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EL COMUNISMO EN AFGANISTÁN

por
SYLVAIN BOULOUQUE

Afganistán[1] se extiende sobre una superficie de 640 000 km2, es decir, una superficie algo mayor que Francia. Tiene frontera con cuatro Estados: la Unión Soviética al norte, Irán al oeste, Pakistán al este y al sur y, a lo largo de unas decenas de kilómetros, con China. El territorio está ocupado en más de un tercio por altas montañas que en algunos casos alcanzan los siete mil metros. En 1979 la población afgana era de 15 millones de almas repartidas en varias etnias. La etnia dominante, con seis millones de personas, implantada principalmente al sur del país, es la de los pashtun, población de mayoría sunnita que habla su propia lengua, el pashtun. Los tadjiks, una etnia integrada por cuatro millones de personas instaladas esencialmente al este del país, son sobre todo persófonos sunitas que hablan el dari. Los uzbekos, también sunnitas, constituyen una población turcófona instalada al norte del país, representada por un millón y medio de personas. También se estima en un millón y medio los hazaras, predominantemente shiítas que habitan en el centro del país. Las otras etnias, entre otras turkmenos, kirguizes, baluchies, aimacos, kohistaníes y nuristanes, se reparten por el conjunto del territorio y forman el 10 por 100 del total de la población afgana.

El primer fundamento nacional es el Islam. Afganistán está compuesto en un 99 por 100 de musulmanes, el 80 por 100 de los cuales es de confesión sunnita y el 20 por 100 shiíta. Existen asimismo minorías sijs e hindúes y una pequeña comunidad judía. El Islam de talante moderado que practican marcaba el ritmo de la vida cotidiana de Afganistán tanto en las ciudades como en el campo, manteniendo las estructuras tradicionales del sistema tribal, en que los jefes tribales dirigían las pequeñas comunidades. Rural en su inmensa mayoría, Afganistán contaba en 1979 con una gran ciudad de más de cinco millones de habitantes, Kabul, situada al este del país, y algunas ciudades de menor importancia como Herat, al oeste, Kandahar al sur, Mazar-es-Sharif y Kunduz, ninguna de las cuales superaba los 200 000 habitantes. Una larga tradición de resistencia a las tentativas de conquista constituye otro capital común de los afganos, que se enfrentaron con los intentos de invasión de los mongoles y luego de los rusos. Afganistán estuvo bajo tutela inglesa desde mediados del siglo XIX hasta 1919. Mientras Inglaterra y Rusia, luego la Unión Soviética, se enfrentaban a través de los pueblos del Asia central, la monarquía afgana trató siempre de afirmar su relativa independencia, ya que a menudo se vio convertida en elemento de rivalidad entre las potencias. La toma efectiva del poder por parte del rey Zaher en 1963 aceleró la corriente de modernización cultural, económica y política. Desde 1959 las mujeres dejaron de estar obligadas a cubrirse con el velo, podían asistir a la escuela y las universidades eran mixtas. La opción del monarca de modernizar el régimen colocó a Afganistán en la vía del sistema parlamentario: los partidos políticos fueron reconocidos en 1965 y se celebraron elecciones libres. El golpe de Estado comunista del 27 de abril de 1978 y la posterior intervención soviética alteraron el equilibrio del país y trastornaron un entorno tradicional en plena mutación.

AFGANISTÁN Y LA URSS DE 1917 A 1973. Los vínculos entre la Unión Soviética y Afganistán eran muy antiguos. En abril de 1919 el rey Amanollah estableció relaciones diplomáticas con el nuevo Gobierno de Moscú, hecho que permitió a este abrir cinco consulados. El 28 de febrero de 1921 se firmó un tratado de paz y un acuerdo de cooperación y los soviéticos participaron en la construcción de una línea de telégrafos. Los soviéticos abonaban al rey un subsidio anual de medio millón de dólares. Este acuerdo expresaba por parte de los soviéticos la voluntad de compensar la influencia inglesa en el país[2], y la de extender la revolución a los países bajo dominio colonial o semicolonial. Así, durante el Congreso de los Pueblos de Oriente, celebrado en Bakú entre los días 1 y 8 de septiembre de 1920, los responsables de la Internacional comunista consideraron que el anticolonialismo y el antiimperialismo podrían atraer a su campo a los pueblos «sometidos» y empezaron a realizar declaraciones en las que el término Jihad (guerra santa) sustituía al de «lucha de clases». Según parece, en el congreso tomaron parte tres afganos: Agazadé, en representación de los comunistas afganos, Azim por los «sin partido» y Kara Tadjiev, que se convertiría en representante de los sin partido en el congreso[3]. Igualmente, las resoluciones del IV Congreso de la Internacional comunista, inaugurado el 7 de noviembre de 1922, preconizaban el debilitamiento de las «potencias imperialistas» mediante la creación y la organización de «frentes únicos antiimperialistas».

De forma simultánea, las tropas soviéticas dirigidas por el general Mijaíl Vassilievich Frunzé (1888-1925) —uno de los responsables del Ejército Rojo, que había participado en la represión contra el movimiento anarquista ucraniano de Néstor Majnó—, en septiembre de 1920 anexionaron el Janato, en la provincia de Bujara, que había formado parte durante algún tiempo del reino de Afganistán, y multiplicaron las operaciones contra los campesinos, los basmachíes —denominados «salteadores», que siempre se habían opuesto a la dominación rusa y luego bolchevique de la región—, utilizando métodos análogos a los empleados contra los campesinos rebeldes en Rusia. La anexión de esta región se hizo definitiva en 1924, aunque prosiguieron los combates, mientras un millón de basmachíes encontraban refugio en Afganistán. El Ejército Rojo no conseguiría aplastar a los basmachíes hasta 1933. La influencia de los comunistas en las esferas dirigentes de Afganistán empezó a hacerse notar: muchos oficiales afganos completaban su formación en la URSS. Paralelamente, algunos «diplomáticos soviéticos» realizaban actividades clandestinas: un militar y algunos ingenieros serían expulsados por llevar a cabo este tipo de trabajo[4]. También pudo probarse la presencia de agentes de la GPU en Afganistán, en la persona de Georges Agabekov, miembro de la Cheka desde 1920, e integrado en el servicio de la Inostrany Otdel (la sección extranjera); Agabekov se convirtió en el residente ilegal de este servicio, primero en Kabul y luego en Estambul, donde continuó ocupándose de Afganistán hasta su ruptura con la GPU en 1930[5].

En 1929, el rey Amanollah emprendió una política de reforma agraria al tiempo que ponía en marcha una campaña antirreligiosa. Las leyes, calcadas del modelo del reformador Kemal Atatürk, provocaron la insurrección del campesinado, dirigido por Batcha-yé Saqqao, «el hijo del aguador», que derribó el régimen[6]. Al principio, la Internacional comunista atribuyó a la sublevación un carácter anticapitalista. Luego la URSS ayudó a las tropas del antiguo régimen, dirigidas por el embajador afgano en Moscú, Gulam-NabiJan, a volver a Afganistán. Las tropas soviéticas (las mejores unidades de Tashkent ayudadas por la aviación rusa) entraron en Afganistán con uniformes afganos. 5.000 afganos representantes de las fuerzas gubernamentales murieron. El Ejército Rojo ejecutó de inmediato a todos los campesinos que encontró a su paso[7]. El rey Amanollah y Gulam-Nabi Jan huyeron al extranjero y el apoyo soviético cesó. Nader Shah regresó precipitadamente de su exilio en Francia y tomó el mando del ejército afgano. Los notables y las tribus lo proclamaron su rey, y «el hijo del aguador», que estaba huido, fue detenido y ejecutado. Nader Shah intentó un acuerdo con los ingleses y con los soviéticos. En Moscú se le reconocía y escuchaba, a cambio de que interrumpiera el apoyo a los insurgentes basmachíes. El ejército afgano empujó a Ebrahim Beg, dirigente de los basmachíes, hasta territorio soviético, donde fue detenido y ejecutado[8]. El 24 de junio de 1931 se firmó un nuevo tratado de no agresión. A la muerte de Nader Shah, asesinado por un estudiante, le sucedió en 1933 su hijo Zaher Shah.

Desde 1945 el país fue el escenario de varias corrientes de «modernización» que serían especialmente perceptibles en la capital, con la puesta en marcha de planes quinquenales y septenales. Se firmaron nuevos acuerdos de amistad y cooperación con la Unión Soviética, entre ellos el de diciembre de 1945 que preconizaba la no injerencia, al tiempo que se enviaba a numerosos consejeros soviéticos a Afganistán, principalmente para contribuir a la modernización del ejército.

El príncipe Mohammed Daud, primo del rey y primer ministro, gobernó de 1953 a 1963. Participó en la creación del movimiento de los no alineados. Con el tiempo, la influencia soviética se hizo preponderante y fueron los soviéticos quienes organizaron el ejército y los sectores clave de la vida del país. Aunque el príncipe realizó de forma regular tentativas de acercamiento a Estados Unidos, los acuerdos económicos se orientaron prácticamente de manera exclusiva en favor de la URSS. En 1963 Daud fue apartado del poder por el monarca, Zaher, que, a partir de esa fecha, ejercería el poder. Durante la década de 1963-1973 Zaher intentó transformar el régimen en una monarquía constitucional. Los partidos políticos fueron legalizados y en enero de 1965 se celebraron las primeras elecciones libres. En 1969 se organizó un segundo escrutinio. En las dos elecciones los resultados fueron favorables a personalidades locales y a grupos afines al Gobierno. Afganistán se occidentalizó y se modernizó si bien es cierto que el país no era todavía una auténtica democracia: Michael Barry ha dicho del régimen real que «estaba lejos de ser perfecto: altivo, privilegiado y a menudo corrupto. Pero también estaba lejos de ser el abismo de barbarie que a los comunistas afganos les gustaba pintar. Además, la realeza había abolido la tortura en 1905 e incluso los castigos corporales previstos por la Shariah habían caído en desuso: el régimen comunista significó en este aspecto una regresión salvaje»[9].

LOS COMUNISTAS AFGANOS. El Partido Comunista Afgano, que permanecía en la clandestinidad, salió a la luz con el nombre de Partido Democrático del Pueblo Afgano (PDPA). Las elecciones permitieron a Babrak Karmal y a su compañera, Anathihâ Ratebzâd, ser elegidos diputados. En las elecciones de 1969 resultaron elegidos otros dos comunistas, entre ellos Hafizullah Amin. El congreso del PDPA celebrado a principios de 1965 designaría como secretario general, con el aval soviético, a Nur-Mohammed Taraki. Con todo, la fachada de unidad ocultaba rivalidades y disensiones de orden político, tribal y personal. Babrak Karmal era un kabuli, es decir, un aristócrata miembro de la familia real. El hijo del general Mohammed Hosayn Jan usaba el seudónimo de Karmal, que significa «amigo de los trabajadores». Según un tránsfuga del KGB, Karmal habría sido miembro del KGB durante muchos años. El otro fundador del partido, Nur-Mohammed Taraki, nacido en la provincia de Ghazni, era hijo de un campesino acomodado. Era un pashtun que logró alcanzar las esferas gubernamentales gracias a sus conocimientos de inglés. Hazifullah Amin era también pashtun, nacido en el extrarradio de Kabul en el seno de una familia del pequeño funcionariado[10].

Dos facciones formaban el PDPA, cada una con su periódico, el Jalq (El Pueblo) y el Parcham (Estandarte o Bandera), respectivamente. El Jalq aglutinaba a los pashtun del sudeste del país mientras el Parcham reunía a las clases acomodadas persófonas y deseaba poner en práctica la teoría del frente unido. Los dos eran abiertamente ortodoxos y seguían muy de cerca la política soviética, si bien el Parcham parecía más sensible a los desiderata de Moscú. La escisión entre ambas facciones se prolongó diez años, de 1966 a 1976, tiempo en el que cada una reivindicaba el título de comunista afgano y actuaba en nombre del PDPA. El Jalq y el Parcham se fusionaron en 1976. El partido nunca contó con más de 4000 a 6000 miembros[11]. Junto a estos dos movimientos agrupados en el seno del PDPA existían variantes prochinas del comunismo, como la Llama Eterna (Sholà-yé-Yawid), que reclutaba a sus militantes principalmente entre los shiítas estudiantes y que pronto se dividió en varias tendencias. El conjunto de los grupos maoístas se uniría más tarde a la resistencia. Entre 1965 y 1973 los comunistas afganos llevaron a cabo una campaña de denigración sistemática del Gobierno y de la monarquía con numerosas manifestaciones e interrupciones de las sesiones del parlamento. Paralelamente, los militantes del PDPA intentaban reclutar adeptos, esencialmente en las esferas de la clase dirigente.

EL GOLPE DE ESTADO DE MOHAMMED DAUD. Daud, al que el rey Zaher había apartado del poder en 1963, fomentó y, gracias al apoyo de los oficiales comunistas, consiguió dar un golpe de Estado en 1973. Conviene señalar que las interpretaciones sobre esta acción son divergentes, ya que mientras unos hablan de una acción teledirigida por Moscú[12] otros estiman que Daud utilizó a los comunistas. Sea como fuere, en el Gobierno de Daud había siete ministros comunistas pertenecientes al Parcham. Se suspendieron las libertades constitucionales y se inició una primera fase de represión instigada por los comunistas. «El dirigente nacionalista Hashim Maiwandwal (antiguo primer ministro de tendencia liberal entre 1965-1967) ha sido detenido por conspiración junto con otras cuarenta personas, cuatro de las cuales han sido ejecutadas. Maiwandwal “se suicidó” (según la versión oficial) en la cárcel. Según la opinión general, se trató de un asesinato y el golpe se organizó con el objetivo de privar a Daud de cualquier solución de recambio creíble y de eliminar a algunas personalidades no comunistas»[13]. La tortura y el terror se convirtieron en métodos habituales. En 1974 se inauguró la siniestra cárcel de Pol-e-Charki.

En 1975, sin embargo, Daud excluyó a los comunistas y concluyó nuevos acuerdos comerciales con los países del bloque del Este pero también con Irán y la India. Las relaciones con la URSS se deterioraron y, en el curso de una visita oficial a la Unión Soviética, Daud tuvo sus diferencias con Leonidas Brezhnev y trató de afirmar la independencia económica de su país. Sus días estaban contados y Daud fue apartado del poder el 27 de abril de 1978. Michel Barry resume muy bien la situación en vísperas del golpe de Estado: «El Afganistán de antes de 1978 era un Estado laico que no toleraba en absoluto la oposición integrista musulmana, oficialmente neutro y complaciente con la Unión Soviética, cuyas fronteras no cuestionaba, como tampoco la dominación impuesta a otros musulmanes. (…) bien fortaleció el conflicto islámico, que hasta entonces había tendido a subestimar. Como mucho, el golpe de Estado comunista se aceleró para impedir que Afganistán escapara a última hora al control de la URSS»[14].

EL GOLPE DE ESTADO DE ABRIL DE 1978 O «REVOLUCIÓN DE SAUR». El incidente detonante del golpe de Estado comunista fue el asesinato en condiciones todavía hoy misteriosas de Mir-Akbar Jaybar, uno de los fundadores del PDPA. Una primera versión, establecida después de que el Parcham tomara el poder, afirmaba que fueron los hombres de Jalq, dirigidos por Hafizullah Amín, quienes lo eliminaron. La segunda versión atribuía el asesinato a Mohammed Najibullah, el futuro dirigente de los servicios secretos afganos, con la complicidad de los servicios secretos soviéticos[15]. Este asesinato tuvo como consecuencia un aumento de las manifestaciones y la caída de Daud. Al parecer, la toma del poder fue premeditada. Amín, líder del Jalq, muy bien implantado entre los militares, tenía proyectado dar un golpe de Estado en abril de 1980[16]. Efectivamente, la implantación del comunismo en Afganistán tenía la particularidad de haber adoptado los métodos inaugurados en España y que más tarde se aplicaron en las «democracias populares»: infiltración entre las capas dirigentes, establecimiento de células en el ejército y de la alta administración y luego toma del poder por la fuerza, mediante el golpe de Estado de abril de 1978, bautizado como «Revolución de abril» o «Revolución de Saur» (del toro). La marginación de los comunistas por parte de Daud y el asesinato de Mir-Akbar Jaybar aceleraron los preparativos. Las manifestaciones comunistas se multiplicaron. Daud mandó detener o mantener en arresto domiciliario a los principales dirigentes comunistas. Amín, asignado a residencia, pudo aprovechar la complicidad de los policías que vigilaban su casa, miembros al parecer del PDPA, y pudo organizar desde ella el golpe de Estado[17].

El 27 de abril de 1980 el palacio presidencial fue tomado por asalto con tanques y aviones. Daud, su familia y su guardia presidencial se negaron a rendirse. Él y diecisiete miembros de su familia serían eliminados al día siguiente. El 29 de abril hubo una primera purga de militares no comunistas que causó 3000 víctimas. La represión dirigida contra los partidarios del antiguo régimen ocasionó cerca de 10.000. Y entre 14.000 y 20.000 personas fueron encarceladas por razones políticas[18].

El 30 de abril se proclamó el nuevo Gobierno, dirigido por Nur-Mohammed Taraki. Taraki, del Jalq, fue designado presidente de la República Democrática de Afganistán; Babrak Karmal, del Parcham, vicepresidente y viceprimer ministro, y Hafizullah Amín, del Jalq, segundo viceprimer ministro y ministro de Asuntos Exteriores. La Unión Soviética fue el primer Estado que reconoció al nuevo Gobierno[19] con el que firmó un acuerdo de cooperación y asistencia mutua. Taraki decretó reformas que, según todos los observadores y testigos, rompieron los esquemas de la sociedad afgana. Se suprimieron las deudas rurales y las hipotecas sobre las tierras, la escuela era obligatoria para todos y se puso en marcha la propaganda antirreligiosa. Taraki fue proclamado «guía y padre de la Revolución de abril». Las reformas provocaron sin embargo el descontento general, y en julio de 1978 estallaron en Asmar, en el sureste de Afganistán, las primeras revueltas. La violencia política se convirtió en omnipresente. El 14 de febrero de 1979, el embajador americano Adolph Dubs fue secuestrado por el grupo maoísta Setem-i-Milli, que reclamaba la liberación de uno de sus dirigentes, Barrudim Bâhes, que entretanto había sido ejecutado por el JAD —servicios de seguridad afganos, asesorados por los soviéticos—. Los hombres del JAD intervinieron y mataron al embajador americano y a sus secuestradores[20]. «Habrá quien diga que esta operación fue dirigida en secreto para comprometer la situación diplomática del régimen jala»[21]. No quedó ningún testigo de la toma de rehenes.

Poco después el Gobierno comunista decretó una campaña antirreligiosa. Se quemaron ejemplares del Corán en las plazas públicas y algunos responsables religiosos (imanes) fueron detenidos y asesinados. Valga como ejemplo que en el clan de los Mojaddedi, grupo religioso muy influyente de una etnia shiíta, todos los hombres, es decir, 130 personas de la misma familia, fueron asesinados en la noche del 6 de enero de 1979[22]. Se prohibió la práctica religiosa a todas las confesiones, incluida la pequeña comunidad judía compuesta por 5.000 miembros, residentes en su mayoría en Kabul y en Herat, que encontrarían asilo en Israel.

La rebelión se propagó, multiforme y carente de una estructura real. Avanzó primero en las ciudades y luego se extendió al campo. «Cada tribu, cada etnia, con sus propias tradiciones, se constituirá en red de resistencia. La resistencia está formada por una multitud de grupos en contacto permanente con la población, cuyo vínculo primordial es el islam»[23]. Frente al rechazo generalizado a la toma del poder de los comunistas afganos, estos respondieron con la política del terror, ayudados por consejeros soviéticos. Según recuerda Michael Barry: «En marzo de 1979, el pueblo de Kerala fue el Oradour-sur­ Glane de Afganistán: se reunió a toda la población masculina del pueblo, es decir, a 1.700 adultos y niños, en la plaza del pueblo y se los ametralló a quemarropa; los muertos y los heridos fueron enterrados unos encima de otros en tres fosas comunes con una máquina excavadora. Las mujeres contemplaron horrorizadas durante mucho rato cómo temblaban los montículos de tierra, pues los enterrados que seguían con vida trataban de salir. Luego nada. Todas las madres y las viudas se marcharon a Pakistán. Patéticas, “contrarrevolucionarias-feudales-vendidas-a-los-intereses-chinos-y-americanos”, ofrecieron su testimonio entre gemidos de dolor desde sus chozas de refugiados»[24].

Los comunistas afganos solicitaron entonces a los soviéticos una ayuda discreta pero cada vez más importante. En marzo de 1979, varios Mig despegaron de la Unión Soviética y bombardearon la ciudad de Herat, que acababa de caer en manos de los insurrectos contrarios al poder de los comunistas. El bombardeo y luego la represión causaron, según las fuentes, entre 5.000 y 25.000 muertos en una población de 200.000 habitantes, pues el ejército se encargó a continuación de limpiar la ciudad de insurrectos. No existe, por lo tanto, indicación alguna de la magnitud de la represión[25]. La rebelión se extendió al resto del país y los comunistas se vieron forzados a pedir nuevamente ayuda a los soviéticos, que les proporcionaron: «material especial por un importe de 53 millones de rublos, equivalente a 140 cañones, 90 vehículos blindados (50 de urgencia), 48.000 armas de fuego, cerca de 1.000 lanzagranadas, 680 bombas aéreas (…) A título de ayuda de primera urgencia, los soviéticos suministraron 100 depósitos de líquido incendiario, 150 cajas de bombas, pero se disculparon por no poder atender la demanda afgana de bombas cargadas de gas tóxico y de pilotos para la dotación de los helicópteros»[26]. Paralelamente, el terror reinaba en Kabul. La cárcel de Pol-e-Charki, situada al este de la ciudad, se convirtió en un campo de concentración[27]. El director de la cárcel, Sayyed Abdullah, explicó a los presos: «Estáis aquí para que os convirtamos en basura». La tortura era moneda corriente: «El castigo supremo en la cárcel era ser enterrado vivo en el pozo negro (letrina)»[28]. Los detenidos eran ejecutados a razón de varios cientos cada noche, «a los cadáveres y a los agonizantes se los enterraba vivos con excavadoras»[29]. Se resucitó el método de Stalin para con los pueblos castigados. Así, el 15 de agosto de 1979, 300 miembros de la etnia de los hazaras, sospechosos de prestar apoyo a la resistencia, fueron detenidos. «150 fueron enterrados vivos con excavadoras. A la otra mitad se la roció con gasolina y se los quemó vivos»[30]. En septiembre de 1979, las autoridades de la cárcel admitieron que 12.000 presos habían sido eliminados. El director de Pol-e-Charki declaraba a quien quisiera escucharle: «Solo dejaremos a un millón de afganos vivos, es suficiente para construir el socialismo»[31].

Mientras Afganistán se convertía en una gigantesca cárcel los enfrentamientos entre el Jalq y el Parcham continuaban en el seno del PDPA. El Jalq resultó vencedor. A los representantes del Parcham se los envió a las embajadas de los países del Este. Su dirigente, Babrak Karmal, que había sido agente del KGB[32], fue destinado a Checoslovaquia, por petición expresa de la Unión Soviética. El 10 de septiembre de 1979, Amin se convirtió en primer ministro y secretario general del PDPA. Eliminó a sus supuestos adversarios y ordenó asesinar a Taraki, que según la versión oficial, murió a consecuencia de una larga enfermedad a su regreso de un viaje a la URSS. Los diferentes observadores destacaron la presencia de 5.000 consejeros soviéticos en Afganistán y, en particular, la presencia del coronel general Iván Gregorievich Pavlosky, jefe del Estado Mayor de las fuerzas de tierra soviéticas[33].

Al cabo de poco más de un año del golpe de Estado comunista, el balance era escalofriante. «El propio Babrak Karmal confesó que las purgas de sus dos predecesores, Taraki y Amín, habían causado 15.000 víctimas. En realidad fueron al menos 40.000. Entre ellas, por desgracia, dos de mis primos por parte de madre desaparecieron en el centro penitenciario de Pol-e-Charki. Uno, Sabay, era un famoso literato; sus poemas se leían en la radio y en la televisión. Yo sentía por él un profundo afecto. Mi otro primo, su hermano, era profesor. Toda la elite del país se encontró descabezada. Los pocos que sobrevivieron relataban las atrocidades comunistas. Las puertas de las celdas estaban abiertas: lista en mano, los soldados llamaban a los detenidos. Estos se levantaban. Instantes después llegaba el ruido ensordecido de las ráfagas de metralleta»[34], explicaba Shah Bazgar. En estas cifras solo se han tenido en cuenta los acontecimientos de Kabul y de las principales ciudades del país. Las ejecuciones en las zonas campesinas, donde los comunistas imponían el orden mediante el terror con el objetivo de acabar con cualquier tipo de resistencia, y los bombardeos sobre esas mismas zonas, provocaron la muerte de unas 100.000 personas. Se estima que el número de refugiados afganos que huyó de las matanzas ascendía a más de 500.000 personas[35].

LA INTERVENCIÓN SOVIÉTICA. Afganistán se encaminaba a la guerra civil. Pese a la represión, los comunistas no conseguían imponer su poder y una vez más pidieron ayuda a los soviéticos. El 27 de diciembre de 1979 empezó la operación «Borrasca 333» con la entrada de las tropas soviéticas en Afganistán. Según los términos del tratado de cooperación y amistad, se solicitó su intervención para acudir en ayuda de los «hermanos» de Kabul. «Un grupo de asalto de los comandos del KGB dirigido por el coronel Boyarinov (…) se encargó del asalto del palacio y asesinó a Amin y a todos los testigos susceptibles de contar lo ocurrido»[36]. Amin parecía estar distanciándose de la tutela soviética, había establecido contacto con los americanos —durante su estancia en Estados Unidos, en los años cincuenta, mientras cursaba estudios en aquel país— y multiplicado las relaciones con países que no estaban bajo influencia soviética directa. De hecho, la decisión ya estaba tomada desde el 12 de diciembre de 1979. Babrak Karmal lo sustituyó. Amin debería haberse retirado y aceptado un retiro dorado pero, ante su negativa, se proclamó el nuevo Gobierno en el curso de una emisión de radio difundida desde el sur de la Unión Soviética, antes incluso del asesinato de Amin[37].

Existen numerosas hipótesis sobre la intervención soviética. Algunos la consideran un paso más de la expansión rusa en su objetivo de llegar a los mares cálidos. Según otros, suponía una voluntad de estabilización de la región frente a la expansión de un islamismo radical. A menos que se tratara de la expresión de la expansión del imperialismo soviético, así como del carácter mesiánico del régimen marxista que quería someter al comunismo al conjunto de los pueblos. A esto se añadía la voluntad de defender un Estado gobernado por comunistas y supuestamente amenazado por «agentes del imperialismo»[38].

Las tropas soviéticas llegaron a Afganistán el 27 de diciembre de 1979. A principios de 1980, el contingente contaba con cerca de 100.000 hombres. La guerra de Afganistán se desarrolló en cuatro fases. Las tropas soviéticas ocuparon el país entre 1979 y 1982. La fase más dura de esta guerra total cubrió los años 1982-1986, y la retirada se efectuó entre 1986 y 1989. 200.00 soldados soviéticos se instalaron de forma permanente en Afganistán. La última fase, entre 1989 y 1992, se caracterizó por el mantenimiento en la jefatura del Estado de Mohammed Najibullah, el Gorbachov afgano que proponía una reconciliación nacional. Durante este período, la Unión Soviética entregó, a título de ayuda, después de que las tropas abandonaran el país el 15 de febrero, dos mil millones y medio de rublos en 1989 en tecnología militar y mil cuatrocientos millones en 1990. El Gobierno Najibullah cayó en 1992, cuando se produjo la desaparición de la Unión Soviética[39].

Desde entonces se combinaron dos técnicas: por una parte, la táctica de la guerra total, dirigida por los soviéticos, que practicaban la política de tierra quemada; y, por otra, los métodos de terror de masas y la eliminación sistemática de los opositores, o que supuestamente lo eran, en las prisiones especiales de la AGSA (Organización para la Protección de los Intereses de Afganistán), convertida en el JAD (Servicio de Información del Estado) en 1980 y, más tarde, en 1986, en el WAD (ministerio de Seguridad del Estado) y que dependía directamente del KGB, tanto para su financiación como por sus instructores. El Gobierno, mediante el terror de masas, se mantuvo hasta 1989, fecha en que las tropas soviéticas se retiraron de Afganistán, aunque de hecho se prolongaría hasta 1992, año de la caída del Gobierno de Mohammed Najibullah.

Durante estos catorce años de guerra, los soviéticos y los comunistas afganos no llegaron a dominar más del 20 por 100 del territorio. Se contentaron con controlar los grandes ejes, las principales ciudades, las zonas ricas en cereales, gas y petróleo cuya producción se destinaba a buen seguro a la Unión Soviética. «La explotación de los recursos y el aprovechamiento de Afganistán corresponden a una economía de explotación colonial típica: la colonia suministraba las materias primas y debía absorber los productos industriales de la metrópoli, haciendo funcionar de este modo su industria. (…) Según la conocida técnica rusa, el ocupante hacía pagar al país ocupado los gastos de la conquista y de la ocupación. Los ejércitos, los tanques, los bombardeos de los pueblos se facturaban y pagaban con su gas, su algodón y más tarde el cobre y la electricidad»[40]. Durante esos catorce años, los soviéticos, ayudados por el ejército afgano, libraron una guerra total. Pero el ejército afgano, formado por 80.000 hombres en 1978, sufría una hemorragia ligada al número creciente de deserciones. Dos años más tarde apenas superaba los 30.000 hombres. En marzo de 1983 se decretó la movilización general de todos los hombres mayores de dieciocho años. Muchachos de quince años fueron enrolados a la fuerza.

Aparte de las unidades de las tropas especiales, los soldados soviéticos enviados a Afganistán eran principalmente ciudadanos de las repúblicas periféricas: ucranianos, letones, lituanos, estonios que sustituyeron a los contingentes de musulmanes soviéticos, pues el poder temía el contagio de un islamismo radical. Como mínimo, 600.000 reclutas fueron destinados a Afganistán. El número de soldados soviéticos caídos fue al parecer superior a 30.000[41]. Sus cuerpos no les fueron entregados a sus familiares ni devueltos a la URSS: dentro de los ataúdes precintados y sellados no estaban sus cadáveres, que habían sido sustituidos por arena o por los cuerpos de otros soldados[42]. Desmoralizados por una guerra sin nombre, los soldados sucumbían al alcoholismo o a las drogas (hachís, opio y heroína). El KGB organizó algunos tráficos. Los beneficios de la producción de droga afgana desbancaban a los del Triángulo de Oro. Algunos soldados se automutilaron para conseguir que los repatriaran. A su regreso, muchos de los reclutas se vieron abandonados a su suerte. Algunos terminaron en hospitales psiquiátricos debido a trastornos mentales[43], mientras otros caían en la delincuencia. Y otros aun desarrollaron una retórica nacionalista que daría lugar al nacimiento del movimiento ultranacionalista y antisemita Pamiat, que contó con la complicidad indulgente del KGB[44].

La resistencia afgana se organizó frente a la invasión soviética. Los resistentes, que contaban con el apoyo de la población, eran entre 60.000 y 200.000 hombres. La resistencia afgana estaba compuesta por siete partidos sunnitas cuya retaguardia tenía su base en Pakístán, y por ocho partidos shiítas instalados en Irán[45]. Todos los grupos nacidos de la resistencia reivindicaban un islamismo radical o moderado —como el del comandante Massud—. La resistencia contó con el apoyo del Congreso estadounidense, que le suministró armas, y entre ellas, desde los años ochenta, los misiles tierra-aire Stinger que permitieron a los resistentes impedir los ataques aéreos soviéticos, uno de los elementos fundamentales de la guerra dirigida por el invasor. Los soviéticos utilizaron la estrategia del terror. Cualquier persona o cualquier pueblo sospechoso de participar poco o mucho en la resistencia era inmediatamente víctima de represalias. La represión llegaba a todas partes y actuaba constantemente.

Se cometieron las atrocidades comunes en todas las guerras. La violencia nacida de la brutalización de las masas y de la totalización de la guerra dirigida por los soviéticos golpeó a Afganistán[46]. Los resistentes afganos también perpetraron matanzas. Aunque no se mencionen aquí, los abusos de la resistencia son también inaceptables y no merecen disculpa. A diferencia de otros conflictos, como Vietnam, con el que se comparó el de Afganistán, conviene subrayar que esta guerra no fue reflejada por los medios de comunicación y que se filtraron muy pocas imágenes del conflicto. Se trató de una insurrección generalizada, en respuesta a un golpe de Estado comunista seguido de una invasión. Además, conviene señalar que las potencias que prestaron su apoyo a los resistentes dieron muestra de pasar por alto la actitud de algunos de ellos en el tema de los derechos humanos, favoreciendo en ocasiones a los más oscurantistas. No por ello resulta menos evidente que la responsabilidad de los acontecimientos ocurridos en Afganistán incumbe directamente a los comunistas y a sus aliados soviéticos. El Gobierno, mediante el terror de masas y el sistema represivo que practicaron es una constante de la historia del comunismo.

LA MAGNITUD DE LA REPRESIÓN. LA CUESTIÓN DE LOS REFUGIADOS. El número de refugiados, en constante aumento, alcanzó a finales de 1980 una cifra superior al millón. Se sabe que el 4 de julio de 1982 el 80 por 100 de los intelectuales había huido del país. A principios de 1983 había cerca de tres millones de refugiados sobre una población total de 15 millones de habitantes. En 1984 el número de refugiados rebasaba los cuatro millones, es decir, más de la cuarta parte del conjunto de la población[47] y llegaría a los cinco millones a principios de los años noventa. A los refugiados que habían abandonado Afganistán se sumaban los llamados «refugiados del interior», que abandonaban sus pueblos para escapar de la guerra y de la represión, cuyo número se elevaba a dos millones aproximadamente. Según Amnistía Internacional, los refugiados que abandonaron Afganistán constituyen «el grupo más numeroso a nivel mundial»[48]. Más de dos tercios del total se instaló en Pakistán, un tercio vivía en Irán y una ínfima minoría consiguió establecerse en Europa occidental y en Estados Unidos. Según constataba un observador, «en otoño de 1985, en el curso de una misión clandestina a caballo en cuatro provincias del este y del centro efectuada por la Federación Internacional de Derechos Humanos, el doctor sueco Johann Lagerfelt y yo mismo (Michael Barry) conseguimos establecer el censo de veintitrés pueblos, y pudimos evaluar una tasa de despoblamiento del 56,3 por 100»[49]. En el conjunto del territorio, cerca de la mitad de la población afgana tuvo que exiliarse y su salida obedeció directamente al sistema de terror que impuso a gran escala el Ejército Rojo con la colaboración de los soldados afganos.

LA DESTRUCCIÓN DE PUEBLOS Y LOS CRÍMENES DE GUERRA. Desde el inicio de su intervención en suelo afgano, los soviéticos concentraron sus ataques en cuatro direcciones: a lo largo de la frontera, en el valle de Panjsmir, y en las regiones de Kandahar, al sur del país, y en Herat, al este; dos zonas estas que fueron ocupadas en febrero de 1982. La guerra total que practicaban los soviéticos fue pronto condenada por el Tribunal Permanente de los Pueblos, heredero de los antiguos «tribunales Russell», que se «inspiraban directamente en el tribunal de Nüremberg, de los que son una filiación jurídica»[50]. El Tribunal Permanente de los Pueblos puso en marcha una investigación sobre este asesinato colectivo que les fue confiada al afganólogo Michael Barry, al jurista Ricardo Fraile y al fotógrafo Michel Baret. La investigación confirmó que el 13 de septiembre de 1982, en Padjwab-e Shana (al sur de Kabul, en la provincia de Logar), 105 aldeanos que se habían escondido en un canal de riego subterráneo fueron quemados vivos por los soviéticos. Estos utilizaron petróleo, pentrita y dinitrotolueno —un líquido altamente combustible— que extrajeron con mangueras conectadas a unos camiones para matar a los afganos escondidos. La sesión del Tribunal Permanente de los Pueblos celebrada en la Sorbona el 20 de diciembre de 1982 condenó oficialmente el crimen. El representante del Gobierno afgano en París denunció al tribunal calificándolo de juguete al servicio de los imperialistas y negó el crimen argumentando que «los techos de los karez (conductos de los túneles) afganos apenas medían unos centímetros de altura (por lo que) era imposible que entrara ningún ser humano»[51].

En el pueblo de Jasmam, en la provincia de Logar, se perpetró un asesinato de similares características. Un centenar de civiles que no oponían resistencia alguna hallaron la muerte en condiciones muy parecidas[52]. El terror se abatía sobre un pueblo cuando llegaba el ejército soviético: «El convoy se detenía a la vista de un pueblo. Después de una preparación artillera, se bloqueaban todas las salidas. Luego, los hombres de la tropa bajaban de sus blindados para registrar el pueblo en busca de “enemigos”. Demasiado a menudo, y abundan los testimonios al respecto, este registro iba acompañado de actos de ciega barbarie, en que mujeres y viejos eran abatidos al menor gesto de miedo. Los soldados, soviéticos o afganos por igual, se apoderaban de las radios y alfombras y les robaban sus joyas a las mujeres»[53]. Los crímenes de guerra y los actos de barbarie se producían con extrema regularidad: «Unos soldados soviéticos vertieron queroseno sobre el brazo de un muchacho y le prendieron fuego en presencia de sus padres porque estos se habían negado a darles información. A algunos habitantes del pueblo los obligaron a permanecer descalzos sobre la nieve a una temperatura de varios grados bajo cero para obligarles a hablar». «No hacíamos prisioneros de guerra —explicó un soldado—. Ninguno. En general matábamos a los prisioneros allí mismo. (…) Durante la expedición de castigo no se mataba a tiros a las mujeres y a los niños. Los encerrábamos en una habitación y arrojábamos granadas»[54].

El objetivo de los soviéticos era sembrar el terror, asustar a la población y disuadirla así de ayudar a la resistencia. Las operaciones de represalia perseguían el mismo objetivo: algunas mujeres fueron arrojadas desnudas desde helicópteros y algunos pueblos fueron arrasados en venganza por la muerte de un soldado soviético. Como señalaron los observadores: «A consecuencia de un ataque a un convoy cerca de los pueblos de Mushkizai, en la región de Kandahar, el 13 de octubre de 1983 los habitantes de los pueblos de Kolshabâd, Mushkizai y Timur Qalacha fueron asesinados como medida de represalia. El número total de víctimas es de 126: 40 en Timur Qalacha, es decir, la población de la aldea al completo; 51 en Kolshabâd y 35 en Mushkizai. Eran en su mayoría mujeres y niños: 50 mujeres entre veinte y treinta y dos años de edad y 26 niños. Todos los hombres habían abandonado los pueblos en cuanto llegaron los convoyes para escapar del reclutamiento»[55]. Además, los pueblos eran sistemáticamente bombardeados para impedir la contraofensiva de la resistencia. Así, el 17 de abril de 1985 los soviéticos destruyeron varios pueblos para minar las bases de la retaguardia de la resistencia en la región de Laghman, provocando la muerte de cerca de 1.000 personas. El 28 de mayo de 1985 los soviéticos abandonaron la zona de Laghman-Kunar y «limpiaron» los pueblos[56].

Se violaron sistemáticamente las convenciones internacionales. Durante los bombardeos del campo afgano, la aviación soviética empleó de forma intensiva contra la población civil napalm y fósforo[57], así como diversos tipos de gases tóxicos. Diferentes testimonios han hablado de bombardeos con gases irritantes, asfixiantes y lacrimógenos. El 1 de diciembre de 1982 se denunció el uso de gas neurotóxico contra la resistencia afgana, aunque se desconoce el número de víctimas[58]. En 1982 el Departamento de Estado norteamericano señalaba el uso de micotoxina, un arma biológica. La revista Les Nouvelles d’Afghanistan publicaba en diciembre de 1986: «Según Le Point del 6 de diciembre de 1986, los soviéticos utilizaron este verano un arma química en Kandahar. También se ha denunciado el uso de productos químicos mortales en Paghman»[59]. Paralelamente, el ejército soviético arrojaba sustancias tóxicas en las fuentes de agua potable provocando de este modo la muerte de los seres humanos y del ganado[60]. El mando soviético ordenó bombardear los pueblos donde se habían refugiado algunos desertores para disuadir a los afganos de ofrecerles su hospitalidad[61]. Este mismo mando soviético enviaba a los soldados afganos a desactivar minas o a los puestos avanzados. A finales de 1988, para «limpiar» las principales vías de comunicación y preparar así su retirada, el Ejército Rojo utilizó misiles Scud y Huracán. En 1989 las tropas soviéticas desandaban el camino utilizado diez años atrás controlando las principales carreteras para evitar los ataques de los resistentes. Antes de replegarse, los soviéticos inauguraron una nueva estrategia: el asesinato de los refugiados. Amnistía Internacional señalaba que «grupos de hombres, mujeres y niños que escapaban de sus pueblos se vieron sometidos por las fuerzas soviéticas a intensos bombardeos en represalia por los ataques de la guerrilla. Entre los casos mencionados estaba un grupo de un centenar de familias del pueblo de Sherjudo, en la provincia de Faryab, al extremo noroeste del país. El grupo fue atacado en dos ocasiones en el curso de su huida de más de quinientos kilómetros hasta la frontera paquistaní. Durante el primer ataque, en octubre de 1987, las fuerzas gubernamentales los cercaron y mataron a 19 personas, entre los cuales había siete niños menores de seis años. Quince días después, unos helicópteros abrieron fuego sobre el grupo y mataron a cinco hombres»[62]. Los pueblos de refugiados en Pakistán susceptibles de servir de retaguardia a la resistencia también fueron bombardeados, lo mismo que el campo de Matasangar, en Pakistán, el 27 de febrero de 1987[63].

Los observadores pudieron constatar el uso masivo de minas antipersonales: se sembraron veinte millones de minas, principalmente alrededor de las zonas de seguridad. Las minas en cuestión se utilizaron para proteger a las tropas soviéticas y las explotaciones industriales que suministraban sus productos a la Unión Soviética. También las lanzaban desde los helicópteros sobre las zonas agrícolas para dejar las tierras inservibles para su explotación[64]. Las minas antipersonales mutilaron al menos a 700.000 personas y todavía hoy siguen causando víctimas. Para atemorizar a la población civil, los soviéticos tomaron a los niños como blanco ofreciéndoles «regalos» como juguetes trampa que solían arrojar desde los aviones[65]. En su descripción de la sistemática destrucción de los pueblos, Shah Bazgar concluye: «Los soviéticos se ensañaron en todas las casas, cometiendo actos de pillaje y violando a las mujeres. Esta barbarie es peor que si fuera instintiva, pues resulta programada. Sabían que perpetrando tales actos destruyen los cimientos de nuestra sociedad»[66].

La estrategia de la tierra quemada y de la guerra total iba acompañada de la sistemática destrucción del patrimonio cultural de Afganistán. Kabul es una ciudad cosmopolita donde «el espíritu kabulí, muy vivaz y caracterizado por el buen humor, en el límite de la picaresca, (exhibía) una despreocupación y una libertad de costumbres (alejadas) de la austeridad del campo»[67]. Esta característica cultural desapareció con la guerra y con la ocupación soviética. Herat se convirtió en una ciudad mártir tras los repetidos bombardeos soviéticos en represalia por la insurrección generalizada que se desarrolló al oeste del país a partir de marzo de 1979. Los monumentos de la ciudad, como la mezquita del siglo XII y el casco antiguo edificado en el siglo XVI resultaron gravemente dañados y su reconstrucción se vio obstaculizada por la ocupación soviética[68].

A la guerra contra la población civil se sumaba el terror político que se ejerció ininterrumpidamente en las zonas controladas por los comunistas afganos, con el respaldo de los soviéticos. El Afganistán sovietizado se transformó en un inmenso campo de concentración. A los adversarios del régimen se les imponía sistemáticamente la tortura y la cárcel.

EL TERROR POLÍTICO. El orden estaba en manos del JAD, la policía secreta afgana, equivalente al KGB. Este servicio controlaba los centros de detención y practicaba la tortura y el asesinato a gran escala. Oficialmente, el JAD estaba bajo la dirección de Mohammed Najibullah, pero «a partir de la ocupación soviética, Vatanshâh, un tadjik soviético de unos cuarenta años (…), tomó las riendas del servicio de tortura e interrogatorios en los locales del JAD»[69]. La cárcel de Pol-e Charki, situada a doce kilómetros al este de Kabul, se vació tras la amnistía decretada cuando Babrak Karmal llegó al poder. En febrero de 1980 Karmal instauró la ley marcial y las cárceles volvieron a llenarse. «Esta cárcel consta de ocho galerías dispuestas como los rayos de una rueda circular central. (…) El bloque número uno está reservado a los presos preventivos, a los que ya no se interroga pero que están pendientes de juicio. El bloque número dos agrupa a los presos más importantes, en particular a los supervivientes de los funcionarios comunistas de las facciones que han perdido el poder. (…) El bloque número cuatro agrupa a presos importantes (…) el bloque número tres es el más temido, ya que está empotrado en medio de los otros y nunca le llega la luz del sol. En sus calabozos se suele encerrar a los presos más alborotadores. Las celdas del tercer bloque son tan pequeñas que el preso no puede estar de pie ni acostado. Las celdas están atestadas. (…) En 1982 se amplió la cárcel cavando celdas subterráneas. Probablemente son estas las celdas a las que se refieren los presos cuando hablan con terror de los “túneles”.(…) En Pol-e Charki hay en realidad de 12.000 a 15.000 presos, cifra a la que hay que añadir un mínimo de 5.000 presos políticos encarcelados en otras prisiones de Kabul y en los otros ocho principales centros de detención»[70].

A principios de 1986, Naciones Unidas publicaba un informe sobre los derechos humanos en Afganistán[71] en el que calificaba al JAD de «máquina de torturar». El informe señalaba que el JAD controlaba siete centros de detención en Kabul: «1) La oficina número 5 del JAD, conocida con el nombre de Jad-e-Panj. 2) El cuartel general del JAD en el distrito de Shasharak. 3) El edificio del ministerio del Interior. 4) La oficina central de interrogatorios, conocida con el nombre de Sedarat. 5) Los despachos de la rama militar del JAD, conocidos con el nombre de Jad-i-Nezami, y dos casas particulares próximas al edificio de Sedarat. 6) La casa Ahmad Shah Jan, y 7) La casa Wasir Akbar Jan, donde el JAD tiene sus despachos en el barrio de Howzai Bankat»[72].

El JAD también requisó «doscientas casas» individuales en los alrededores de la capital, así como en las grandes ciudades, las cárceles y los puestos militares.[73] «En cuanto a la naturaleza de las torturas», continúa el documento, «al informador especial se le proporcionó información acerca de la práctica de una larga serie de técnicas de tortura. En su declaración, un veterano oficial de policía de seguridad enumeró ocho tipos de tortura: por electroshock, generalmente aplicado sobre las zonas genitales de los hombres y en los pechos de las mujeres; se les arrancaba las uñas y se les aplicaba corriente eléctrica; a los presos se les prohibía hacer sus necesidades, de manera que al cabo de cierto tiempo se veían obligados a hacerlo en presencia de otros detenidos (…); se les introducía trozos de madera en el ano a los hombres, especialmente a los presos más respetados y de más edad; a ciertos presos se les arrancaba la barba, en particular a hombres mayores o personalidades religiosas; otra tortura consistía en obligar al preso a abrir la boca apretándole en el cuello para orinar dentro; se usaban perros policía contra los detenidos; se les colgaba por los pies durante un tiempo determinado; se violaba a las mujeres, a las que se mantenía con las manos y pies atados y se les introducía en la vagina toda clase de objetos»[74]. A las torturas físicas hay que añadir todo tipo de torturas psicológicas: simulación de ejecución, violación de un familiar en presencia del preso o falsa liberación[75].

Los consejeros soviéticos participaban en los interrogatorios y colaboraban con el verdugo[76]. Christopher Andrew y Oleg Gordievsky recordaban que «el KGB resucitó en territorio afgano algunos de los horrores de su pasado estalinista»[77]. El JAD contaba con 70.000 afganos. Entre ellos había 30.000 civiles controlados por 1.500 oficiales del KGB[78].

A pesar del terror político que causaba estragos en Kabul desde el golpe de Estado comunista, los grupos de resistencia se multiplicaron y las bombas estallaban en los locales de los responsables comunistas. También se multiplicaron las manifestaciones. Así, los estudiantes se declararon en huelga la semana del 27 de abril de 1980 para celebrar a su manera el aniversario del golpe de Estado. Durante las manifestaciones, «sesenta estudiantes, entre ellos seis muchachas, resultaron muertos»[79]. La huelga duró un mes y significó la cárcel para muchos estudiantes, que en algunos casos padecieron tortura. «Los más afortunados fueron expulsados del instituto de forma provisional o definitiva»[80]. A los no comunistas se los castigaba con la inhabilitación profesional. La represión contra estudiantes y profesores fue todavía más dura: «Para impresionar a los estudiantes, los verdugos los trasladaban a las “habitaciones del horror” donde se ajusticiaba a los resistentes. Farîda Ahmadî vio miembros cortados y dispersos en la “habitación” del JAD. (…) A estas víctimas seleccionadas del mundo estudiantil se las ponía en libertad para que sembraran el pánico entre sus compañeros, advertidos por sus testimonios»[81].

En otoño de 1983 Amnistía Internacional publicó un documento y lanzó un llamamiento para obtener la liberación de algunos presos. El profesor Hassan Kakar, director del departamento de Historia y especialista en Historia afgana, que había impartido clases en Boston y en Harvard, fue detenido por prestar ayuda a miembros de la fracción Parcham (si bien él no era miembro del PDPA) y albergar a varias personas. Su proceso se celebró a puerta cerrada, sin abogado. Se le acusó de delitos contrarrevolucionarios, por lo cual se le condenó a dieciocho años de cárcel. El único especialista afgano en Física atómica, Mohammed Yunis Akbari, fue suspendido de sus funciones en 1983, arrestado y encarcelado sin que mediaran cargos. Akbari, que ya había sido detenido en otras dos ocasiones, en 1981 y de nuevo en 1983[82], fue condenado a muerte en 1984 y ejecutado en 1990[83]. Los intelectuales que tomaban parte en los grupos de reflexión para buscar formas de conseguir la paz fueron encarcelados. Se eliminaba sistemáticamente a cualquier persona susceptible de convertirse en una «amenaza» para el régimen.

Se ejercía un control estricto sobre la información. A los extranjeros no acreditados por el régimen se los consideraba personae non gratae. Médicos y periodistas padecieron la misma suerte. Cuando se les arrestaba, los soviéticos los trasladaban a la cárcel central, donde eran sometidos a interrogatorio, aunque no se los torturaba físicamente, pues las asociaciones humanitarias tenían noticias de su estancia en Afganistán y pedían de inmediato su liberación. Sin embargo, en el transcurso de procesos amañados y completamente manipulados, se veían obligados a confesar actividades de espionaje en favor de potencias extranjeras y su participación en los combates de la resistencia a pesar de que su presencia en el país respondía a actividades de carácter humanitario[84].

Aunque los extranjeros eran testigos molestos, no se los torturaba ni asesinaba[85], al contrario de lo que le ocurría a cualquier afgano sospechoso, al que sistemáticamente se encarcelaba, torturaba y luego, la mayoría de las veces, se asesinaba. Este fue el caso de los militantes del Partido Socialdemócrata pachtum (Afghan Mellat), fundado en 1966, detenidos el 18 de mayo de 1983 cuando, según la información disponible, no apoyaban la resistencia afgana. Amnistía Internacional publicó una lista —completada más tarde— de 18 militantes detenidos que al parecer hicieron «confesiones públicas». Oficialmente, el Gobierno pronunció, entre el 8 de junio de 1980 y el 22 de abril de 1982, más de cincuenta condenas a muerte por actividades contrarrevolucionarias; setenta y siete en 1984 y cuarenta en 1985[86].

El 19 de abril de 1992 la cárcel de Poi-e Charki fue tomada y se procedió a la liberación de 4.000 personas. En mayo de 1992 se descubrió en sus alrededores una fosa con 12.000 cadáveres[87]. En verano de 1986, Shah Bazgar elaboró un cuestionario en el que pudo hacer el recuento de 52.000 presos en Kabul y 13.000 en Djalalabad. Según sus cifras, el total de presos había rebasado la cifra de 100.000 personas[88].

En 1986, Babrak Karmal fue destituido de sus funciones y sustituido por el muy gorbachiano presidente Mohammed Najibullah, que se hacía llamar «camarada Najib» para evitar la referencia a Alá, y que volvería a ser Najibullah cuando fue necesario promover la reconciliación nacional. Najibullah, miembro del Parcham, antiguo médico y embajador en Irán, era el hombre fuerte de Moscú. Dirigió el JAD desde 1980 a 1986, lo que le hizo merecer las felicitaciones del antiguo dirigente del KGB, convertido en secretario general del partido, Yuri Andropov, por los servicios prestados. Su hermano Seddiqullah Rabi le puso el mote de «el Buey» y lo comparaba con Beria. Según contaba, había firmado la ejecución de 90.000 personas en el plazo de seis años[89]. Además de hacerse cargo de la dirección de los servicios especiales, Najibullah sometió a tortura a un gran número de personas: «(…) Después de negar varias veces las acusaciones que se me imputaban, Najibullah se acercó a mí y me dio varios golpes en el vientre y en la cara. Caí al suelo y, medio inconsciente, recibí varias patadas en la cara y en la espalda. Me salía sangre por la boca y por la nariz. Recuperé la conciencia varias horas más tarde cuando me habían trasladado a mi celda».

Al terror político se sumaba la más completa arbitrariedad. Así, un comerciante, antiguo diputado en la asamblea nacional durante el reinado de Zaher, fue detenido por error, torturado y luego liberado. «Me detuvieron alrededor de las nueve y media de la noche. (…) Me pusieron en una celda con otros dos presos, un obrero de la construcción de Kalahan, al norte de Kabul, y un funcionario de la provincia de Nangahar, que había trabajado en el ministerio de Agricultura. Se veía claramente que el obrero había sufrido malos tratos. Tenía la ropa cubierta de sangre y heridas graves en los brazos. (…) Me llevaron para interrogarme. Me dijeron que en las últimas semanas yo había ido a Mazar-e Sharif y a Kandahar, y que el objetivo de mi viaje era sembrar el descontento contra el Gobierno. (…) Hacía seis meses que yo no me había movido de Kabul. Protesté y defendí mi inocencia, pero en cuanto lo hice empezaron a golpearme. Me conectaron a los pies un teléfono de manivela y me aplicaron descargas eléctricas. (…) Después de esto ya no volvieron a interrogarme. Dos días más tarde, uno de los hombres del JAD que había participado en mi interrogatorio vino a mi celda para decirme que iban a soltarme. Me dijo que el JAD ya estaba convencido de que mi detención había sido un error…»[90].

El terror también se descargaba sobre los niños, a los que se raptaba y enviaba a la Unión Soviética, donde se los formaba como espías encargados de infiltrarse en la resistencia. Shah Bazgar recogía el testimonio de Naim: «Soy de Herat. A los ocho años me sacaron de la escuela y me hicieron entrar en la Sazman (las Juventudes Comunistas Afganas), luego pasé nueve meses en la URSS. Algunos padres aceptaban a la fuerza. Mi padre, que era partidario de los comunistas, estaba de acuerdo. Mi madre está muerta. Él volvió a casarse. En casa, aparte de un hermano y una hermana, todo el mundo era del Jalq. Mi padre me vendió a los soviéticos. Cobró dinero durante varios meses. (…) Nosotros teníamos que espiar». A los niños se los drogaba para limitar su independencia y los más mayores gozaban de los «servicios» de prostitutas.

«—¿Viste morir a algún niño delante de ti?

»—A varios. Una vez, por una descarga eléctrica. El cuerpo del niño dio un brinco de casi un metro, luego cayó al suelo. El niño se negaba a trabajar de espía. Otra vez trajeron a un niño delante de nosotros. Le reprochaban que no hubiese denunciado a uno de sus compañeros, que se había metido bajo un blindado ruso al parecer para prenderle fuego. Lo colgaron de un árbol delante de nuestros ojos mientras los responsables gritaban: “Mirad lo que os puede pasar si os negáis a hacer lo que os ordenamos que hagáis”», contó Naim[91].

En total, 30.000 niños de entre seis y catorce años fueron enviados a la URSS. A los padres que se atrevían a protestar se los consideraba resistentes y se los encarcelaba.

El terror afectó al conjunto de la población y personas de todas las edades fueron víctimas de la guerra total y la política totalitaria comunista. Las tropas de ocupación soviéticas buscaban por todos los medios eliminar las bolsas de resistencia y para ello utilizaron el terror a gran escala: bombardeo sobre la población civil, asesinatos masivos de los habitantes de los pueblos y éxodo forzoso de estos. Al terror contra los civiles se añadía el terror político. Todas las grandes ciudades tenían prisiones especiales donde se torturaba a los detenidos y, muy a menudo, se los asesinaba.

CONSECUENCIAS DE LA INTERVENCIÓN. El golpe de Estado comunista y la posterior intervención soviética en Afganistán tuvieron consecuencias trágicas para el país. Mientras desde los años sesenta el país había experimentado un proceso de desarrollo económico y de modernización y un principio de funcionamiento democrático, el golpe de Estado de Daud apoyado por los comunistas truncó el proceso democrático. El acceso al poder de los hombres fuertes de Moscú rompió el impulso económico del país. Afganistán se hundió en la guerra civil y su economía se transformó en una economía de guerra, esencialmente orientada en provecho de la Unión Soviética. Se organizaron redes de tráfico de armas, drogas… La economía pronto quedó arruinada y todavía hoy resulta difícil evaluar la magnitud del desastre. De una población próxima a los 16 millones, más de cinco millones de habitantes abandonaron su país en dirección a Pakistán e Irán, donde viven en condiciones miserables. Resulta muy difícil establecer el número de muertos: según los testigos, hubo entre un millón y medio y dos millones de víctimas, civiles en el 90 por 100 de los casos. Hubo entre dos y cuatro millones de heridos. La influencia directa e indirecta del comunismo en el auge de los movimientos islamistas y en el despertar de las tensiones interétnicas es incontestable, aun cuando hoy por hoy sea difícil analizar el fenómeno. Afganistán, un país que iba por la senda de la modernidad, se vio transformado en un país donde la cultura de la guerra y la violencia se han convertido en sus únicos referentes.

El libro negro del comunismo
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