todo el país en 1958 a 1,5 millones de toneladas.

Que el hambre fue de esencia política queda demostrado por la concentración de una grandísima parte de la mortalidad en las provincias dirigidas por maoístas radicales, cuando en tiempos normales eran más bien exportadoras de grano: Sichuan, Henan, Anhui. Esta última, en el centro-norte, fue sin duda la más afectada: la mortalidad salta en 1960 al 68 por 100 (frente a un 15 por 100 en períodos normales), mientras que la natalidad desciende al 11 por 100 (anteriormente en torno al 30 por 100). Resultado: la población disminuye en Anhui en dos millones de personas (el 6 por 100 del total) en un solo año[104]. Los activistas de Henan están convencidos, como Mao, de que todas las dificultades provienen de los campesinos, que esconden el grano: según el secretario de la prefectura de Xinyang (lO millones de habitantes), donde se había iniciado la primera comuna popular del país, «no es que el alimento falte. Hay grano en cantidad, pero el 90 por 100 de los habitantes tienen problemas ideológicos»[105]. Por eso, en el otoño de 1959, contra el conjunto de los habitantes rurales (por el momento quedan olvidados los «rangos de clases») se desencadena una ofensiva de estilo militar, en la que los responsables utilizan los métodos de la guerrilla antijaponesa. Por lo menos 10.000 campesinos son encarcelados, y muchos morirán entonces de hambre. Se ordena romper todos los utensilios de cocina de los particulares (aquellos utensilios que no han sido transformados en acero inutilizable), para impedir de este modo la autoalimentación y cualquier deseo de meter la mano en los bienes de la cooperativa. Incluso se prohíbe cualquier tipo de fuego, ¡cuando el rudo invierno se acerca! Los excesos de la represión son terroríficos: torturas sistemáticas a millones de detenidos, niños muertos, puestos a hervir, luego utilizados como abono —en ese momento una campaña nacional incita a «aprender de Henan»—. En Anhui, donde se proclama la intención de «mantener la bandera roja incluso con el 99 por 100 de muertos»[106], los mandos recuperan las buenas y antiguas tradiciones del enterramiento en vida y de la tortura con hierro candente. Los funerales quedan prohibidos: se teme que su número enloquezca a los supervivientes y que terminen transformándose en protestas de hecho. Se prohíbe recoger a los numerosos niños abandonados: «Cuantos más se recojan, más serán abandonados»[107]. Los aldeanos desesperados que intentan trasladarse a las ciudades son recibidos en estas con metralla. El distrito de Fengyang contabiliza más de 800 muertos, y el 12,5 por 100 de su población rural, es decir, 28.000 personas, reciben castigos de diferentes modalidades. Las cosas adquieren proporciones de una auténtica guerra anticampesina. Como ha dicho Jean-Luc Domenach, «la intrusión de la utopía en la política ha coincidido con toda precisión con la del terror policíaco en la sociedad»[108]. La mortalidad por hambre supera el 50 por 100 en ciertos pueblos; a veces, solo los mandos que han abusado de su poder están en condiciones de sobrevivir. Y, como en Henan, son numerosos los casos de canibalismo (63 oficialmente reconocidos), en particular a través de «permutas» donde se intercambian los niños para comerlos[109].

En el momento en que Gagarin se lanza al espacio, y en un país dotado de más de treinta mil kilómetros de vías férreas, de teléfono y de radio, encontramos estragos propios de las grandes crisis de subsistencia del antiguo régimen europeo, pero afectan a una población del orden de la del mundo entero en el siglo XVIII: pléyades de hambrientos. que intentan comer caldos de hierba, de cortezas de árbol, de hojas de álamo en las ciudades, vagando por los caminos en busca de pitanza, tratando de saquear los convoyes de víveres, lanzándose llegado el caso a motines de desesperación (distritos de Xinyang y de Lan Kao en Henan)[110] —no les enviarán nada de comer, pero en ocasiones se fusilará a los mandos locales «responsables»—. A esto se añade una mayor sensibilidad a las enfermedades y a las infecciones, lo cual multiplica la mortalidad; y la casi incapacidad de las mujeres agotadas para concebir o dar a luz a niños. Los detenidos del laogai no son los últimos en morir de hambre, a pesar de que su situación no es forzosamente más precaria que las de los campesinos de los alrededores, que a veces llegan a las puertas del campo para mendigar un poco de alimento: las tres cuartas partes de la brigada de trabajo de Jean Pasqualini en agosto de 1960 habían muerto un año después o se encontraban moribundos[111], y los supervivientes se veían obligados a buscar granos de maíz no digeridos en los excrementos de los caballos, y gusanos en las boñigas de las vacas[112]. Sirven también de cobayas para la experimentación de sucedáneo de hambre, como la mezcla de harina con un 30 por 100 de pasta de papel para la confección del pan, o el del plancton de las marismas con el caldo de arroz. El primero sume a todo el campo en espantosos estreñimientos, que causan numerosas muertes; el segundo también produce enfermos, y los más débiles mueren. Terminarán probando con los carozos de maíz molidos, que se difundirán por todo el país[113].

Para el conjunto del país, la mortalidad salta del 11 por 1.000 en 1957 al 15 por 1.000 en 1959 y 1961, y sobre todo al 29 por 1.000 en 1960. La natalidad baja del 33 por 1.000 en 1957 al 18 por 1.000 en 1961. Dejando a un lado el déficit de nacimientos (quizá de 33 millones, pero algunos lo que hacen simplemente es retrasarse[114]), las pérdidas ligadas a la sobremortalidad de hambre pueden evaluarse, de 1959 a 1961, entre 20 (cifra cuasi oficial en China desde 1988) y 43 millones de personas[115]. Nos enfrentamos, verosímilmente, a la hambruna más grave (al menos en cifras absolutas) de toda la historia de China (la segunda sería la de 1877-1878, al norte del país, que provocó entre 9 y 13 millones de víctimas), y sin duda también de la historia del mundo. La hambruna que, en un contexto político económico más o menos parecido, había afectado a la URSS entre 1932 y 1934, había causado cinco millones de muertos aproximadamente, es decir, mucho menos en comparación con la de la China del «gran salto adelante»[116]. La mortalidad en los campos era de un 30 a un 60 por 100 superior a la de las ciudades en tiempo normal; se convirtió en doble (29 por 1.000 frente al 14 por 1.000) en 1960. Los campesinos retrasaron algo los efectos de la hambruna consumiendo el capital productivo representado por el ganado: el 48 por 100 de los cerdos fueron sacrificados entre 1957 y 1961, y sobre todo el 30 por 100 de los animales de ordeño[117]. En cuanto a los cultivos no estrictamente alimentarios (como el algodón, base entonces de la principal industria del país), la superficie a ellos dedicada disminuye más de un tercio entre 1959 y 1962: la caída de la producción se transmitirá, por lo tanto, al sector manufacturero. Si a finales de 1959, los mercados libres campesinos quedan autorizados de nuevo para estimular la producción, los precios que proponen —si tenemos en cuenta las escasas cantidades— son tan elevados que pocos hambrientos pueden encontrar en ellos algo para sobrevivir: en 1961, los precios del cerdo son 14 veces más altos que en los almacenes del Estado. Los precios de los productos de ganadería suben mucho menos que los precios de los cereales en el noroeste pastoril, crónicamente deficitario en grano: en Gansu, todavía se mueren de hambre en 1962, dado que la ración cerealista equivale en esa región a la mitad del límite de «semihambruna».

El recuerdo del «gran salto» en Anhui,
o cómo Wei Jingsheng rompió con el maoísmo.

Desde mi llegada aquí[118], muchas veces oía a los campesinos hablar del «gran salto adelante» como si se hubiese tratado de un apocalipsis del que se alegraban de haberse librado. Como el tema me apasionó, les interrogué frecuentemente por los detalles, y con el paso del tiempo acabé por convencerme yo mismo de que los «tres años de catástrofes naturales» no eran tan naturales y que eran mucho más los resultados de una política errónea. Por ejemplo, los campesinos contaban que, en 1959-1960, durante el «viento comunista»[119], era tanta el hambre que no tenían fuerza siquiera para recolectar el arroz maduro, y ese había sido un buen año. Muchos habían muerto de hambre viendo cómo los granos de arroz caían en el campo, impulsados por el viento. En ciertos pueblos, no se encontraba nadie para ir a recoger la cosecha. En cierta ocasión, cuando en compañía de un pariente me dirigía a un pueblo situado a varios lis del nuestro y en el que estábamos invitados, pasamos cerca de un pueblo desierto cuyas casas habían perdido, en su totalidad, el techo. Solo quedaban las paredes de tierra.

Convencido de que se trataba de un pueblo abandonado durante el «gran salto adelante», en la época de los reagrupamientos de pueblos, dije sorprendido:

«¿Por qué no se derriban esas paredes para hacer campos?».

Mi pariente me respondió:

«Porque esas casas pertenecen a gente, y no se pueden derribar sin su permiso».

Mirando fijamente las chozas, me negué a creer que estuviesen habitadas.

«¡Claro que están deshabitadas! Por aquí, ¡todo el mundo murió de hambre en la época del "viento comunista"! Y luego nunca ha vuelto nadie. Entonces se repartieron las tierras entre los equipos de producción vecinos. Pero, como han pensado que tal vez vuelvan algunos, no se han repartido los terrenos que tienen casa. Pero hace mucho tiempo que temo que no vuelva nadie».

Pasamos precisamente al lado del pueblo. Los rayos deslumbrantes del sol iluminaban las malas hierbas, de un verde de jade, que crecían entre las paredes de tierra, subrayando así el contraste con los campos de arroz cultivados alrededor y añadiéndose a la desolación del paisaje. Delante de mi vista, entre las malas hierbas, surgió de pronto una escena que me habían contado durante un banquete [sic}: la de familias que intercambiaban entre ellas a sus hijos para comérselos. Distinguí con toda claridad el rostro afligido de los padres masticando la carne de aquellos niños que les habían dado a cambio de los suyos. Los chiquillos persiguiendo mariposas en los campos situados junto al pueblo me parecían la reencarnación de los niños devorados por sus padres. Me daban lástima. Pero sus padres me daban más lástima todavía. ¿Quién les había obligado a devorar, en medio de las lágrimas y del dolor de los otros padres, aquella carne humana que nunca habrían pensado probar, ni siquiera en sus pesadillas? Entonces comprendí quién era aquel verdugo; «la humanidad en varios siglos y China en varios milenios solo ha producido uno semejante»[120]: Mao Zedong. Mao Zedong y sus sectarios, quienes, mediante su sistema y su política criminales, habían obligado a los padres enloquecidos por el hambre a entregar a otros la carne de su carne para aplacar el hambre, y a recibir la carne de la carne de los otros padres para aplacar la suya. Mao Zedong, quien, para lavar el crimen que acababa de cometer asesinando a la democracia[121], había iniciado el «gran salto adelante» y obligado a millares y millares de campesinos aturdidos por el hambre a abatir a golpes de hoz a sus antiguos compañeros y a salvar de este modo su propia vida gracias a la carne y a la sangre de sus compañeros de infancia. No, los verdugos no eran ellos, los verdugos eran los Mao Zedong y sus secuaces. Por último, comprendí de dónde había sacado Peng Dehuai fuerza para atacar al Comité central del partido dirigido por Mao Zedong; y finalmente comprendí por qué los campesinos detestaban hasta aquel punto el «comunismo» y por qué no habían admitido nunca que se atacase la política de las «tres libertades y una garantía» de Liu Shaoqi. Por la sencilla razón de que no pensaban volver a dar a otros en el futuro la carne de su carne ni matar a sus compañeros para comérselos en un acceso de locura, por instinto de supervivencia. Esa razón pesaba más que cualquier ideología[122].

Sea inconsciencia abrumadora, sea indiferencia absoluta, lo cual parece más verosímil, hacia esos varios millones de «huevos» que hay que romper para acercarse al comunismo, el Estado reacciona ante la crisis —si es que puede decirse así— con algunas medidas en esas circunstancias realmente criminales. Por ejemplo, las exportaciones netas de grano, en primer lugar en dirección a la URSS, pasan de 2,7 millones de toneladas en 1958 a 4,2 millones en 1959, y en 1960 no hacen otra cosa que volver al nivel de 1958; se importan 5,8 millones de toneladas en 1961, frente a las 66.000 de 1960, pero todavía es muy poco[123]. Y por razones políticas se rechaza la ayuda de Estados Unidos. El mundo, que habría podido movilizarse, debe permanecer ignorante de las desventuras del socialismo a la china. Por último, la ayuda a los necesitados de las campañas representa menos de 450 millones de yuans por año, es decir, 0,8 yuan por persona —cuando el kilo de arroz alcanza en los mercados libres un precio de 2 a 4 yuans…—. El comunismo chino ha sabido, como él mismo alardea, «desplazar las montañas» y domeñar la naturaleza. Pero fue para dejar morir de hambre a los constructores del ideal.

Entre la reactivación de agosto de 1959 y 1961, los acontecimientos se producen como si el partido, alelado, contemplase el espectáculo del desastre sin poder reaccionar. Criticar el «gran salto», por el que Mao había apostado con todo su peso, era demasiado peligroso. Pero la situación se degradó hasta tal punto que Liu Shaoqi, «número dos» del régimen, pudo poner al presidente del partido a la defensiva e imponer casi una vuelta a la colectivización «suave» anterior a la formación de las comunas populares: parcelas privadas, mercados campesinos, empresas artesanales libres, y desconcentración en el nivel de la brigada de trabajo (equivalente a la antigua aldea) de la gestión de las actividades campesinas. Este retorno permite salir rápidamente de la hambruna[124]. Pero no de la pobreza: es como si la producción agrícola, que crecía de forma bastante notable entre 1952 y 1958, se hubiera visto rota en su impulso durante dos decenios: la confianza no podía volver mientras el «vientre estuviese caliente todavía» (Mao, las comunas populares); de ahí había brotado el gigantesco azote de los años 1959-1961. El valor bruto de la producción agrícola se duplicaba desde luego entre 1952 y 1978, pero simultáneamente la población pasaba de 574 a 959 millones, y lo esencial del pequeño crecimiento por habitante había que cargarlo en la cuenta de los buenos años cincuenta. En la mayor parte de las producciones, hubo que esperar a 1965 por lo menos (1968-1969 en Henan[125]) para recuperar simplemente el nivel de 1957 (en valor bruto). La productividad agrícola final se vio más perjudicada todavía: el «gran salto adelante», con los desvergonzados derroches de delegados, la hizo descender una cuarta parte aproximadamente. Hubo que esperar a 1983 para alcanzar de nuevo globalmente el nivel de eficacia de 1952[126]. Los testimonios de la época de la Revolución Cultural confirman en su totalidad la gran pobreza de un mundo aldeano perpetuamente en el límite de la subalimentación, privado de todo lo superfluo (para una familia, el tesoro puede ser simplemente una botella de aceite[127]), y al que el traumatismo del «gran salto adelante» había vuelto extremadamente escéptico respecto a la propaganda del régimen. No es sorprendente que sean los pequeños campesinos quienes, respondiendo con entusiasmo a las reformas liberales de Deng Xiaoping, hayan sido la punta de lanza de la reintroducción de la economía de mercado en China, exactamente veinte años después del lanzamiento de las comunas populares.

Pero el desastre de 1959-1961, «gran secreto» del régimen, y a cuya negación contribuyeron muchos visitantes extranjeros en aquel momento, nunca fue reconocido como tal. Liu llegó muy lejos, en enero de 1962, ante el auditorio restringido de una conferencia de mandos: la hambruna había sido, en un 70 por 100, producto de errores humanos[128]. Entonces era imposible ir más allá sin criticar directamente a Mao. Sin embargo, incluso después de la muerte de este último, y la emisión en 1981 del «Veredicto final» del PCCh sobre su antiguo jefe, el «gran salto adelante» sigue escapando a cualquier condena, por lo menos pública.

UN «GULAG» OCULTO: EL LAOGAI. Decididamente, los armarios del comunismo chino están llenos de cadáveres, y lo más extraordinario es sin duda que haya conseguido ocultarlos tanto tiempo a los ojos de todo el mundo. La inmensa cámara frigorífica que es el archipiélago concentracionario no escapa a la regla. Con más de un millar largo de campos de trabajo de gran tamaño (véase el mapa), así como con una miríada de centros de detención, la mayoría de las veces no se menciona en las obras consagradas a la República Popular, ni siquiera las que entran en los menores detalles o las relativamente recientes. Cierto que el aparato represivo ha sabido ocultarse: no se condena a nadie a «detención» ni a «trabajos forzados» (parecería demasiado antiguo régimen), sino a «reforma» o a «reeducación» por el trabajo. Los principales lugares de internamiento, con toda lógica, se disfrazan de empresas públicas: por eso hay que saber que la «tintorería industrial de Jingzhu» (único título que figura en la puerta) no es otra cosa que la prisión n.° 3 de la provincia de Hubei, o que la «granja de té de Yingde» corresponde a la unidad de reeducación por el trabajo n.° 7 de la provincia de Guangdong[129]. Hasta las familias tienen que escribir a un apartado de correos anónimo. Y durante la era maoísta, la norma era que las visitas estuviesen prohibidas durante todo el período de instrucción (que normalmente superaba el año). Los allegados no siempre fueron informados del lugar de encarcelamiento o de muerte del prisionero, en particular durante la Revolución Cultural —en este caso, mucho tiempo después: los hijos del expresidente de la República Liu Shaoqi, detenido en una prisión secreta, no se enteraron de su muerte (noviembre de 1969) hasta agosto de 1972; solo entonces pudieron visitar a su madre, encerrada como su padre desde agosto de 1967[130]—. Durante sus raros desplazamientos «por el mundo», los prisioneros debían volverse invisibles. Acostumbrados a bajar la cabeza permanentemente fuera de la celda, y a callarse, reciben estas extrañas consignas en una estación: «En el tren, deben comportarse normalmente. Está prohibido, repito, está prohibido agachar la cabeza. Si alguien debe ir al servicio, debe hacer una seña al guardián: el puño cerrado y el pulgar hacia arriba. Está autorizado fumar y hablar. Nada de bromas. Los guardianes tienen órdenes de disparar»[131].

Los testimonios de antiguos prisioneros fueron durante mucho tiempo muy escasos: por una parte, como se verá, bajo Mao era muy difícil, y poco frecuente, abandonar el universo penitenciario; por otra, el liberado debía prometer por regla general no decir nada de lo que había sufrido, so pena de nuevo encarcelamiento. Por eso los extranjeros —ínfima parte de los prisioneros— fueron quienes proporcionaron la mayor parte de los relatos que, todavía hoy, constituyen lo esencial de nuestra información; protegidos por sus gobiernos, con frecuencia pudieron salir vivos. Algunos fueron explícitamente encargados de la misión de dar testimonio por los sufrimientos del ejército de sombras con los que se cruzaron un momento. Ese fue el caso de Jean Pasqualini (su nombre chino era Bao Ruo-wang): uno de sus compañeros de reclusión le explicó por qué sus compañeros velaban tanto por su salud y su seguridad: «Todos estos hombres... y pensar que ninguno de ellos llegará a salir nunca de la cárcel, incluido yo. Un contrato vitalicio. Tú eres el único diferente, Bao. Puede que un día salgas por la puerta grande. Puede suceder con un extranjero, nunca con nosotros. Serás el único que pueda hablar después, si sales. Por eso hemos querido conservarte con vida, Bao, (…) todo el tiempo que estés aquí, vivirás. Puedo prometértelo. Y si te trasladan a otros campos, en ellos encontrarás otros prisioneros que piensen como nosotros. ¡Eres un cargamento precioso, amigo mío!»[132]

El sistema penitenciario más poblado de todos los tiempos. El laogai, es decir ninguna parte… En ese agujero negro, el sol radiante del maoísmo hunde a decenas de millones de individuos (50 millones en total hasta mediados de los años ochenta, según Harry Wu —la cifra no es más que un cálculo aproximado[133]—). Y muchos perecerán en él: si cruzamos las dos evaluaciones aproximativas de Jean-Luc Domenach (una decena de millones de detenidos al año de media —entre el 1 y el 2 por 100 de la población china, según los momentos—, y el 5 por 100 de mortalidad anual), una veintena de millones de chinos habrían muerto encarcelados, cuatro de ellos aproximadamente durante la hambruna del «gran salto», entre 1959 y 1962 (aunque la vuelta a las raciones «normales» —ya mínimas— no tuvo lugar hasta 1964[134]). Después del extraordinario testimonio de Jean Pasqualini, dos estudios recientes (el de Wu y el de Domenach) nos permiten tener una visión de conjunto del más desconocido de los tres grandes universos concentracionarios del siglo.

Del universo tiene la amplitud, la permanencia (en cualquier caso hasta 1978, año de la primera gran oleada de liberaciones[135]) y también la variedad. Variedad de prisioneros: el 80 por 100 «políticos» hacia 1955 (pero en ese momento muchos delitos de derecho común pueden ser recalificados de políticos —eso agrava la sanción—), una mitad larga a principios del decenio siguiente, y cerca de dos tercios de «derecho común» hacia 1971[136]; huella del poco afecto de las capas populares por el régimen, y del retorno a la criminalidad en una atmósfera de inestabilidad política. Variedad de formas de internamiento[137]: centros de «preventiva», prisiones (entre ellas, algunos establecimientos muy especiales para los dirigentes caídos), laogai propiamente dicho, y esas formas «atenuadas» de deportación que son el laojiao y el jiuye. Los centros de detención constituyen el tamiz de acceso al archipiélago penitencia­rio: en unos 2.500, situados en las ciudades, sufren los presos preventivos su instrucción, de duración muy variable (¡puede llegar hasta los diez años!); también suelen purgarse en ellos penas inferiores a dos años. Las prisiones, donde apenas se encuentra el 13 por 100 de los detenidos, son por lo menos un millar, y por regla general dependen directamente de las autoridades centrales; representando un papel equivalente al de nuestros «zonas de alta seguridad», se encargan, bajo vigilancia reforzada, de las penas más graves (en particular las condenas a muerte con aplazamiento de dos años, rareza del derecho chino que en la mayoría de los casos se traduce en perdón por «reforma sincera»), y los prisioneros «sensibles» (altos mandos, extranjeros, eclesiásticos, disidentes, espías, etc.); las condiciones de vida, muy variables, pueden ser no demasiado malas (la prisión n.° 1 de Pekín, donde se come hasta hartarse, donde se duerme sobre un tatami y no sobre una tabla de madera —«un sueño» para los que llegan de cualquier otra parte del archipiélago[138]—» es el establecimiento modelo que se hace visitar a los invitados extranjeros); pero la disciplina, particularmente estricta, la severidad del trabajo industrial impuesto, la intensidad del ambiente ideológico impulsan muchas veces a los detenidos a solicitar su envío «al aire libre», a un campo de trabajo ampliamente hermoseado.

Así pues, la gran masa de detenidos se encuentra en vastos campos de trabajo repartidos por todo el país. Sin embargo, los más vastos y poblados se encuentran en las zonas semidesérticas del norte de Manchuria, de la Mongolia interior, del Tíbet, de Xinjiang y, sobre todo, de Qinghai, verdadera «provincia penitenciaria»[139] especie de Kolymá chino de clima ardiente en verano, glacial en invierno… Su campo n.° 2 es tal vez el mayor de China, con 50.000 deportados por lo menos[140]. Los campos de las regiones remotas del oeste y del noroeste tienen la reputación de ser durísimos, pero en conjunto los ritmos de trabajo son más penosos en las fábricas urbanas de las zonas penitenciarias que en las grandes granjas estatales penitenciarias. Dependiendo en principio de las administraciones provinciales o municipales (Shanghai tiene su red, repartida por numerosas provincias), los detenidos tienen en conjunto el mismo origen geográfico (no se encuentran detenidos tibetanos en China del este). A diferencia de la URSS, los campos se integran en las estrategias económicas locales o regionales, y solo de forma ocasional participaron en proyectos de amplitud nacional, por ejemplo el «ferrocarril de la amistad», en dirección a la Kirguizia soviética, cuyos trabajos se interrumpieron durante treinta años debido al cisma chino-soviético…

La población de los campos debe dividirse en tres tipos de estatus bastante distintos. La masa más importante, y sobre todo la más permanente, está representada bajo Mao por las condenas al laogai propiamente dicho, que puede traducirse por «reforma[141] por el trabajo». Estos condenados a penas de media o larga duración están organizados militarmente (escuadrones, batallones, compañías, etc.); han perdido sus derechos cívicos, no perciben ningún salario y solo rara vez pueden recibir visitas. En los mismos campos, y más raramente en establecimientos especiales, se encuentran también los asignados a la «reeducación por el trabajo», o laojiao. Se trata de una forma de detención administrativ~, creada en agosto de 1957, en el momento más álgido de la campaña antiderechistas; formaliza en cierto modo las prácticas de encarcelamiento paralegal de la Seguridad. Las víctimas no están condenadas (por tanto no hay plazo fijado para su detención), no pierden sus derechos cívicos (pero no hay oficina electoral en los campos…), y cobran un pequeño salario (cuya parte esencial les retienen para vivir y comer). Las faltas que se les reprochan son bastante leves, y su estancia en ellaojiao no supera en principio unos pocos años; pero se les hace comprender que mucho depende de su actitud… La disciplina, las condiciones de detención y de trabajo dellaojiao están muy cerca, de hecho, de las del laogai, y es la Seguridad la que administra tanto uno como otro.

Un poco más «privilegiados» son los «destinados profesionales obligatorios» del jiuye, denominados en ocasiones «trabajadores libres». Esa libertad es restringida, puesto que no tienen derecho a abandonar su lugar de trabajo, la mayoría de las veces un campo, salvo durante uno o dos permisos anuales. Mejor tratados, algo menos mal pagados que en ellaojiao, pueden hacer venir a su familia o casarse, pero viven en unas condiciones semicarcelarias. Se trata de hecho del «filtro de descompresión» de los campos, donde están amontonados los «liberados», muchas veces para el resto de su vida. Hasta los años sesenta, el 95 por 100 de los liberados del laogai habrían sido destinados al jiuye, y el 50 por 100 a principios de la década de los ochenta, así como del 20 al 30 por 100 de los antiguos del laojiao[142]. Separados de su medio de origen, después de haber perdido su empleo y su derecho a vivir en la ciudad, por regla general divorciados (la esposa es incitada constantemente a separarse del «criminal»), sospechosos vitalicios puesto que han cometido una falta, lo más triste es que muchas veces no tienen otro sitio a donde ir, y por lo tanto se resignan a su condición… Como ya no tienen nada que esperar, pueden dar lástima incluso al detenido del laogai: «Los trabajadores libres, que empezamos a encontrar, formaban un grupo muy triste. Se hubiera dicho que estaban realmente en la prisión como residentes. Eran perezosos, inexpertos y sucios. Era evidente que habían llegado a la conclusión de que ya no había nada que mereciese la pena, y en cierto sentido tenían razón. Estaban constantemente hambrientos, bajo las órdenes de guardas y guardianes, y encerrados de noche igual que nosotros. La única diferencia entre nuestra condición y la suya era el privilegio que tenían de visitar a su familia. Toqo lo demás no contaba. También recibían desde luego un salario, pero debían gastárselo en la comida y la ropa, que no eran más que regalos del Gobierno. A estos trabajadores libres les importaba muy poco todo lo que pudiera ocurrir»[143]. Bajo Mao, la mayoría de las veces cualquier condena es de hecho una condena perpetua.

A la busca del «hombre nuevo». El encierro sin límites constituye una contradicción fundamental con el proyecto mismo, proclamado en voz alta, del sistema penitenciario: la reforma del detenido, su transformación en un «hombre nuevo». En efecto, según Jean-Luc Domenach, el sistema proclama a bombo y platillo que «La detención no es un castigo, sino una ocasión para el criminal de rehabilitarse»[144]. Un documento interno de la Seguridad concreta el proceso en el que conviene introducir al preventivo: «Uno solo puede someterse a la ley si antes ha admitido sus crímenes. El reconocimiento de sus crímenes es una condición previa obligatoria, la sumisión a la ley es el comienzo de la reforma. Reconocimiento y sumisión son las dos primeras lecciones que hay que enseñar al preso y conservar en la mente a lo largo de todo el proceso de reforma»; una vez conseguida la ruptura con su pasado, el preso puede empezar a ser penetrado por «ideas justas»; «Es imperativo establecer los cuatro principios educativos de base —para llevar las ideas políticas del criminal por la buena dirección: el marxismo-leninismo, la fe en el maoísmo, en el socialismo, el Partido Comunista y la dictadura democrática del pueblo— »[145]. Por lo tanto, los establecimientos penitenciarios son ante todo lugares de enseñanza para esos «malos alumnos», revoltosos y algo lentos de mente, que se considera que son los detenidos. «¡Bienvenida a nuestros nuevos camaradas estudiantes!», esa es la pancarta que acoge a Pasqualini en un campo de trabajo[146]. El estudio es todo, salvo una palabra inútil; durante todo el período de instrucción, dura dos horas diarias por lo menos, por la noche después de cenar, en el marco de la celda; pero, puede ampliarse al día, a la semana, incluso a todo el mes si los «progresos» de determinados prisioneros son insatisfactorios, o durante las campañas políticas. En numerosos casos, un período de «estudio sin parar», que va de quince días a tres meses, sirve de curso de integración en el universo penitenciario[147]. Las sesiones se desarrollan de acuerdo con un ritual extremadamente rígido, durante el que está rigurosamente prohibido caminar, levantarse (incluso para cambiar de posición estando uno sentado hay que pedir permiso), hablar… y dormir, tentación permanente, sobre todo si el trabajo ha sido duro en la jornada. Pasqualini, educado en el catolicismo, quedó sorprendido al encontrar la meditación, la confesión y el arrepentimiento erigidos en prácticas marxista-leninistas —la diferencia era la dimensión obligatoriamente colectiva y pública de esos actos—: la meta no es restaurar el vínculo entre el hombre y Dios, sino fundir al individuo en una masa totalmente sometida al partido. Para variar los placeres, las clases centradas en la confesión (por obligación, muy detallada) de tal o cual detenido, alternan con las lecturas comentadas del Diario del Pueblo (durante la Revolución Cultural serán las Obras del presidente Mao —el volumen de sus Citas debía llevarse siempre consigo) o las «discusiones» sobre un acontecimiento considerado como materia de edificación.

En todos los casos, la meta es sin embargo la misma: llevar a la abdicación de la personalidad. El jefe de celda, que también es prisionero, en muchas ocasiones antiguo miembro del Partido Comunista, desempeña aquí un papel fundamental: «Nos lanzaba infatigablemente a discusiones de grupo o a historias que contenían principios morales que observar. Todos los demás temas a los que nuestras mentes podrían haberse entregado —la familia, el alimento, los deportes, los pasatiempos, o, por supuesto, el sexo— estaban absolutamente prohibidos. «Ante el Gobierno debemos estudiar juntos y vigilarnos mutuamente», esa era la divisa, y estaba inscrita por todas partes en la prisión»[148]. Convenía purgarse, reconocer que se ha obrado mal porque uno era malo: «Sea cual sea la categoría a la que pertenezcamos, todos hemos cometido nuestros crímenes porque teníamos muy malos pensamientos», asegura el jefe de celda[149]. Y si uno era así, la falta se debía a la contaminación por las ideas capitalistas, imperialistas, reaccionarias: en última instancia todos los delitos son políticos en una sociedad en la que nada escapa a lo político.

La solución es sencilla: cambiar de ideas y, como en China el rito es inseparable del corazón, aceptar el molde que hará de vosotros un revolucionario más, incluso un héroe del tipo Leí Feng, aquel soldado completamente orgulloso de ser un pequeño engranaje sin cerebro útil al servicio de la causa y que, después de tener la suerte de morir aplastado en acto de servicio, fue presentado a principios de los años sesenta por el mariscal Lin Biao como el modelo digno de seguirse: «El prisionero aprende muy rápido a hablar en forma de consignas que no comprometen a nada. El peligro, evidentemente, reside en que puede terminar pensando solo mediante consignas. La mayoría sucumbe a ese peligro»[150].

Orina y dialéctica.

Una noche fría y ventosa, a la hora del estudio, dejé la celda para ir a mear. Cuando el viento helado del noroeste me golpeó en la cara, me sentí menos dispuesto a recorrer los doscientos metros que me separaban de las letrinas. Fui hasta un almacén y meé contra el muro. Después de todo, pensé, con aquella oscuridad no me vería nadie.

Me equivoqué. Nada más terminar recibí una violenta patada en el trasero. Al volverme, no pude distinguir más que una silueta, pero la voz era la de un guardián.

«¿No conoces el reglamento en materia de higiene?, preguntó. ¿Quién eres?».

Le di mi nombre, y lo que vino a continuación fue una lección que no olvidaré nunca. (…)

«Admito que he hecho mal, guardián, pero lo que acabo de hacer no constituye más que una infracción al reglamento de la prisión, mientras que usted ha violado la ley. Los miembros del Gobierno no tienen derecho a golpear a los prisioneros. La violencia física está prohibida».

Se produjo un silencio, durante el que la silueta reflexionó; yo esperaba lo peor.

«Lo que usted dice es justo, Bao, dijo tranquilamente y en tono mesurado. Si admito que he cometido un error —y plantearé la cuestión durante nuestra próxima sesión de autocrítica (la de los guardianes)—, ¿estaría usted dispuesto a volver a su celda y a escribirme una confesión completa?».

Quedé sorprendido por su reacción. Y también emocionado; porque ante mí tenía ¡a un guardián que admitía su falta delante de un prisionero! (…)

«Sí, guardián. Claro que lo haré».

(…) Me senté en mi sitio y empecé a preparar mi confesión. Durante el examen de conciencia semanal, pocos días más tarde, la leí en voz alta para que toda la celda la oyese.

«Superficialmente, lo que hice puede parecer no demasiado grave», añadí cuando hube terminado mi lectura, «pero si examinamos las cosas más de cerca, mi acto demuestra que no respeto las enseñahzas del Gobierno y que me resisto a la reforma. Al mear de aquel modo, hacía solapadamente exhibición de mi rabia. Era un acto lleno de cobardía. Es como si escupiese a la cara del Gobierno pensando que nadie me miraba. No puedo sino pedir al Gobierno que me castigue con la mayor severidad posible».

La confesión fue enviada al guardián Yang, y esperé. Ya me preparaba, fortaleciendo mi valor, para sufrir una nueva estancia en el calabozo. Dos noches después, Yang entró en la celda con su veredicto.

«Hace unos días», dijo, «uno de vosotros se ha creído por encima de la ley y ha cometido una falta grave. (…) Por esta vez lo dejaremos pasar, pero no vayáis a creer que esto significa que siempre vais a poder libraros de problemas escribiendo una carta de disculpa[151]».

El pretendido «lavado de cerebro» descrito por ciertos occidentales no es más que eso: en sí, no es muy sutil, la imposición más bien ruda de una ideología grosera, que responde a todo precisamente porque es simplista. Se trata sobre todo de no dejar al prisionero la menor posibilidad de una expresión autónoma. Los medios para conseguirlo son múltiples. Los más originales estriban en una subalimentación sistemáticamente mantenida (véase el recuadro inferior) que debilita la resistencia tanto como la vida interior, y una saturación permanente por medio del mensaje de la ortodoxia, en un contexto en el que no se dispone ni de tiempo libre (estudio, trabajo y labores ocupan por completo las largas jornadas), ni espacio alguno de intimidad (celdas atestadas, luz encendida toda la noche, muy pocos efectos personales autorizados), ni evidentemente la menor posibilidad de expresar un punto de vista original: todas las intervenciones (por otro lado obligatorias) en una discusión quedan minuciosamente anotadas y consignadas en el expediente de cada individuo. A Pasqualini le costó caro haber expresado en 1959 una leve falta de entusiasmo ante la intervención china en el Tíbet. Otra originalidad: la delegación en otros prisioneros de la mayor parte del trabajo ideológico, lo cual demuestra el alto nivel de eficacia del sistema. Se registran mutuamente, se evalúan los resultados de los compañeros en materia de trabajo (y por tanto de raciones alimenticias), se pronuncian sobre el grado de «reforma» de los que aspiran a ser puestos en libertad; y, sobre todo, se critica a los compañeros de celda para empujarles a una autocrítica completa, a la vez que uno se demuestra a sí mismo que progresa[152].

El arma alimentaria.

Además estaba la comida —la única cosa importante, la mayor alegría y la motivación más poderosa de todo el sistema penitenciario—. Yo había tenido la mala fortuna de llegar a la avenida de la Bruma en la Hierba[153] solo un mes después de la introducción del racionamiento como parte oficial de la técnica de los interrogatorios. El desesperadamente escaso y aguado caldo de maíz, las duras galletitas de wo’tu[154] y la ración de verdura se convirtieron en el centro de nuestra vida y en objeto fundamental de nuestra más profunda atención. Como el racionamiento seguía y adelgazábamos, aprendimos a comer cada trozo con una aplicación infinita, haciéndolo durar todo el tiempo posible. Circulaban rumores y murmuraciones desesperadas sobre la calidad y la abundancia del alimento en los campos de trabajo. Más tarde supe que esas informaciones eran muchas veces jugarretas montadas e inventadas por los interrogadores para animar a los prisioneros a confesar. Al cabo de un año de ese régimen, yo estaba dispuesto a admitir prácticamente cualquier cosa con tal de conseguir más alimento.

La falta de alimento estaba admirablemente estudiada: nos daban lo suficiente para mantenernos vivos, pero nunca lo suficiente para que olvidásemos nuestra hambre. Durante mis quince meses en el centro de interrogatorios, comí arroz una sola vez, carne nunca. Seis meses después de mi arresto, mi vientre estaba completamente hundido, y empezaba a tener las articulaciones magulladas de forma característica por el simple contacto del cuerpo con la cama comunitaria. La piel de mis nalgas colgaba como los senos de una mujer vieja. Mi vista se nublaba, y perdía mi capacidad de concentración. Alcancé una especie de récord de carencia en vitaminas cuando finaLnente me volví capaz de romper las uñas de los dedos gordos del pie con la mano, sin utilizar el cortaúñas. Mi pelo empezaba a caerse. […]

«En otro tiempo, la vida no era tan mala como ahora, me dijo Loo. Teníamos un plato de arroz cada quince días, auténtico pan blanco a finales de cada mes y un poco de carne en las grandes fiestas, como el día de año nuevo, el 1 de mayo y el 1 de octubre[155]. No se estaba tan mal».

El cambio se había debido a lo siguiente: una delegación del pueblo había ido a inspeccionar la prisión durante el período de las Cien Flores[156]. Habían quedado horrorizados al ver a los prisioneros comer lo que comían. Habían llegado a la conclusión de que era intolerable que aquellos contrarrevolucionarios —despojos de la sociedad y enemigos del pueblo— se beneficiasen de un nivel de vida superior al de numerosos campesinos. A partir de noviembre de 1957, dejó de haber arroz, dejó de haber carne y dejó de haber harina de trigo los días de fiesta.

Más tarde, fueran cuales fuesen las condiciones insoportables que debíamos aguantar en los campos, cualquier guardián podía decirnos sin mentir que estábamos allí solo porque nosotros lo habíamos pedido[157].

Los restantes medios de presión sobre el prisionero son más clásicos. La zanahoria es una promesa de indulgencia si uno confiesa todos sus «crímenes », si uno se comporta como modelo, si se contribuye activamente a ·la «reforma» de los compañeros, y asimismo si se denuncia a sus «cómplices» o a sus compañeros de reclusión insumisos (se trata de una prueba esencial de sinceridad en la reforma: «La denuncia de los otros es un excelente método de penitencia»[158]). Una pancarta preside la oficina de interrogatorios con la leyenda: «Indulgencia con los que confiesan; severidad con los que resisten; redención para los que consiguen méritos, recompensas para los que hacen grandes méritos»[159]. Muchos condenados a graves penas, esperando arañar algunos años de redención, se manifiestan como propagandistas llenos de celo. El problema —Pasqualini aporta varios ejemplos— es que luego no les pagan: o bien su «buena conducta» no impide una larga condena, o bien, como las penas solo se anuncian la mayoría de las veces oralmente (el acusado frecuentemente no está presente durante su propio proceso), una «remisión» lleva, de hecho, la duración de la detención a lo que siempre se había previsto. Un viejo detenido descubre el pastel: «Los comunistas no se sienten obligados a mantener las promesas que hacen a sus enemigos. A guisa de medios para conseguir sus fines, no vacilan en emplear todas las artimañas y astucias que pueden servirles —y esto incluye las amenazas y las promesas—. (…) Y acuérdate de otro detalle: los comunistas no tienen el menor respeto por los que cambian de camisa»[160].

Por desgracia, el palo tiene más consistencia. El aumento de pena está lejos de ser excepcional: quien no se somete mediante la confesión, quien se niega a denunciar («ocultar información al Gobierno es un delito merecedor de castigo»[161]), quien dice palabras heréticas, quien apelando su condena muestra que no acepta la «voluntad de las masas», todos ellos incurren en nuevas y pesadas condenas: de este modo se puede pasar de cinco años a la cadena perpetua… Y luego está el daño que los prisioneros pueden hacerse unos a otros. La «carrera» del jefe de celda depende de sus ovejas, y por lo tanto se encarnizará con los más recalcitrantes, y será apoyado por los oportunistas. Un grado por arriba, es la «prueba» o la «lucha»: nada espontáneo —la víctima es elegida por la dirección, el lugar (celda o patio), el momento y la intensidad están predeterminados—, pero la atmósfera está cerca (salvo en el asesinato) de los pogromos campesinos de la reforma agraria: «Nuestra víctima era un prisionero de unos cuarenta años, acusado de haber hecho una confesión falsa. Era un contrarrevolucionario redomado, berreaba un guardián con un altavoz de cartón. (…) Cada vez que levantaba la cabeza para decir algo —fuese verdadero o falso, no nos interesaba—, lo enterrábamos bajo un ejército de vociferaciones: " ¡Mentiroso!" "¡Vergüenza de la humanidad!" O también: “¡Cerdo!” (…) La prueba siguió así durante tres horas, y a cada minuto que pasaba teníamos más frío y más hambre, y nos volvíamos más perversos. Creo que habríamos sido capaces de cortarle en trocitos para conseguir lo que queríamos. Más tarde, cuando tuve tiempo para pensar, me di cuenta de que, al mismo tiempo que a él, nos habíamos hecho sufrir la prueba a nosotros mismos, preparándonos mentalmente para aceptar la posición del Gobierno con un asentimiento apasionado, fueran los que fuesen los méritos del hombre al que atacábamos»[162].

Es comprensible que, en semejantes condiciones, la inmensa mayoría de los prisioneros presente al cabo de algún tiempo todos los signos externos de la sumisión. Lo cual solo secundariamente tiene que ver con las características de la identidad china: tratados en última instancia de forma menos inhumana, muchos prisioneros de guerra franceses del Vietminh, enfrentados a la misma política de reeducación, siguieron el mismo itinerario[163]. La eficacia de la reeducación estriba en la combinación sinérgica de dos poderosos medios de presión psicológica: una infantilización radical, el partido es la administración convertida en padre y madre, que vuelve a enseñar al prisionero a hablar, a caminar (con la cabeza gacha, corriendo, bajo la voz del guardián que sirve de guía), a controlar apetito e higiene, etc., en una relación de dependencia absoluta; la fusión en el grupo, que da cuenta de cada uno de los gestos, de cada una de las palabras, familia de sustitución en el momento en que los contactos con la verdadera familia se vuelven casi imposibles, cuando se empuja a las esposas de los detenidos a divorciarse, a los hijos a renegar de su padre.

¿Cuál es sin embargo el grado de profundidad de la reforma? Hablar mediante consignas, reaccionar como un autómata es simultáneamente aniquilarse, sufrir un «suicidio psíquico»[164], y protegerse contra el hastío, sobrevivir. Creer que resulta fácil conservar una reserva, desdoblando la personalidad, sería desde luego demasiado optimista. Pero hasta aquel que termina no detestando al «hermano mayor» razona en términos de utilidad más que de convicción. Pasqualini asegura que, en 1961, su «reeducación estaba tan conseguida que [él] creía sinceramente lo que los guardianes [le] decían», y añade a renglón seguido: «Sabía además que mi mayor interés consistía en mantener siempre mi conducta lo más cerca posible de la letra de la ley»[165]. La prueba a contrario es la postura ultramaoísta del jefe de celda: para probar su ardor en el trabajo y su fidelidad al régimen, es partidario de ir a trabajar aunque se haya sobrepasado el límite fatídico de -15° centígrados: habría que levantarse antes de la hora impuesta. El guardián termina interrumpiendo la homilía, considerándola «totalmente contraria a la ortodoxia»[166] —y los detenidos parecen aliviados. Como tantos otros chinos, creían algo en lo que les decían, pero ante todo trataban de no tener problemas—.

Criminal, forzosamente criminal. Se habrá notado que nunca se ha tenido en cuenta la posibilidad de una acusación falsa, o de una absolución. En China, uno no es detenido por ser culpable, sino que es culpable por ser detenido. En efecto, cualquier arresto es realizado por la policía, órgano del «gobierno popular», dirigido a su vez por el Partido Comunista, que preside Mao Zedong. Criticar lo bien fundado de un arresto significa oponerse a la línea revolucionaria del presidente Mao, y desvelar más la verdadera naturaleza contrarrevolucionaria de quien critica. Siguiendo este razonamiento, el mejor guardián criticado por una bagatela pondrá fin a la disputa indignándose: «¡Cómo!, ¿te atreves a oponerte al gobierno popular?». Aceptar los propios crímenes, someterse en todo: esa es la única vía admitida. En la celda añaden: «Eres un contrarrevolucionario. Todos los somos. De otra forma no estaríamos aquí»[167]. En la lógica delirante de este sistema mental que funciona en un circuito cerrado, el acusado debe proporcionar los motivos de su propio arresto («Dinos por qué estás aquí» es muchas veces la primera pregunta que el instructor le hace) y redactar su propia acta de acusación, incluida la evaluación de la pena «merecida». Entre las dos: confesiones sucesivas (cuando se plantea un problema serio, hay que volver a empezar de cero), que pueden llevar meses de trabajo e implicar centenares de páginas, relatar décadas de una vida; por último, interrogatorios que por regla general abarcan largos períodos y pueden llegar hasta las tres mil horas[168]: «El partido tiene todo el tiempo del mundo», se oye decir. Los interrogadores juegan a menudo con la privación de sueño (redoblada por el carácter muchas veces nocturno de las sesiones de instrucción), con la amenaza de una pena severísima —incluida la ejecución— o con la visita terrorífica a una sala de tortura en condiciones de funcionamiento, presentada luego como un «museo»[169].

La violencia física propiamente dicha es rara, en cualquier caso entre mediados de los años cincuenta y la Revolución Cultural. Todo lo que puede parecerse a la tortura, los golpes e incluso los insultos están formalmente prohibidos, y los detenidos lo saben: un «exceso», y tienen la posibilidad única de hacer temblar a su interrogador. Entonces, este último recurre a una violencia disimulada, que no se confiesa: «prueba» (donde se toleran los golpes que provienen de otros prisioneros), o encierro en atroces calabozos, sin calefacción, rara vez aireados, tan estrechos a veces que ni siquiera puede uno tumbarse, y donde además uno suele estar encadenado o con esposas en las manos de forma permanente (a menudo con las manos a la espalda…); de este modo, la higiene y la comida son casi imposibles. El prisionero, reducido al estado de animal, hambriento, perece la mayoría de las veces si la sanción se prolonga más allá de ocho días. La imposición permanente de esposas muy apretadas es la forma de «casi tortura» que más se practica: pronto el dolor se vuelve insoportable, las manos se hinchan, las cicatrices frecuentemente son irreversibles: «Poner esposas especiales y apretarlas en las muñecas de los prisioneros era una forma de tortura que se utilizó de manera muy difundida en las prisiones de Mao. También solían poner cadenas alrededor de los tobillos de los prisioneros. A veces incluso se unían las esposas a uno de los barrotes de la ventana, de tal modo que el prisionero no podía ni comer, ni beber, ni ir a los servicios. El objetivo era minar la moral del individuo degradándole. (…) Como el gobierno popular pretendía haber abolido todas las formas de tortura, oficialmente se denominaban estas prácticas con términos como “castigo” o “persuasión”»[170].

Resistir a Mao.

El día de mi vuelta al hospital, la guardiana me trajo un portaplumas y un frasco de tinta:

«¡Póngase a escribir sus confesiones! El instructor está esperando».

Cogí el rollo de papel que el instructor me había entregado y vi que, en lugar de las hojas blancas que me habían dado en 1966 para escribir mi autobiografía, la primera página llevaba, en un marco rojo bajo el título «Directiva suprema», una cita de Mao: «Solo tienen derecho a ser dóciles y obedientes; no tienen derecho a hablar ni a actuar cuando no es su turno». Al pie de la página se leía: «Firma del criminal».

Dentro de mí creció la cólera al ver aquella palabra infamante de «criminal» y tomé la decisión de no firmar debajo. Pero al cabo de un momento de reflexión, ideé un medio de explotar la situación y de devolver sus golpes a los maoístas.

Bajo la cita de Mao, tracé otro cuadro que también titulé «Directiva suprema» y en el que inscribí otra cita de Mao. Se encontraba en el Libro rojo, pero en su ensayo De la justa solución de las contradicciones en el seno del pueblo. Decía así: «En todas partes donde hay contrarrevolución, debemos evidentemente suprimirla; cuando cometemos un error, debemos evidentemente corregirlo». (…)

Entregué el papel a la guardiana y esa misma tarde fui llamado para un interrogatorio.

Excepto el militar, en el cuarto se encontraban los mismos hombres, con cara sombría —cosa que ya me esperaba, dado que había decidido oponerme a su derecho de presumirme culpable cuando no lo era—. Sin esperar a que me lo pidiesen, me incliné inmediatamente ante el retrato de Mao. La cita que el instructor había elegido y que yo leí en voz alta era esta: «Contra los perros normales de los imperialistas y aquellos que representan los intereses de los terratenientes y la pandilla reaccionaria del Kuomintang, debemos ejercer el poder de la dictadura para suprimirlos. Solo tienen derecho a ser dóciles y obedientes; no tienen derecho a hablar ni a actuar cuando no es su turno».

El papel que yo había entregado estaba delante del instructor. Cuando me senté, él dio un puñetazo sobre la mesa mirándome y gritó:

«¿Qué es lo que ha hecho? ¿Es que piensa que estamos divirtiéndonos con usted?

—Su comportamiento no es serio —dijo el viejo obrero.

—Si no cambia usted de actitud —añadió el obrero joven—, nunca saldrá de este lugar.»

Antes de que yo pudiera abrir la boca, el instructor arrojó mi relato al suelo, dispersando las hojas, y se levantó.

«¡Vuelva a su celda y hágalo de nuevo!»

Llegó un guardián, que me llevó a mi celda[171].

La instrucción tiene por objeto obtener la confesión (que, en la práctica, tiene fuerza de prueba) y las denuncias, que autentifican su «sinceridad» al mismo tiempo que le dan su sentido desde el punto de vista del aparato policial: lo normal es que tres denuncias determinen un arresto, y la cadena continúa… Salvo algunas excepciones que se han mencionado, los métodos destinados a doblegar al detenido son bastante clásicamente policiales: ponerle frente a sus contradicciones, pretender que ya se conoce todo sobre él, confrontar su confesión con otras confesiones o denuncias. Estas, obtenidas mediante coacción o espontáneas (hay «buzones de denuncias» por todas partes en las calles de las ciudades), son tan numerosas que es muy delicado disimular un fragmento significativo del propio pasado. La lectura de las cartas de delación referidas a él provocó el hundimiento de la resistencia de Pasqualini: «… Fue una revelación espantosa. Entre aquellos cientos de páginas había formularios de denuncia rellenados por colegas, amigos y toda clase de gentes a las que solo había visto una vez o dos (…) —¡cuántas personas me habían traicionado, personas a las que yo había otorgado mi confianza sin reserva!—»[172]. Nien Cheng, liberada en 1973 sin haber confesado (cosa excepcional, ligada en este caso a su extrema tenacidad, pero también a los golpes propinados al aparato judicial-policíaco por la Revolución Cultural), luego estuvo rodeada durante años por parientes, amigos, alumnos y criados que en su totalidad tenían cuentas que rendir a la Seguridad sobre ella, y a veces lo admitieron. Estimaban que no habían tenido otra elección[173].

Al término del proceso de instrucción, debe haber una «novela auténtica» de culpabilidad, «coproducida entre el juez y el reo», y que representa la subversión semántica de hechos exactos»[174]. En efecto, el «crimen» debe entroncarse con la vida real (es más eficaz que el acusador y el acusado crean por lo menos un poco en esta teoría, que permite sobre todo implicar a «cómplices»), pero totalmente reinterpretada, de forma paranoica, como la expresión constante de una oposición política radical y rabiosa. Así, mencionar en una carta al extranjero la disminución de las raciones de grano en Shanghai en la época del «gran salto adelante» se convierte en prueba de espionaje —a pesar de que esas cifras se publicaban en la prensa oficial y eran conocidas por toda la comunidad extranjera de la ciudad— [175].

Abdicación de la personalidad.

No necesita mucho tiempo un prisionero para perder la confianza en sí mismo. Con el paso de los años, la policía de Mao perfeccionó sus métodos de interrogatorio y alcanzó tal grado de refinamiento que yo desafiaría a quien fuese, chino o no, a resistirlos. Su objetivo no es obligaros a inventar crímenes inexistentes, sino a haceros admitir que la vida ordinaria que llevabais estaba podrida, era culpable y merecedora de castigo, puesto que no se correspondía con su propia concepción de la vida —la de la policía—. El fundamento de su éxito reside en la desesperación, en la percepción que tiene el prisionero en la práctica de que está totalmente, para siempre y sin esperanza, a merced de sus verdugos. No dispone de ninguna defensa, puesto que su arresto es la prueba absoluta e indiscutible de su culpabilidad. (Durante mis años de prisión conocí a un hombre que, de hecho, había sido detenido por error —llevaba el mismo nombre que la persona buscada—. Al cabo de unos meses, había confesado todos los crímenes del otro. Cuando se descubrió el error, a las autoridades de la prisión les costó todos los esfuerzos del mundo convencerle para que volviese a su casa. Se sentía demasiado culpable para hacerlo.) El prisionero no tiene derecho a ningún proceso, solo a una ceremonia perfectamente reglamentada que tal vez dura media hora; no tiene derecho a consultar a un abogado ni a recurrir en el sentido occidental del término[176].

Una vez pronunciada la condena, el detenido es enviado a un campo de trabajo (granja estatal, mina, fábrica). Incluso si el estudio, aliviado, prosigue, si la «prueba», para no enmohecerse, abruma a un culpable de vez en cuando, ahora lo esencial es trabajar: en la «reforma por el trabajo», uno de los dos términos por lo menos no tiene nada de hipotético. Ya hemos escrito antes todo sobre su capacidad para realizar durante doce horas un trabajo que vuelve más agotador el régimen de las dos comidas cotidianas, más que ligeras, y que es el mismo que el del centro de detención. A partir de ese momento, la zanahoria es una ración alimentaria de «trabajador de nota», que exige superar una norma netamente superior a la de los «civiles ». Individualizados de este modo, los resultados también se toman en cuenta a escala de la celda o del dormitorio: de ahí las competiciones colectivas (denominadas «lanzamientos de Sputnik» a finales de los años cincuenta…) para ver quién se embrutecerá más (dieciséis, dieciocho horas seguidas) para mayor felicidad de la oficialidad. No hay días de descanso, salvo durante las grandes fiestas, en las que a pesar de todo hay que soportar los interminables sermones políticos. La ropa es muy insuficiente: se lleva muchas veces durante años lo que uno llevaba encima en el momento del arresto. Ropa de invierno solo se suministra en los campos del norte manchú, esa Siberia china, y el reglamento no prevé más que la entrega de una prenda interior… al año[177].

La ración alimentaria media se sitúa entre doce y quince kilos de grano al mes (pero para un detenido considerado «holgazán» esa cantidad puede descender a nueve kilos): es menos que en las cárceles francesas de la Restauración, o incluso los campos soviéticos, poco más o menos lo mismo que en los campos vietnamitas de 1975-1977[178]. Las carencias vitamínicas o proteicas son temibles: casi no hay carne, ni azúcar, ni aceite, muy pocas verduras o frutas —de ahí los numerosos robos de alimentos, pretexto para castigos severos—, y la «autoalimentación» (búsqueda de pequeños animales —por ejemplo ratas, que se comen secas— o de plantas comestibles) en las granjas. Los cuidados médicos son mínimos (salvo, en cierta medida, para las enfermedades contagiosas), y los excesivamente débiles, viejos y desesperados son enviados a auténtico campos-cementerios, donde las raciones de hambre no tardan en hacerles desaparecer[179]. El único punto positivo verdadero en comparación con los centros de detención es la conjugación de una disciplina más flexible y de detenidos más endurecidos, menos temerosos, más dispuestos de forma espontánea a violar el reglamento en cuanto el guardián ha vuelto la espalda, al tiempo que se sacrifican formalmente al lenguaje y al comportamiento codificados impuestos: un medio humanamente más vivible, donde puede contarse con un mínimo de solidaridad.

Así pues, a medida que el detenido avanza en la carrera del «sistema laogai», lo que constituye su gran originalidad —el hincapié que se hace en la reeducación— va difuminándose. Pero en este punto, la trayectoria del individuo se une a la del país: tras la fase de «perfección» (1954-1965 aproximadamente) del laogai, que ve a millones de detenidos transformados en pequeños estudiantes ardientes que se autodisciplinan casi sin intervención exterior, y que llegado el caso se convierten en buenos y fieles comunistas en la cárcel, todo empieza a deshilacharse, a degradarse, a trivializarse. Esto coincidió a un tiempo con la llegada cada vez más masiva de detenidos de derecho común a menudo muy jóvenes, y con esa empresa de desmoralización general de los mandos del régimen que fue la Revolución Cultural. Poco a poco el aparato relajó su control, mientras que, cada vez con más frecuencia, entre los detenidos se formaban bandas. La obediencia y el respeto a la jerarquía dejaban de ser automáticos desde ese momento. La oficialidad se vio forzada a conseguirlos bien mediante concesiones, bien mediante un uso nuevo de la violencia -y esa violencia no siempre tuvo una dirección única-. La gran víctima, en cualquier caso, fue la reforma del pensamiento, aquella educación para la servidumbre voluntaria. Pero ¿no estaba inscrita en el proyecto mismo aquella contradicción? Por un lado, el llamamiento para elevarse por encima de uno mismo, para mejorar, para purificarse, para unirse a la masa proletaria en marcha hacia el futuro radiante. Por el otro, la siniestra realidad de una vida entera pasada en cautiverio, sean cuales fueren los esfuerzos realizados y, en el caso raro de una verdadera liberación, la condena al ostracismo debida a la incapacidad de lavarse del pecado original. En resumen, un discurso sobre la infinita perfectibilidad que disimulaba mal la rigidez absoluta de una sociedad regida por la fatalidad —la del extravío de un instante, y más a menudo todavía la del nacimiento—. Es esa misma insoportable e inhumana contradicción lo que iba a contribuir a provocar la implosión social de la Revolución Cultural y que, al no resolverse, entrañaría su fracaso.

Una ejecución sumaria en el laogai.

En medio de todos ellos estaba el peluquero, encadenado con grilletes. Una cuerda alrededor del cuello, firmemente unida a su cintura, le mantenía gacha la cabeza. Sus manos estaban atadas detrás de la espalda, los guardias le empujaron directamente al borde del escenario, justo delante de nosotros. Permaneció allí de pie, en silencio, como un penitente de manos atadas, mientras que a sus pies ascendían pequeñas vaharadas de vapor. Yen había preparado un discurso.

«Tengo algo terrible que deciros. No me siento feliz haciéndolo, y realmente no estoy orgulloso. Es mi deber, y esto debería serviros de lección. Este huevo podrido que veis delante de vosotros fue encarcelado a raíz de un asunto de costumbres: había tenido relaciones homosexuales con un chico. Por este delito, solo fue condenado a siete años. Más tarde, cuando trabajaba en la fábrica de papel, su conducta fue constantemente mala y robó en varias ocasiones. Su pena fue duplicada. Ahora hemos llegado a la conclusión de que, durante su estancia aquí, ha seducido a un joven prisionero de diecinueve años —un prisionero mentalmente retrasado—. Si esto se produjese en el marco de la sociedad, sería severamente castigado. Pero al cometer aquí su acto, no solo ha pecado moralmente, sino que además ha ensuciado la reputación de la prisión y la gran política de la reforma por el trabajo. Por eso, dada la repetición de sus crímenes, el representante del tribunal popular supremo va a leeros ahora su sentencia».

El hombre de uniforme azul se adelantó y leyó el sombrío documento, una recapitulación de los delitos que concluía con la decisión del tribunal popular: la muerte, con ejecución inmediata de la sentencia.

Todo se producía de una forma tan repentina que no tuve tiempo siquiera de quedarme atónito ni asustado. Antes incluso de que el hombre de uniforme azul hubiese acabado de pronunciar la última palabra, el peluquero estaba muerto. El guardia que estaba detrás de él sacó una enorme pistola y le saltó la tapa de los sesos. Una lluvia de sangre y de materias cerebrales voló por el aire y cayó sobre aquellos de nosotros que estábamos en las primeras filas. Yo aparté los ojos de la silueta horripilante agitada por convulsiones en el suelo, y vomité. Yen reapareció y habló de nuevo: «Que esto os sirva de advertencia. He sido autorizado a deciros que a partir de ahora en este campo no habrá ninguna indulgencia. A partir de hoy, todos los delitos de orden moral serán castigados de la misma manera. Ahora, a vuestras celdas, y discutid sobre lo que acaba de pasar[180]

LA REVOLUCIÓN CULTURAL: UN TOTALITARISMO ANÁRQUICO (1966-1976). En comparación con los horrores casi astronómicos, y muy poco conocidos, de la reforma agraria o del «gran salto adelante», los casi entre 400.000 y un millón de muertos (esta última cifra es la más verosímil) citados por la mayoría de los autores a propósito de los estragos de la «gran revolución cultural proletaria»[181], casi podrían parecer modestos. Si conmocionó, más que cualquier otro episodio de la historia contemporánea de China, a todo el mundo y sigue vivo en las memorias, fue por el radicalismo extremo de su discurso y por algunos de sus actos, pero también porque se desarrollaba en las ciudades, porque se centraba en los medios políticos e intelectuales, y ello en la era de la televisión, que supo ofrecer soberbias imágenes de ceremonias políticas bien preparadas y llenas de un fervor emocionante. Por último, a diferencia de los movimientos anteriores, la Revolución Cultural empezó a ser oficialmente condenada en China incluso antes de que hubiese terminado: se volvió de buen tono denunciar las exacciones de los guardias rojos, en particular contra los viejos mandos y dirigentes comunistas —de mucho peor tono era hablar de las matanzas cometidas por el EPL en la fase subsiguiente de vuelta al «orden»—.

La primera paradoja de la Revolución Cultural radica ahí: momento en que el extremismo más exaltado nunca dio la impresión de estar más cerca del éxito, momento de relanzamiento de un proceso revolucionario que parecía sólidamente institucionalizado, barriendo en poco más de un año casi todos los centros de poder; y sin embargo, siguió siendo un movimiento parcial, enquistado en las zonas urbanas, y hegemónico únicamente en la juventud escolarizada. Por el contrario —apenas se habían reanudado las campañas del «gran salto adelante», el conflicto con la URSS alcanzaba su apogeo—, el «grupo de la Revolución Cultural»[182] (GRC) fue el que decidió no tocar ni la investigación científica, entonces concentrada en el armamento nuclear, ni el campesinado ni el ejército. En el espíritu de la GRC, y quizá en el de Mao, suponía retroceder para saltar más lejos: ningún sector de la sociedad ni del Estado debía escapar de forma duradera a la inmersión en la revolución. Pero la masa de los habitantes rurales creía firmemente en las «pequeñas libertades» concedidas por Liu Shaoqi (véase más arriba), y por lo menos en la parcela privada. Y no se trataba de destruir ni la capacidad de defensa ni la economía: la reciente experiencia del «gran salto adelante» incitaba a la prudencia en este último punto. Lo previo era la toma del poder en la «superestructura» intelectual y artística, y la conquista del poder del Estado. Pero este último objetivo nunca se alcanzó del todo. Estas restricciones fueron a veces violadas, pero en cualquier caso no hay noticia de enfrentamientos o matanzas mayores en los pueblos, donde seguía viviendo la gran mayoría de los chinos: el 64 por 100 de los incidentes clasificados como rurales tuvieron lugar en la zona periurbana de una gran aglomeración[183]. Sin embargo, en la fase final de «control », los relatos cuentan numerosas ejecuciones individuales de aldeanos que se habían comprometido con el lado malo, o de guardias rojos urbanos huidos al campo. Por último, gran diferencia respecto de las purgas de los años cincuenta, el objetivo nunca fue claramente eliminar una capa particular de la población. Hasta los intelectuales, particularmente afectados al principio, no tardaron en dejar de estar en la primera fila de los perseguidos. Además, los perseguidores habían salido muchas veces de su propio medio. Los episodios más mortíferos fueron, en conjunto, resultado de «excesos», de violencias relativamente espontáneas y de encargo local, sin plan de conjunto. Incluso cuando el centro ordenó operaciones militares que inevitablemente terminaban en matanzas, fue de forma esencialmente reactiva, para hacer frente a una situación incontrolada: en este sentido estamos más cerca de la represión de junio de 1989 que de la reforma agraria, y la Revolución Cultural tal vez permanezca como el primer signo del callejón sin salida de un comunismo chino que pierde energía revolucionaria.

La segunda paradoja explica, a la inversa, por qué conviene conceder a la Revolución Cultural en el presente relato todo el espacio que merece. El movimiento de los guardias rojos fue una «rebelión represiva»[184] (y su aplastamiento fue una vasta represión). Hemos visto que, desde el final de los años veinte, la dimensión terrorista era inseparable del comunismo chino. En 1966-1967, los grupos más radicales, los que más alardean de atacar las instituciones del Estado, siempre tienen un pie en el Estado, disponen en él de fiadores, como mínimo el presidente Mao, referencia absoluta y constantemente invocada en apoyo de la menor decisión táctica. Integrando, en la gran tradición china, las lógicas del poder hasta la rebelión[185], nunca se niegan al afán de superación en materia represiva: criticando la presunta blandura de los dominantes frente al enemigo de clase, pondrán inmediatamente en movimiento sus propias escuadras de «investigadores» musculosos, su policía de buenas costumbres, sus «tribunales» y sus prisiones. A lo largo de la Revolución Cultural, «encontramos la lucha de abajo contra arriba, pero un “abajo” movilizado, manipulado, dividido en zonas y aterrorizado por un poder y una elite que no se atreven a decir su nombre»; este desbordamiento del poder por otra forma de sí mismo, que no deja de imitarlo al tiempo que lo abruma a críticas y a golpes, es representativo de la fórmula definitiva del maoísmo [que], tras una larga búsqueda, ha terminado por hacer de la pareja rebelión-imperio el principio permanente de una alternativa fundadora de la política por encima del Estado y de la sociedad»[186]. Por supuesto, se trata de una alternativa inviable, porque está basada en pretextos falsos, y por tanto en la frustración de quienes habían dado un sentido a su rebelión: de aquel «cambiar todo para que nada cambie», según la fórmula del Gatopardo, saldrá un cuestionamiento tanto de la rebelión como del imperio. Muy minoritaria, cierto, pero consecuente, conducirá al Muro de la Democracia de 1979 y a su pensador más audaz, Wei Jingsheng. Este, en su relato autobiográfico ya citado, ilumina las contradicciones en última instancia mortales de un movimiento surgido de descontentos legítimos: «Aquella explosión de cólera revistió la forma de un culto del tirano y fue canalizada por vía de la lucha y del sacrificio por la tiranía… [Esto] condujo a esa situación paradójica, absurda, de un pueblo que no se alzaba contra su Gobierno, sino para defenderlo mejor. El pueblo se opuso al sistema jerárquico que le sometía a esclavitud, mientras enarbolaba la bandera de apoyo a los fundadores de aquel sistema. Exigió los derechos democráticos, a la vez que lanzaba una mirada despectiva sobre la democracia, y pretendió dejarse guiar, en su combate por la conquista de sus derechos, por el pensamiento de un déspota»[187].

Para este período, tendremos que abstenemos de una presentación tan completa como en el caso de los episodios anteriores: la Revolución Cultural, que dio nacimiento a una literatura abundante y muchas veces de calidad, en particular por lo que se refiere a los testimonios de actores y de víctimas, es a buen seguro mejor conocida que lo precedente. Pero, sobre todo, se trata mucho más de otra revolución (fingida, abortada, desviada, falseada, si así se quiere, pero de todos modos una revolución) que de una «campaña de masas » más. Represión, terror y crímenes están lejos de agotar el sentido del fenómeno, por otra parte extremadamente proteiforme según los momentos y los lugares. Así pues, solo nos ocuparemos de los aspectos represivos de la Revolución Cultural. Pueden repartirse en tres categorías nítidamente diferenciadas, incluidas temporalmente: las violencias contra los intelectuales y mandos políticos (esencialmente 1966-1967), los enfrentamientos de facciones entre guardias rojos (1967-1968), y por último el control brutal que realizan los militares (1968). Con el IX Congreso del PCCh (1969), se abre la fase de institucionalización —fallida— de ciertos «logros» de 1966 y, sobre todo, de las luchas de palacio con vistas a la sucesión de un Mao Zedong pronto debilitado por la enfermedad. Los sobresaltos son numerosos: eliminación en septiembre de 1971 del sucesor oficialmente designado, Lin Biao; regreso en 1973 de Deng Xiaoping al cargo de viceprimer ministro, y reintegración masiva de altos mandos eliminados por «revisionismo»; ofensiva de la «izquierda» del aparato en 1974; tentativa en 1976 de control del centro por parte de los «Cuatro de Shanghai», que dirige la esposa del presidente, Jiang Qing, aprovechando la oportunidad que separa la muerte del Primer ministro moderado Zhou Enlai, en enero, de la de Mao Zedong, en septiembre; en octubre, los «cuatro» no son más que una «banda» debidamente encarcelada, y Hua Guofeng, dueño del país por dos años, puede pitar el final de la Revolución Cultural. Evocaremos poco los «años grises» (la expresión es de J.-L. Domenach) posteriores al aplastamiento de los guardias rojos: en ese momento la represión es, desde luego, dura, pero repite en sus grandes líneas las modalidades de los años cincuenta.

Los actores de la revolución. La Revolución Cultural representa el encuentro de un hombre y de una generación. El hombre es por supuesto el propio Mao. Alcanzado en el seno del aparato central por el desastre del «gran salto adelante», hubo de abandonar, a partir de 1962, la dirección efectiva del país en el presidente de la República, Liu Shaoqi. Reducido a la posición, desde luego, prestigiosa, de presidente del partido, se repliega sobre ese «magisterio de la palabra» donde sabe que no tiene que temer ninguna competencia. Pero, como viejo estratega, y temiendo simultáneamente verse convertido en estatua y definitivamente marginado en vida, busca relevos eficaces que le permitan imponer sus elecciones fundamentales. El partido, bien controlado por Liu y su adjunto, el secretario general Deng Xiaoping, deberá ser evitado desde el exterior. En cuanto al Gobierno, subordinado al Partido Comunista como en todos los países comunistas, su eficaz dirección por ese oportunista inteligente que es Zhou Enlai, moderado de razón si no de corazón, hace de él un elemento más bien neutro en la perspectiva de un enfrentamiento entre facciones. Mao es consciente de haber perdido el apoyo de la mayor parte de los mandos e intelectuales durante las purgas de 1957, y el de la masa de los habitantes rurales con la hambruna de 1959-1961. Pero, en un país como China comunista, una mayoría pasiva, atomizada y amedrentada cuenta menos que unas minorías activas y situadas en posiciones estratégicas. Ahora bien, desde 1959, el EPL está dirigido por Lin Biao, hombre adicto al timonel. Lo convierte poco a poco en un centro de poder alternativo, que representa un gran papel a partir de 1962 en el movimiento de educación socialista —especie de purga antiderechista rampante que hace hincapié en el puritanismo, la disciplina y la abnegación, valores que son en su totalidad militares—, proporciona en 1964 un tercio por lo menos de los nuevos mandos políticos, y logra unirse al pequeño equipo de intelectuales y artistas fracasados que se estructura alrededor de Jiang Qing y de su programa de destrucción total del arte o de la literatura no comprometidos de acuerdo con la línea del partido. La formación militar se vuelve obligatoria para los estudiantes, y desde 1964 el EPL organiza o pone en pie milicias armadas en las fábricas, barrios y distritos rurales. El ejército no es ni será nunca candidato al poder: la división en zonas del partido es demasiado eficaz, y el mediocre Lin Biao, de quien se murmura que fue heroinómano, no tiene ni pensamiento ni superficie política propios[188]. Pero para Mao es más que nunca su «seguro de vida», o, para utilizar sus mismos términos, su Gran Muralla[189].

La otra palanca estratégica con la que Mao cree que puede contar es la generación ya citada, o más exactamente su fracción escolarizada en la enseñanza secundaria, superior y en los institutos de formación profesional (incluidas las academias militares, único elemento del EPL autorizado a formar unidades de guardias rojos[190]). Representan la inmensa ventaja de estar concentrados en las ciudades, y sobre todo en las mayores, precisamente donde se arbitrarán las luchas por el poder: una cuarta parte de los habitantes de Shanghai están, por ejemplo, en las escuelas[191]. Quienes tienen entre catorce y veintidós años en 1966 serán para Mao instrumentos tant"a más entusiastas cuanto que comparten al mismo tiempo fanatismo doctrinario y gran frustración. Fanatismo: primera generación completamente educada después de la revolución de 1949, es al mismo tiempo demasiado joven, y demasiado urbana, para saber nada de los horrores del «gran salto adelante»[192], de lo que Liu y consortes podrán arrepentirse amargamente por no haberlo criticado de forma oficial. Mimada —de palabra por el régimen, convencida de ser para Mao esa «página blanca» pura de cualquier escoria sobre la que se escribirá la exaltadora epopeya de la construcción del comunismo, segura en palabras del viejo tirano de que «el mundo os pertenece. El porvenir de China os pertenece»[193], ha aprendido temprano que, como dirá una canción de los guardias rojos, «el partido es nuestra madre y nuestro padre»[194]. Y en caso de conflicto de paternidad, la elección debe estar clara: renegar de sus progenitores. Pasqualini narra del siguiente modo la visita a su padre en el laogai de «un malvado mocosuelo de diez u once años», en 1962: «“Yo no quería venir aquí, berreó con orgullo, pero mi madre me ha obligado. Tú eres un contrarrevolucionario y un deshonor para la familia. Has causado graves pérdidas al Gobierno. Te has merecido de sobra estar en prisión. Todo lo que puedo decir es que mejor harías reformándote, porque si no tendrás lo que te mereces.” Hasta los guardias quedaron atónitos ame estas palabras. El prisionero volvió llorando (cosa que estaba prohibida) a su celda, murmurando: "De haber sabido que había de ocurrir esto, le habría estrangulado el día que nació". Tien[195] dejó pasar el incidente sin hacerle siquiera un reproche»[196]. El chiquillo tendría unos quince años en 1966, justo la edad para hacerse guardia rojo… Los más jóvenes fueron siempre los más violentos, los más encarnizados en humillar a sus víctimas.

Pero, simultáneamente, estos jóvenes enseñados a comportarse como pequeños robots rojos se sienten muchas veces frustrados. Frustrados de heroísmo, cuando la generación de sus padres les llenen los oídos con sus hazañas revolucionarias y guerreras, imaginarán la Larga Marcha, las primeras bases rojas o la guerrilla antijaponesa durante los enfrentamientos de 1966-1968: una vez más, parafraseando a Marx, la historia iba a repetirse, pero en forma de farsa. Frustrados de lo esencial de la literatura clásica y de cualquier posibilidad de libertad de discusión frente a los hiperprudentes profesores que salieron con vida de la rectificación de 1957, iban a utilizar sus pobres conocimientos —esencialmente las obras de Mao y una pizca de Lenin— para criticar, en nombre de la Revolución, la gris machaconería a que había dado lugar su institucionalización. Por último, muchos salidos de las capas «negras », sometidos a la carrera de obstáculos representada por las selecciones y las sucesivas cuotas regidas por el principio del origen de clase, podían considerarse frustrados de cualquier posibilidad real de conseguir nunca un puesto conforme con su trabajo, su valor y sus ambiciones: los establecimientos escolares de elite, donde los «negros» son muchas veces mayoritarios, serán frecuentemente también los más revolucionarios; y la apertura oficial de los guardias rojos a los «malnacidos», decretada por el GRC el 1 de octubre de 1966[197], hará dar a la Revolución un paso adelante de primera importancia[198].

El 16 de noviembre, la autorización para la formación de guardias rojos en las fábricas y, el 15 de diciembre, en los pueblos, representará otra extensión decisiva del movimiento. En esta ocasión también se levantan todos los veredictos políticos negativos impuestos desde el principio de la Revolución Cultural (mayo de 1966) sobre los obreros. En la dinámica del momento, los rehabilitados tratarán muchas veces de obtener la anulación de las etiquetas «derechistas», y la destrucción de las fichas secretas donde están consignadas opiniones y «errores» de todos y cada uno. Dos categorías de trabajadores industriales se unen entonces en masa a los estudiantes y alumnos de institutos: los «elementos atrasados» y otros discriminados de base política (pero todo es político… ), sea cual fuere su edad; los obreros estacionales, los jornaleros, sin garantía de empleo ni protección sindical (y por tanto sin protección social), generalmente jóvenes, que forman la mayoría del proletariado de las nuevas grandes fábricas, que exigen aumentos de salario y contratos permanentes [199]. Añadamos también un buen puñado de jóvenes mandos que ven la ocasión inesperada de una carrera rápida, de responsables del pasado sancionados por la razón que sea y con sed de venganza[200], así como de4 oportunistas siempre dispuesto a aullar con los lobos del momento (y a traicionarlos en la primera ocasión): se producirá la heteróclita coalición de descontentos que, armados de odio y de deseo de éxito social, se lanzarán al asalto de todos los poderes: en la escuela, en la fábrica, en las oficinas… Pero, minoritarios —solo un 20 por 100 en la ciudad, y menos todavía a escala del país entero— solo pueden triunfar cuando frente a ellos el Estado se encuentra paralizado por los ataques del centro, el EPL, enconsertado por sus consignas: en última instancia, es Mao quien abre y cierra alternativamente todas las puertas de la Revolución, con riesgo de no saber muy bien qué hacer de vez en cuando, dada la rapidez de los cambios de relación de fuerzas y de la diversidad de las situaciones locales, así como de su búsqueda permanente de una conciliación entre la rebelión y el mantenimiento del imperio. Cuando los «rebeldes» —ese es el apelativo que los reunirá— ·«tomen el poder» (o, más concretamente, se lo hagan entregar: basta con la transferencia de los sellos), sus contradicciones internas y sus ambiciones egoístas predominan inmediatamente sobre todo lo demás, y dan lugar a despiadadas luchas, a menudo armadas, entre facciones incapaces de decidirse de otro modo que en contra[201].

La hora de gloria de los guardias rojos. Las persecuciones realizadas en 1966 por estos estudiantes que, en esencia, son todavía los «rebeldes revolucionarios », siguen siendo el símbolo del conjunto de la Revolución Cultural. Sin embargo, en total fueron relativamente poco mortíferas y muy poco innovadoras: con un poco de sadismo y algo de exaltación juvenil, se parecen mucho a aquellas de las que fueron víctimas los intelectuales de los años cincuenta. ¿Fueron mucho más espontáneas? Desde luego sería absurdo pensar que Mao y su grupo tiraban de los hilos de cada equipo de guardias rojos, pero encontramos los celos de Jiang Qing, esposa del timonel, detrás de las vejaciones de que fue víctima Wang Guangmei, esposa del presidente de la República Liu Shaoqi[202]. Este último, sin ser sometido a «autocrítica», fue arrojado en prisión (donde murió, torturado) hasta que Mao le consideró suficientemente aislado; y a la inversa, Zhou Enlai, aunque duramente criticado, escapó a cualquier humillación. El aspecto sensacional del movimiento lo constituyen desde luego los arreglos de cuentas en la cumbre a través de los guardias rojos, la ruptura definitiva de solidaridades que a veces databan de antes de la Larga Marcha, las purgas de mandos comunistas (el 60 por 100 fue expulsado de sus cargos, aunque muchos fueran reintegrados a ellos años más tarde, antes incluso de la muerte de Mao, en septiembre de 1976: Deng Xiaoping constituye el mejor ejemplo). En este punto, incluso, hay que relativizar la violencia: a diferencia de la URSS estalinista de los años treinta, la mayoría de los altos dirigentes y mandos sobrevivieron a los malos tratos. Solo un poco conocido ministro de Minas Hulleras fue apaleado hasta las muerte por los guardias rojos, y no hubo ejecución judicial a altísimo nivel. Liu murió loco en 1969; Peng Dehuai tuvo dos costillas rotas en julio de 1967, en una «ducha», y murió de cáncer en 1974; el ministro de Asuntos Exteriores Shen Yi, muy atacado, fue «ruralizado» en 1969, pero encontró el modo de volver al proscenio a la muerte de Lin Biao, poco antes de morir de enfermedad. El caso más dramático —y el más precoz— sigue siendo el del ministro de la Seguridad, Luo Ruiqing, purgado en noviembre de 1965 para dejar el campo libre a Kang Sheng, encarcelado en 1966, herido en el pie en un intento de voluntaria defenestración, que finalmente se le amputó en 1969, en una arriesgada operación que fue retrasada para tratar de hacerle confesar antes. Sin embargo sobrevivió a Mao. Sus condiciones de detención, aunque penosas y humillantes, fueron mucho menos duras que las de los millones de prisioneros que ellos habían contribuido a mandar al laogai. En particular se beneficiaron de un mínimo de cuidados médicos[203].

El guión de las exacciones de los guardias rojos es muy parecido tristemente de un extremo a otro de la China de las ciudades y de las universidades. Todo se desencadena hacia el 1 de junio de 1966, a raíz de la lectura, en la radio, del dazibao (cartel de grandes caracteres) de Nie Yuanzi, ayudante de filosofía en Beida (universidad de Pekín, la más prestigiosa del país), que llama a la lucha satanizando al adversario: «¡Rompamos todos los controles y las maléficas conjuras de los revisionistas, resuelta, radical, total, completamente! ¡Destruyamos a todos los monstruos, a todos los revisionistas del tipo Jrushchov! »[204]. Millones de alumnos y de estudiantes se organizan entonces, y sin mucho esfuerzo encuentran en sus profesores, en sus responsables de universidad, luego en las autoridades municipales o provinciales que tratan de defenderlos, a los «monstruos y demonios» que hay que expulsar. Con cierta imaginación, se les seguía llamando «genios maléficos», cuando no eran «fantasmas bovinos» o «espíritus reptilianos». El extremismo del GRC Qi Benyu asegura a propósito de Peng, el 18 de julio de 1967: «La serpiente venenosa está inerte, pero aún no ha muerto. El tigre de papel Peng Dehuai mata sin pestañear. Es un señor de la guerra. Que no os induzca a error su postura, la del lagarto inmóvil. Lo único que hace es fingir que está muerto. Es su instinto. Hasta los insectos y los animales tienen un instinto de conservación, por no decir nada de este animal carnívoro. ¡Al suelo con él, y pisoteadlo!»[205]. Estos términos llenos de imágenes hay que tomarlos bastante en serio, porque están destinados a suprimir, mediante el rechazo de identificación, cualquier posibilidad de piedad. Se sabe que estas denominaciones conducían por regla general a la «lucha», y con bastante frecuencia a la muerte: el llamamiento a «destruir todos los monstruos», que desencadenó el movimiento en la universidad de Pekín, no era una frase inútil. El «enemigo de clase», ataviado con pancartas, sombreros y a veces trapos ridículos (sobre todo las mujeres), obligado a posturas grotescas (y penosas), con la cara pintarrajeada de tinta negra, obligado a ladrar como un perro, a cuatro patas, debía perder su dignidad humana. Un profesor, un tal Ma («caballo») hubo de comer hierba. Según un viejo universitario, a uno de cuyos colegas había matado uno de los estudiantes: «casi puedo comprender cómo ocurrió. Los propietarios eran entonces enemigos. Realmente, no eran hombres. Podéis utilizar la violencia con ellos. Era normal»[206]. En agosto de 1967, la prensa de Pekín eructa: los antimaoístas son «ratas que corren por las calles, matadlas, matadlas»[207]. Esta misma deshumanización la encontramos en el período de la reforma agraria, en 1949. Por ejemplo, un terrateniente es uncido a un arado y obligado a labrar la tierra a latigazos: «¡Tú nos has tratado como a bestias, ahora puedes ser nuestro animal!»[208], gritan los campesinos. Varios millones de «animales» semejantes fueron exterminados. Algunos, incluso, comidos: 137 por lo menos en Guangxi, en especial directores de colegio, y ello con la participación de los mandos locales del PCCh. Por ejemplo, ciertos guardias rojos se hicieron servir carne humana en la cantina. Aparentemente, también ocurrió en determinadas administraciones. Harry Wu recuerda a un ejecutado del laogai, en 1970, cuyo cerebro devoró un agente de la Seguridad. Había osado cometer un crimen sin igual, había escrito: «Derrocad al presidente Mao»[209].

De forma inmediata, no se sabe qué motiva más a estos guardias rojos cuya principal arma durante mucho tiempo va a ser su grueso cinturón: parecen ir constantemente de un real deseo de transformación social al happening de un estío particularmente canicular, pasando por la prudencia conformista de quien no desea problemas —permanecer pasivo equivale a ser tratado de revisionista; hay tanto qué hacer…— Las contradicciones afloran desde el principio: constantemente se repite la nueva consigna simplista: «uno siempre tiene razón en rebelarse», forjada el 18 de agosto por Mao (y en el que podrían resumirse, al parecer, los «mil componentes» del marxismo), pero uno se impone e impone un verdadero culto del presidente y de sus obras (el famoso Libro rojo). Sobre todo es el centro, el único que tiene derecho a decidir quién se beneficia del «derecho a la rebeldía» (no se trata de dejárselo a los enemigos, hechos solo para sufrir) y cuándo puede utilizarse esa licencia: de ahí una competencia feroz entre organizaciones de guardias rojos para beneficiarse del precioso sello de «izquierda». Se pretende «disparar sobre los estados mayores » —pero el del ejército, controlado por Lin Biao, protege a los guardias rojos, y el de transportes los pasea gratuitamente durante el otoño de 1966 por toda China en convoyes que gozan de prioridad absoluta…— Los «intercambios de experiencias» que los justifican se convierten frecuentemente en embriagadoras excursiones turísticas de unos jóvenes que nunca habían salido de su villa natal, además del encuentro colectivo, a guisa de atracción de cuatro estrellas, con un Mao que suscita lágrimas (obligatorias para las chicas), demostraciones de fervor religioso y, en alguna ocasión, barullos mortales[210].

Mao lo dijo el 18 de agosto: «Nosotros no queremos amabilidad, nosotros queremos la guerra»; y la guardia roja Song Binbin («Song la amable») se apresura a convertirse en Song Yaowu («Song quiere la guerra»[211]). El nuevo ministro de la Seguridad, Xie Fuzhi, cercano a Jiang Qing, declara a finales de agosto ante un auditorio de mandos policiales: «No podemos conformarnos con las prácticas ordinarias; no podemos seguir el código penal. Si detenéis a personas que han pegado a otros, cometeréis un error… ¿Deben ser castigados los guardias rojos que matan? Mi opinión es que si se mata, pues bien, se ha matado. No es nuestro problema… No apruebo el hecho de que las masas maten, pero si las masas odian a las malas personas hasta el punto de que no podemos pararlas, entonces no insistamos… La policía popular debe estar del lado de los guardias rojos, unirse a ellos, simpatizar con ellos, y proporcionarles informes, en particular sobre los elementos de las Cinco Categorías (negras) »[212]. Estamos en el inicio de un combate sin mucho riesgo: frente a un aparato del partido agitado por corrientes contradictorias, acogotado por la audacia de Mao, y que no se atreve a condenar el movimiento que se produce, los intelectuales y cuanto les rodea (libros, pinturas, porcelana, bibliotecas, museos, edificios culturales) son presas fáciles sobre las que todos los clanes del poder pueden ponerse de acuerdo.

El antiintelectualismo es, en efecto, ya se ha señalado, una pesada tradición en el PCCh, y Mao lo encarnó particularmente bien. ¿No van a repetir los guardias rojos su cita: «La clase capitalista es la piel; los intelectuales son los pelos que crecen sobre la piel. Cuando la piel muere, no hay pelo»[213]? Los oficiales no pueden pronunciar la palabra «intelectual», sin unirle el epíteto «apestoso». Jean Pasqualini, que se limpiaba una sandalia al salir de una pocilga, hizo la experiencia con un guardián, que le gritó: «Su cerebro está mucho más sucio, ¡y apesta todavía más! ¡Deténgase inmediatamente! ¡Esa es una costumbre burguesa! En vez de la sandalia, ¡límpiese el cerebro!»[214]. En los inicios de la Revolución Cultural, los alumnos y estudiantes fueron dotados de un pequeño compendio de Mao relativo a la enseñanza, donde condena el saber de los profesores «incapaces de distinguir los cinco granos», y que «cuanto más aprenden, más estúpidos se vuelven». Predica asimismo el acortamiento de los estudios, y la supresión de la selección mediante exámenes: la universidad debe formar rojos, no «expertos», y debe abrirse prioritariamente para los «rojos» de nacimiento[215].

Como en muchas ocasiones ya tenían la experiencia de dos o tres autocríticas, la voluntad de resistencia de los intelectuales es débil. Y los viejos escritores hacen durante horas el «avión», hasta el agotamiento, delante de unos jóvenes que los insultan; desfilan por las calles, con orejas de burro en la cabeza; muchas veces son golpeados con dureza. Algunos mueren por esa causa, otros se suicidan, como el gran escritor Lao She, en agosto, o Fu Leí, traductor de Balzac y de Mallarmé, en septiembre. Teng Toes asesinado, Wu Ha, Chao Shu-li y Liu Ching murieron en cautiverio, y Pa Kin pasa años en residencia vigilada[216]. Ding Ling ve cómo le confiscan y destruyen diez años de manuscritos[217]. El sadismo y el fanatismo de los «rebeldes»-verdugos son abrumadores. Por ejemplo, en la universidad de Xiamen (Fujian): «algunos [profesores], al no poder soportar las escenas de ataques y de críticas, enfermaron y murieron, prácticamente en nuestra presencia. No sentí ninguna piedad hacia ellos, ni hacia el puñado de aquellos que se arrojaron por la ventana, ni por aquel que se tiró en una de nuestras famosas fuentes calientes, donde murió abrasado»[218]. Aproximadamente una décima parte del personal docente fue «combatido» (por sus colegas en la enseñanza primaria), muchos otros fueron molestados.

Las ciudades esperan la llegada de los guardias rojos lo mismo que se espera un tifón, durante la campaña contra las «cuatro antiguallas» (viejas ideas, vieja cultura, viejas costumbres, viejos hábitos), lanzada por Lin Biao el 18 de agosto: se levantan barricadas en los templos (pero muchos serán destruidos, a menudo en autos de fe públicos, o dañados), tesoros escondidos, frescos pintarrajeados para protegerlos, libros trasladados. Se queman decorados y trajes de la Ópera de Pekín, suprimida en provecho de las «Óperas revolucionarias de tema contemporáneo» de la señora Mao, durante diez años prácticamente la única forma de expresión artística autorizada. Hasta la Gran Muralla es destruida en parte: se recuperan los ladrillos para construir pocilgas. Zhou hace entonces amurallar parcialmente y proteger por tropas el Palacio Imperial de Pekín[219]. Los diversos cultos se ven muy afectados: dispersión de los monjes del célebre complejo budista de los montes Wutai, manuscritos antiguos quemados, destrucción parcial de sus sesenta templos; auto de fe de Coranes entre los Uigures de Xinjiang, prohibición de festejar el año nuevo chino… La xenofobia, vieja tradición china, alcanza extremos terroríficos: saqueo de las tumbas «imperialistas» en ciertos cementerios[220], casi prohibición de cualquier práctica cristiana, rotura a golpes de martillo de las inscripciones inglesas o francesas sobre el Bund, en Shanghai. Nien Cheng, viuda de un británico, a la que le pareció oportuno ofrecer café a un guardia rojo que estaba de «pesquisa», oye que le contesta: «¿Por qué bebe usted una bebida extranjera? ¿Por qué es preciso que coma usted un alimento extranjero? ¿Por qué tiene tantos libros extranjeros? ¿Por qué es usted tan extranjera?»[221]. A los guardias rojos, esos críos trágicamente serios, les parece conveniente prohibir esas «desviaciones de la energía revolucionaria» que serían gatos, pájaros y flores (por lo tanto se vuelve contrarrevolucionario plantarlas en el jardín propio), y el Primer ministro se ve obligado a intervenir para impedir que un semáforo rojo no empiece a significar «adelante». En las grandes ciudades —Shanghai en particular—, escuadras de guardias rojos cortan sumariamente el pelo largo o engominado, destrozan los pantalones apretados, arrancan los tacones altos, rompen los zapatos puntiagudos, obligan a las tiendas a adoptar nombres «convenientes». Centenares de Oriente Rojo que no muestran más que retratos y obras del timonel desorientan a los viejos habitantes de Shanghai[222]. Los contraventores se exponen a recibir a modo de precintos una imagen de Mao, que sería sacrílego desgarrar. Los guardias rojos detienen a los transeúntes para obligarles a recitar una cita de Mao, elegida por ellos[223]. Muchos no se atreven a salir de sus casas.

Para millones de familias negras, lo más duro fue, sin embargo, las pesquisas de los guardias rojos. Mezcla de investigaciones de «pruebas» de crímenes supuestos, recuperación de plata y oro por las autoridades locales, su organización o… ellos mismos, y vandalismo puro y simple, rompen, saquean y a menudo confiscan todo o parte del domicilio. La humillación, los insultos, los golpes para las personas indagadas son casi de rigor. Algunos se defienden, y acaban mal; una simple expresión de desdén, una palabra levemente burlona, una negativa a confesar el emplazamiento de sus «tesoros » basta para que lluevan los golpes, se produzcan muertes con demasiada frecuencia y, como mínimo, haya un saqueo generalizado del alojamiento[224]. También ocurren, aunque rara vez, muertes entre los guardias. Con frecuencia la misma persona es «visitada» varias veces, por distintas organizaciones. Para no perder prestigio, los últimos en llegar se apoderan a menudo del estricto mínimo vital que sus predecesores habían dejado generosamente a los «capitalistas» en desgracia. En tales condiciones, fueron, sin duda, los suicidios los que más pérdidas causaron, pero es inútil tratar de establecer cifras demasiado precisas: muchos crímenes fueron ocultados de este modo…

Disponemos sin embargo de datos parciales: el «terror rojo» habría causado en Pekín 1.700 muertos, mientras que 33.000 alojamientos eran investigados, y 84.000 negros expulsados de la ciudad[225]: en Shanghai habrían sido confiscados 150.000 alojamientos y se habrían conseguido 32 toneladas de oro. En la gran ciudad industrial de Wuhan (Hubei), 21 pesquisas fueron acompañadas de 32 palizas mortales y de 62 suicidios[226]. En ocasiones se produjeron excesos sangrientos, como en el distrito de Daxing, al sur de la capital, donde 325 negros y miembros de sus familias fueron asesinados en cinco días; el de mayor edad tiene ochenta años, el más joven treinta y ocho días. Un médico es ejecutado como «asesino de rojo», dado que su paciente «rebelde» ha tenido una alergia mortal a la penicilina[227]. Las «investigaciones» en la administración —dirigidas muchas veces por policías disfrazados de guardias rojos— fueron masivas y a veces mortíferas: unas 1.200 ejecuciones en la depuración del ministerio de la Seguridad, 22.000 personas interrogadas, y a menudo encerradas, en el marco de la preparación del expediente Liu Shaoqi, expulsión (y por lo general arresto) del 60 por 100 de los miembros del Comité central (casi nunca reunido), de las tres cuartas partes de los secretarios provinciales del partido. En total, teniendo en cuenta todos los períodos de la Revolución Cultural, encarcelación de tres a cuatro millones de mandos (de unos dieciocho millones aproximadamente) y de 400.000 militares —a pesar de la prohibición de guardias rojos en el EPL[228]. Entre los intelectuales, 142.000 docentes, 53.000 técnicos y científicos, 500 profesores de medicina, y 2.600 escritores y artistas habrían sido perseguidos, y muchos de ellos muertos o empujados al suicidio[229]. En Shanghai, donde esas categorías son particularmente numerosas, en 1978 se estima que 10.000 personas habrían perecido de muerte violenta por causa de las exacciones de la Revolución Cultural[230].

Pero sorprende la facilidad con la que estos jóvenes, que encuentran pocos refuerzos en otras capas de la sociedad, pueden, a finales de 1966 y principios de 1967, arremeter contra altos responsables del partido, «criticados» en estadios de Pekín, torturados a muerte incluso, como el responsable del Partido de Tianjin, o como el alcalde de Shanghai, que atado al gancho de la grúa de un remolque de tranvías, apaleado, responde obstinadamente a quienes exigen de él una autocrítica: «¡Antes reviento!»[231]. Una sola explicación: el elemento determinante —Mao, el centro—, si no la masa del aparato de Estado está de parte de los «revolucionarios», y una medida como el cierre por seis meses (será rectificada), el 26 de julio de 1966, del conjunto de establecimientos de enseñanza secundaria o superior es un impulso para la movilización de sus 50 millones de alumnos. Sin nada que hacer, seguros de una impunidad total, incluso si matan (serán «accidentes»), alentados sin descanso por los medios de comunicación oficial, ¿quién podría resistírseles?

Su primer pogromo.

(…) Cuando algunos de nosotros volvíamos de la playa donde habíamos ido a bañarnos, habíamos oído, al acercarnos a la entrada principal de la escuela, gritos y aullidos. Algunos camaradas de clase corrían hacia nosotros gritando:

«¡La lucha ha empezado! ¡La lucha ha empezado!»

Corrí hacia el interior de la escuela. En el campo de deportes, y más lejos aún, delante de un edificio escolar completamente nuevo de tres pisos, vi a los profesores, cuarenta o cincuenta en total, en fila, con la cabeza y la cara rociadas de tinta negra, de modo que efectivamente formaban una «banda negra». Llevaban colgados del cuello unos letreros con inscripciones como «autoridad académica reaccionaria Fulano», «enemigo de clase Fulano», «apoyo de la vía capitalista Fulano», «Fulano, jefe de banda corrompida», —calificativos todos ellos tomados de los periódicos—. Cada letrero estaba marcado con una cruz roja, lo cual daba a los profesores una apariencia de prisioneros condenados a muerte en espera de la ejecución. Todos llevaban orejas de burro sobre las que habían pintado epítetos semejantes, y a la espalda llevaban escobas de barrer sucias, mandiles y zapatos.

También les habían colgado alrededor del cuello cubos llenos de piedras. Vi al director: su cubo era tan pesado que el alambre se le había metido profundamente en la piel, y vacilaba. Todos iban con los pies desnudos, con los que golpeaban sobre gongos o cacerolas dando la vuelta al campo mientras gritaban:

«¡Yo soy el gángster Fulano!»

Por último, todos cayeron de rodillas, quemaron incienso y suplicaron a Mao Zedong que «les perdonara sus crímenes». Quedé sobrecogido ante aquella escena y sentí que palidecía. Algunas chicas estuvieron a punto de desmayarse.

Luego vinieron los golpes y las torturas. Nunca había visto antes torturas semejantes: les hacían comer desechos e insectos; se les sometía a descargas eléctricas; les forzaban a ponerse de rodillas sobre cristales rotos; se les obligaba a hacer el «avión» colgándolos de los brazos y las piernas.

Los primeros en coger palos y en torturar eran los energúmenos de la escuela: hijos de mandos del partido y oficiales del ejército, pertenecían a las cinco clases rojas —categoría que también abarcaba a los hijos de obreros, de campesinos pobres y semipobres y de mártires revolucionarios. (…) Groseros y crueles, estaban acostumbrados a utilizar la influencia de sus padres y a pelearse con los demás alumnos. Eran tan nulos en clase que estaban a punto de ser expulsados, por eso arremetían probablemente contra los profesores.

Muy envalentonados por los provocadores, los demás alumnos también gritaban: «¡Pegadles!», y saltaban sobre los profesores, utilizando los puños y dándoles patadas. Los rezagados fueron obligados a apoyarlos gritando con fuerza y mostrando el puño.

No había nada de extraño en todo aquello. Por regla general, los alumnos jóvenes eran tranquilos y bien educados; pero una vez dado el primer paso, no podían hacer otra cosa que seguir adelante. (…)

Pero el golpe más duro para mí, ese día, fue el asesinato de mi querido profesor Shen Ku-teh, que era por quien yo sentía más amor y respeto. (…)

El profesor Shen, de más de sesenta años, sufría hipertensión. Fue arrastrado al exterior a las 11.30 horas, expuesto al sol del verano durante más de dos horas, luego obligado a desfilar con los demás llevando un letrero y golpeando un gongo. Después lo arrastraron al primer piso de un edificio escolar, luego de nuevo lo bajaron, asestándole puñetazos y escobazos a lo largo del trayecto. En el primer piso, algunos de sus agresores echaron abajo la puerta de una clase para coger las perchas de bambú, con las que seguían pegándole. Yo les detuve suplicándoles:

«No tenéis necesidad de hacer eso. ¡Es excesivo!».

El profesor se desmayó en varias ocasiones, pero lo reanimaban cada vez echándole agua fría al rostro. Tenía que hacer grandes esfuerzos para moverse: sus pies se habían cortado con el cristal y estaban desgarrados por espinas. Pero su espíritu no se dejó abatir.

«¿Por qué no me matáis?, gritaba. ¡Matadme!» Aquello duró seis horas, hasta que perdió el control de sus excrementos. Los verdugos trataron de meterle un palo por el recto. Se derrumbó por última vez. Le rociaron una vez más con agua fría, pero ya era demasiado tarde. Los asesinos quedaron un momento atónitos, porque sin duda era la primera vez que habían golpeado a un hombre hasta matarlo, lo mismo que para la mayoría de nosotros era la primera vez que asistíamos a una escena semejante. La gente empezaba a escapar, unos tras otros. (…) Arrastraron el cuerpo de su víctima fuera del campo de juego, hasta una cabaña de madera donde los profesores solían jugar al ping-pong. Allí lo pusieron sobre una lona de gimnasia sucia, luego llamaron al médico de la escuela y le dijeron:

«Comprueba con mucho cuidado que ha muerto de hipertensión. ¡No tienes derecho a defenderle!».

El doctor lo examinó y le declaró muerto a consecuencia de torturas. Luego algunos le agarraron y empezaron a golpearle a él también, diciendo:

«¿Por qué respiras por la misma nariz que él? ¿Quieres terminar pareciéndote a él?»

El doctor terminó anotando en el certificado de defunción: «Muerte debida a un repentino ataque de hipertensión»[232].

Los revolucionarios y su maestro. Leyenda dorada: durante mucho tiempo en Occidente se ha tomado a los guardias rojos por los primos, cierto que algo más fanáticos, de los revolucionarios del 68[233], contemporáneos suyos. Leyenda negra: desde la caída de los «cuatro», los guardias rojos están considerados en China como los auxiliares cuasi fascistas de una banda de aventureros políticos. La realidad fue muy distinta: los «rebeldes» se consideraban buenos comunistas maoístas, completamente ajenos a cualquier ideal democrático o libertario; y lo fueron en lo esencial. Excepto en el centralismo democrático —y esto puso fin a la experiencia en apenas dos años—, representaron colectivamente una especie de extraño «partido comunista bis», en el momento en que las divisiones del primero lo paralizaron por completo. Dispuestos a morir por Mao, vinculados tanto ideológica como humanamente a Lin Biao y sobre todo al GRC de Jiang Qing, solo representaron una alternativa para las direcciones municipales y provinciales expuestas a la hostilidad del centro maoísta, y una fuerza supletoria para los arreglos de cuentas del palacío, en Pekín. La inmensa energía de estas decenas de millones de jóvenes fue puramente destructora. En los períodos, cierto que breves, en que llegaron a ocupar el poder, no hicieron estrictamente nada y no modificaron en ningún punto notable los principios de base del totalitarismo reinante. Los guardias rojos pretendieron a veces imitar los principios de la comuna de París de 1871, pero las elecciones que organizaron nunca tuvieron nada de libre o de abierto: todo lo decidían minúsculos aparatos que se habían autoproclamado a sí mismos; la alternancia solo se realizaba en forma de golpes de fuerza, constantes, en el seno de las organizaciones[234] y de las estructuras administrativas que esas organizaciones consiguieron controlar. Más allá, hubo desde luego numerosas «liberaciones» individuales, y el triunfo de ciertas reivindicaciones sociales en las fábricas[235]: pero en 1968 más dura será muchas veces la caída.

Mil vínculos unían a los guardias rojos con el aparato comunista. En junio- julio de 1966, fueron los equipos de trabajo enviados a los principales establecimientos escolares por el grupo de Liu Shaoqi y las direcciones provinciales subordinadas las que crearon los primeros «antros negros» para profesores «combatidos» e impulsaron los grupos iniciales de guardias rojos. Aunque retirados oficialmente a principios de agosto, en el marco del golpe de fuerza de Mao en el seno del Comité central, a veces siguieron influyendo de forma duradera en las organizaciones locales[236]. En cualquier caso estimularon de forma decisiva el recurso a la violencia contra los profesores y los cuadros de la enseñanza, y abrieron la vía al movimiento contra las «cuatro antiguallas». Este, alentado por las autoridades locales, de hecho estuvo dirigido por la policía, que proporciona la lista de la gente que hay que perseguir y que recoge tanto las piezas de convicción como los objetos confiscados: Nien Cheng recibirá la sorpresa, y la alegría, de recuperar en 1978 una gran parte de las porcelanas que le habían sido arrancadas salvajemente doce años antes. Las víctimas expiatorias son muchas veces los eternos «combatidos» de las campañas precedentes, además de algunos mandos medios sacrificados para salvar la vida de los auténticos poseedores del poder.

La extensión del movimiento a las fábricas y la huida hacia delante de un Mao que siente que su objetivo —eliminar a sus adversarios del aparato— se le escapa, lleva, desde luego, a enfrentamientos de gran amplitud entre rebeldes y municipalidades o direcciones provinciales. Pero, por un lado, estas saben crear poderosas organizaciones de masas a su servicio, llamadas «conservadoras », y en el fondo muy difíciles de distinguir de los rebeldes más cercanos a la línea maoísta. Por otra parte, estos, más independientes localmente, ven su salvación en la afiliación a ese «supercomité central» en que se ha convertido el GRC, donde Kang Sheng desempeña un papel tan discreto como esencial: equipos especializados aseguran el vínculo con Pekín (al principio, lo hicieron en muchas ocasiones estudiantes de la capital), que envía consejos y listas negras (los dos tercios de los miembros del Comité central, entre otros), espera a cambio resultados de investigaciones y pruebas, y proporciona a sus aliados las preciosas «etiquetas buenas», escudo mágico durante mucho tiempo frente al EPL[237]. Los rebeldes son parte de la máquina estatal, lo mismo que los conservadores: aunque su papel no sea el mismo. Por último, hay que subrayar hasta qué punto es total el consenso entre todos los grupos y todas las facciones por lo que se refiere a la represión —y evidentemente esto supone una diferencia inmensa con la tradición revolucionaria de Occidente—. Si se critica el laogai (por lo demás, poco tocado), es para quejarse de su «laxismo»: Nien Cheng sintió duramente la llegada de los brutales e inhumanos guardianes maoístas nuevos. Hua Linshan, sin embargo rebelde de ultraizquierda, y en lucha abierta contra el EPL, ocupó la sección de mecánica de una fábrica-prisión, para fabricar armas. Sin embargo, «durante toda nuestra estancia, [los prisioneros] permanecieron en sus celdas y prácticamente no tuvimos ningún contacto con ellos»[238]. Los guardias rojos, que emplean el secuestro como medio especial de lucha, tienen su propia red penitenciaria, en cada escuela, en cada administración, en cada fábrica: en esos «establos», en esos «antros», o, por eufemismo, en esas «clases de estudio», se secuestra, se interroga, se tortura sin descanso, con mucha inventiva e imaginación. Por ejemplo, Ling evoca un «grupo de estudios psicológicos» informal en su instituto: «Evitábamos mencionar las torturas, pero las considerábamos un arte. (…) Llegamos a pensar incluso que nuestras pesquisas no eran suficientemente científicas. Había muchos métodos cuya experiencia no podíamos hacer por falta de capacidad»[239]. Una milicia «radical» de Hangzhu, formada esencialmente por negros antes perseguidos, tiene de media un millón de personas en sus tres centros de investigación; condena a 23 personas por calumnias de su dirigente Weng Senhe; sus miembros obreros consiguen tres días de vacaciones por una jornada de trabajo en la milicia, así como comidas gratuitas[240]. Resulta sorprendente que en todos los testimonios de antiguos guardias rojos ocupen tanto espacio las prácticas represivas, que sean tan numerosas las menciones de adversarios derribados, mostrados en público, humillados, a veces asesinados, y ello aparentemente sin que se haya producido nunca un enfrentamiento. También es significativo que el período de la Revolución Cultural haya estado marcado por el nuevo encarcelamiento de antiguos detenidos, por la nueva atribución general de etiquetas derechistas antes levantadas, por arrestos sistemáticos de extranjeros o de chinos de ultramar, o incluso por nuevas infamias como la obligación para una joven de acabar de cumplir la pena de su padre fallecido[241]: la administración civil sufrió considerablemente, pero la del laogai tuvo por lo menos libres las manos. Entonces, ¿generación de rebeldes o generación de carceleros?[242]

Ideológicamente, incluso grupos rebeldes tan radicales y preocupados por la elaboración teórica como el Shengwullian de Hunan[243] no consiguieron alejarse del marco de referencia maoísta. Claro está que el pensamiento del presidente es tan vago[244], sus palabras son tan contradictorias que cada cual puede «ir al mercado» un poco a su aire: tanto conservadores como rebeldes tenían su stock de citas —a veces :las mismas, interpretadas de modo diferente—. En la extraña China de la Revolución Cultural, un mendigo podía justificar un robo con una frase de Mao sobre la solidaridad[245], y un trabajador de negro que había robado unos ladrillos para olvidar cualquier escrúpulo, porque «la clase obrera debe ejercer su dirección en todo»[246]. De cualquier modo hay un núcleo duro, que nadie puede burlar: la santificación de la violencia[247], la radicalidad de los enfrentamientos de clase y de sus prolongaciones políticas. Al que camina por la línea justa, todo le está permitido. Los rebeldes no supieron siquiera distanciarse de la propaganda del régimen, cuyo lenguaje oficial imitan sus textos; nunca se privaron de mentir de forma desvergonzada, no solo a las masas, sino incluso a sus camaradas de organización[248].

Sin embargo, lo más dramático tal vez sea el consenso sobre la «política de castas» llevada a cabo en los años cincuenta (véase más arriba), que fue reforzada también por la Revolución Cultural. Las cosas habrían podido ocurrir de otro modo: para animar el fuego, el GRC, ya lo hemos dicho, abrió las puertas de la organización a los negros, que se precipitaron por ellas. De forma bastante natural se inscribieron entre los rebeldes (el 45 por 100 de hijos de intelectuales entre los alumnos de los institutos de Cantón), el 82 por 100 de los conservadores de la gran metrópoli meridional. Los rebeldes, que asimismo se apoyaban en los obreros sin estatuto, eran los adversarios naturales de los mandos políticos, a pesar de que los conservadores concentraban el tiro sobre los negros. Pero, dado que su visión incluía la cesura entre categorías sociopolíticas, a partir de ahí, para enmendarse de su mancha de infamia nativa, los rebeldes se lanzaron a un incremento de la represión frente a los conservadores, y no se privaron de atacar también a los negros, rogando al cielo que el golpe no afectase a sus propios padres… Peor aún aceptaron para ellos mismos la nueva noción de herencia de clase, propagada ante todo por los guardias rojos de Pekín, dominados por los hijos de mandos y de militares, pero nunca combatida de forma explícita.

Esa noción quedaba expresada, por ejemplo, en este notable canto de marcha:

«Si el padre es un valiente, el hijo es un héroe,

Si el padre es un reaccionario, el hijo es un ojo del culo.

Si eres revolucionario, avanza entonces y ven con nosotros,

Si no lo eres, déjate ver

[…]

¡Vamos, déjate ver!

¡Te echaremos de tu jodido cargo!

¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»[249]

Un «biennacido» aporta este comentario: «¡Nosotros hemos nacido rojos! [250] Lo rojo nos viene del vientre de nuestras madres. Y lo digo con toda claridad: ¡tú has nacido negro! ¿Qué puedes hacerle»?[251]. La racialización de las categorías es desastrosa. Zhai Zhenhua, con el cinto en la mano y soltando injurias, obliga a la mitad negra de su clase a pasar su tiempo estudiando a Mao: «Para salvarse, primero tenían que aprender a sentir vergüenza de su horrible origen familiar, así como de sus padres, y a odiarlos»[252]. Y por supuesto, en su caso no hay posibilidad de unirse a los guardias rojos. En la estación de Pekín, esos últimos patrullan, dan palizas y envían a casa a todos los guardia rojos de mal origen. En provincias suelen ser más tolerantes, y los negros ostentan en ocasiones posiciones de responsabilidad. No obstante, siempre se coloca primero a los mejor nacidos: «La “prueba de clase o abolengo de clase” de Cerdita[253] era excelente, y eso suponía una cualificación mayor: procedente de una familia de albañiles, se jactaba a menudo de que desde hacía tres generaciones su familia nunca había tenido un techo encima de la cabeza »[254]. En los enfrentamientos verbales, el argumento del nacimiento reaparece una y otra vez, sin que nadie lo repruebe. Hua Linshan, rebelde muy militante, se hace propiamente arrojar de un tren de guardias rojos más bien conservadores: «Lo que todavía hoy siento con gran vivacidad es que mi presencia física era para ellos una ofensa, una mancha. (…) Entonces tuve la impresión de ser una cosa inmunda»[255]. En las manifestaciones, los Cinco Rojos siempre se sitúan a la cabeza[256]. El apartheid se extiende al conjunto de la sociedad: en una reunión de barrio, en 1973, Nien Cheng se sienta por descuido con el proletariado. «Como si hubieran recibido un calambrazo, los obreros más cercanos a mí apartaron inmediatamente su taburete del mío y me encontré aislada en aquella habitación superpoblada»; entonces se dirige a un grupo de mujeres «formado exclusivamente por miembros de la clases capitalista y de intelectuales, los intocables de la Revolución Cultural»[257]. Cheng precisa que no fueron ni la policía ni el partido los que impusieron aquella segregación.

De la explosión de las luchas entre facciones al aplastamiento de los rebeldes. La segunda fase del movimiento empieza en el instante en que, a principios de enero de 1967, se plantea la cuestión del poder. El centro maoísta sabe que ha superado el punto de no retorno en el enfrentamiento con la antigua dirección liuista, empujada contra las cuerdas en Pekín, pero que todavía puede contar con poderosos bastiones en la mayoría de las provincias. Para darle la puntilla, los rebeldes deben apoderarse del poder. El ejército, baza maestra, no intervendrá: por lo tanto, las nuevas tropas del presidente tendrán el campo libre. Shanghai da la señal en enero, y un poco en todas partes las municipalidades y comités del partido son fácilmente derrocados. Ahora ya no se trata de criticar, sino de gobernar. Y el desastre empieza: las tensiones entre grupos rebeldes rivales, entre estudiantes y obreros[258], entre obreros permanentes o no, conducen de forma casi instantánea a duros enfrentamientos que afectan a ciudades enteras, pronto con armas de fuego y no solo con cinturones o incluso con puñales. Los dirigentes maoístas, ahora cerca del triunfo, se asustan: la producción industrial se hunde (40 por 100 en Wuhan en enero[259]), ya no hay administración, y algunos grupos que se les escapan de las manos se instalan en posiciones de poder. A China le faltan de forma cruel mandos competentes: por lo tanto conviene reintegrar a la gran mayoría de aquellos que han sido atacados. Hay que poner de nuevo las fábricas a trabajar, y los establecimientos escolares no pueden permanecer cerrados indefinidamente. De ahí una doble elección, a finales de enero: promover una nueva estructura de poder, los comités revolucionarios (CR), fundados sobre el principio de «tres en uno» —alianza de los rebeldes, de los antiguos mandos y del EPL— conducir suavemente a los guardias rojos hacia una salida (o más bien hacia las aulas), utilizando en caso necesario el otro brazo armado de Mao, pero en sordina desde hacía seis meses: el ejército.

Para los rebeldes, la roca Tarpeya está por lo tanto cerca del Capitolio… Sin embargo, la Revolución Cultural está llena de sorpresas. En abril, la vuelta al orden supera hasta tal punto las esperanzas que Mao empieza a inquietarse: los conservadores, y tras ellos los derrocados de enero, vuelven a sacar en todas partes la cabeza y constituyen a veces un peligroso frente común con las guarniciones del EPL, como en Wuhan, donde los rebeldes están en desbandada. Entonces se produce un nuevo golpe de timón a la izquierda, acentuado en julio, tras el arresto por los militares de Wuhan, durante dos días, de emisarios del GRC. Pero, como siempre que los guardias rojos maoístas sienten el viento a sus espaldas, asistimos al estallido de la violencia y a luchas tácticas que parecen apuntar a la anarquía —y los CR no siempre consiguen establecerse—. De ahí, en septiembre, la autorización concedida al EPL para hacer uso de sus armas (hasta ese momento, el ejército debía asistir impotente al pillaje de sus arsenales), y un segundo lanzamiento de rebeldes. 1968 repite parcialmente los hechos de 1967: nuevas inquietudes de Mao en marzo, y alientos —más mesurados que el año anterior— a la izquierda. Ante la extensión de enfrentamientos cada vez más mortíferos, se produce la ejecución, esta vez radical, de los rebeldes en julio.

Así pues, mucho depende de los plazos que se conceda Mao, situado ante ese cruel dilema del que no puede salir: caos de izquierda u orden de derecha. Todos los actores están pendientes de la última directiva del amo del juego, esperando que ha de ser favorable. Extraña situación: los enemigos mortales son todos los secuaces incondicionales del mismo dios vivo. Por ejemplo, la potente federación conservadora del Millón de Héroes, en Wuhan, se entera de su retractación en julio de 1967. Entonces declara: «Estemos convencidos o no, debemos seguir y aplicar las decisiones del centro, sin reservas», e inmediatamente se disuelve[260]. No hay sin embargo interpretación canónica, dado que los exegetas patentados —los comités del partido— carecían de consideración: así pues reina la confusión frecuentemente sobre las intenciones reales de un centro del que no se quiere creer que sea tan dubitativo. Por otra parte, el equilibrio permanente hace que cada uno tenga pronto una venganza sangrienta que ejecutar, dado que los vencedores del momento nunca practican la magnanimidad.

A estas causas exógenas de agravamiento de la violencia se añaden dos factores endógenos de las organizaciones, en particular las rebeldes. Intereses de pequeños grupos y ambiciones individuales, nunca arbitradas democráticamente, llevan de modo permanente a nuevas escisiones, mientras cínicos «empresarios de la política» intentan sacar dinero de su aura en forma de integración en los nuevos poderes locales, especialmente cultivando sus relaciones con los estados mayores regionales del EPL: muchos acabarán asociados a los «cuatro», y convertidos en tiranuelos de provincia. Las luchas entre facciones van perdiendo poco a poco su carácter político y se resumen en el enfrentamiento entre quienes se encuentran en el poder y quienes querrían sustituirles [261]. Por último, como hemos visto en el laogai, en China comunista quien acusa siempre tiene razón, porque se acoraza de citas y de consignas intocables: uno agrava casi de forma sistemática s.u propio caso cuando se defiende. La única respuesta eficaz reside, por lo tanto, en una contraacusación de grado superior: que esté fundada o no importa poco, lo esencial es que se exprese en términos políticamente justos. La lógica del debate lleva, pues, a una ampliación constante del campo de los ataques y del número de los atacados[262]. Por último, dado que todo es político, el incidente más nimio puede ser interpretado a capricho como una prueba de las peores intenciones criminales. Al final está el arbitraje por medio de la eliminación física…

El término «guerra civil», larvada o abierta, sería más apropiado en muchas ocasiones para calificar estos acontecimientos que el de «matanza», aunque una conduzca casi de forma automática a la otra. Asistimos progresivamente a una guerra de todos contra todos. En Wuhan, a finales de diciembre de 1966, los rebeldes arrojaron en prisión a 3.100 conservadores o mandos[263]. El primer muerto en los enfrentamientos entre rebeldes y el Millón de Héroes cae el 27 de mayo de 1967: entonces empiezan a armarse y a ocupar los puntos estratégicos. El cuartel general de los rebeldes obreros es tomado el 17 de junio: 25 muertos, y 158 en total en su campo el 30 de junio. Tras la derrota de los conservadores, a finales de julio, las represalias son terroríficas: 600 muertos, 66.000 perseguidos, con frecuencia heridos, en sus filas. En el momento del viraje a la izquierda de marzo de 1968, la cacería prosigue: decenas de miles de detenidos en un estadio: las milicias van viéndose infiltradas por chantajistas y de bandas callejeras y siembran el terror. De las provincias vecinas afluyen las armas. En mayo, los enfrentamientos entre facciones rebeldes crean una atmósfera de guerra civil: 80.000 armas son robadas al ejército el 27 de mayo (récord en China en un solo día…), lo cual permite la creación de un auténtico mercado paralelo de armamento, al que acuden de todo el país. Empiezan a reconvertir las fábricas civiles en fábricas de tanques o de explosivos para las facciones. A mediados de junio ya han muerto 57 personas a consecuencia de balas perdidas. Tiendas y bancos son saqueados: la población empieza a huir de las ciudades. El deus ex machina de Pekín conseguirá sin embargo, con su sola desaprobación, que los rebeldes se derrumben: el EPL interviene el 22 de julio sin pegar un tiro, y las facciones se ven obligadas a autodisolverse en septiembre[264]. También ahí, como en el Fujian poco industrializado, la separación entre conservadores y rebeldes no se estructura de forma duradera, es la mentalidad pueblerina la que predomina, o la hostilidad ciudades- campos: cuando los guardias rojos de Xiamen llegan a la capital de la provincia, se lanzan contra ellos a los gritos de: «Fuzhu pertenece a los habitantes de Fuzhu (…); y, habitantes de Fuzhu, ¡no olvidéis a vuestros antepasados! Siempre seremos enemigos jurados de las gentes de Xiamen»[265]. En Shanghai, de forma más disimulada, la oposición entre oriundos del norte y del sur del Jiangsu provoca ciertos enfrentamientos[266]. Incluso en el nivel minúsculo de la Larga Curva (véase más arriba), la lucha entre facciones revolucionarias oculta mal la repetición de la vieja querella entre el clan Lu, que domina el norte del pueblo, y el clan Shen, hegemónico en el sur. Es también el momento de saldar viejas cuentas, que se remontan a la ocupación japonesa o a los sangrientos inicios de la reforma agraria, en 1946[267]. En el Guangxi fuertemente rural, los conservadores, expulsados de Guilin, rodean progresivamente la ciudad de milicias campesinas, que terminarán venciendo[268]. Las batallas regulares entre facciones de la Bandera Roja y del Viento causan 900 muertos en Cantón entre julio y agosto de 1967[269]. En ocasiones los cañones entran en combate.

La duración de este período queda perfectamente señalada por el testimonio de un guardia rojo que tenía entonces catorce años: «Éramos jóvenes. Éramos fanáticos. Creíamos que el presidente Mao era grande, que estaba en posesión de la verdad, que era la verdad. Yo creía todo lo que decía Mao. Y creía que había razones para la Revolución Cultural. Pensábamos que éramos revolucionarios y que, en la medida en que éramos revolucionarios que seguían al presidente Mao, podríamos resolver cualquier problema, todos los problemas de la sociedad»[270]. Las atrocidades adoptan un aspecto más masivo, más «tradicional» que el año anterior. Véase, por ejemplo, a qué podía asistirse cerca de Lanzhu, en Gansu: «Debía de haber unos cincuenta vehículos… De través, sobre el radiador de cada camión, había un ser humano atado. En algunos caminos había atados dos. Todos estaban tendidos en diagonal e inmovilizados por alambres y cuerdas… La muchedumbre rodeó a un hombre y clavó en su cuerpo jabalinas y sables rústicos, hasta que cayó en una masa retorcida de donde brotaba la sangre»[271].

La segunda mitad de 1968 está marcada por el control generalizado que logra el ejército, por la disolución de los guardias rojos, por el envío, en otoño, de millones (5,4 en total hasta 1970[272]) de «jóvenes instruidos» a los confines más remotos de los campos, de donde se espera no volver a verlos durante cierto tiempo (muchos permanecieron allí diez o más años). De 12 a 20 millones serán ruralízados por la fuerza antes de la muerte de Mao[273], de ellos un millón de ciudadanos de Shanghaí —el 18 por 100 de la cifra total, un récord[274]—. Tres millones de mandos expulsados son enviados, con frecuencia por varios años, a esos centros de rehabilitación semícarcelaríos que son las Escuelas del 7 de Mayo[275]. Ese es también, sin duda, el año de las mayores matanzas, durante la penetración de equipos de obreros del partido y de soldados en los campos, y sobre todo durante la reconquista de ciertas ciudades del sur. Así Wuzhu, en Guangxí, queda asolada tras los ataques con artillería pesada y napalm. El 19 de agosto reconquistan Guilín 30.000 soldados y milicianos campesinos armados, tras una verdadera guerra de posiciones (la indiferencia del campo hacía la Revolución Cultural parece haberse transformado en ocasiones en franca hostilidad, desde luego manipulada y magnificada por el aparato político-militar). Durante seis días se ejecuta a los rebeldes en masa. Cuando ya no hay combates, el terror se difunde durante un mes por los campos circundantes, esta vez contra los negros y veteranos del Kuomíntang, eternos chivos expiatorios. Su amplitud es tal, que ciertos distritos podrán jactarse de estar «desprovistos de cualquier miembro de los cinco elementos negros»[276]. El futuro presidente del Partido Comunista, Hua Guofeng, encargado de la Seguridad de su provincia, se gana entonces el título de «carnicero de Hunan»[277]. El sur del país fue el que más sufrió: tal vez 100.000 muertos solamente en Guangxí, 40.000 en Guangdong, 300.000 en Yunnan. Los guardias rojos fueron crueles. Pero las auténticas matanzas hay que cargarlas en la cuenta de sus verdugos: militares y milicias a las órdenes del partido.

Guilin: ejército contra guardias rojos.

Cuando amaneció, los milicianos empezaron a registrar las casas y a proceder a los arrestos. En ese mismo momento los militares empezaron a difundir sus instrucciones por altavoz. Habían preparado una lista de diez crímenes, entre los que podían destacarse: haberse apoderado de una prisión, haber ocupado un banco, haber atacado órganos militares, haber penetrado por la fuerza en las oficinas de la seguridad pública, haber saqueado trenes, haber participado en la lucha armada, etc. Bastaba haber cometido cualquiera de estos crímenes para ser detenido y juzgado «según la dictadura del proletariado». Hice un cálculo rápido y me dí cuenta de que yo tenía en mi haber seis de aquellas acusaciones. Pero ¿cuál de ellas no había sido cometida «por las necesídades de la revolución»? Ninguna de estas actividades me había procurado ningún provecho personal. Si no hubiera querido «hacer la revolución », no me habría entregado a ninguno de aquellos actos criminales. Hoy querían imputarme la responsabilidad de aquellos actos. Me parecía injusto y, al mismo tiempo, me llenaba de espanto. (…)

Luego supe que los milicianos habían hecho morir a varios de nuestros «héroes de combate». Posteriormente habían seccionado los tubos de llegada de sangre o de oxígeno de los que eran objeto de perfusión, creando nuevas víctimas. Los que todavía podían caminar vieron cómo les suprimían los medicamentos, y les llevaron a cárceles provisionales.

Un herido había huido durante el trayecto y los milicianos rodearon el barrio. Procedieron a un nuevo registro de todas las casas. Aquellos cuyo nombre no figuraba inscrito en los registros de barrio fueron detenidos, y eso es lo que a mí me pasó. (…)

En mi piso [de la escuela n.° 7 de Guilin, convertida en cárcel] encontré a un amigo de la escuela de mecánica. Él me dijo que un héroe de combate de su escuela había sido muerto por los milicianos. Aquel estudiante había aguantado en una colina y resistido los asaltos de los milicianos durante tres días y tres noches. El cuartel general rebelde, para elogiar su valor, le había calificado de «héroe solitario y valeroso». Los milicianos que habían invadido la escuela y procedido a numerosos arrestos le habían pedido salir de la formación. Luego le habían encerrado en un saco de tela de lino y colgado de un árbol, para que se pareciese realmente a una «vesícula biliar»[278]. Luego, delante de todos los alumnos reunidos, le habían golpeado uno tras otro con la culata de su fusil hasta que llegó la muerte.

En prisión abundaban las historias horribles, y yo me negué a escuchar más. Durante esos doce días, se habían sucedido las ejecuciones por toda la ciudad, y se habían convertido en el principal tema de conversación. De pronto aquellas matanzas parecían casi normales. Quienes las realizaban les daban poca importancia, y quienes las contaban se habían vuelto fríos e insensibles. Hasta yo mismo escuchaba aquellos relatos como si no tuvieran relación alguna con la realidad.

En prisión, lo más terrible era cuando un prisionero que aceptaba colaborar con las autoridades iba a tratar de reconocer a algunos de nosotros. Los que nos vigilaban ladraban de repente: «¡Levantad esas caras de perros!». Entonces entraban en la sala varios individuos con máscara y nos miraban largo y tendido. Si descubrían una cara conocida, los milicianos apuntaban el fusil hacia el desdichado y le ordenaban salir. Muy a menudo, esos rebeldes eran abatidos acto seguido[279].

Así pues, en 1968 el Estado vuelve, con sus pompas y sus obras. Recobra el monopolio de la violencia legítima, y no se plantea muchos problemas para utilizarla. Con más ejecuciones públicas, se vuelve a las formas esencialmente policíacas anteriores a la Revolución Cultural. En Shanghai, el exobrero Wang Hongwen, criatura de Jiang Qing y pronto vicepresidente del partido, proclama la «Victoria sobre la anarquía». El 27 de abril, varios dirigentes rebeldes son condenados a muerte y asesinados de manera inmediata, ante una vasta multitud[280]. Shang Chunquiao, otro miembro de los «cuatro», proclama en julio: «Si algunas personas son acusadas falsamente (…), el problema no es demasiado grave. Pero sería dramático dejar escapar a los enemigos auténticos»[281]. Entramos, efectivamente, en una sombría era de conspiraciones fantasmales, que permiten numerosos arrestos reales en masa, y el retorno al silencio de la sociedad. Solo la muerte de Lin Biao, en 1971, atenuará sin detenerla la peor campaña de terror que China ha conocido desde los años cincuenta.

El primer caso es el del presunto Partido del Pueblo de Mongolia-Interior, disuelto en la práctica e incorporado al Partido Comunista en 1947, y que se habría reconstituido de manera clandestina. Entre febrero y mayo de 1968, son perseguidas 346.000 personas, tres cuartas partes de ellas mongoles (el patrioterismo antiminoritario apenas permite dudas); ejecuciones, torturas y suicidios dejan tras de sí 16.000 muertos y 87.000 inválidos[282]. Acusaciones comparables llevan a 14.000 ejecuciones en Yunnan, otra provincia fértil en minorías étnicas[283]. Pero la «conspiración» del Regimiento del 16 de mayo es particularmente tenebrosa. Esta organización pekinesa de guardias rojos de ultraizquierda, probablemente minúscula y muy provisional (hubo millares como ella), dejó por todo testimonio algunas inscripciones hostiles a Zhou Enlai, en julio de 1967. Por razones todavía poco claras, el centro maoísta decidió hacer de ella una enorme red de «bandidos negros», contrarrevolucionarios, y la campaña empezó en 1970-1971 para no acabar —sin conclusiones ni procesos— hasta 1976: mítines de «lucha», confesiones y torturas se multiplicaron por todo el país. 600 de los 2.000 empleados del ministerio de Asuntos Exteriores fueron perseguidos judicialmente. La guardia personal de Mao, la unidad 8341, se hizo famosa en la universidad de Pekín, donde se descubrieron 178 «enemigos », de los que diez murieron por las persecuciones ocasionadas. En una fábrica de Shaanxi, a finales de 1968 se descubrió la bagatela de 547 «espías», y de 1.200 cómplices de estos últimos. En cuanto a la actriz de ópera Yan Fengying, acusada de trece cargos, se suicida en abril de 1968; le hacen la autopsia, en busca de un emisor de radio oculto en su cuerpo. Los tres mayores campeones de ping-pong también pusieron fin a sus días[284].

En la peor de las noches, sin embargo, se prepara un futuro menos trágico. Todos los testimonios lo confirman: la China de 1969 y de los años siguientes está sembrada de violencias, de campañas, de consignas. El fracaso patente de la Revolución Cultural acaba de distanciar del régimen a la mayoría de los habitantes urbanos y en particular a los jóvenes, que se sienten más traicionados precisamente porque habían esperado más. Su frecuente rechazo de la ruralización entraña el nacimiento de una capa flotante de habitantes de la ciudad que viven en situación semiclandestina. El cinismo, la criminalidad, el repliegue sobre sí mismo progresan por todas partes. En 1971, la eliminación brutal e inexplicada del sucesor designado por el propio Mao, Lin Biao, abre muchos ojos: decididamente el timonel no es infalible[285]. Los chinos están cansados y tienen miedo —y con razón: el laogai ha embarcado, sin duda, dos millones de pasajeros más, incluso teniendo en cuenta las salidas, entre 1966 y 1976[286]. Siguen fingiendo fidelidad al jefe. Pero soterradamente avanza un despertar de la sociedad civil, que explotará entre 1976 y 1979. Constituirá un movimiento más fecundo en otro sentido que aquella Revolución Cultural que podía conservar como lema la fórmula prestada por Mao, en agosto de 1966, a un «buen» estudiante: «Si me rebelo es por obediencia »[287].

El terror teatralizado en 1969: un mitin de «lucha».

El auditorio gritaba consignas agitando sus pequeños libros rojos. Después de «Viva nuestro gran dirigente, el presidente Mao», fue «¡Buena salud a nuestro segundo comandante supremo Lin, siempre buena salud!». Esto reflejaba no solo la elevada posición de Lin Biao tras el IX Congreso del partido, sino también el hecho de que eran los partidarios de Lin Biao, deseosos de mantener el culto a la personalidad, quienes habían organizado aquella reunión. ¿Se habían hecho cargo de la instrucción de mi caso?

Dos piernas aparecieron en mi campo visual, y un hombre habló delante de mí. Me presentó al auditorio resumiendo mis orígenes familiares y mi vida personal. Yo había notado que cada vez que los revolucionarios contaban la historia de mi vida, me iba haciendo cada vez más rica y mi forma de vivir más decadente y lujosa. Ahora la farsa alcanzaba unas proporciones fantásticas. Como había prometido no responder y permanecer en silencio, estaba mucho más relajada entonces que durante mi primer mitin de lucha en 1966. Mientras tanto, el auditorio se levantó y muchos hombres se apelotonaron a mi alrededor para expresarme a gritos su cólera y su indignación cuando el orador les dijo que yo era una agente del imperialismo.

Aquellos insultos eran tan intolerables que levanté instintivamente la cabeza para responder. Las mujeres me levantaron entonces las manos esposadas, con tal brutalidad que tuve que encogerme para atenuar el dolor. Me mantuvieron en esa posición hasta el final de la denuncia del orador. Y solo cuando el auditorio se puso a gritar de nuevo consignas me soltaron los brazos. Más tarde supe que me habían hecho adoptar la «postura del avión», inventada para casos semejantes con los revolucionarios. […]

Los individuos que participaban en el mitin alcanzaron un estado casi histérico. Sus gritos apagaban la voz del orador. Alguno me dio un empujón fortísimo por la espalda. Tropecé e hiice caer el micrófono. Una de las mujeres se agachó para recogerlo, se enredó en los cables y cayó, arrastrándome con ella. Como mis brazos estaban atados a la espalda, me desplomé en una posición nada cómoda, con la cara contra el suelo. En medio de la confusión, muchos cayeron sobre nosotras. Todo el mundo gritaba y pasaron varios minutos antes de que consiguiesen levantarme.

Completamente agotada, estaba ansiosa porque aquel mitin terminara, pero los discursos se sucedían sin interrupción, como si todos los personajes presentes en la tribuna quisieran aportar su contribución. Habían dejado de atacarme y ahora se lanzaban a una justa oratoria en la que cada cual quería cantar con voz más alta las alabanzas de Lin Biao, en los términos cada vez más extravagantes que la rica lengua china podía ofrecerles.

De pronto, a mis espaldas se abrió la puerta y una voz masculina gritó que alguien se había ido. El efecto de sus palabras fue instantáneo. El orador se detuvo incluso en medio de una frase. Tuve la certeza de que una personalidad importante escuchaba desde la habitación vecina, y que su marcha volvía inútil toda aquella representación montada para ella. Algunos ya se iban, otros recogían bolsos y chaquetas. El orador soltó a toda prisa consignas para que las aprendiesen de memoria, pero le ignoraron casi por completo. Solo algunas voces se dejaron oír antes de que la pieza quedase vacía. Ahora nadie parecía estar furioso contra mí. No me sonreían, pero me miraban con indiferencia. Yo no era más que una de las innumerables víctimas con que habían animado el mitin de lucha. Habían hecho lo que se esperaba de ellos, y ahora todo había terminado. Una mano caritativa vino a sostenerme incluso cuando un hombre me empujó. Todos se marchaban hablando de cosas sin importancia como a la salida de una sesión de cine[288].

LA ERA DENG: LA DISOLUCIÓN DEL TERROR (DESDE 1976). Cuando en septiembre de 1976 acaba por expirar, Mao estaba en realidad muerto —políticamente, se entiende— desde hacía algún tiempo. La mediocridad de las reacciones populares espontáneas ante el anuncio de su muerte lo muestra, lo mismo que su incapacidad para asegurar su sucesión. Los «cuatro», de quienes ideológicamente estaba cerca, son encarcelados menos de un mes más tarde de la muerte de su padrino; Hua Guofeng, que debía garantizar la continuidad, debe abdicar la parte esencial de su poder en diciembre de 1978 en provecho del insumergible Deng Xíaopíng, objeto del odio de los maoístas. El gran giro se había producido quizás el 5 de abril de 1976, fiesta de los difuntos en Chína, que ve al pueblo de Pekín conmemorar masiva, y espontáneamente en este caso, al Primer ministro Zhou muerto en enero. El poder se vuelve loco, y con razón, ante aquella capacidad de movilización totalmente inédita: escapa a las lógicas funcionales, al control del partido, y algunos poemas depositados junto con las coronas de flores contienen ataques apenas velados contra el viejo timonel. La multitud es, por tanto, reprimida (pero no tanto como en 1989, en la plaza Tían’anmen no se dispara), se contabilizan ocho muertos y 200 heridos, millares de encarcelados en todo el país (hubo réplicas provinciales del duelo de Pekín), al menos 500 ejecuciones, de ellas un centenar entre los manifestantes detenidos, e investigaciones que, hasta octubre, afectan a decenas de miles de personas[289]. Business as usual? No: el posmaoísmo había comenzado, marcado por una retirada de lo político y por la pérdida de la capacidad del centro para dirigir él solo las movilizaciones. «Sí en 1966, en la plaza Tían’anmen es un pueblo atónito el que contemplaba, con lágrimas en los ojos, a quien le había arrancado la libertad, en 1976, en esa misma plaza, es un pueblo envalentonado quien se enfrenta a la misma persona»[290].

El muro de la democracia (invierno de 1978-primavera de 1979) iba a simbolizar ese nuevo dato, al tiempo que mostraba claramente sus límites. Una pléyade de antiguos guardias rojos proclama, con el consentimiento de Deng, opiniones asombrosas para quien fue educado en el maoísmo. El más articulado de estos pensadores, Weí Jíngsheng, en su dazibao (cartel de grandes caracteres) titulado «La quinta modernización: la democracia»[291], afirma en efecto que el pueblo es explotado por la clase dirigente del «socialismo feudal» en el poder; que la democracia es la condición de un desarrollo duradero y, por tanto, de las «cuatro modernizaciones» económicas y técnicas propuestas por Deng; y que el marxismo, fuente del totalitarismo, debe rechazarse en beneficio de las corrientes democráticas del socialismo. En marzo de 1979, Deng, seguro de su poder, ordena detener a Weí y algunos más: será condenado a quince años de reclusión por entregar información a un extranjero (hecho que constituye un «crimen contrarrevolucionario»). Liberado en 1993 sin haber «confesado» nunca, se expresa con tanta franqueza que, detenido de nuevo ocho meses más tarde, es condenado a catorce años de cárcel en 1995 por haber forjado un «plan de acción para derrocar al Gobierno»[292]. Al poder le sigue siendo difícil aceptar la crítica…

Bajo Deng, sin embargo, se puede ser crítico y sobrevivir: progreso respecto a la era de Mao, cuando una palabra de más o una pintada bastaba para hacer fusilar a su autor. Claro que las reformas posmaoístas han privilegiado a la economía, pero la política no se ha echado en olvido. Todo, empezando por las transformaciones económicas, va camino de una emancipación de la sociedad y de una limitación de la arbitrariedad del poder: así, en los años ochenta, la supresión de las asociaciones de campesinos pobres y medio-pobres solo deja en la dependencia organizada del PCCh a una pequeña décima parte del campesinado, que ahora ha vuelto masivamente a la explotación familiar[293]. En las ciudades, el sector en plena ascensión de las empresas individuales y privadas sustrae a una gran parte de la mano de obra a cualquier control político directo. Las estructuras estatales se han formalizado, regularizadas más que circunscritas, pero esto tiene como efecto proporcionar al individuo medios para defenderse. En 1978, las liberaciones (unas 100.000) y las rehabilitaciones (a menudo a título póstumo) son legión, en particular en los medios artísticos y literarios: así Ding Ling, víctima de la rectificación de 1957-1958, escapa en 1979 a su destierro rural, y a una larga serie de persecuciones que se remontan a Yan’an. Es el arranque de una «literatura de las cicatrices» y una vuelta todavía tímida a la libertad de creación. Los dos tercios de los ruralizados de la Revolución Cultural son admitidos en las ciudades. La nueva Constitución restaura un mínimo de derechos para la defensa y los tribunales judiciales. En 1979, el primer Código penal de la historia de la RPCh (Mao, que quería tener libres las manos, había impedido su promulgación) restringe la pena de muerte a los «delitos abominables», restaura el derecho de apelación (ya no puede traducirse en un agravamiento de la pena), y aleja a la administración judicial de los comités del partido.

1982 marca una ola de rehabilitaciones más masiva todavía: 242.000 tan solo en Sichuan; en Guangdong, el 78 por 100 de los que habían recibido la etiqueta contrarrevolucionaria son lavados de esa infamia y reciben una pequeña indemnización por cada año pasado en la cárcel. Entre los nuevos condenados, los políticos descienden al 0,5 por 100. En 1983, el ministerio de la Seguridad ve sus competencias drásticamente reducidas y debe dejar en manos de la justicia la administración del laogai. Los tribunales empiezan a anular ciertos arrestos, a instruir demandas contra la policía, a perseguir a los guardianes torturadores —públicamente condenados—, y a inspeccionar los campos. En principio ya no hay que tener en cuenta el origen de clase en los procesos. En 1984, se facilita la reinserción en la sociedad tras el cumplimiento de la pena, y en prisión la formación profesional empieza a suplantar al estudio ideológico. Se introducen las nociones de reducción de penas, de libertad condicional, de permiso: se favorece, a partir de ese momento, la preservación del lazo familiar[294]. En 1986, los efectivos carcelarios han descendido en torno a unos cinco millones (luego apenas se moverán): es la mitad menos que en 1976, y con el 0,5 por 100 de la población total, no más que en Estados Unidos, y menos que en los últimos años de la URSS[295]. A pesar de importantes esfuerzos, la parte del PIB producida en el laogai se sitúa en el mismo orden de magnitud, es decir tres veces menos que a finales de los años cincuenta[296].

Los progresos han continuado tras la conmoción del «segundo Tian’anmen ». Desde 1990, los ciudadanos pueden presentar demandas contra la administración. Desde 1996, la detención administrativa está reglamentada de forma estricta, y se reduce a un mes. La pena máxima del laojiao había pasado ya a tres años. El papel y la autonomía del abogado se han reforzado: su número se ha más que duplicado entre 1990 y 1996. Desde 1905, los magistrados se nombran mediante oposición (antes se trataba en la mayoría de los casos de antiguos militares o policías[297]).

Sin embargo, falta mucho todavía para que China se convierta en un Estado de derecho. Sigue sin ser admitida la presunción de inocencia, y el crimen contrarrevolucionario no ha sido retirado de los códigos, incluso aunque se utilice con prudencia. En diciembre de 1994, el término laogai ha sido sustituido por el más vulgar de «prisión», pero a la Gaceta legal le parece conveniente precisar: «La función, el carácter y las tareas de nuestra administración penitenciaria seguirán sin cambios»[298]. La mayoría de los procesos tienen lugar sin presencia del público, y los juicios siguen siendo frecuentemente expeditivos (instrucción casi siempre inferior a tres meses, a veces a una semana) y no motivados. Mientras que la corrupción de los mandos es masiva, en 1993-1995 las denuncias por ese delito constituían menos del 3 por 100[299]. Globalmente, si los miembros del Partido Comunista (el 4 por 100 de la población) representaban en los años ochenta el30 por 100 de los inculpados, solo proporcionaban el 3 por 100 de los ejecutados[300]. Lo cual significa la fuerza de los lazos de influencia y de solidaridad que siguen rigiendo en las relaciones entre los aparatos político y judicial. El arresto de una parte del equipo municipal de Pekín por malversación supuso una conmoción a mediados de los años ochenta, pero sigue siendo un hecho relativamente aislado. La nomenklatura comunista, cada vez más introducida en los negocios, sigue siendo prácticamente invulnerable.

Por último, esa violencia extrema que es la pena de muerte sigue aplicándose de forma corriente en China. Existen centenares de casos de condenas a muerte, entre ellos el «caso serio» de contrabando, la exportación ilegal de obras de arte o la «revelación de secretos de Estado» (la definición es temiblemente amplia). La gracia presidencial, prevista en 1982, sigue sin ejercerse. China, con varios miles de ejecuciones todos los años, es responsable ella sola de más de la mitad de las del planeta; y la cifra va más bien en aumento, tanto en comparación con el final de los años setenta, como en comparación con los últimos siglos del Imperio chino[301]. Conviene comparar esta siniestra realidad con la facilidad de la transgresión que llevaba a la eliminación física durante campañas o crisis. En 1983, el aumento de la criminalidad provocó tal vez un millón de arrestos, y probablemente 10.000 ejecuciones por lo menos (muchas de ellas públicas y «pedagógicas», cosa que en principio está prohibido por el Código penal), en una «campaña de masas» a la moda de los años cincuenta. Como entonces, trataron de juntar a todos los que causaban problemas: muchos intelectuales, sacerdotes y extranjeros fueron hostigados durante la campaña «contra la polución espiritual», iniciada sobre la marcha[302]. En cuanto a la ocupación de la plaza de Tian’anmen durante un mes, en la primavera de 1989, su represión estuvo a la medida de los temores del equipo Deng, que mandó disparar mientras que los dirigentes maoístas de 1976 se habían negado a hacerlo: un millar largo de muertos, tal vez 10.000 heridos en Pekín, cientos de ejecuciones en provincias, a menudo mantenidas en secreto, u ocultadas como de derecho común; unos 10.000 arrestos en Pekín, 30.000 en toda China. Las condenas a penas de prisión se contaron por millares, y los dirigentes del movimiento no arrepentidos recibieron sentencias de hasta trece años de detención. Las presiones y represalias sobre las familias, práctica que se hubiera creído abandonada, se volvieron a producir a gran escala, lo mismo que la cabeza bajada a la fuerza en público, los malos tratos y la sentencia guiada por la extensión de la contrición y de las denuncias del acusado. Si los prisioneros políticos ahora no son más que una pequeña minoría de los detenidos, en 1991 se contabilizarían todavía 100.000 aproximadamente, un millar de ellos disidentes recientes[303]. La China comunista de finales de siglo es considerablemente más próspera y menos violenta que la de Mao; y ha rechazado de forma duradera la tentación de la utopía y de la guerra civil purificadora. Pero, al no haber desaprobado claramente a su fundador, sigue dispuesta, en caso de dificultad grave, a emplear nuevamente algunos de sus funestos métodos.

TIBET: ¿GENOCIDIO EN EL TECHO DEL MUNDO?. En ninguna parte fueron más desastrosas las desviaciones de la era Deng que en el Tíbet: en ninguna parte fue más sensible la continuidad del «grande al pequeño timonel». Al tiempo que es un Estado unitario, China otorga a las minorías nacionales derechos particulares, y cierta autonomía administrativa para las más grandes. Pero los entre cuatro y seis millones de tibetanos que de Facto han demostrado que no estaban decididos a contentarse, tienen la nostalgia de una época en que eran prácticamente amos de su propio país, y en que su territorio histórico no estaba dividido entre la región autónoma del Tíbet (que apenas representa la mitad) y varias provincias chinas: la de Qinghai se creó en los años cincuenta a expensas del Amdo tibetano, y las pequeñas minorías tibetanas gozan de pocos derechos en Sichuan, en Gansu y en Yunnan: ahí fueron tratadas probablemente con menos miramientos que en la región autónoma, y esto llevó en particular a la dura rebelión de los nómadas guerreros Golok del Amdo[304](Tíbet septentrional).

Resulta indiscutible que los tibetanos han vivido un drama desde la llegada del Ejército Popular de Liberación (EPL) en 1950-1951. Pero este drama, ¿no sería la mayoría de las veces el del conjunto de los habitantes de la China popular, con las inevitables variantes locales, algo agravadas por el desprecio chino hacia esos «salvajes atrasados» de las altiplanicies? Por ejemplo, según los opositores del régimen, 70.000 tibetanos habrían muerto de hambre entre 1959 y 1962-1963 (como en otras regiones aisladas, subsistieron bolsas de hambre más tiempo que en otras partes[305]). Esto representa del 2 al 3 por 100 de la población, es decir, pérdidas proporcionalmente inferiores a las que sufrió el país entero. Cierto que el estudio reciente de Becker señala cifras más elevadas, y hasta el 50 por 100 de fallecimientos en el distrito natal del Dalai lama, en el Qinghai[306]. Entre 1965 y 1970 se agrupó por la fuerza a las familias en comunas populares de organización militar —como en otras partes, y algo más tarde—. La voluntad de producir a cualquier precio los mismos «grandes» cereales que en China llevó a medidas absurdas, responsables de la hambruna; por ejemplo, obras de irrigación y excavaciones mal concebidas, la supresión del barbecho, indispensable en suelos pobres y no estercolados, la sustitución sistemática de la cebada rústica, que soporta el frío y la sequedad, por el trigo más frágil, o la limitación del pasto de los yaks: muchos de estos animales perecieron y los tibetanos se quedaron sin productos lácteos (la mantequilla es un elemento básico de su alimentación) y sin nuevas pieles para cubrir sus tiendas en invierno —algunos murieron de frío—. Asimismo parece que, como en otras partes, las entregas obligatorias de grano fueron excesivas. Las únicas dificultades realmente particulares fueron la instalación de decenas de miles de colonos chinos desde 1953 en el Tíbet oriental (Sichuan), donde se beneficiaron de una parte de las tierras colectivizadas; la presencia en la región autónoma de unos 300.000 chinos de la mayoría Han que alimentar, entre ellos 200.000 militares; y el aplazamiento a 1965 de las medidas de liberación rural impulsadas además por Liu Shaoqi en 1962, y simbolizadas en el Tíbet por el lema «una parcela, un yak»[307].

Tampoco el Tíbet fue perdonado por la Revolución Cultural. En julio de 1966, los guardias rojos (entre ellos algunos tibetanos[308], hecho que destruyó el mito unanimista mantenido por los partidarios del Dalai lama) registran las casas privadas, reemplazando los budas que había sobre los altares por retratos de Mao Zedong; hacen sufrir a los monjes aquellas «sesiones de lucha» de repetición de las que nunca se sale vivo; sobre todo, arremeten contra los templos, incluidos los más famosos: Zhou Enlai tiene que mandar a las tropas proteger el mismo Potala de Lhassa (antigua residencia del «dios vivo»). El saqueo del monasterio de Jojang en Lhassa se repite por todas partes: según un monje testigo: «había varios cientos de capillas. Solo dos se libraron. Todas las demás fueron totalmente saqueadas y mancilladas. La totalidad de las estatuas, de los textos sagrados y objetos rituales fue saqueado o robado… Solo la estatua de Shakyamuni, a la entrada de Jojang, escapó a los guardias rojos, porque (…) simbolizaba los lazos entre China y el Tíbet. Las destrucciones duraron cerca de una semana. Luego, Jojang fue transformado en campamento de barracas para los soldados chinos… Otra parte (…) fue convertida en matadero para animales»[309]. Teniendo en cuenta el peso de la religión en la sociedad tibetana, estas exacciones bastante típicas del período fueron percibidas con mayor dureza evidentemente que en otras partes. También parece que el ejército, menos vinculado a la población local, ayudó a los guardias rojos más que en otros lugares, por lo menos cuando se les oponía resistencia. Sin embargo, también aquí se produjeron las mayores matanzas al final del movimiento, en 1968, ya sea durante las batallas entre grupos maoístas (cientos de muertos en Lhassa en enero), ya sea, sobre todo, durante el verano, cuando el ejército impuso la formación de un comité revolucionario dirigido por él mismo. En total, de este modo tal vez haya habido más muertos chinos que tibetanos[310] durante la Revolución Cultural.

Pero, para el Tíbet, los peores años, con diferencia, fueron los que comenzaron con la llegada de las tropas chinas, y culminaron en 1959 con la colectivización forzosa (tres años después que el resto del país), la insurrección que se produjo después, la brutal represión que la aplastó y la fuga a la India del Dalai lama (soberano espiritual y temporal), acompañado por 100.000 personas, en gran medida una buena parte de la escasa elite cultivada del país. Incluso si los años cincuenta no tuvieron nada de agradables en la misma China, el poder dio muestras en la altiplanicie de una violencia extrema, destinada a imponer simultáneamente el comunismo y la dominación china a una población ferozmente independiente, bien seminómada (el 40 por 100 aproximadamente de sus efectivos), bien sometida más o menos a los monasterios. La situación experimentó un aumento de la tensión con la colectivización, hacia mediados del decenio. Y al reclutamiento de los guerrilleros jampa, el ejército responde con atrocidades desproporcionadas. Pero ya había sido destruido, durante las festividades del año nuevo tibetano, en 1956, el gran monasterio Chode Gaden Phendeling, en Batang, mediante un bombardeo aéreo, donde por lo menos 2.000 monjes o peregrinos resultaron muertos[311].

La letanía de las atrocidades es siniestra, y a menudo imposible de verificar. Pero la concordancia de testimonios es tal, que el Dalai lama declaró, no sin motivo, a propósito de esa época: «[Los tibetanos] no solo han sido fusilados, sino golpeados hasta la muerte, crucificados, quemados vivos, ahogados, mutilados, muertos por hambre, estrangulados, ahorcados, abrasados, enterrados vivos, descuartizados o decapitados»[312]. El momento más sombrío es, sin discusión, el año 1959, el de la gran insurrección del Jam (Tíbet oriental), que terminó por alcanzar a Lhassa. Es imposible repartir la responsabilidad entre la reacción frente a las comunas populares y el «gran salto adelante», la movilización espontánea contra varios años de exacciones, y la reinfiltración masiva por la CIA de los guerreros jampa previamente formados en los métodos de guerra de guerrillas en las bases de Guam y de Colorado[313]. La población civil, que en cualquier caso parece simpatizar con los rebeldes y aceptar que se mezclen con ella, sufrirá también los bombardeos masivos del ejército chino. Los heridos, a los que nadie cuidaba, eran en este caso enterrados vivos o terminaban devorados por perros asilvestrados —hecho que también da cuenta del elevado número de suicidios entre los vencidos—. Hasta Lhassa, bastión de 20.000 tibetanos a menudo armados con mosquetes y sables, fue reconquistada el 22 de marzo, al precio de entre 2.000 y 10.000 muertos y de importantes destrucciones provocadas en el templo de Ramoché y en el mismo Potala, considerados como objetivos. El dirigente tibetano y un centenar de miles de compatriotas tomaron el camino de la India[314]. También hubo por lo menos una gran revuelta en Lhassa en 1969, reprimida en sangre. Y la guerrilla jampa volvió a encenderse entonces hasta 1972. El ciclo revueltas-violencias-nuevas revueltas se reanudó, en Lhassa por lo menos, desde octubre de 1987, hasta el punto de que, en marzo de 1989, se proclamó la ley marcial. La capital tibetana acababa de sufrir tres días de motines abiertamente independistas, acompañados de inicios de pogroms antichinos. Las violencias habrían causado más de 600 víctimas en dieciocho meses, según el general Zhang Shaosong[315]. A pesar de ataques inaceptables, en particular contra monjas detenidas, es evidente que los métodos chinos han cambiado: ya no se puede hablar de matanzas. Pero, en total, son pocas las familias tibetanas que no tienen por lo menos un drama íntimo que contar[316].

La mayor tragedia del Tíbet contemporáneo fue la de los cientos de miles de internados —tal vez un tibetano de cada diez en total— de los años cincuenta y sesenta. Parece que muy pocos (a veces se cita la cifra del 2 por 100)[317], han salido vivos de los 166 campos censados, en su mayoría en el Tíbet y en las provincias vecinas: los servicios del Dalai lama citaron en 1984 la cifra de 173.000 muertos en detención. Comunidades monásticas enteras fueron enviadas a las minas de carbón. Las condiciones de detención —frío, hambre, calor extremado— parecen haber sido en conjunto espantosas, y se mencionan tantas ejecuciones de detenidos que se negaron a rechazar la idea de un Tíbet independiente como casos de canibalismo entre prisioneros durante la hambruna del «gran salto adelante»[318]. Es como si los tibetanos —la cuarta parte de los varones adultos son lamas— formasen una población de sospechosos: un adulto de cada seis aproximadamente fue clasificado como derechista, frente a uno de cada veinte en China. En la región tibetana de las praderas, en el Sichuan, donde Mao había conseguido avituallamiento durante la Larga Marcha, dos hombres de cada tres son detenidos en los años cincuenta, y liberados solo en 1964 o en 1977. El Panchen lama, segundo dignatario de la jerarquía del budismo tibetano, se atreve a protestar ante Mao en un informe de 1962 contra la hambruna y la represión que diezman a sus compatriotas. Por toda respuesta, es enviado a prisión; luego se le destierra hasta 1977. El «veredicto» que le condena solo será anulado en 1988[319].

Si no hay ningún argumento convincente que permita pensar que los chinos hayan planificado un genocidio físico de los tibetanos, es innegable que intentaron un genocidio cultural. Ya se ha dicho que los templos fueron sus víctimas señaladas: al día siguiente de la Revolución Cultural, solo 13 de los 6.259 lugares de culto del budismo tibetano seguían funcionando. Entre los otros, los más favorecidos fueron transformados en cuarteles, en hangares o en centros de detención. A pesar de enormes depredaciones, pudieron sobrevivir y algunos han sido abiertos luego nuevamente. Pero muchos fueron totalmente arrasados, y sus tesoros —manuscritos seculares, frescos, thanka (pinturas), estatuas, etc.— destruidos, o robados, en particular cuando contenían metales preciosos. Una fundición pekinesa recuperó, hasta 1973, 600 toneladas de esculturas tibetanas. En 1983, una misión procedente de Lhassa pudo encontrar en la capital china 32 toneladas de reliquias tibetanas, que incluían 13.537 estatuas[320]. La tentativa de erradicación del budismo vino acompañada del intento de imponer nombres chinos a los recién nacidos tibetanos, y hasta 1979 de escolarizar a los niños en mandarín. Recuerdo tardío —y mal utilizado— de la revolución antimanchú de 1911, los guardias rojos cortaron de oficio las trenzas de los tibetanos de ambos sexos. También intentaron imponerles las normas indumentarias de moda entre los Han.

Las muertes violentas fueron, sin duda, más numerosas proporcionalmente en el Tíbet que en cualquier otra parte del conjunto chino. Sin embargo, es difícil tomarse totalmente en serio las cifras difundidas por el gobierno tibetano en el exilio en 1984: 1.200.000 víctimas, es decir, un tibetano de cada cuatro aproximadamente. Anunciar 432.000 muertos en combate parece, en particular, poco verosímil. Pero puede hablarse de matanzas genocidas: por el número de muertos, por el poco caso hecho a civiles y a prisioneros, y por la regularidad de las atrocidades. La población de la región autónoma descendió de 2,8 millones de habitantes en 1953 a 2,5 millones en 1964, según las cifras oficiales. Si tenemos en cuenta los exiliados y la tasa de natalidad (que también es incierta), esto podría representar hasta 800.000 «muertos de más», es decir, tasas de pérdidas que recuerdan la Camboya de los jemeres rojos[321]. Que en estas condiciones aparezca tan a menudo en las mujeres tibetanas el temor al aborto o a la esterilización forzosas durante la menor estancia en el hospital, es un indicio suplementario de un sentimiento de extrema inseguridad, tanto como la secuela de prácticas duramente antinatalistas (recientemente calcadas de las que están en vigor entre la mayoría Han, cuando durante mucho tiempo las minorías se habían visto dispensadas de seguirlas). Se dice que el secretario general del PCCh, Hu Yaobang, de visita en Lhassa en 1980, lloró de vergüenza ante tanta miseria, tanta discriminación entre Han y tibetanos, y habló de «colonialismo en estado puro»[322]. Perdidos hace mucho tiempo en su país de nieve y de dioses, los tibetanos tienen la desgracia de vivir en una región eminentemente estragégica, en el corazón mismo de Asia. ¡Ojalá no lo paguen ni con su desaparición física, afortunadamente improbable, ni con la de su alma!

El libro negro del comunismo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section001P.xhtml
Mapa001.xhtml
Mapa002.xhtml
Mapa003.xhtml
Mapa004.xhtml
Section0003.xhtml
Section001P_1.xhtml
Section001P_2.xhtml
Section001P_3.xhtml
Section001P_4.xhtml
Section001P_5.xhtml
Section001P_6.xhtml
Section001P_7.xhtml
Section001P_8.xhtml
Section001P_9.xhtml
Section001P_10.xhtml
Section001P_11.xhtml
Section001P_12.xhtml
Section001P_13.xhtml
Section001P_14.xhtml
Section001P_15.xhtml
Section001P_16.xhtml
Section002P.xhtml
Section002P_1.xhtml
Section002P_2.xhtml
Section002P_3.xhtml
Section003P.xhtml
Section003P_1.xhtml
Section003P_2.xhtml
Section004P.xhtml
dedicatoria2.xhtml
Mapa005.xhtml
Mapa006.xhtml
Mapa007.xhtml
Section004P_0.xhtml
Section004P_1.xhtml
Section004P_2.xhtml
Mapa008.xhtml
Section004P_3.xhtml
Section004P_4.xhtml
Section004P_5.xhtml
Section005P.xhtml
Section005P_1.xhtml
Section005P_2.xhtml
Section005P_3.xhtml
Section006P.xhtml
Section006P_1.xhtml
Fotos.xhtml
Foto0001.xhtml
Foto0002.xhtml
Foto0003.xhtml
Foto0004.xhtml
Foto0005.xhtml
Foto0006.xhtml
Foto0007.xhtml
Foto0008.xhtml
Foto0009.xhtml
Foto0010.xhtml
Foto0011.xhtml
Foto0013.xhtml
Foto0014.xhtml
Foto0015.xhtml
Foto0016.xhtml
Foto0017.xhtml
Foto0018.xhtml
Foto0019.xhtml
Foto0020.xhtml
Foto0021.xhtml
Foto0022.xhtml
Foto0023.xhtml
Foto0024.xhtml
Foto0025.xhtml
Foto0026.xhtml
Foto0027.xhtml
Foto0028.xhtml
Foto0029.xhtml
Foto0030.xhtml
Foto0031.xhtml
Foto0032.xhtml
Foto0033.xhtml
Foto0034.xhtml
Foto0035.xhtml
Foto0036.xhtml
Foto0037.xhtml
Foto0038.xhtml
Foto0039.xhtml
Foto0040.xhtml
Foto0041.xhtml
Foto0043.xhtml
Foto0044.xhtml
Foto0045.xhtml
Foto0046.xhtml
Foto0047.xhtml
Foto0048.xhtml
Foto0049.xhtml
Foto0050.xhtml
Foto0051.xhtml
Foto0052.xhtml
Foto0053.xhtml
Foto0054.xhtml
Foto0055.xhtml
Foto0056.xhtml
Foto0057.xhtml
Foto0058.xhtml
Foto0059.xhtml
Foto0060.xhtml
Foto0061.xhtml
Foto0062.xhtml
Foto0063.xhtml
Foto0064.xhtml
Foto0065.xhtml
Foto0066.xhtml
Foto0067.xhtml
Foto0068.xhtml
Foto0069.xhtml
Foto0070.xhtml
Foto0071.xhtml
Foto0072.xhtml
losautores.xhtml
notas.xhtml
notas0002.xhtml
notas001P_2.xhtml
notas001P_3.xhtml
notas001P_4.xhtml
notas001P_5.xhtml
notas001P_6.xhtml
notas001P_7.xhtml
notas001P_8.xhtml
notas001P_9.xhtml
notas001P_10.xhtml
notas001P_11.xhtml
notas001P_12.xhtml
notas001P_13.xhtml
notas001P_14.xhtml
notas001P_15.xhtml
notas002P_1.xhtml
notas002P_2.xhtml
notas002P_3.xhtml
notas003P_1.xhtml
notas003P_2.xhtml
notas004P_1.xhtml
notas004P_2.xhtml
notas004P_3.xhtml
notas004P_4.xhtml
notas004P_5.xhtml
notas005P_1.xhtml
notas005P_2.xhtml
notas005P_3.xhtml
notas006P_1.xhtml