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CAMBOYA: EN EL PAÍS
DEL CRIMEN DESCONCERTANTE

Debemos dar una imagen pura y perfecta

de la historia del partido.

POL POT[1]

De Mao Zedong a Pol Pot, la filiación es evidente. Pero en este caso nos encontramos con una de esas paradojas que hacen que resulte tan delicado analizar, y más todavía comprender, esa revolución jemer roja en forma de torbellino fúnebre: el tirano camboyano, en su poco refutable mediocridad, no es más que una pálida copia del fantasioso y culto autócrata de Pekín, capaz después de todo de fundar en el país más poblado del planeta, y sin ayuda exterior decisiva, un régimen cuya viabilidad todavía no se ha agotado. Son, por el contrario, la Revolución Cultural y el «gran salto adelante» las que podrían pasar como pruebas mediocres, preparativos desordenados de lo que tal vez siga siendo el intento de transformación social más radical de todos los tiempos: aplicar el comunismo integral inmediatamente, sin ese largo período de transición que parecía formar parte de los fundamentos de la ortodoxia marxista-leninista. Y que la moneda fuese abolida, que la colectivización integral se acabase en menos de dos meses, que las diferenciaciones sociales fueran suprimidas por aniquilamiento del conjunto de las capas poseedoras, intelectuales y comerciantes, que el milenario antagonismo entre campo y ciudades fuera resuelto mediante la supresión, en una semana, de estas últimas. Bastaba con querer con mucha fuerza que el paraíso descendiese sobre la tierra para conseguirlo: Pol Pot creyó sin duda que de este modo se elevaba por encima de sus gloriosos antepasados —Marx, Lenin, Stalin, Mao Zedong— y que la revolución del siglo XXI hablaría jemer como la del XX había hablado ruso, primero, y luego, chino.

Pero la huella que los jemeres rojos[2] dejaron en la Historia está configurada completamente por la sangre. Basta con leer la abundante bibliografía derivada de esa experiencia límite: ya sean testimonios de personas que lograron escapar, ya sean análisis de investigadores. En la práctica solo se trata de represión. La única pregunta válida parece ser: ¿por qué y cómo se produjo un horror semejante? En este sentido, es cierto que el comunismo camboyano[3] supera a todos los demás, y en este sentido también difiere de ellos. Según se haga hincapié en uno o en otro de estos términos, se considerará que constituye un caso extremo, marginal, aberrante —y la brevedad del ejercicio del poder (tres años y ocho meses) va en esa dirección—, o que representa la caricatura, grotesca pero reveladora, de ciertos rasgos fundamentales del fenómeno comunista. El debate no está cerrado, aunque solo sea porque conocemos muy mal a los jemeres rojos, parcos en palabras y en escritos, y porque los archivos de sus sucesivos mentores —vietnamitas y chinos— todavía resultan inaccesibles.

El expediente, sin embargo, es abundante. Comunismo tardío, Camboya fue también el primer país en apartarse de él (1979), al menos en su forma radical. Y la extraña «democracia popular» que le sucedió, durante el decenio de ocupación militar vietnamita, encontró su fundamento ideológico casi único (porque el socialismo había perdido demasiado prestigio por el traumatismo anterior) en la condena de «la camarilla genocida Pol Pot-Ieng Sary»[4]. Las víctimas (una parte de ellas refugiadas en el extranjero) fueron alentadas para que hablaran (y lo hacen con facilidad, a poco que se les pida), y los investigadores, en cierta medida, a trabajar. La instauración de un régimen polí­ tico pluralista[5] bajo la égida de la ONU, que a partir de 1992 fue seguido por la concesión de importantes fondos de investigación por el Congreso de Estados Unidos en apoyo del programa del genocidio camboyano, patrocinado por la universidad de Yale, facilita las condiciones materiales. Y a la inversa, la voluntad de «reconciliación» entre camboyanos, que ha llegado incluso a reintegrar a los últimos jemeres rojos en el juego político, tiende a provocar una inquietante amnesia en la elite del país, en cuyo seno se ha mencionado insistentemente el cierre del museo del Genocidio (excárcel central) y el enterramiento de los osarios exhumados.

Así pues, sabemos poco más o menos lo que vivieron los camboyanos entre 1975 y 1979, a pesar de que todavía quede mucho por hacer en el plano de la cuantificación, de las variaciones locales, de la cronología y de las modalidades de toma de decisiones en el seno del Partido Comunista de Kampuchea (PCK). En cualquier caso, sabemos lo suficiente para justificar plenamente los precoces gritos de alarma de un François Ponchaud[6], que, como los de Simon Leys, antes que él tanto irritaron al conformismo intelectual de izquierda que durante cierto tiempo se negó a oírlos[7]. Cuando poco a poco fueron reconocidos como verídicos, gracias en parte a los comunistas vietnamitas, los «relatos de amargura» del terror jemer rojo representaron un papel nada despreciable en la crisis del comunismo y del marxismo occidentales. Como sucedió con esos judíos que movilizaron sus últimas fuerzas para que el mundo supiese lo que había sido la Shoah, dar testimonio constituye el objetivo supremo y el recurso de algunos camboyanos que, enfrentándose a todo, huyeron: su tenacidad dio sus frutos. Es la humanidad entera la que hoy debe recoger su antorcha, por ejemplo la de un Pin Yathay vagando un mes por la jungla, solo, hambriento, «para dar testimonio del genocidio camboyano, para describir lo que hemos sufrido, para contar cómo se había programado fríamente la muerte de varios millones de hombres, viejos, mujeres y niños… Cómo el país había sido arrasado, hundido de nuevo en la era prehistórica, y sus habitantes torturados… Yo quería vivir para suplicar al mundo que ayudase a los supervivientes a escapar del exterminio total»[8].

LA ESPIRAL DEL HORROR. A pesar de su nacionalismo receloso, los camboyanos lúcidos admiten que su país fue fundamentalmente víctima de sí mismo: de aquel pequeño grupo de idealistas que lo hicieron tan mal, y de una elite tradicional trágicamente incapaz. Pero semejante cóctel no resulta tan excepcional, ni en Asia ni en otras partes, y muy pocas veces desemboca en revoluciones. Es ahí donde el encuentro de una situación geográfica (la larga frontera con Vietnam y con Laos) y de una coyuntura histórica (la guerra de Vietnam, en plena escalada a partir de 1964) ejerce un peso indudablemente decisivo.

La guerra civil (1970-1975)[9]. El reino jemer, protectorado francés desde 1863, había conseguido escapar en cierto modo a la guerra de Indochina (1946-1954). En el momento en que las guerrillas ligadas al Vietminh empezaban a desarrollarse, en 1953, el rey Sihanuk supo lanzarse a una pacífica «cruzada por la independencia» —facilitada por sus buenas relaciones con París— que, coronada de éxito, segaba la hierba bajo los pies de sus adversarios de izquierda. Pero ante el enfrentamiento entre los comunistas vietnamitas y Estados Unidos, el juego de equilibrio excesivamente sutil que intentó para preservar la neutralidad camboyana le granjeó poco a poco la desconfianza de todos fuera de las fronteras de su país, y una creciente incomprensión dentro.

En marzo de 1970, el derrocamiento del príncipe por su propio Gobierno y por la asamblea, bendecido por la CIA (pero no organizado por ella al parecer), iba a precipitar al país entero en la guerra dado que vino acompañado de terribles pogroms contra la minoría vietnamita (unas 450.000 personas, dos tercios de las cuales tuvieron que regresar a Vietnam del Sur), del incendio de las embajadas comunistas vietnamitas y, finalmente, del ultimátum (completamente inútil) que ordenaba a las «tropas extranjeras» abandonar el país. Hanoi, que de repente no tenía en Camboya más cartas que las de los jemeres rojos, decidió apoyarles a fondo (armas, consejeros, formación militar en Vietnam), esperando ocupar la mayor parte del país en su nombre, o mejor dicho en el de Sihanuk, furioso por la humillación sufrida hasta el punto de unirse a sus peores enemigos de la víspera —los comunistas locales— que se apresuraron a ponerle una alfombra roja, por consejo de Pekín y de Hanoi, pero sin concederle un ápice de control real sobre la resistencia interior. Comunistas formalmente «realistas» lucharon por tanto contra la bastante formal República jemer[10]. Esta, en situación de inferioridad militar frente a los norvietnamitas, e incapaz de capitalizar en provecho propio la gran impopularidad de Sihanuk entre las capas urbanas, medias e intelectuales, hubo de apelar enseguida a la ayuda americana (bombardeos, armamento, consejeros) y aceptar una inútil intervención de la infantería survietnamita.

Tras la catástrofe de la operación Chenla-II que, a principios de 1972, vio cómo quedaban diezmadas las mejores tropas republicanas, la guerra no fue, de hecho, otra cosa que una larga agonía: el cerco se cerró implacable alrededor de las principales zonas urbanas, avitualladas y unidas entre sí por vía aé­ rea de forma cada vez más exclusiva. Pero este combate de retaguardia resultó, sin embargo, destructivo, homicida y sobre todo desestabilizador para una población que, a diferencia de la vietnamita, nunca había conocido nada comparable. Los bombardeos americanos, en particular, arrojaron 540.000 toneladas de explosivos sobre las zonas de combate, la mitad de ellas durante los seis meses que precedieron a su prohibición por el Congreso (agosto de 1973). Aminoraron el avance de los jemeres rojos, pero les aseguraron una abundante recluta rural de hombres llenos de odio hacia Estados Unidos, desestabilizaron un poco más la República mediante la afluencia de refugiados hacia las ciudades (sin duda, la tercera parte de los ocho millones de camboyanos[11], facilitaron luego su evacuación durante la victoria de los jemeres rojos y, por último, le permitieron esa gran mentira, argumento recurrente de su propaganda: «Hemos vencido a la primera potencia mundial, por lo tanto triunfaremos ante cualquier resistencia, la naturaleza, los vietnamitas, etc.»[12]. La conquista de Phnom Penh el 17 de abril de 1975, y de las últimas ciudades republicanas, era, por lo tanto, tan esperada que fue acogida por los vencidos mismos con una sensación de alivio casi general: pensaban que nada podía ser peor que aquella guerra cruel e inútil. Y sin embargo… Los jemeres rojos no habían esperado a la victoria para demostrar su aptitud desconcertante para la violencia y las medidas más extremas. A medida que llevaban a cabo su «liberación», el país se cubrió de «centros de reeducación», cada vez menos diferentes de los «centros de detención», reservados en principio a los «criminales» más redomados. Indudablemente, en sus inicios se crearon siguiendo el modelo de los campos de prisioneros del Vietminh de los años cincuenta, y, como estos, estaban reservados esencialmente a los prisioneros del ejército Lon Nol. No había motivos para aplicar en ellos las convenciones de Ginebra, dado que los republicanos eran «traidores» en vez de combatientes. No obstante, en el Vietnam no se produjeron matanzas deliberadas de detenidos, ni franceses ni indígenas. En Camboya, por el contrario, tendió a generalizarse el régimen más severo, y desde el principio parece haberse decidido que el destino más normal para cualquier detenido era la muerte. Henri Locard[13] ha estudiado un gran campo con más de 1.000 detenidos: fundado en 1971 o 1972, confinaron en él a los soldados enemigos, pero también a sus familias (reales o supuestas), niños incluidos, y además a monjes budistas, viajeros «sospechosos», etc. Los malos tratos, el régimen de hambre y las enfermedades acabaron pronto con la mayoría de los detenidos y la totalidad de los niños. Asimismo, eran numerosas las sacas: hasta treinta por noche[14].

Otras fuentes nos permiten vislumbrar la matanza de una decena de mi­llares de personas durante la conquista de la antigua capital real, Udong, en 1974[15]. Y las deportaciones masivas de civiles empezaron en 1973: unos 40.000 fueron trasladados de la provincia de Takeo hacia las zonas fronterizas del Vietnam —muchos huyeron hacia Phnom Penh—. Durante el intento abortado de conquista de la ciudad de Kompong Sham, millares de habitantes fueron obligados a seguir a los jemeres rojos en su retirada[16]. La población Kratie, la primera ciudad conquistada de alguna importancia, fue desalojada por completo. 1973 marcó también un momento decisivo en la emancipación de Vietnam del Norte: ofuscado por la negativa del PCK a unirse al proceso de salida negociada de los americanos (acuerdos de París, en enero de 1973), disminuyó considerablemente su ayuda. Sus medios de presión se redujeron en igual proporción, y el equipo de Pol Pot[17] lo aprovechó para iniciar la eliminación física de los supervivientes de los «jemeres vietminh», antiguos resistentes antifranceses (un millar aproximadamente) que habían ido a Hanoi tras los acuerdos de Ginebra (1954)[18] y que ahora regresaban a Camboya. Por su experiencia, por sus vínculos con el Partido Comunista vietnamita, representaban una alternativa a los dirigentes que ocupaban el poder, llegados al comunismo en su mayor parte después de la guerra de Indochina y/o en Francia, cuando estudiaban en ese país. En muchas ocasiones, estos últimos habían iniciado su vida militante en el Partido Comunista Francés[19]. A partir de ese momento, reescribiendo la historia, imponen el dogma de un PCK fundado en 1960, y no, como ocurrió, en 1951, como herencia del Partido Comunista Indochino (PCI), iniciado por Ho Chi Minh y centrado en Vietnam. Suponía privar de toda legitimidad histórica a los «51», a partir de ese momento expulsados, y crear artificialmente una solución de continuidad con el Partido Comunista Vietnamita (PCV). En un exceso de generosidad, los pocos sihanukistas perdidos en la guerrilla también fueron liquidados. Los primeros enfrentamientos serios entre tropas vietnamitas y jemeres rojos también parecen datar de 1973[20].

Deportaciones y segmentación de la población (1975-1979). El desalojo íntegro de Phnom Penh[21], inmediatamente después de la victoria, supuso sin embargo un choque tan inesperado para sus habitantes como para la opinión mundial, que por vez primera comprendió que en Camboya estaban desarrollándose unos acontecimientos excepcionales, y eso a pesar de que los phnompenheses todavía sentían la tentación de creer los pretextos esgrimidos por los nuevos amos: proteger a la población de eventuales bombardeos americanos y asegurar su avituallamiento. La evacuación de las ciudades, que tal vez permanezca como la «firma» del régimen en la historia, fue espectacular, pero al parecer no demasiado costosa en vidas: en ese momento se trataba de poblaciones en buen estado de salud y bien alimentadas, que pudieron llevarse algunas reservas (y medios de cambio, empezando por el oro, las alhajas… y los dólares)[22]. No sufrieron en ese momento brutalidades sistemáticas, aunque se matara a los recalcitrantes «para dar ejemplo» o soldados vencidos ejecutados. No despojaron por regla general, y ni siquiera registraron, a los deportados. Las víctimas directas o indirectas de la evacuación —heridos u operados expulsados de los hospitales, viejos o enfermos aislados; también numerosos suicidas, a veces familias enteras— rondaron en torno a una decena de millares de personas[23], de un total de tres millones de habitantes de la capital, y unos cientos de miles para el resto de las ciudades (¡entre el 46 y el 54 por 100 de la población total habría sido empujada a las carreteras!)[24]. Es el traumatismo lo que permanece, indeleble, en las memorias de los supervivientes. Tuvieron que dejar casa y bienes en menos de veinticuatro horas, algo tranquilizados todavía por la mentira piadosa[25] de que «es solo por tres días», pero enloquecidos por una marejada humana donde era fácil separarse, en ocasiones definitivamente, de sus allegados. Inflexibles soldados (yothea) que no sonreían nunca los empujaban: de hecho, la región de destino dependía del barrio de partida —¡ay de las familias divididas en ese momento!—. Se vieron abrumados por escenas de muerte y desesperación, y por regla general no recibieron la menor ayuda (alimento, cuidados…) de los jemeres rojos durante un lento éxodo que para algunos duró semanas.

Esta primera deportación se correspondió también con la primera selección de los exurbanos, en las encrucijadas de las rutas. Era rudimentaria, y por regla general basada en la declaración de las víctimas: de forma bastante inexplicable, al menos desde una perspectiva de control policial[26], los jemeres rojos habían ordenado la destrucción de todos los documentos de identidad; lo cual permitió a numerosos antiguos funcionarios o militares forjarse una personalidad nueva y, con un poco de suerte, sobrevivir[27]. So pretexto de poder servir al nuevo régimen en la capital, o de ir a recibir dignamente a Sihanuk, jefe de Estado nominal hasta 1976, se trataba de seleccionar el mayor nú­ mero posible de funcionarios de grado medio o alto, y en primer lugar de oficiales del ejército. La mayoría fueron asesinados inmediatamente, o perecieron poco después en prisión.

Gestionar por completo los enormes flujos de habitantes de las ciudades seguía estando fuera del alcance del débil aparato jemer rojo, cifrado por regla general en 1975 en torno a los 120.000 militantes y simpatizantes (en su mayoría muy recientes), la mitad de los cuales eran combatientes. Por lo tanto, muchas veces a los evacuados se les permitió instalarse donde querían (o donde podían), a condición de que lograsen la conformidad del jefe de la aldea. Camboya no es muy grande ni está muy densamente poblada, y casi todos los habitantes de la ciudad tenían familia en el campo: un buen número pudo reunirse con ella, hecho que mejoró sus oportunidades de supervivencia, al menos mientras no fueran deportados de nuevo (véase más adelante). Globalmente, las cosas no fueron demasiado difíciles: en ocasiones, los aldeanos mataban una vaca en honor de los evacuados[28], y en muchas ocasiones les ayudaron a instalarse. En líneas más generales todavía, hasta la caída del régimen, los testimonios manifiestan por lo menos tantas relaciones de ayuda mutua o de intercambio como de hostilidad —sobre todo al principio—; pocas medidas vejatorias físicas, y aparentemente una ausencia de asesinatos espontáneos[29]. Las relaciones parecen haber sido particularmente amistosas con los jemeres Loeu (minoría étnica de regiones apartadas)[30]. Que estos últimos, en cuyo seno tuvieron sus primeras bases los jemeres rojos, hayan sido favorecidos particularmente por el régimen, por lo menos hasta 1977, permite llegar a la conclusión de que las tensiones a menudo crecientes en otras partes entre recién llegados y campesinos fueron provocadas por la extrema penuria general, donde un bocado de más para uno podía significar un hambre atenazadora para otro: este tipo de situación nunca ha contribuido al altruismo…[31]

Los flujos de ciudadanos perturbaban la vida rural y el equilibrio entre los recursos y el consumo: en las fértiles llanuras arroceras de la región 5 (Noroeste), a los 170.000 habitantes oriundos se añadían 210.000 recién llegados[32]. Además, el PCK hizo cuanto pudo por ahondar el foso entre Prasheachon Shah —viejo pueblo, o pueblo de base, llamado en ocasiones «70», por hallarse generalmente bajo el control de los jemeres rojos desde el principio de la guerra— y Prasheachon Thmei —nuevo pueblo, o «75», o también «17 de abril—. Estimuló el «odio de clases» de los «proletarios-patriotas» frente a los «capitalistas-criados de los imperialistas». Puso en práctica un derecho diferenciado; o, más exactamente, solo los «viejos», una pequeña mayoría de la población, tenían algunos derechos, en particular, al principio, el de cultivar una parcela privada, luego el de comer en la cantina obligatoria antes que los demás, y algo mejor; ocasionalmente, a veces, el de participar en las «elecciones» de candidato único. El apartheid era completo —en principio no había derecho de hablarse, y en ningún caso el de casarse—, incluso en el hábitat: cada grupo estaba acuartelado en un barrio del pueblo[33].

Así pues, las líneas divisorias se multiplicaban en el seno de cada uno de los dos grandes grupos de población. Entre los «Viejos», se hizo todo lo posible por enfrentar a los «campesinos pobres» con los «propietarios de tierras», a los «campesinos ricos» con los excomerciantes (la colectivización fue rápidamente total). Entre los «nuevos», los no funcionarios y los no escolarizados fueron separados cuanto fue posible de los antiguos servidores del Estado y de los intelectuales. El destino de estas dos últimas categorías resultó generalmente funesta: poco a poco, y descendiendo cada vez más bajo en la jerarquía, fueron «purgadas», muchas veces hasta su completa desaparición, y a partir de 1978 se incluyeron en ellas un número cada vez mayor de mujeres y niños.

Sin embargo, haber ruralizado a la casi totalidad de la población camboyana no les bastaba a los dirigentes del PCK: hacía unos meses que se habían instalado, y ya una gran parte de los «nuevos» hubo de dirigirse hacia nuevos lugares de deportación, esta vez sin tener voz ni voto: por ejemplo, solo durante el mes de septiembre de 1975, varios cientos de miles de personas abandonaron las zonas este y suroeste por el noroeste[34]. No son raros los casos de tres o cuatro deportaciones sucesivas, sin contar las «brigadas de trabajo» que arrastraban, a veces durante varios meses seguidos, a jóvenes y adultos sin hijos de corta edad, lejos de su aldea de destino. La intención del régimen era cuádruple: impedir cualquier vínculo duradero, políticamente amenazador, entre «nuevos» y «viejos», e incluso entre «nuevos»[35]; «proletarizar» cada vez más a estos últimos, impidiéndoles llevarse sus escasos bienes[36] y tener tiempo para recoger lo que habían sembrado; establecer un control completo sobre los flujos de población, permitiendo la puesta en marcha de grandes obras y la valorización agrícola de las montañas y junglas poco pobladas de la periferia del país; por último, sin duda, conseguir que desapareciera la mayor cantidad posible de «bocas inútiles», porque las nuevas evacuaciones (a veces a pie, en el mejor de los casos en carretas o en trenes atestados y lentos, que hay que esperar una semana entera) fueron padecidas por individuos que se encontraban seriamente mal nutridos, y que estaban agotando sus reservas de medicamentos.

Los traslados «voluntarios» eran un caso algo particular. Los «nuevos» vieron muchas veces cómo les proponían «volver a su aldea natal», o ir a trabajar a una cooperativa menos dura, menos malsana, mejor alimentada. Invariablemente, los voluntarios (muchas veces numerosos) se veían engañados y precipitados en un entorno más siniestro todavía, más mortífero. Pin Yathay, víctima de esta operación, supo descubrir la trampa: «En realidad, se trataba de un sondeo para detectar las inclinaciones individualistas. (…) El habitante de las ciudades demostraba que no se había liberado de sus molestas inclinaciones. Demostraba así que debía sufrir un tratamiento ideológico más severo en una aldea donde las condiciones de vida eran difíciles y duras. Al presentarnos voluntarios, nos denunciábamos a nosotros mismos. Gracias a este mé­ todo infalible, los jemeres rojos rastreaban a los deportados más inestables, a los menos satisfechos de su destino»[37].

El tiempo de las purgas y de las grandes matanzas (1976-1979). Los hechos sucedían como si la locura clasificatoria y eliminadora impuesta a la sociedad fuese alcanzando poco a poco la cima del poder. Ya hemos visto que los «provietnamitas» auténticos y Hu Yun habían sido eliminados muy pronto; los diplomáticos del «gobierno real», que no eran comunistas, fueron llamados en diciembre de 1975, y todos, salvo dos, torturados y luego ejecutados[38]. Pero, en un PCK que parece no haber conocido nunca un funcionamiento regular, las sospechas de traición se veían alimentadas por la autonomía bastante amplia en principio de las distintas zonas (por ejemplo, el ejército no se unificó hasta después del 17 de abril), luego por los manifiestos fracasos de la economía y, finalmente, a partir de 1978, por las fáciles contraofensivas vietnamitas en la frontera.

Desde el arresto en septiembre de 1976 de Keo Meas, que fue «número 6» en la jerarquía del PCK, esta se vio devorada desde el interior a un ritmo cada vez mayor. Nunca hubo proceso, ni siquiera acusaciones claras, y todos los detenidos fueron asesinados, al término de espantosas torturas; solo sus «confesiones» nos permiten vislumbrar aquello que podía acusarles, pero las divergencias con la línea Pol Pot nunca están claras. Se trataba sin duda de «aplastar» a todos aquellos cuyo brillo personal, el menor signo de independencia de espíritu o una asociación pasada con el PCV (incluso con la «banda de los cuatro» china, como en el caso de Hu Nim), podía amenazar un día la preeminencia de Pol Pot[39]. La paranoia parece caricaturizar los peores excesos estalinistas. Por ejemplo, durante la sesión de estudios de los cuadros del Partido Comunista, inmediatamente después del inicio de la purga, el «centro» evoca, a modo de conclusión, «un combate feroz y despiadado, a muerte, contra el enemigo de clase (…), en particular en nuestras filas»[40]; y la revista mensual del partido, Tung Padevat (Banderas revolucionarias), escribe, en julio de 1978: «Hay enemigos en todas partes dentro de nuestras filas, en el centro, en el Estado Mayor, en las zonas, en las aldeas de base»[41]. Y sin embargo, en esa fecha, cinco de los trece responsables más altos de octubre de 1975 habían sido ejecutados, así como la mayoría de los secretarios regionales[42]. Dos de los siete miembros de la nueva dirección de 1978 fueron liquidados incluso antes de enero de 1979, entre ellos el viceprimer ministro Vorn Vet, a quien Pol Pot habría dado personalmente una paliza, hasta el punto de romperle una pierna[43]. La purga se autoalimenta: bastan tres denuncias como «agente de la CIA» para ser detenido; de ahí el encarnizamiento de los interrogadores para hacer confesar, una y otra vez, los nombres de los «peces gordos» (siete confesiones sucesivas en el caso de Hu Nim), fuera cual fuese el medio utilizado[44]. Las conspiraciones imaginarias aumentan sin cesar, las «redes» se entrecruzan. El odio furioso contra el Vietnam provoca la pérdida del sentido de la realidad: un médico se acusa de haber sido miembro de la «CIA vietnamita»; habría sido reclutado en Hanoi en 1956 por un agente americano disfrazado de turista[45]. Las liquidaciones descienden incluso hasta la altura de las cooperativas: a partir de ese momento, en un solo distrito, entre 40.000 y 70.000 habitantes habrían sido «traidores que colaboraban con la CIA»[46].

Sin embargo, solo en la zona este el control del poder adquirió un cariz propiamente genocida: El Vietnam hostil estaba cerca, y el jefe militar y político, Sao Phim, se había construido una sólida base local de poder. Fenó­ meno único, una rebelión de los cuadros locales contra el centro degenerará en una breve guerra civil, en mayo-junio de 1978. En abril, 409 mandos del este habían sido encerrados en Tuol Sleng. En junio, viéndose perdido, Sao Phim se suicidó; su mujer y sus hijos fueron asesinados mientras llevaban a cabo los ritos funerarios de Sao Phim. Algunos restos de las fuerzas armadas de la zona intentaron rebelarse, luego pasaron a Vietnam, donde formaron el embrión del Frente Unido de Salvación Nacional que acompañará al ejército de Hanoi a Phnom Penh. En el momento mismo en que el centro triunfaba, condenó a muerte, sin embargo, a esos «vietnamitas en cuerpos jemeres» que serían los habitantes del este. De mayo a diciembre de 1978, entre 100.000 y 250.000 personas (de 1.700.000 habitantes) fueron muertos —empezando por los jóvenes y los militantes—, entre otros, por ejemplo, la totalidad de las 120 familias (700 personas) del pueblo de Sao Phim. En otro pueblo, lograron huir siete personas de 15 familias, 12 de las cuales habían desaparecido por completo[47]. A partir de julio, los supervivientes fueron deportados en camión, en tren y en barco hacia otras zonas, donde estaban destinados a ser progresivamente exterminados (durante el traslado ya se había asesinado a miles): les pusieron unas ropas azules (traídas de China en unos buques de carga especiales), cuando bajo Pol Pot el «uniforme» debía ser negro. Y poco a poco, sin hacer demasiado ruido, generalmente fuera de la vista de los demás aldeanos, los «azules» desaparecieron. En una cooperativa del noroeste, solo un centenar de 3.000 seguían vivos cuando llegó el ejército vietnamita[48]. Estas atrocidades señalan un triple giro en vísperas del hundimiento del régimen: se mata a mujeres, niños y ancianos lo mismo que a los hombres adultos; los «viejos» mueren igual que los «nuevos»; y finalmente, desbordados por su tarea, los jemeres rojos imponen en ocasiones a la población, incluidos los «75», la obligación de ayudarles. La «revolución» enloquecía realmente, y ahora amenazaba con engullir hasta al último de los camboyanos.

Que el poder jemer rojo condujo a una gran parte de los camboyanos a la desesperación, lo demuestra la importancia de la huida hacia el extranjero: dejando a un lado las llegadas (poco numerosas) de abril de 1975, en Tailandia se contaban 23.000 refugiados en noviembre de 1976[49]. En octubre de 1977, en Vietnam se encuentran unos 60.000 camboyanos[50]. Y sin embargo, la extremada peligrosidad de la huida, castigada siempre con la muerte en caso de captura, y que solo podía intentarse a costa de jornadas, incluso de se>manas, de vagar por una jungla hostil[51] —el agotamiento además se hallaba generalizado—, hizo retroceder a la mayoría de quienes pensaban en huir. De los que se ponían en camino, solo una pequeña parte (cuatro de 12 en el grupo de Pin Yathay, que sin embargo se había preparado minuciosamente) llegó a buen puerto.

Después de veinte meses de conflicto fronterizo esporádico, en los primeros tiempos secreto, luego público desde enero de 1978, la llegada de los vietnamitas, en enero de 1979, fue contemplada por la gran mayoría de los camboyanos como una «liberación» (su denominación oficial, hasta hoy día). Resulta emblemático que los aldeanos de Samlaut («héroe» de la revuelta de 1967) hayan matado, como muchos otros, a sus dirigentes jemeres rojos que no habían huido a tiempo[52]. Estos habían perdido el tiempo dedicándose a sus últimas atrocidades: en muchas prisiones[53], entre ellas Tuol Sleng, no hubo prácticamente nadie a quien liberar. Que muchos posteriormente se hayan desengañado, que las intenciones de Hanoi no fueran en primer lugar humanitarias, no resta nada a este hecho que en la época fue criticado: visto el giro que tomaba el régimen jemer rojo, particularmente en 1978, un número incalculable de individuos fue salvado de la muerte por las divisiones blindadas vietnamitas. El país pudo empezar a vivir tranquilamente, y sus habitantes a recuperar poco a poco la libertad de desplazarse, de cultivar su campo, de creer, de aprender, de amar…

VARIACIONES EN TORNO A UN MARTIROLOGIO. El horror no necesita cifras para resultar obvio. Lo que hasta ahora hemos dicho, lo que todavía nos vamos a ver obligados a decir, basta sin duda para calificar al régimen del PCK. Lo que queda por cuantificar, es comprender lo siguiente: si ninguna categoría de la población se salvó, ¿cuál era la más apuntada? ¿Dónde y cuándo ocurrió esto? ¿Cómo situar la tragedia de Camboya entre todas las de este siglo, y en el seno de su propia historia? La utilización de diferentes métodos (demografía, microestudios cuantitativos, relatos, evaluaciones procedentes de los protagonistas), porque ninguno es satisfactorio por sí solo, permite avanzar hacia la verdad.

¿Dos millones de muertos? Para empezar por la inevitable necesidad de evaluación global, hemos de convenir que la «horquilla» es amplia, demasiado ancha; hecho que ya puede considerarse como significativo de la amplitud del acontecimiento: cuanto más considerable y difícil de comprender es una matanza, más delicado es su detalle. Por otro lado, ha habido demasiadas personas interesadas en aventar las pistas en direcciones opuestas: los jemeres rojos para negar sus responsabilidades, los vietnamitas y sus aliados camboyanos para justificarse. Durante su última entrevista periodística de diciembre de 1979, Pol Pot aseguró que «solo unos miles de camboyanos han podido morir a consecuencia de errores en la aplicación de nuestra política consistente en dar abundancia al pueblo»[54]. Jhieu Samphan, en un folleto oficial de 1987, precisó las cosas: 3.000 víctimas de «errores», 11.000 ejecuciones de «agentes vietnamitas», 30.000 asesinatos por «agentes vietnamitas infiltrados» (sic). El documento precisa, sin embargo, que los ocupantes vietnamitas habrían matado, en 1979-1980, a «cerca de 1.500.000» personas. Dado que esta última cifra resulta fantásticamente exagerada, puede interpretarse sin duda como una confesión involuntaria de la mortalidad del período que empieza en 1975, y que hay que poner en su gran mayoría en el activo de los jemeres rojos[55]. El «desvío de cadáveres» es más flagrante todavía cuando se trata de la evaluación de los muertos de antes del 17 de abril, durante la guerra civil: Pol Pot citó en junio de 1975 la cifra, sin duda ya exagerada, de 600.000; en 1978, esa cifra había pasado a «más de 1.400.000»[56]. A propósito de las víctimas de los jemeres rojos, el expresidente Lon Nol prefirió hablar de 2.500.000, y Pen Sovan, el antiguo secretario general del Partido Popular Revolucionario de Kampuchea (PPRK), en el poder desde 1979, enunció la cifra utilizada por la RPK y la propaganda vietnamita: 3.100.000.

Los dos primeros estudios cuantitativos considerados serios —aunque ellos mismos reconozcan sus incertidumbres— son, sin duda, el de Ben Kiernan, que llega a 1.500.000 muertos[57], y el de Michael Vickery, que cita una cifra reducida a la mitad (pero basándose en una población de partida que sin duda está claramente subevaluada). Stephen Heder utiliza la evaluación de Kieman, repartiéndola a medias entre los «viejos» y los «nuevos» (hecho que resulta difícil de aceptar), y cargando a medias la responsabilidad en la hambruna y los asesinatos[58]. David Chandler, especialista indiscutible, pero que no ha hecho ninguna evaluación analítica, habla de 800.000 a 1.000.000 de personas como de una cifra mínima[59]. Un estudio de la CIA, basado en datos aproximativos, estima el déficit demográfico total (incluido el descenso de la natalidad derivado de las dificultades) en 3.800.000 personas entre 1970 y 1979 (por lo tanto, están incluidas las pérdidas de la guerra de 1970-1975), para una población subsistente de 5.200.000 habitantes aproximadamente en 1979[60]. Basándose en la comparación entre campos de arroz cultivados antes de 1970 y en 1983, la evaluación llega a las 1.200.000 víctimas[61]. Marek Sliwinski, en un reciente e innovador estudio de base demográfica (debilitada, sin embargo, por la ausencia de cualquier tipo de censo entre finales de los años sesenta y 1993), señala algo más de dos millones de muertos, es decir, el 26 por 100 de la población (no está incluida la mortalidad natural, evaluable en el 7 por 100). Es el único que ha intentado precisar la sobremortalidad de los años 1978-1979 en función del sexo y de la edad: el 33,9 por 100 de hombres, el 15,7 por 100 de mujeres. Esa diferencia aboga por una mayoría de asesinatos como causa. La mortalidad fue terrorífica en todas las edades, pero sobre todo entre los jóvenes adultos (un 34 por 100 de hombres de veinte a treinta años, un 40 por 100 entre los treinta y los cuarenta) y entre las personas de ambos sexos de más de sesenta años (el 54 por 100). Como en las épocas de las grandes hambrunas o epidemias del antiguo régimen, la natalidad se derrumba: el 3 por 100 en 1970, el 1,1 por 100 en 1978[62]. Lo único seguro es que, desde 1945, ningún país se ha visto afectado hasta ese punto. En 1990 aún no se había alcanzado el número de habitantes de 1970. Y la población se hallaba muy desequilibrada: 1,3 mujeres por cada hombre. Entre los adultos de 1989, encontramos la bagatela de un 38 por 100 de viudas, frente a un 1O por 100 de viudos[63]. También vemos un 64 por 100 de mujeres entre la población adulta, y que el 35 por 100 de cabezas de familia son madres. La proporción es la misma entre los 150.000 camboyanos refugiados en Estados Unidos[64].

Semejante nivel de pérdidas —casi igual con toda seguridad a un habitante por cada siete, por lo menos, y más probablemente a uno por cada cuatro o cinco— permite eliminar desde el principio esta opinión pronunciada con frecuencia[65]: la violencia de los jemeres rojos, aunque sea inaceptable, habría sido ampliamente reactiva —la reacción de un pueblo enloquecido de dolor y de rabia— frente al «pecado original» de los bombardeos americanos. Para empezar podemos ver que otros pueblos abundantemente bombardeados (los británicos, los alemanes, los japoneses, los vietnamitas…) no por ello se vieron dominados por un prurito extremista comparable (en ocasiones ocurrió lo contrario). Pero, sobre todo, los desastres de la guerra, por dramáticos que sean, no son realmente comparables con lo que hizo el PCK en tiempo de paz, incluso si dejamos a un lado el último año y su conflicto fronterizo con el Vietnam. El propio Pol Pot, que, desde luego, no tenía ningún interés en minimizarlo, cifró (sin justificar esa cantidad), según hemos dicho, las víctimas en 600.000 —cifra que ha sido utilizada sin análisis, por sorprendente que parezca— por muchos especialistas. Chandler, del mismo modo frívolo, habla de «medio millón» de víctimas. Por lo que se refiere a los bombardeos americanos, cita, basándose en diversos estudios, «entre 30.000 y 250.000 muertos»[66]. En cuanto a Sliwinski, llega a 240.000 víctimas como estimación media, a las que quizá habría que añadir hasta 70.000 civiles vietnamitas, víctimas en su mayoría de los pogromos de 1970. Cifra en particular los muertos por bombardeo en una cuarentena de miles (una cuarta parte de combatientes), haciendo observar que las provincias más bombardeadas estaban a menudo muy poco pobladas y en 1970 apenas contaban con algo más de un millón de habitantes —muchos de ellos huyeron rápidamente hacia las ciudades—. Por el contrario, los «asesinatos» del período de guerra, debidos en su gran mayoría a los jemeres rojos, habrían sido unos 75.000[67]. Que la guerra debilitó la resistencia de la sociedad, destruyó o desmoralizó a un parte de las elites, e incrementó de forma fantástica el poder de los jemeres rojos debido tanto a las prioridades estratégicas de Hanoi como a la fatuidad irresponsable de Sihanuk, es evidente. Los autores y los padrinos del golpe de marzo de 1970 tienen, por tanto, mucho que reprocharse. Pero eso no atenúa en absoluto la responsabilidad del PCK después de 1975. Por otro lado, en ese momento, como se ha observado, las violencias no tuvieron mucho de espontáneas.

También hemos de preguntarnos por las modalidades de estos crímenes masivos. Los escasos estudios cuantitativos serios, a pesar de sus contradicciones, nos permiten vislumbrarlas. La ruralización forzosa de habitantes de las ciudades (deportaciones, agotamiento en el trabajo…) causó, como máximo, 400.000 víctimas, probablemente menos. Las ejecuciones son el dato más inseguro, y su cifra media gira en torno a unas 500.000. Sin embargo, Henri Locard, razonando por extrapolación, atribuye solo a las cárceles —dejando de lado, por lo tanto, las ejecuciones «sobre la marcha», que fueron tan numerosas— por lo menos de 400.000 a 600.000 víctimas[68]. Sliwinski señala en total un millón de asesinatos. Las enfermedades y el hambre fueron, sin duda, las causas de mortalidad más importantes, con unos 700.000 muertos probablemente por lo menos[69]. Sliwinski señala la cifra de 900.000, incluyendo en ella las secuelas directas de la ruralización[70].

Blancos y sospechosos. Si resulta tan delicado extraer datos globales a partir de estudios locales es porque el reparto del horror fue muy desigual. Evidentemente, los «70» sufrieron menos que los «75», en particular de hambre, a pesar de que hayamos de evitar una ilusión óptica: la casi totalidad de los testimonios publicados proceden de los «nuevos». La mortandad es muy elevada entre los antiguos habitantes de las ciudades: es difícil encontrar una sola familia intacta. Y se trata de cerca de la mitad de la población total. Por ejemplo, de doscientas familias instaladas en una aldea de la zona norte, en enero de 1979 sobrevive una cincuentena, y solo una ha perdido «únicamente» a los abuelos[71]. Pero ciertas categorías más restringidas han resultado mucho más diezmadas. Ya hemos comentado la caza de los antiguos funcionarios de la administración Lon Nol, empezando por los militares. Las sucesivas purgas fueron golpeando cada vez escalones más bajos de la jerarquía[72]. Aparentemente solo los empleados de los ferrocarriles, insustituibles, fueron mantenidos en parte en sus puestos, aunque a tal o cual jefe de estación le pareciera más prudente declarar un cargo inferior[73]. Los monjes, contexto tradicional de este país budista, representaban una fuerza rival inaceptable: los que no colgaron los hábitos fueron eliminados de forma sistemática. Por ejemplo, de un grupo de 28 religiosos evacuados a una aldea de la provincia de Kandal, en 1979 solo sobrevivía uno[74]. A escala nacional, habrían muerto entre 60.000 y un millar[75]. La casi totalidad de los fotógrafos de prensa desapareció[76]. El destino de los «intelectuales»[77] estuvo más diversificado. En ocasiones fueron perseguidos en su calidad de intelectuales, pero la mayoría de las veces, al parecer, la renuncia a cualquier pretensión de experiencia profesional y a los atributos simbólicos (libros, e incluso gafas) bastó para exonerarlos.

Los «viejos» eran mejor tratados, sobre todo en el plano alimenticio: dentro de ciertos límites podían consumir frutas, azúcar, algo de carne; sus raciones eran más importantes y, lujo casi inaudito en el régimen de Pol Pot, muchas veces tuvieron derecho a arroz «duro», en lugar de la universal sopa de arroz aguada, sinónimo de hambruna para tantos conciudadanos suyos. Los militares jemeres rojos fueron los primeros en utilizarlo, a pesar de sus pretensiones de frugalidad. Los «70» tuvieron acceso en ocasiones a auténticos dispensarios y a verdaderos medicamentos fabricados en China. Sin embargo, las ventajas solo eran relativas: los aldeanos que no habían sido deportados se veían obligados frecuentemente a diversas prestaciones de trabajo lejos de su domicilio. Sus horarios eran asimismo extenuantes. La escasa clase obrera, que vivía en la atmósfera de campamento militar que invadió Phnom Penh, también se vio sometida a una ruda disciplina. Además, poco a poco, campesinos pobres, cuya fidelidad creían segura, fueron reemplazando a los obreros anteriores a 1975[78].

En 1978, ciertos signos permitieron vislumbrar la abolición progresiva de la barrera entre «nuevos» y «viejos»: los primeros llegaron a acceder en ocasiones a responsabilidades locales. Interpretación positiva: quienes habían logrado sobrevivir podían ser considerados como adaptados a las exigencias del régimen. Interpretaciones más siniestras: habría sido un intento para reforzar la unidad nacional frente al conflicto con el Vietnam, como hizo Stalin en 1941 frente a Alemania; y, en un contexto de generalización de las purgas, se habría vuelto necesario colmar los enormes vacíos producidos en el aparato. Sea como fuere, el agravamiento general de la represión en el último año del régimen permite pensar en una nivelación por abajo. En ese período podemos datar sin duda el paso de la mayor parte de los «70» a la oposición, silenciosa, frente a los jemeres rojos.

El destino de la veintena de minorías étnicas, que en 1970 representaban por lo menos un 15 por 100 de la población del país, no fue homogéneo. Debemos hacer una distinción inicial entre minorías esencialmente urbanas (chinos, vietnamitas) y rurales (sham musulmanes de las regiones lacustres y fluviales, jemeres Loeu —término genérico que abarca grupos variados y diseminados— de las montañas y las junglas). No parece que los primeros hayan sido reprimidos en su condición de tales. En cualquier caso no lo fueron hasta 1977. Cierto es que unos 150.000 residentes vietnamitas fueron repatriados[79], en concepto de voluntariado, entre mayo y finales de septiembre de 1975, lo cual redujo la comunidad indudablemente a unas decenas de miles de personas, esencialmente de cónyuges de jemeres. Pero escapar a la tutela jemer roja parecía, a partir de ese momento, suficientemente tentador para que numerosos jemeres hayan intentado hacerse pasar por vietnamitas; lo cual indica que en ese momento no parecía particularmente peligroso. Además, en los lugares de deportación hay datos de discriminación entre minorías urbanas y otras de antiguos habitantes de las ciudades. La prueba común constituye incluso un cemento nuevo: «Los camboyanos de las ciudades, los chinos y los vietnamitas eran unidos, todos juntos, bajo la infamante apelación de «pueblo nuevo». Todos éramos hermanos. Habíamos olvidado las rivalidades nacionalistas y los viejos rencores. (…) Los camboyanos eran probablemente los más deprimidos. Estaban desanimados por las maniobras de sus compatriotas y de sus verdugos: los jemeres rojos. (…) Nos sublevaba la idea de que nuestros torturadores tuvieran nuestra nacionalidad»[80].

¿Cómo comprender entonces que una elevada proporción de esos minoritarios no haya sobrevivido al régimen jemer rojo? Se habla de un 50 por 100 de mortalidad entre los casi 400.000 chinos[81], y un porcentaje mucho mayor para los vietnamitas que se quedaron después de 1975. Sliwinski cita las cifras del 37,5 por 100 para los vietnamitas y del 38,4 por 100 para los chinos[82]. La respuesta se basa en la comparación con otros grupos de víctimas: según Sliwinski, desapareció el 82,6 por 100 de los oficiales del ejército republicano, el 51,5 por 100 de los diplomados superiores, y sobre todo el 41,9 por 100 de los residentes en Phnom Penh[83]. Esta última cifra se acerca mucho a la obtenida en relación con las minorías, que fueron perseguidas en su calidad de «ultraurbanas» (en 1962, Phnom Penh contaba con un 18 por 100 de chinos, un 14 por 100 de vietnamitas)[84] y, secundariamente, «ultramercantiles». Muchos no supieron disimular a su debido tiempo su antigua posición social. Sus riquezas, superiores muchas veces a las de los jemeres, eran a la vez una ventaja (las que habían logrado llevar consigo permitían sobrevivir gracias al mercado negro)[85] y una amenaza, porque los convertía en blanco de los nuevos amos. Pero, comunistas consecuentes, estos últimos anteponían la lucha de clases (o lo que ellos entendían por tal) a la lucha de razas o de pueblos.

Esto no significa que los jemeres rojos no hayan usado y abusado del nacionalismo y la xenofobia. En 1978, Pol Pot aseguraba que Camboya construía el socialismo sin ningún modelo, y su discurso de Pekín en homenaje a Mao Zedong (1977) no fue retransmitido en Phnom Penh. El odio al Vietnam, «ladrón» en el siglo XVIII de Kampuchea Krom (englobada en la Cochinchina), fue convirtiéndose poco a poco en un tema central de la propaganda —y sigue siendo en la práctica la única razón que afirman los jemeres rojos que hoy subsisten. A mediados de 1976, los vietnamitas que seguían en Camboya se vieron cogidos en la trampa: se les prohibió abandonar el país. En el plano local, hay constancia de algunas matanzas. Se generalizan (recordemos que se trata de una población reducida), tras una directiva del centro, el 1 de abril de 1977, que prescribía el arresto y entrega a las fuerzas de seguridad centrales del conjunto de los vietnamitas —y, para remate, de sus amigos, así como de los jemeres vietnamófonos. En la provincia de Kratie, limí­trofe de un Vietnam con el que ya habían comenzado las hostilidades, cualquier antepasado vietnamita era motivo de condena, y las autoridades calificaban a los yuon de «enemigos históricos»[86]. En esta atmósfera, acusar al conjunto de los habitantes de la zona este, en 1978, de ser «vietnamitas en cuerpos jemeres» equivalía a entregarlos a la muerte.

Según Sliwinski, el puñado de católicos camboyanos fue el grupo étnico o religioso más sacrificado: 48,6 por 100 de desaparecidos[87]. En su mayoría vivían en las ciudades; y a ese «pecado» se unía muchas veces una etnicidad vietnamita y una asociación con el «imperialismo colonial». Lo tenían todo para agradar… La catedral de Phnom Penh fue el único edificio de la ciudad que quedó totalmente arrasado. Las minorías étnicas vieron cómo se les negaba su personalidad propia. Un decreto declaró que «en Kampuchea, hay una sola nación y una sola lengua, la lengua jemer. A partir de este momento, en Kampuchea dejan de existir las distintas nacionalidades»[88]. Sin embargo, inicialmente los «montañeses» (jemeres Loeu), pequeños grupos de cazadores de los bosques, se vieron favorecidos: el PCK había tenido entre ellos sus primeras bases y había reclutado allí una parte importante de sus primeras tropas. Pero a partir de finales de 1976, para satisfacer la obsesión de la producción arrocera, los pueblos de las tierras altas fueron destruidos, y sus habitantes obligados a instalarse en la cuenca o en el seno de los valles, hecho que alteraba absolutamente su modo de vida y constituyó un drama para ellos[89]. En febrero de 1977, los guardias J arai de Pol Pot eran detenidos y luego liquidados.

En cuanto a los sham, principal minoría autóctona, que en 1970 eran 250.000, agricultores y sobre todo pescadores, conocieron un destino muy particular debido especialmente a su religión musulmana. Considerados excelentes guerreros, habían sido cortejados por los jemeres rojos en los inicios de su «guerra de liberación». Por regla general formaban parte de los «Viejos », aunque se les reprochaba haberse comprometido demasiado en actividades comerciales (suministraban pescado a una parte considerable de camboyanos). Pero en 1974 Pol Pot ordenó en secreto dispersar sus aldeas compactas, consigna que fue cumpliéndose de forma progresiva. En 1976, todos los cuadros del régimen de origen sham fueron expulsados de sus cargos. En 1975, según un texto jemer rojo, los sham «deben cambiar de nombre, tomar nuevos nombres semejantes a los nombres jemeres. La mentalidad sham queda abolida. Los que no se muestren conformes con esta orden sufrirán las consecuencias»[90]: en la zona noroeste se podía morir por haber hablado sham. A las mujeres les quedó prohibido llevar el sarong (falda malaya) y el pelo largo.

Pero fue el intento de erradicar el Islam lo que provocó los peores dramas. En 1973, en las zonas liberadas se destruyeron mezquitas y fue prohibida la oración. A partir de mayo de 1975, esas medidas se generalizaron. Se recogieron los Coranes para quemarlos, y las mezquitas fueron reconvertidas o destruidas. En junio fueron ejecutados trece dignatarios musulmanes, unos por haber preferido la hora de la oración a un mitin político, otros por haber exigido el derecho al matrimonio religioso. Con frecuencia se les obligó a elegir entre la crianza o el consumo de cerdo y la muerte —irónicamente, dado que en ese momento para muchos camboyanos la carne desapareció por completo de los menús durante años enteros, a los sham se les ofrecía en ocasiones carne de cerdo dos veces al mes (algunos se veían obligados a vomitar luego lo que habían comido)—. Los religiosos, blancos preferidos de estos ataques, fueron diezmados: de un millar de Haji[91], sobrevivió una treintena. A diferencia de otros camboyanos, los sham se rebelaron a menudo, lo cual provocó como represalia numerosas matanzas[92]. A partir de mediados de 1978, los jemeres rojos empezaron a exterminar sistemáticamente numerosas comunidades sham, mujeres y niños incluidos —incluidos a pesar de haber aceptado comer cerdo—[93]. Ben Kiernan habla de un 50 por 100 de mortalidad global entre los sham, Sliwinski de un 40,6 por 100[94].

Variaciones en el espacio y en tiempo. Asimismo, la mortalidad sufrió importantes variaciones locales. Según la procedencia de las víctimas: para Sliwinski, el 58,1 por 100 de los habitantes de Phnom Penh estaban todavía en este mundo en 1979 (lo cual representa aproximadamente un millón de muertos, la mitad del total), el 71,2 por 100 de los habitantes de Kompong Sham (otra provincia poblada), pero el 90,5 por 100 de los de Oddar Méan Shhey, en el norte casi desierto —la sobremortalidad ligada al régimen desciende en su caso hasta el 2,6 por 100—[95]. De forma previsible, las zonas conquistadas más tardíamente, las de mayor densidad de población y más cercanas a la capital (la evacuación de las aldeas de las provincias fue al parecer menos dramática), fueron las que más sufrieron. Pero la supervivencia dependía sobre todo de la zona donde uno se encontraba (por voluntad propia o deportado) en los tiempos de la Kampuchea democrática. Ser enviado a una zona forestal o montañosa, a una región de cultivo industrial como el yute (ya no había en la práctica circulación interregional de víveres), era casi una condena a muerte[96]: sea el que fuere el destino, la insensibilidad niveladora del régimen imponía grosso modo las mismas normas de producción, por regla general sin proporcionar la menor ayuda. Cuando había que comenzar por roturar y construir una pobre cabaña, luego agotarse en el trabajo con raciones de hambre, y cuando además la disentería y el paludismo empezaban a afectar los organismos debilitados, los estragos se volvían terroríficos: Pin Yathay evalúa la mortalidad de un campamento forestal, a finales de 1975, en un tercio en cuatro meses[97]. En la aldea de roturación de Don Ey, el hambre es general, no hay nacimientos, y tal vez el 80 por 100 de los habitantes muere[98]. Y al contrario, llegar a una región agrícola próspera era una posibilidad de supervivencia, sobre todo si la sobrecarga de «nuevos», punto demasiado importante, no venía a aumentar de forma exagerada la tensión entre los equilibrios locales. Por otra parte, aquí estaban más controlados, y más fácilmente expuestos a las purgas: una segunda «buena elección», inversa, podía ser, como se ha visto, la de las zonas más remotas, de mandos más tolerantes, con residentes jemeres Loeu receptivos. En estos lugares, el principal peligro era, sin duda, la enfermedad.

En el plano más reducido aún de la aldea, el comportamiento de los mandos locales era más decisivo porque también condicionaba, en gran medida, las relaciones con los «viejos». La debilidad y la mediocridad del aparato burocrático jemer rojo dejaban de hecho amplia autonomía a las direcciones locales, tanto para lo mejor como para lo peor[99]. Hubo energúmenos sádicos (con mucha frecuencia mujeres jóvenes)[100], arribistas o incapaces deseosos de sobresalir incrementando la represión y endureciendo las normas de trabajo. Dos tipos de mandos mejoran, por el contrario, su esperanza de vida: en primer lugar los más humanos, como aquel jefe de aldea que, en 1975, solo imponía a los refugiados cuatro horas de trabajo al día[101]; y todos aquellos, a quienes los supervivientes recurrieron en tal o cual momento crítico, que autorizaron a un enfermo o a un extenuado a descansar, a un marido a ir a ver a su esposa, que hicieron la vista gorda sobre la «autoalimentación» prohibida en principio, y sin embargo vital. Pero también eran preciosos los más corrompidos, aquellos a quienes el atractivo de un reloj Omega o de un tael de oro podía hacer firmar un cambio de residencia o de equipo de trabajo, incluso aceptar, durante un tiempo, una vida al margen del marco estrictamente establecido[102]. No obstante, el reforzamiento de la centralización del régimen fue reduciendo de forma progresiva los intersticios de tolerancia del principio, y su lógica infernal, a través de las purgas, llevó a la sustitución progresiva de los mandos humanos —sospechosos de debilidad o corrompidos— por nuevos responsables, muy jóvenes, más bien puros y sobre todo terriblemente duros.

La mortalidad, por último, varió con el tiempo. La escasa duración y sobre todo el polimorfismo geográfico del régimen jemer rojo impiden que puedan definirse períodos bien delimitados. Además, el terror y el hambre fueron permanentes, y en la práctica generales. Solo varió su intensidad, pero las probabilidades de supervivencia dependían enormemente de esa intensidad. Sin embargo, los testimonios proporcionan suficientes elementos para esbozar una cronología del martirologio. Los primeros meses del régimen estuvieron marcados por matanzas masivas, socialmente selectivas, y facilitadas por la ingenuidad inicial de los «75» frente a sus nuevos amos. Por contra, hasta el otoño en todo caso, la subalimentación no causó muchos problemas. Además las cantinas colectivas aún no habían prohibido las comidas familiares[103]. El centro ordenó en varias ocasiones el cese de las matanzas, entre finales de mayo y octubre: restos de la influencia residual que en ese momento todavía conservaban los dirigentes más moderados, o, más probablemente, voluntad de afianzar su preeminencia sobre los estados mayores de las zonas, demasiado autónomas. Los asesinatos continuaron, pero a ritmo más moderado: según el banquero Komphot, refugiado en el norte, «las gentes eran matadas una a una—no había grandes matanzas—. Al principio fue una docena de “nuevos”, aquellos de quienes se sospechaba que habían sido soldados, cosas así. Durante los dos primeros años, tal vez una décima parte de los “nuevos” fueron asesinados, uno a uno, con sus hijos. No puedo decir a cuánto asciende el total»[104].

1976 fue aparentemente el año de las hambrunas terribles. La locura de las obras públicas estaba en su apogeo, agotando a los más activos y obstaculizando el avance de la agricultura. Las cosechas de 1976 no fueron, sin embargo, demasiado malas, y restablecieron momentáneamente la situación en la primera mitad del año (la cosecha principal se recoge en diciembre-enero); pero, sin duda, se alcanzaba de forma penosa la mitad de las cifras medias de los años sesenta[105]. Según ciertos testimonios, 1977 contempló el colmo del horror: hambruna asoladora, pero también repetición de las purgas[106]. Adquirieron un carácter distinto al de las purgas de 1975: más políticas (a menudo eran consecuencia de conflictos cada vez más feroces en el seno del régimen), con más connotaciones étnicas, como hemos visto, afectaban a categorías nuevas —en particular a los campesinos ricos, o incluso medianos, del «pueblo llano», y más sistemáticamente que antes a los maestros—[107]. Se vieron teñidas además de una ferocidad nueva: aunque las instrucciones de 1975 ya habían prohibido la ejecución de las mujeres y los hijos de los oficiales republicanos, hasta 1977 no se detuvo y se mató a las esposas de los hombres anteriormente ejecutados (incluso mucho tiempo antes). La liquidación de familias enteras, de pueblos enteros incluso —como el del (350 familias) expresidente Lon Nol el 17 de abril de 1977, a guisa de alegre aniversario de la «liberación»—, no es ya excepcional[108]. 1978 fue más controvertido: según Sliwinski, la hambruna se habría atenuado de forma notable, debido sin duda a unas cosechas mejores y sobre todo a una flexibilidad mayor de la gestión. Según Twining, corroborado por los testimonios, la sequía y la guerra se habrían conjugado, por el contrario, para provocar privaciones sin precedentes[109]. Lo que es seguro es que las matanzas, cada vez más generalizadas (a un tiempo entre los «viejos» y, sobre todo, en la zona este), alcanzaron entonces un nivel excepcional.

LA MUERTE COTIDIANA EN LOS TIEMPOS DE POL POT. «En la Kampuchea democrática no había cárceles, ni tribunales, ni universidades, ni institutos, ni moneda, ni correos, ni libros, ni deporte, ni distracciones… En una jornada de veinticuatro horas no se toleraba ningún tiempo muerto. La vida cotidiana se dividía del modo siguiente: doce horas de trabajo físico, dos horas para comer, tres horas para el descanso y la educación, siete horas de sueño. Estábamos en un inmenso campo de concentración. Ya no había justicia. Era el Angkar[110] el que decidía todos los actos de nuestra vida. (…) Los jemeres rojos utilizaban a menudo parábolas para justificar sus actos y sus órdenes contradictorias. Comparaban al individuo con un buey: “Mirad ese buey que tira del arado. Come cuando se le ordena comer. Si le dejan pacer en este campo, come. Si le llevan a otro campo donde no hay hierba suficiente, rumia de todos modos. No puede desplazarse. Está vigilado. Y cuando le dicen que tire del arado, tira. Nunca piensa en su mujer, en sus hijos”…[111]».

La Kampuchea democrática ha dejado en todos los supervivientes esa impresión de extrañamiento, de pérdida de puntos de referencia y de valores. Realmente habían pasado al otro lado del espejo y, si querían conservar alguna probabilidad de supervivencia, había que aprender rápidamente la nuevas reglas del juego. Su primer artículo era el desprecio radical hacia la vida humana: «Perderte no es una pérdida. Conservarte no es de ninguna utilidad» —todos los testimonios refieren esta fórmula temida[112]—. Fue una bajada a los infiernos lo que los camboyanos vivieron, para algunos a partir de 1973: los territorios «liberados» de la zona suroeste conocieron entonces la supresión del culto budista, el desarraigo de los jóvenes de sus familias, la imposición de un código indumentario uniforme, y el encuadramiento en brigadas en las cooperativas de producción. Lo que ahora vamos a relatar son las innumerables ocasiones de morir que había.

Porvenir radiante, esclavismo, hambruna. En primer lugar, convenía aceptar la nueva condición, intermedia, al menos para los «75», entre la de una bestia de carga y la de un esclavo de guerra[113] (también esto pertenece a la tradición angkoriana…). Se conseguía más fácilmente la admisión en un pueblo de «viejos» si uno era de apariencia robusta y si no iba acompañado de demasiadas bocas inútiles[114]. Poco a poco iba siendo despojado de sus bienes: en el momento de la evacuación, por los soldados jemeres rojos; en el campo, por mandos y «viejos», a través del mercado negro —en período de extrema penuria, la caja de arroz (250 gramos) podía alcanzar la extravagante tarifa de 100 dólares[115]—. Debía acostumbrase uno a la desaparición total de la enseñanza, de la libertad de desplazamiento, del comercio lícito, de la medicina digna de ese nombre, de la religión, de la escritura, así como a la imposición de estrictas normas indumentarias (blusa negra de largas mangas abotonada hasta el cuello) y de comportamiento (nada de demostraciones de afecto, nada de peleas o de injurias, ni de quejas o lágrimas). Había que obedecer de forma ciega a las consignas, asistir (fingiendo escuchar) a las interminables reuniones, gritar o aclamar cuando se ordenaba, criticar a los demás y autocriticarse… La Constitución de 1976 de la Kampuchea democrática indicaba oportunamente que el primer derecho de los ciudadanos era trabajar: los «nuevos» nunca conocieron otro. Es comprensible que los primeros tiempos del régimen hayan estado marcados por una epidemia de suicidios. Afectaron en particular a quienes se habían visto separados de sus familiares, las personas mayores que sentían que eran una carga para su familia, o los que habían formado parte de los más acomodados.

La adaptación de los «75» aún se hizo más difícil con frecuencia por la mediocridad de las condiciones de «acogida» (si es que nos atrevemos a emplear este término). En gran parte fueron enviados a regiones malsanas, sobre todo en el otoño de 1975. No tenían otra cosa que esperar que herramientas rudimentarias y raciones alimenticias siempre insuficientes; nunca ayuda técnica, ni formación práctica, y las peores sanciones para quienes se las arreglaban mal, fuera cual fuese la razón. Una invalidez evidente no protegía de la sanción que merecía el «holgazán» y el incapaz: la muerte. Salvo conexión familiar especialmente fuerte, instalarse era una tarea que nunca había que dar por terminada: los cambios de brigada de producción y sobre todo las nuevas deportaciones daban la sensación de una arbitrariedad total del poder. De ahí, a menudo, entre los más vigorosos, la tentación que existía de huir hacia los cielos gobernados todavía por un mínimo de racionalidad, de previsibilidad, incluso de humanidad. Con demasiada frecuencia se parece a un suicidio diferido: realizado sin brújula y sin mapa en la mayoría de los casos[116], con frecuencia en la estación de las lluvias para dificultar la persecución o la posibilidad de ser localizado, con provisiones de alimento insuficientes, y unos organismos debilitados por las privaciones. Podemos suponer que una gran mayoría de fugitivos desapareció antes incluso de terminar en manos de la eventual patrulla jemer roja, que tenía orden de no dar cuartel. Los intentos fueron, a pesar de todo, numerosos, y estimulados por una vigilancia relativamente relajada, teniendo en cuenta el escaso número de soldados y de mandos[117].

Si la instalación en la nueva existencia planteaba difíciles problemas de ajuste, el sistema en vigor no concedía a los recién llegados ninguna posibilidad para recuperarse. Sus responsables parecían convencidos de que el «futuro radiante» estaba al alcance de la mano, al término sin duda del plan de cuatro años (1977-1980) presentado por Pol Pot en agosto de 1976. Pretendía desarrollar de forma masiva la producción y la exportación de productos agrícolas, único recurso evidente del país, para materializar la acumulación primitiva de capital. De este modo se aseguraría la industrialización de la agricultura, el desarrollo de una industria ligera diversificada, y, un poco más tarde, de una potente industria pesada[118]. Extrañamente, esta mística modernista se basaba en un fantasma del pasado: el de Angkor. «Si nuestro pueblo fue capaz de edificar Angkor, puede hacer cualquier cosa», aseguraba Pol Pot, en el discurso-río en que anunció oficialmente, el 27 de septiembre de 1977, que el Angkar era de hecho el Partido Comunista de Kampuchea[119]. La otra justificación del voluntarismo jemer rojo es el «glorioso 17 de abril», que habría demostrado la superioridad de los campesinos pobres de Camboya sobre la primera potencia imperialista.

Futilidad, en este contexto, el esfuerzo exigido a la población para pasar de «tres toneladas (de paddy) por hectárea»[120] —hacia 1970 apenas si se producía más de una—. Futilidad, la triplicación de la superficie de los arrozales considerada para el rico noroeste. Esto significaba en concreto tanto la roturación de nuevas tierras como el desarrollo a enorme escala de la irrigación[121]: se trataba de pasar rápidamente de una a dos, y luego, a corto plazo, a tres cosechas anuales de paddy. Todos los demás cultivos, por el contrario, pasaban a segundo plano; y el esfuerzo exigido de aquel «ejército del trabajo» que representaban los «nuevos» no se había evaluado siquiera[122]. Ese esfuerzo va a adoptar las proporciones de una extenuación, de consecuencias a menudo mortales, de las fuerzas más vivas de toda una población: son muchas veces los hombres más robustos, aquellos de quienes más se exige, los que mueren antes[123]. Las jornadas de trabajo duraban por regla general once horas; pero, en ciertos casos, las competiciones entre pueblos (para mayor gloria de sus mandos) obligaban a levantarse a las 4 de la mañana y a permanecer en el campo hasta las 22 o 23 horas[124]. En cuanto a las jornadas de descanso (en ocasiones suprimidas totalmente), apenas se producían generalmente cada diez días[125]; y estaban ocupadas por interminables mítines políticos. En tiempo normal, el ritmo del trabajo no era muy superior a lo que conocía habitualmente el campesino camboyano. La gran diferencia consistía en la casi ausencia de momentos de descanso, en la insuficiencia de los lugares de reposo durante el trabajo, y sobre todo en la cronicidad de la subalimentación[126].

El porvenir tal vez fuese radiante, pero el presente era desastroso. En noviembre de 1976, la embajada americana en Bangkok, basándose en los relatos de los refugiados, estimaba en un 50 por 100 la pérdida de superficie cultivada en comparación con el período anterior a 1975[127]. Quienes entonces viajaron por el país describen campiñas semidesiertas, campos abandonados, resultado de los masivos desplazamientos hacia las obras y las zonas de roturación. El testimonio de Laurence Picq es alucinante.

La desorganización de los campos.

A ambos lados del camino se extendían hasta el infinito arrozales en baldío.

Busqué inútilmente las labores de trasplante. Nada, salvo un grupo de trabajo de unas cuantas muchachas al cabo de una decena de kilómetros.

¿Dónde estaban los cientos de jóvenes de las brigadas móviles de las que hablaba todos los días la radio?

De vez en cuando, grupos de hombres y mujeres deambulaban, con aspecto ausente y un hatillo a la espalda. Por sus ropas, harapos de colores que en otro tiempo fueron brillantes, pantalones muy ajustados o faldas desgarradas, se adivinaba que eran «nuevos», antiguos habitantes de las ciudades expulsados de estas a los campos.

Supe que se habían organizado nuevas transferencias de población, en aquel medio año, para paliar el desequilibrio provocado por la política absurda de una «banda de traidores».

Estos antiguos habitantes de las ciudades habían sido enviados, en un primer momento, a las regiones desheredadas del suroeste, donde, frente a la indigencia total, debían hacerse una «nueva concepción del mundo». Y, mientras tanto, las regiones fértiles permanecían sin mano de obra. La gente se moría de hambre en todo el país, ¡y solo se explotaba una quinta parte de las tierras sembradas!

¿Adónde había ido a parar la antigua mano de obra que trabajaba en aquellas tierras? Muchas preguntas quedaban sin respuesta.

En cuanto a las brigadas móviles tan elogiadas por su audacia para el trabajo, vivían en duras condiciones. Se llevaba la comida a los campos: algunas ramitas en agua hervida, un poco de arroz, es decir, la mitad de lo que nosotros teníamos en Phnom Penh. Con raciones como aquellas era imposible realizar un verdadero esfuerzo y en consecuencia producir nada de nada (…).

Abrí los ojos desmesuradamente. El espectáculo era terrible: una miseria humana indescriptible, una desorganización innombrable, un lamentable lodazal…

Cuando el vehículo circulaba a bastante velocidad, un viejo corrió a su encuentro haciendo grandes aspavientos con ambos brazos. Al borde de la carretera, había una mujer tumbada, enferma sin duda. El chófer dio un volantazo y el viejo se quedó en mitad de la carretera, con los dos brazos levantados hacia el cielo [128].

El proyecto económico del PCK implicaba en sí mismo tensiones intolerables. Tensiones que se vieron agravadas por la incapacidad llena de soberbia de los mandos encargados de aplicarla. La irrigación era la piedra angular del plan, y se le dedicaron esfuerzos enormes, sacrificando en cierto modo el presente al futuro. Pero la mediocridad de concepción y/o ejecución de muchas obras emprendidas hizo inútil en gran parte semejante sacrificio. Junto a ·algunos diques, canales o exclusas bien ideados, que siguen utilizándose en nuestros días, muchos otros se los llevó la primera crecida (ahogando eventualmente a varios cientos de constructores o aldeanos), hicieron discurrir o fluir el agua contra su sentido natural, se encenagaron en unos meses… Los ingenieros hidráulicos, presentes a veces entre la mano de obra, no podían hacer otra cosa que contener su rabia en silencio: criticar habría sido un acto de hostilidad hacia el Angkar, con las consabidas consecuencias… «Solo tenéis necesidad de educación política para construir los diques», se decía a los esclavos[129]. Para aquellos campesinos analfabetos que, a menudo, eran sus jefes, la acumulación máxima de jornaleros, de horas de trabajo y de tierra equivalía al principio técnico único.

Este desprecio por la técnica y los expertos iba acompañado de un rechazo del más elemental sentido común aldeano: pobres diablos de manos callosas dirigían tal vez las obras y los pueblos, pero sus propios maestros eran intelectuales urbanos, sedientos de racionalidad formal y de uniformidad, y convencidos de su omnisciencia. Por ejemplo, habían ordenado nivelar la mayoría de los pequeños diques que delimitaban los arrozales, y en todas partes la dimensión impuesta era de una hectárea[130]. El calendario de las tareas agrícolas era decidido desde el centro para toda una región, fueran las que fuesen las condiciones ecológicas locales[131]. Como la producción de arroz se decretaba con un único criterio de éxito, ciertos mandos creyeron oportuno cortar el conjunto de árboles de las zonas cultivadas, incluidos los árboles frutales. Para destruir el refugio de algunos gorriones ladrones, se aniquilaba una de las fuentes de alimentación de la población hambrienta[132]. Si la naturaleza fue sometida a duras pruebas, la mano de obra fue subdividida y especializada hasta el absurdo: cada categoría de edad fue «movilizada»[133] aparte (de siete a catorce años, luego de catorce hasta el matrimonio, los viejos, etc.), y los equipos dedicados a una tarea precisa y única se multiplicaron. Junto a esto, mandos distantes, nimbados de su omnipotencia, que apenas trabajaban con sus subordinados y daban órdenes sin tolerar la menor discusión.

El hambre que agobió a millones de camboyanos durante años también fue utilizada, de forma consciente, para someter mejor a servidumbre. De este modo, seres debilitados, incapaces de reunir reservas de alimento, sufrían menos tentaciones de fuga. Obsesionados constantemente por la alimentación, el resorte del pensamiento autónomo, de la crítica y de la sexualidad incluso quedaba roto en ellos. El stop-and-go que se utilizaba para jugar con sus comidas permitía que fueran mejor aceptados los desplazamientos forzosos o el paso a las cantinas colectivas (unas cuantas comidas satisfactorias, y todo el mundo empezaba a amar al Angkar) o incluso el romper las solidaridades interindividuales, incluidas las existentes entre padres e hijos. Nadie temía besar la mano que daba de comer, por sangrienta que fuese[134].

Triste ironía: un régimen que había querido sacrificar todo a la mística del arroz (del mismo modo que hubo una mística del acero en la URSS o del azúcar en Cuba) convirtió progresivamente este alimento en algo mítico. Camboya exportaba de forma regular desde los años veinte varios cientos de miles de toneladas de arroz al año, además de alimentar, frugal pero correctamente, a la masa de su propia población. Sin embargo, una buena parte de camboyanos no volvió a conocer otra cosa que la sopa de arroz aguada (que aproximadamente contenía el equivalente de cuatro cucharaditas de café de arroz por persona)[135], cuando se generalizaron las cantinas colectivas, a principios de 1976. Y las cosechas, como hemos visto, variaron entre lo miserable y lo catastrófico. Las raciones cotidianas disminuyeron en proporciones extraordinarias. Se estima que, antes de 1975, un adulto de la región de Battambang consumía unos 400 gramos de arroz diarios —cantidad mínima para una actividad normal— . Sin embargo, todos los testimonios coinciden: durante el período de los jemeres rojos, cuando conseguían disponer de una caja de arroz (250 gramos) por persona, era un festín. Aunque las raciones habían variado mucho, no fue excepcional que cinco, seis e incluso ocho personas tuviesen que contentarse con una sola caja[136].

De ahí el carácter generalmente vital del mercado negro —que permitía conseguir arroz, procedente en particular de los mandos que desviaban las raciones de numerosos muertos no declarados—, así como de la búsqueda individual de alimento, globalmente prohibida —el Angkar actúa por el bien del pueblo, por lo tanto sus raciones deben ser suficientes…— , a veces tolerada, oficial[137] u oficiosamente (salvo, por supuesto, cuando se trataba de «robo»). Nada escapaba a la furiosa gazuza de los hambrientos, ni los bienes en principio colectivos (paddy justo antes o durante la cosecha, frutas constantemente), ni las escasas propiedades individuales (gallineros, luego animales domésticos de los «viejos»), ni los cangrejos, ranas, caracoles, lagartos y serpientes que pululan por los arrozales, ni las hormigas rojas o las gordas arañas, que devoraban crudas, ni los brotes, champiñones y tubérculos del bosque que, mal escogidos o cocidos de forma insuficiente[138], fueron la causa de un gran número de muertes. Se alcanzaron extremos insospechados, incluso para un país pobre: disputar a los cerdos el salvado de su comedero[139], o celebrar un banquete con ratas de campo[140]. La búsqueda individual de alimento siguió siendo uno de los principales pretextos para sanciones que podían ir de la amonestación a ejecuciones para escarmiento masivo de los demás, en caso de saqueo excesivamente masivo de las cosechas[141].

La subalimentación crónica, que debilitaba los organismos, favoreció el conjunto de enfermedades (en particular la disentería) y acentuó su gravedad. También se produjeron «los males del hambre», el más corriente de los cuales, y el más grave, era el edema generalizado — descrito en muchas otras situaciones históricas comparables— , favorecido por el fuerte aporte de sal del caldo cotidiano. Esta muerte relativamente tranquila (uno se debilita, luego zozobra en la inconsciencia) acabó siendo tenida por envidiable por algunos, sobre todo los viejos[142].

Lo menos que puede decirse es que esa morbidez dramática —en ocasiones la mayor parte de habitantes de una comunidad estaban en cama[143]— apenas conmocionó a los responsables de los jemeres rojos. Cualquier accidentado era un culpable, pues había hecho «perder mano de obra al Angkar[144]». El enfermo, del que siempre se sospecha que es un holgazán, apenas puede dejar de trabajar salvo que vaya a la enfermería o al hospital, donde las raciones alimenticias se reducían a la mitad, y donde el riesgo epidémico era muy elevado. Henri Locard tiene razón, sin duda, cuando escribe que «los hospitales eran lugares de eliminación de la población más que de curación[145]»: Pin Yathay perdió en pocas semanas a cuatro miembros de su familia allegada en un hospital. Un grupo de quince jóvenes que había contraído la varicela fue tratado sin ningún miramiento: tuvieron que seguir trabajando, no merecieron atenciones médicas, fueron obligados a dormir incluso en el suelo, a pesar de las llagas provocadas por la erupción. Resultado: un solo superviviente.

De las destrucción de los puntos de referencia a la animalización. El hambre, como se sabe, deshumaniza. Provoca el repliegue sobre uno mismo, el olvido de cualquier consideración que no afecte a la supervivencia propia. ¿Cómo explicar de otro modo el recurso ocasional al canibalismo? Sin embargo, se difundió menos que en la China del «gran salto adelante», y parece limitarse al consumo de muertos. Pin Yathay evoca dos ejemplos concretos: la ingestión parcial de su hermana por una exmaestra[146], y el reparto de un joven muerto en un dormitorio de hospital. En ambos casos, la sanción para los «ogros» (espíritu particularmente demoníaco en la tradición jemer) es la muerte a palos delante de todo el pueblo (y de su hijita) para la maestra. Existía también, como en China, el canibalismo de venganza: Ly Heng[147] menciona un soldado jemer rojo desertor, obligado, antes de su ejecución, a comerse sus propias orejas. El consumo de hígado humano se cita más a menudo, pero no es una especificidad de los jemeres rojos: los soldados republicanos lo hacían con sus enemigos, entre 1970 y 1975. Encontramos costumbres análogas en todas partes en el sureste asiático[148]. En una cárcel, Haing Ngor[149] relata la extirpación del feto, del hígado y de los senos de una mujer embarazada asesinada. El feto se tira (ya hay otros colgando del borde del techo de la mazmorra, donde se secan), y el resto se lo llevan acompañándolo con la siguiente reflexión: «¡Para esta noche ya tenemos carne suficiente!». Ken Jun evoca a un jefe de cooperativa preparando un remedio para los ojos a partir de vesículas biliares humanas[150] (¡y distribuyéndolo liberalmente entre sus administrados!) mientras ensalza las cualidades gustativas del hígado humano[151]. En ese recurso a la antropofagia ¿no estamos ante un caso límite de un fenómeno mucho más general: el hundimiento de los valores, de los puntos de referencia morales y culturales, y en primer lugar de la compasión, virtud tan cardinal en el budismo? Paradoja del régimen de los jemeres rojos: afirmó querer crear una sociedad de igualdad, de justicia, de fraternidad, de olvido de uno mismo, y, como los demás poderes comunistas, provocó un frenesí inaudito del egoísmo, del cada uno para sí, de la desigualdad convertida en poder, de la arbitrariedad. Para sobrevivir, en primer lugar y sobre todo, había que saber mentir, engañar, robar y permanecer insensible.

El ejemplo, si podemos expresarlo así, venía de arriba. Pol Pot, desaparecido en la guerrilla desde 1963, no hizo nada para reanudar el contacto con su familia, ni siquiera con posterioridad al 17 de abril. Así pues, sus dos hermanos y su cuñada fueron deportados con el resto, y uno de ellos murió enseguida. Los dos supervivientes, al descubrir más tarde, gracias a un retrato oficial, la identidad real del dictador, pensaron (sin duda con motivo) que lo mejor era no hacer públicas sus relaciones con él[152]. El régimen hizo todo lo posible para aflojar o romper los lazos familiares. Comprendió que constituían una escollera de resistencia espontánea frente al proyecto totalitario de una dependencia exclusiva de cada individuo en relación con el Angkar. La unidad de trabajo disponía con frecuencia de sus propios «locales» (a menudo simples esteras, o hamacas), incluso a poca distancia del pueblo. Era muy difícil conseguir autorización para dejarla: debido a ello, los maridos se veían muchas veces alejados de sus esposas durante varias semanas; los niños eran apartados de sus padres mayores; los adolescentes podían pasar seis meses sin autorización para ver a su familia, sin noticias[153], para terminar encontrándose en ocasiones, cuando volvían, con que todos habían muerto[154]. También en este punto el modelo procedía de arriba: las parejas dirigentes vivían frecuentemente separadas[155]. Estaba mal visto que una madre dedicase demasiado tiempo a su hijo, incluso pequeño.

Se anuló la autoridad de los maridos sobre sus mujeres y de los padres sobre su descendencia. Uno podía ser ejecutado por haber abofeteado a la esposa, ser denunciado por los hijos por haberles pegado, verse obligado a la autocrítica por una injuria o una disputa[156]. En un contexto muy poco humanista, es preciso ver que la voluntad del poder se arrogó el monopolio de la violencia legítima, y disolvió todas las relaciones de autoridad que escapaban a su control. El mayor desprecio era el dispensado a los sentimientos familiares: podían encontrarse separados unos de otros, con frecuencia definitivamente, por no haber conseguido embarcar en el mismo camión, o porque dos carretas que iban en un convoy tenían orden de no tomar la misma ruta de deportación. Poco les importaba a los mandos que viejos o niños se encontrasen entonces aislados: «No os preocupéis. El Angkar cuidará [de ellos]. ¿O es que no tenéis confianza en el Angkar?» —esa era la respuesta tipo que se daba a quienes suplicaban reunirse con sus allegados[157]— .

Con la sustitución del enterramiento por la cremación de los muertos (salvo excepciones, que exigían suplicar, y topar con un mando humano), se asestó un nuevo golpe a la solidaridad familiar: para un jemer, dejar a un familiar en el frío, en el barro, sin ritos funerarios (para este caso no hay nada previsto), es faltarle al respeto más elemental, es comprometer su reencarnación y eventualmente obligarle a una existencia de fantasma. Disponer de unas pocas cenizas resultaba particularmente valorado en ese período de frecuentes desplazamientos. De hecho se trataba de una de las piedras angulares del ataque sistemático contra la rica cultura tradicional de Camboya, sea budista o prebudista (las ceremonias «primitivas» de los jemeres Loeu no resultaron mejor preservadas que los ritos derivados del imperio ankoriano), popular (cantos de amor, chanzas) o culta (danzas de corte, pinturas de templo, esculturas…). El plan de 1976, imitando sin duda a la Revolución Cultural china, no conocía más formas de expresión artística que los cantos y poemas revolucionarios[158].

Pero, más allá, la degradación de las condiciones para los muertos se corresponde con la denegación de la humanidad para los vivos. «Yo no soy un ser humano, soy un animal», concluye en su confesión el antiguo dirigente y ministro Hu Nim[159]. ¿El hombre vale únicamente lo que vale la bestia? Se podía perder la vida por haber extraviado un buey, y ser torturado hasta la muerte por haberlo golpeado[160]. Hubo hombres que fueron uncidos al arado y azotazos sin piedad por no haberse mostrado a la altura de la vaca que iba delante de ellos[161]. La vida humana tiene poco valor… «Tienes inclinaciones individualistas. (…) Debes (…) liberarte de tus sentimientos», replica un soldado jemer rojo a Pin Yathay, que pretendía conservar a su lado a su hijo herido. Cuando pocos días más tarde, muerto el niño, quiso ir a verlo, Pin Yathay hubo de justificarse, para conseguir, a duras penas, la autorización de ir a ver el cuerpo de su hijo, porque, enfermo, podía «derrochar [sus] fuerzas en detrimento del Angkar». No tiene derecho a ver a su mujer en el hospital, más tarde, so pretexto de que «el Angkar se ocupa de eso». Por ir a ayudar a una vecina gravemente enferma y a sus dos niños pequeños, se ganó este comentario de un jemer rojo: «No es su deber ayudarla, al contrario, esto demuestra que todavía tiene usted piedad y sentimientos de amistad. Hay que renunciar a esos sentimientos y extirpar de su mente las inclinaciones individualistas. Y ahora, vuelva a su casa»[162].

Esta negación sistemática de lo humano tiene, desde el punto de vista de los amos del país, su envés: la desaparición en sus víctimas de cualquier escrúpulo para mentir, para holgazanear en cuanto los guardianes y los soplones les dan la espalda, y sobre todo para robar. Es una cuestión de vida o muerte, si tenemos en cuenta las raciones proporcionadas por el Angkar: todo el mundo roba, desde los niños a los viejos —lo cual puede significar simplemente, dado que todo pertenece al Estado, que se han cogido unas pocas frutas—. Trampa infernal, una sociedad que no deja más opción que morir, robar y engañar: esta deseducación, en particular entre los jóvenes, ha permitido que subsista hasta hoy un cinismo y un egoísmo que comprometen las posibilidades de desarrollo de Camboya.

El triunfo de la brutalidad. Otra contradicción irreductible del régimen: la exigencia de transparencia absoluta de las vidas y pensamientos se opone al carácter particularmente taimado del grupo en el poder. Fenómeno único en el seno de los regímenes comunistas: la existencia del PCK no se declara oficialmente hasta el 27 de septiembre de 1977, treinta meses después del 17 de abril. La personalidad misma de Pol Pot es un secreto particularmente bien guardado. Aparece por primera vez durante las «elecciones» de marzo de 1976, bajo la razón social de «obrero de las plantaciones de heveas». De hecho nunca ha trabajado, más que «en la finca de sus padres», según pretende una biografía difundida durante su visita a Corea del Norte, en octubre de 1977. Son los servicios secretos occidentales quienes, atando cabos, descubrieron que Pol Pot y Saloth Sar, militante comunista que había huido de Phnom Penh en 1963, declarado «muerto en la guerrilla» por ciertos mandos del PCK eran la misma persona. La voluntad de permanecer en la sombra, para ejercer mejor su omnipotencia, era tal que Pol Pot no tendrá ni biografía, ni busto, ni siquiera retrato oficial. Su fotografía solo apareció raras veces, y no ha habido recopilación de sus textos. Por lo tanto, nada que evoque un culto de la personalidad —y muchos camboyanos no se enterarán hasta enero de 1979 que había sido su Primer ministro[163]—. Pol Pot se confundió con el Angkar, y a la recíproca: es como si, anónimo supremo de esa organización anónima, estuviese presente en el pueblo más pequeño, invisible, detrás del más pequeño poseedor de autoridad. La ignorancia es la madre del terror: nadie, en ningún momento, puede sentirse a salvo.

Opacidad/transparencia: los esclavos del sistema no se pertenecen a sí mismos, ni en lo más mínimo. Su presente es totalmente guiado, a través de una regulación de su tiempo pensada para no concederles reposo, por medio de la obsesión por el alimento, a través de las frecuentes reuniones de crítica-autocrítica, donde el fallo más nimio puede convertirse en un problema. Su pasado es escrutado con todo detalle[164], a la menor duda sobre la veracidad de sus declaraciones, y muchos arrestos, seguidos de torturas, están destinados a hacerles confesar lo que habrían intentado ocultar. Uno se encuentra a merced de una denuncia, del encuentro fortuito con un antiguo colega, vecino, estudiante… En cuanto al futuro, parece que solo pende de un hilo, sometido al menor capricho del Moloc en el poder. Nada debe poder escapar a la mirada del poder, que «tiene tantos ojos como la piña», dice un refrán corriente. Como se considera que todo posee una significación política, la menor violación de las reglas establecidas puede adquirir la consideración de un acto de oposición, y por tanto de «crimen contrarrevolucionario». Había que evitar el menor despropósito, incluso involuntario: en la lógica paranoica que los jemeres rojos difundían a su alrededor (estaban rodeados de enemigos tan pérfidos como bien escondidos), no había accidente, ni azar, ni torpeza —solo traiciones—. Romper un vaso, no saber guiar un búfalo o trazar surcos torcidos podían llevarte ante los miembros de la cooperativa erigidos en tribunal —tus padres y amigos incluidos—, y no faltaban nunca acusadores. No había que recordar jamás a los muertos, traidores castigados o cobardes que habían sustraído su fuerza de trabajo al Angkar. La palabra «muerto» incluso se había vuelto tabú, había que decir bat kluon (cuerpo que desaparece).

Sin embargo, el punto débil fue la ausencia del aparato judicial, incluso de órdenes (nunca hubo proceso), y sobre todo de un aparato policial digno de ese nombre —era el ejército, apenas preparado para ese papel, el que se encargaba de la seguridad interior—. La rusticidad del aparato represivo daba cuenta de la facilidad, en resumidas cuentas bastante grande, que había para traficar, para hablar libremente en privado, para robar… Pero esto explica también el uso inmoderado que se hizo de niños y jóvenes adolescentes, transformados en auxiliares de policía. Unos, ya integrados en el aparato jemer rojo, llamados shhlop, eran esencialmente espías, que se ocultaban, por ejemplo, tras los pilotes de las casas a la caza de conversaciones reprensibles, o que iban para descubrir las reservas alimentarias privadas prohibidas. Los otros, más jóvenes a menudo, tenían sobre todo por tarea seguir el itinerario político de sus padres, hermanos o hermanas, y denunciarles «por su bien» en caso de pensamientos «heterodoxos». Para el conjunto de los camboyanos, todo lo que no estaba explícitamente autorizado estaba prohibido (o podía considerarse como tal). Como la prisión era en la práctica la antecámara de la muerte, los actos delictivos menores, sin reincidencia, y que eran objeto de una autocrítica espontánea, suficientemente humilde, fueron bien perdonados, bien castigados con un cambio de destino (por ejemplo, hacia la pocilga —al estilo chino—), o de una paliza más o menos violenta, por regla general al final de la reunión colectiva. Los pretextos abundaban. ¿Cómo iban a aceptar los miembros de una familia no encontrarse durante meses, cuando sus equipos de trabajo están en muchas ocasiones a unos pocos kilómetros unos de otros? ¿Cómo evitar los vagabundeos menores en el trabajo, que muchas veces provenían de una falta de experiencia, del agotamiento que hace que se relaje la vigilancia, del desgaste de las herramientas? ¿Cómo resistir la tentación de coger alimento, o de ese «robo» que representa coger un plátano?

Cada uno de estos «crímenes» podía llevar al encarcelamiento o a la muerte[165]. Todo el mundo los cometía, y lo más frecuente era sin embargo una sanción más mesurada. Todo es relativo: la flagelación, sobre todo para los jóvenes, era un castigo vulgar; los adultos parece más bien que eran molidos a golpes —en ocasiones morían—. Los torturadores podían ser militares jemeres rojos. Pero lo más corriente era que la paliza te la diesen tus propios colegas de trabajo, los «75» que, a menudo, rivalizaban en celo porque se sabían en peligro constante. Como siempre, hay qué dar la impresión de someterse por completo: las quejas o, peor aún, las protestas serían interpretadas como un signo de oposición al castigo, y por lo tanto al régimen. Se trataba de castigar, pero también de aterrorizar: se llegaron a practicar simulacros de ejecuciones[166].

El asesinato como método de gobierno. «Basta un millón de buenos revolucionarios para el país que nosotros construimos. No necesitamos a los demás. Preferimos matar a diez amigos antes que conservar a un enemigo con vida»: ese era el discurso de los jemeres rojos durante las reuniones de cooperativa[167]. Y esa lógica genocida la pusieron en marcha. La muerte violenta era cotidiana bajo Pol Pot; entonces se moría mucho más a causa de los asesinatos que por enfermedad o por el peso de los años. Por otro lado, el castigo llamado «supremo» quedaba trivializado por su frecuencia, y por la futilidad de las razones para aplicarlo. Extraña inversión: en los casos considerados más graves se iba a prisión (donde desde luego la muerte no tardaba mucho), para verse obligado a confesar conspiraciones y cómplices. Aunque la realidad del sistema represivo se ocultase cuidadosamente —misterio que lo convertía en más espantoso todavía—, algunos deportados vislumbraron sus grandes líneas: «Quizás había dos sistemas paralelos de represión. Un sistema carcelario, parte integrante de una burocracia, que se alimentaba de sí mismo para justificar su existencia; y otro sistema, más informal, que otorgaba a los jefes de la cooperativa el derecho a hacer justicia. En última instancia, para los prisioneros el resultado siempre era el mismo»[168]. Henri Locard confirma esta hipótesis[169]. Convendría añadir un tercer modo de ejecución, que tiende a prevalecer en el último año del régimen: la «purga militar» —recordando un poco las «columnas infernales» de la guerra de Vendée, en 1793-1795—, donde tropas vinculadas al centro matan sobre el terreno y en masa a equipos de mandos locales caídos en desgracia, aldeas sospechosas, poblaciones enteras como en la zona este. En cualquier caso, nunca existe acta de acusación precisa, posibilidad de defenderse, de comunicación del destino de las víctimas a sus allegados o a sus colegas de trabajo: «El Angkar mata, pero no explica nunca», —tal era uno de los nuevos refranes de la población[170].

Resulta difícil elaborar con exactitud la lista de los delitos castigados con la muerte. No es que falten, todo lo contrario: porque indudablemente resulta imposible citar un desvío que no pueda entrañar la ejecución capital; para el mando jemer rojo es fácil, y se recomienda como demostración de inteligencia política, hacer la lectura más paranoica posible del menor desvío. Por tanto, nos contentaremos con una recapitulación de los principales motivos de las condenas a muerte, empezando por los más usuales. El «robo» de alimentos se encuentra desde luego a la cabeza. Teniendo en cuenta la importancia del arroz en la alimentación, y de la obsesión del régimen con él, la pena de muerte se aplicó de forma masiva en caso de espigueo salvaje, de hurto en los graneros o en la cocina. Los merodeadores eran ejecutados a menudo en el acto a golpes de mango de piqueta, directamente en el campo —y abandonados allí, para ejemplo de todos[171]. Había más probabilidades de recibir una paliza en caso de robo de frutas o de verduras. Sin embargo, unos cuantos plátanos recogidos por una hambrienta que daba de mamar a su hijo la llevaron a la muerte[172]. Adolescentes ladronzuelos de huertas fueron «juzgados» por sus camaradas (que apenas si podían negarse), condenados y ejecutados mediante un balazo en la cabeza durante la misma sesión del juicio: «Estábamos temblando. Nos dijeron que era una lección para nosotros»[173]. La matanza clandestina de animales era más rara: aves y animales domésticos desaparecieron enseguida, o fueron puestos a buen recaudo; la promiscuidad volvía muy delicado el robo del ganado mayor. Sin embargo, una familia completa podía ser asesinada por haberse repartido una vaca[174].

Las visitas clandestinas a la familia, asimiladas a deserciones, incluso si resultaban de corta duración, eran también muy peligrosas. Sin embargo, al parecer se arriesgaba sobre todo la vida en caso de reincidencia —a condición de no haber cometido la gravísima falta de no acudir al trabajo—. Amar demasiado a los suyos estaba mal visto; pelearse con ellos, o con cualquier otro, podía costar la vida (también en este caso, por regla general, no la primera vez). En una atmósfera de un puritanismo extremo —a los hombres se les recomendaba mantenerse a tres metros por lo menos de su interlocutora, si la mujer no era una pariente próxima— , las relaciones sexuales fuera del matrimonio eran castigadas sistemáticamente con la muerte: pobres de los jóvenes amantes, pobres de los mandos libidinosos también, eran muchos los que «caían» por eso[175]. El consumo de bebidas alcohólicas[176] (por regla general zumo de palma fermentado) era otro crimen capital; pero este valía sobre todo para mandos y «viejos»; los «nuevos» ya ponían bastante en peligro su vida tratando de alimentarse. En cuanto a las prácticas religiosas, muy mal vistas, no resultaban motivo forzoso de condena si eran discretas, y puramente individuales (cosa que es posible en el budismo, pero muy difícil en el Islam); en cambio, las ceremonias de trance de médiums podían ser castigadas con la muerte[177]. Por supuesto, cualquier insumisión era fatal. Los pocos que se arriesgaban, sobre todo en la primera época, a aprovechar la presunta libertad de crítica que se les concedía en los mítines para evocar la insuficiencia de alimento o de ropa «desaparecieron» enseguida, del mismo modo que aquellos valientes maestros deportados, que, en noviembre de 1975, organizaron una manifestación de protesta contra las raciones de hambre, aunque esa manifestación no fue reprimida[178]. Los discursos «derrotistas», el desear la desaparición del régimen (o la victoria de los vietnamitas, cosa que muchos camboyanos ansiaban para sus adentros en 1978), o el hecho simple de reconocer que se tenía hambre: todas estas cosas exponían a lo peor. Los shhlop se encargaban de registrar, a veces de suscitar esas palabras incrimiriatorias.

No cumplir con la tarea asignada, fuera cual fuese el motivo, era también de lo más peligroso. Nadie estaba a salvo de errores o de accidentes mineros, siempre potencialmente fatales, pero, en nombre de esa obligación de los resultados, muchos lisiados, inválidos y enfermos mentales fueron asesinados: incapaces, saboteadores objetivos, eran más inútiles todavía que la masa de los «nuevos». Por supuesto, los heridos y mutilados de guerra del ejército republicano estaban condenados en su totalidad a desaparecer. Particularmente vulnerables fueron los que eran incapaces de comprender o de aplicar consignas y prohibiciones: un loco que coge un brote de mandioca o que expresa su descontento en términos incoherentes terminará por regla general muerto[179]. Los comunistas jemeres aplicaban un eugenismo de facto.

El nivel global de violencia de la Kampuchea democrática era terrorífico. Pero para la mayoría de los camboyanos, lo que aterrorizaba era la imprevisibilidad y el misterio que rodean las incesantes desapariciones y no tanto el espectáculo de la muerte. Esta casi siempre se ejecuta de modo discreto, a escondidas. Esa discreción de las ejecuciones debe relacionarse con la invariable elegancia de los militantes y mandos del PCK: «Sus palabras seguían siendo cordiales, muy suaves, incluso en los peores momentos. Llegaban hasta el crimen sin apartarse de esa cortesía. Administraban la muerte con palabras amables. (. .. )Eran capaces de hacer todas las promesas que nosotros queríamos oír para anestesiar nuestra desconfianza. Yo sabía que sus palabras suaves acompañaban o precedían a los crímenes. Los jemeres rojos eran corteses en cualquier circunstancia, incluso antes de abatimos como si fuéramos ganado»[180]. Una primera explicación es táctica: como sugiere Y athay, mantener la sorpresa, evitar el rechazo o la revuelta. Una segunda es cultural: el dominio de uno mismo se valora mucho en el budismo: quien cede a la emoción queda mal ante los demás. Una tercera es política: como en los mejores tiempos del comunismo chino (antes de la Revolución Cultural), demostrar la implacable racionalidad de la acción del partido — que no debe nada a las pasiones momentáneas o a las pulsiones individuales— y su capacidad total para dirigir, sean cuales fueren las circunstancias. Esta discreción en las ejecuciones bastaría para demostrar que eran coordinadas en gran medida desde el centro: la violencia primitiva y espontánea, la de los pogroms por ejemplo, no vaciló en exhibirse. Al acabar el día, una noche, unos soldados van a buscaros para un «interrogatorio», para «estudiar> o para la vieja «prestación de leña». A menudo, les atan los codos a la espalda, y nada más. A veces, luego encuentran un cadáver en el bosque, sin enterrar — tal vez para inspirar más terror todavía— , pero no siempre se le puede identificar. Hoy conocemos la existencia de muchísimos osarios — más de un millar en cada una de las provincias completamente investigadas; y había veinte en total— diseminados por la campiña camboyana[181]. En ocasiones se ponía en práctica la siniestra amenaza constantemente repetida por los jemeres rojos de ir a servir de «fertilizante para nuestros arrozales»[182]: «Se mataba sin cesar a hombres y mujeres para hacer abono con ellos. Los enterraban en fosas comunes que eran omnipresentes en todos los campos de cultivo, sobre todo en los de mandioca. A menudo, al arrancar los tubérculos de mandioca, se desenterraba un hueso frontal humano a través de cuyas órbitas pasaban las raíces de la planta alimenticia»[183]. Los amos del país dan la impresión en ocasiones de haber creído que para la agricultura no había nada mejor que los cadáveres humanos[184] pero también podemos ver ahí, junto con el canibalismo (de los mandos), el punto a que llega la negación de la humanidad de los «enemigos de clase».

El salvajismo del sistema reaparece en el momento supremo, en el momento de la ejecución. Para ahorrar balas, pero también sin duda para satisfacer el frecuente sadismo de los ejecutores[185], el fusilamiento no es el método corriente: el 29 por 100 de las víctimas, según el estudio de Sliwinski[186]. En cambio, se contaría al parecer un 53 por 100 de cráneos aplastados (con barras de hierro, con mangos de azadones, a veces con la hoz), un 6 por 100 de ahorcados y asfixiados (en sacos de plástico), un 5 por 100 de degollados y de apaleados hasta morir. Confirmación del conjunto de testimonios: solo el 2 por 100 de los asesinatos se celebraron en público. Entre estos, buen número de ejecuciones «ejemplares» de mandos caídos en desgracia, utilizando modalidades particularmente bárbaras, donde el fuego (¿purificador?) parece desempeñar un gran papel; enterramiento hasta el pecho en una fosa llena de brasas[187]; incineración de cabezas con petróleo[188].

El archipiélago carcelario. La Kampuchea democrática no conocía en principio la prisión. Según el propio Pol Pot, expresándose en agosto de 1978: «Nosotros no tenemos prisiones y ni siquiera utilizamos la palabra “prisión”. Los elementos malvados son destinados a tareas productivas»[189]. Los jemeres rojos se jactaban de ello, subrayando la doble ruptura con el pasado político y con la tradición religiosa, dado que ese castigo diferido que es la detención se confundía con el karma búdico, donde la cuenta de los pecados de un individuo solo se salda en la existencia futura. A partir de entonces, la sanción era inmediata[190]. Existían, sin embargo, «centros de reeducación» (munty operum), llamados en ocasiones «centros de policía de distrito». Las antiguas mazmorras de origen colonial, vaciadas como el resto de la población urbana, no fueron ocupadas de nuevo por otra parte, salvo en algunas pequeñas ciudades de provincias —donde una treintena de detenidos se amontonaban en celdas concebidas para unos pocos prisioneros— . Los edificios que reemplazan a las prisiones[191] son muchas veces los antiguos establecimientos escolares, que se han vuelto inútiles, y a veces los templos.

Es cierto que estamos bastante lejos de las prisiones clásicas, incluso de las prisiones de régimen severo. Lo menos que puede decirse es que nada se hizo para facilitar la vida de los detenidos, o por lo menos su supervivencia: raciones alimentarias de hambre (a veces una caja de arroz para cuarenta personas)[192], ausencia de cuidados médicos, una sobresaturación permanente —un grillete para las mujeres y para ciertos detenidos masculinos «ligeros», dos para los hombres, con los codos atados a veces a la espalda con una barra de hierro colectiva fijada al suelo (jnoh)—, nada de servicios ni de posibilidades de lavarse… Se comprenderá que, en estas condiciones, la esperanza de vida media del nuevo detenido pueda evaluarse en tres meses, y que sean raros los supervivientes[193]. Uno de los que salieron con vida evoca de modo favorable su lugar de detención, en la zona oeste: «Solo se mató a la mitad de los prisioneros, aproximadamente, incluso menos todavía»[194]. Tuvo sin duda la «suerte» de ser encerrado a finales de 1975, en el momento en que todavía no era inconcebible ser liberado, como había ocurrido antes del 17 de abril: hasta 1976, del 20 al 30 por 100 de los prisioneros sin duda fueron liberados. Porque entonces todavía se tomaban en serio la función reeducativa (que pasaba principalmente por un trabajo agotador), corazón del modelo penitenciario chino-vietnamita. Los funcionarios del antiguo régimen, incluso los soldados, tenían algunas posibilidades de salir de allí a condición de portarse bien, trabajar duro, y esto todavía era verdad al principio de las deportaciones[195]. La antigua terminología fue preservada luego (por ejemplo, el encarcelamiento queda disfrazado a menudo como convocatoria a una «sesión de estudios» —el término «jemer» está calcado sobre el chino xuexi—), pero vaciada por completo de sentido. Que el alcance pedagógico haya desaparecido en la práctica (salvo quizá en el campo de Bung Tra Bek —para camboyanos que han regresado del extranjero, estudiantes en su mayoría— descrito por Y Phandara) lo indica, por ejemplo, la nota de una dirección local que ordena encerrar a los hijos con sus madres, cualquiera que sea su edad, «para librarnos de todos de una sola vez»[196]. Se trata de la materialización de la consigna «Cuando se arranca una hierba, hay que extirpar todas las raíces»[197], que a su vez es la versión radical de la «herencia de clase» tan apreciada por los maoístas extremados. El destino de esos hijos, abandonados a sí mismos, y sin nadie que se ocupe de ellos, fue particularmente sobrecogedor; peor fue todavía el caso de «delincuentes» muy jóvenes encerrados sin condición de edad mínima.

Niños en una prisión de distrito.

Lo que más nos conmovía era el destino de veinte niños pequeños, sobre todo los de gentes deportadas después del 17 de abril de 1975. Aquellos niños habían robado porque tenían demasiada hambre. Les habían detenido no para castigarlos sino para ejecutarlos de una manera muy salvaje:

— los guardianes de la prisión los golpeaban o les daban patadas hasta que morían;

— los convertían en juguetes vivos atándolos por los pies, colgándolos del techo, balanceándolos; luego trataban de pararlos a patadas;

— cerca de la cárcel había una marisma; los verdugos arrojaban en ella a los pequeños prisioneros, los hundían con los pies y, cuando aquellos desdichados estaban dominados por las convulsiones, dejaban que emergiese su cabeza y luego empezaban a hundirlos otra vez en el agua.

Nosotros, los demás prisioneros y yo mismo, llorábamos a escondidas por el destino de aquellos pobres niños que habían dejado este mundo de una forma tan atroz. Había ocho verdugos guardianes de prisión. Bun, el jefe, y Lan (solo me acuerdo de estos dos nombres) eran los más salvajes, pero todos contribuyeron a esa tarea innoble, todos rivalizaban en crueldad para hacer sufrir a sus compatriotas[198].

La principal diferencia entre detenidos oponía, si nos atrevemos a expresarlo a sí, a los condenados a morir a fuego lento y a los que iban a ser ejecutados. Esto dependía sobre todo de la razón por la que uno había sido encerrado: violación de una prohibición, origen social impuro, desafección manifiesta hacia al régimen, inculpación por participación en una «conspiración ». En los tres últimos casos, por regla general eran interrogados, bien para obligarles a confesar un antiguo oficio «de riesgo», bien para forzar a reconocer una culpabilidad y a descubrir a los cómplices. A la más leve reticencia se empleaba la tortura, mucho más que en cualquier otro régimen comunista; los interrogadores jemeres rojos dieron muestras de mucha imaginación morbosa y sádica en la materia[199]. Una de las modalidades más corrientes parece haber sido la cuasiasfixia mediante un saco de plástico colocado alrededor de la cabeza. Muchos prisioneros, ya debilitados, no sobrevivían a esas sesiones —en primer lugar las mujeres, víctimas de las peores atrocidades—. Los verdugos se autojustificaban en nombre de una pretendida eficacia de la tortura en busca de la verdad: en una transcripción de interrogatorio, también se menciona que el detenido «fue interrogado suavemente, sin golpearle. Por eso no podíamos saber con exactitud si decía la verdad o no»[200]. En los casos más graves, o cuando las «confesiones» parecían particularmente prometedoras con vistas a futuras inculpaciones, el detenido era enviado al escalón superior del archipiélago carcelario: de este modo se podía pasar de la mazmorra local a la del distrito, luego a la de zona, y terminar por último en la prisión central de Tuol Sleng. Sea cual fuere el nivel alcanzado, la conclusión tendía a ser la misma: una vez establecido que el prisionero no tenía más «informaciones» que entregar, presionado a fondo por sus interrogadores (cosa que a veces duraba semanas, incluso meses), ya podía ser «tirado». Las ejecuciones se realizaban la mayoría de las veces con arma blanca, con particularidades locales como, en Tramkak, el aplastamiento del cuello con barra de hierro. Los altavoces difundían una ruidosa música revolucionaria para cubrir los gritos de agonía.

Entre las causas de la detención encontramos categorías análogas a las que ocasionaban problemas o asesinato en la cooperativa, pero no en las mismas proporciones. Muchos simples ladrones se encuentran en prisión, pero por regla general es preciso que hayan actuado a gran escala, o con cómplices. En cambio, los casos de relaciones sexuales fuera del matrimonio son bastante frecuentes, y más todavía los de declaraciones «subversivas»: denuncia de las desigualdades de trato alimentario, del descenso de nivel de vida o de la sumisión a China, afirmación de cansancio ante una agricultura presentada como una ofensiva militar permanente, bromas sobre el himno de la Revolución, propagación de rumores relativos a guerrillas anticomunistas, referencia a las predicciones budistas que describen un mundo caótico donde reina el ateísmo, pero condenado a la desaparición. Una mujer (pertenecía a los «70») había roto en la cantina una cuchara, de rabia por haber perdido ya cuatro hijos debido al hambre y no haber obtenido autorización para quedarse con el último, moribundo en el hospital. Al lado de estas «casillas políticas», se observan buen número de «casillas sociales»: aquellos que han ocultado su antigua profesión, o episodios terriblemente comprometedores de su biografía, como por ejemplo una estancia prolongada en Occidente. La última especificidad de la población penitenciaria es contar con una masa no despreciable (aunque muy minoritaria) de «viejos», e incluso de soldados o funcionarios jemeres rojos: el 10 por 100 de la muestra (46 expedientes de un total de 477) en la prisión de Tramkak. También ellos han manifestado su cansancio o han «desertado », generalmente para ver a sus familiares. En cuanto a los mandos de rango medio o superior, la mayoría de las veces han sido catapultados directamente bajo el control del centro y de su prisión de Tuol Sleng.

Sobrevivir al horror.

Por el crimen de hablar inglés fui detenido por los jemeres rojos y arrastrado, con una cuerda al cuello, vacilante y titubeando, a la prisión de Kash Roteh, cerca de Battambang. No era más que un principio. Fui encadenado con todos los demás prisioneros, con unos grilletes que me cortaban la piel. Mis tobillos llevan todavía las marcas. Me torturaron de forma repetida, durante meses. Mi único alivio era cuando me desmayaba.

Todas las noches irrumpían los guardias y llamaban por sus nombres a uno, dos o tres prisioneros. Se los llevaban, y no volvía a vérseles —eran asesinados por orden de los jemeres rojos—. Que yo sepa, soy uno de los rarísimos prisioneros que han sobrevivido a Kash Roteh, un verdadero campo de tortura y de exterminio. Solo he sobrevivido gracias a mi aptitud para contar fábulas de Esopo y cuentos jemeres clásicos, cuyos protagonistas eran animales, a los adolescentes y a los niños que eran nuestros guardianes[201].

La visita a este antiguo instituto, conocido en el organigrama del PCK con el código S-21, da la sensación de tocar el fondo del horror. Sin embargo, solo se trata de un centro de detención, uno más entre centenares, y, a pesar de sus 20.000 víctimas, no necesariamente el más mortífero. Las condiciones de encarcelamiento eran desde luego terribles, tanto como en cualquier otra parte. Esto significa que solo el 2 por 100 aproximadamente de los asesinados, tal vez el 5 por 100 de los encarcelados han pasado por Tuol Sleng, que no tiene nada que ver con la centralidad de un Auschwitz en el sistema concentracionario nazi. No hay ningún modo de tortura realmente específico, salvo tal vez un uso corriente de la electricidad. Las dos particularidades residen en el carácter de «prisión del Comité central», adonde llegan sobre todo mandos caídos en desgracia o dirigentes destituidos, y de «agujero negro» del que, en principio, no se puede salir vivo. Solo seis o siete detenidos escaparon a la muerte. La última singularidad estriba en nuestra información: un registro completo de ingresos, entre 1975 y mediados de 1978 (14.000 nombres); y sobre todo varios miles de confesiones detalladas y transcripciones de interrogatorios, algunos de los cuales conciernen a grandes personajes del régimen[202].

Las cuatro quintas partes aproximadamente de los detenidos eran jemeres rojos, aunque obreros y técnicos, en particular de origen chino, que habían sido enviados allí en 1978, lo mismo que unos cuantos extranjeros (la mayor parte de las veces marineros) que habían tenido la desgracia de caer en manos del régimen[203]. De forma permanente había entre 1.000 y 1.500 detenidos, pero el turnover era masivo, como demuestran las cifras de entradas (que equivalen poco más o menos a las víctimas del año), en constante aumento: apenas 200 en 1975, 2.250 en 1976, 6.330 en 1977 y 5.765 en el primer trimestre solo de 1978. Los interrogadores se enfrentaban a un dilema cruel: «Consideramos la tortura absolutamente necesaria», dice uno de sus cuadernos; pero por otro lado, causa la muerte de los internos demasiado pronto, sin que hayan «confesado» suficientemente; por lo tanto eso constituye «una derrota para el partido». De ahí el absurdo: un mínimo de presencia médica en un lugar donde todos están condenados a muerte[204]. Ciertos detenidos eran casos más fáciles: las mujeres e hijos de prisioneros (con frecuencia ya ejecutados), de los que se desembarazaban rápidamente, en fechas fijas. Así, el 1 de julio de 1977, 114 mujeres (90 de ellas esposas de ejecutados) fueron asesinadas. Al día siguiente les tocó el turno a 31 hijos y a 43 hijas de detenidos. Quince habían sido sacados previamente de un centro para niños. La mayor cantidad diaria de ejecuciones se alcanzó poco después de la proclamación de la existencia del PCK: 418 el 15 de octubre de 1977[205]. Se estima que, en S-21, fueron asesinados unos 1.200 niños[206].

LAS RAZONES DE LA LOCURA. Como para el resto de los crímenes de masas de este siglo, el exceso de la monstruosidad inspira la tentación de buscar la ultima ratio por el lado de la demencia de un hombre, o de la fascinación alelada de un pueblo. No se trata de atenuar la responsabilidad de Pol Pot, pero ni la historia nacional camboyana, ni el comunismo internacional, ni la influencia de ciertos países (empezando por China) deberían explicarlo de forma tan simple: quintaesencia de lo peor que podían producir, la dictadura de los jemeres rojos está en el punto de encuentro de esas tres dimensiones, y al mismo tiempo se ancla en un contexto geográfico y temporal preciso.

¿Una excepción jemer? «La revolución jemer no tiene precedentes. Lo que tratamos de hacer no se ha realizado nunca en la historia pasada»[207]. Los propios jemeres rojos, tan pronto como se emanciparon de sus protectores vietnamitas, insistieron constantemente en la unicidad de su experiencia. Sus discursos oficiales no hacen casi nunca referencia al extranjero, salvo de forma negativa, y en la práctica no citan a los padres fundadores del marxismo-leninismo, ni siquiera a Mao Zedong. Su nacionalismo tiene, en gran medida, el aroma extraño del que habían desarrollado sus predecesores, Sihanuk o Lon Nol: una mezcla de victimismo extremo y de pretensión desmesurada; un país-víctima, oprimido permanentemente por sus vecinos pérfidos, crueles, obsesionados en su perdición como si su propia supervivencia dependiese de ello, y a cuyo frente figura Vietnam; un país de Jauja, bendecido por los dioses, de pasado prodigioso, de pueblo sin igual, que tendría vocación de unirse a la vanguardia del planeta si[208]. El triunfalismo no conocía límites: «Estamos llevando a cabo una revolución única. ¿Conocéis un solo país que se atreva, como nosotros, a suprimir mercados y moneda? Derrotamos con diferencia a los chinos que nos admiran. Tratan de imitarnos, pero todavía no lo consiguen. Seremos un buen modelo para el mundo entero» —ese era el discurso de un mando intelectual que viajaba por el extranjero»[209]—. Incluso después de su expulsión del poder, Pol Pot siguió considerando que el 17 de abril de 1975 fue el acontecimiento revolucionario más grande de la historia, «a excepción de la comuna de París en 1871»[210].

Sin embargo, la realidad, tristemente prosaica, es la de un pequeño país replegado demasiado tiempo sobre sí mismo, mantenido por el protectorado francés en la situación de un amable conservatorio de interesantes tradiciones, donde los diversos clanes en lucha casi incesante por el poder nunca retrocedieron ante el llamamiento a las intervenciones extranjeras en su favor, y en el que nadie parece haberse planteado nunca seriamente la cuestión del desarrollo económico: pocas empresas, pocas clases medias, pocos técnicos, una agricultura de subsistencia que pesa enormemente. En resumen, el «hombre enfermo» por excelencia del Sureste asiático[211]. Pero el irrealismo extremo favorece las soluciones extremas. La combinación de una desconfianza algo paranoica respecto a los demás y una exageración megalomaníaca de las capacidades propias estimula el voluntarismo y el aislamiento. La debilidad de la economía y la pobreza de la mayoría de los habitantes refuerzan el atractivo para quienes se presentan como los precursores de un progreso posible. Camboya era por tanto un «eslabón débil», tanto económica como políticamente. El entorno internacional, y de modo especial la guerra del Vietnam, hizo el resto. En cuanto al salvajismo de los jemeres rojos, encontraría su origen en la contradicción no asumida entre la desmesura de las ambiciones y el peso de las limitaciones.

Hay autores que también consideran que ciertas características de la nación camboyana han podido favorecer la acción mortífera de los jemeres rojos. Por ejemplo el budismo, que sin embargo ha representado un papel ambiguo: su indiferencia por los contrastes sociales y su remisión a la existencia futura del pago de los méritos y deméritos de la presente intervienen en falso junto con la visión revolucionaria. Pero su antiindividualismo concuerda bien con la supresión del «yo» por los jemeres rojos. El valor limitado de una existencia, en medio del torbellino de las reencarnaciones, y el fatalismo que se deriva frente al inevitable destino han menguado la resistencia de los creyentes frente a las exacciones[212].

A Haing Ngor, que sale en malas condiciones de la prisión, una anciana termina diciéndole en voz alta lo que todo el mundo pensaba en voz baja:

«Samnag, tal vez hayas hecho algo malísimo en tu vida anterior. Quizá seas castigado por eso.

—Sí. Eso debe ser. ¡Creo que mi kama[213] no es muy, muy bueno!»[214]

El budismo, desde luego reprimido violentamente, no constituyó, en cualquier caso, esa muralla de resistencia frente a los jemeres rojos que fue el Islam para los Sham.

El presente lleva a menudo a revisar el pasado. No para cambiar los hechos establecidos, «al estilo norcoreano» si se quiere, sino para modificar su jerarquía y su interpretación. La aparentemente tranquila Camboya de Sihanuk, durante mucho tiempo islote de neutralidad en medio de las guerras indochinas, había llegado a hacer hincapié en la «sonrisa jemer» —la de las apsaras de los relieves angkorianos, de los monarcas bonachones, de los campesinos pequeños propietarios que recogían sin esfuerzos excesivos el paddy de los arrozales, el pescado del lago y el azúcar de la palmera—. La furia de las tres últimas décadas atrae la atención hacia dimensiones más sombrías. Angkor es un esplendor indiscutible[215], pero sus kilómetros de bajorrelieves ofrecen en su inmensa mayoría escenas de guerra[216]. Los gigantescos edificios y los depósitos, más gigantescos todavía, de agua (baray) exigieron deportaciones y esclavizaciones masivas.

Se conservan muy pocos documentos escritos relativos al período angkoriano (siglos VIII-XIV), pero todas las monarquías hindu-budistas del Asia del sudeste peninsular (Tailandia, Laos, Birmania…) se crearon siguiendo su modelo. Su historia llena de violencia se parece a la de Camboya. En todas partes se hacía pisotear por elefantes a las concubinas repudiadas, se inauguraba un reinado con la matanza de la propia familia, y las poblaciones vencidas eran deportadas en masa hacia las zonas desiertas. El absolutismo está fuertemente anclado en esas sociedades, y cualquier crítica adquiere el carácter de un sacrilegio. El déspota ilustrado no abusa: las estructuras administrativas, particularmente débiles, llevarían pronto a una situación de ruptura. Pero la capacidad de aceptación de las poblaciones es especialmente elevada: a diferencia del mundo chino, las revueltas antimonárquicas son raras, se buscaba la salvación sobre todo huyendo hacia otros Estados (nunca demasiado alejados) o hacia las regiones más remotas[217].

El reinado de Sihanuk (desde 1941, aunque el protectorado francés dura hasta 1953) puede dejar un recuerdo casi idílico en comparación con lo que siguió a su derrocamiento en marzo de 1970. El príncipe, sin embargo, no retrocedió ante una utilización amplia de la violencia, particularmente contra su oposición de izquierda. En 1959-1960, preocupado por la creciente popularidad de una izquierda comunistizante que criticaba la corrupción del poder, manda o deja asesinar al redactor jefe del periódico Prasheashon (El Pueblo), luego ordena apalear en plena calle al director de la publicación quincenal francófona L'Observateur (uno de los de mayor tirada en el país), el futuro dirigente jemer rojo Jieu Samphan. En agosto de 1960 se contabilizan dieciocho encarcelamientos, y quedan prohibidos los principales órganos de la izquierda. En 1962, en condiciones todavía misteriosas, es verosímilmente la policía secreta la que asesina al secretario general del PCK en la clandestinidad, Tu Samuth —facilitando el acceso a su dirección de Saloth Sar—. En 1967, la revuelta de Samlaut y la influencia de la Revolución Cultural en ciertas escuelas chinas acarrean una represión más severa que nunca, a la que hay que achacar numerosos fallecimientos: los últimos comunistas que actuaban a la luz pública y un centenar de simpatizantes intelectuales refuerzan las primeras guerrillas de los jemeres rojos[218]. Sin embargo, ¿hemos de estar de acuerdo con Henri Locard cuando escribe: «La violencia polpotista nació de la brutalidad de la represión de los sihanukistas»?[219] Sí, desde el punto de vista de la cronología: el autócrata principesco y luego, después de 1970, el mariscal iluminado han reducido a la impotencia a quienes criticaban sus ineptos regímenes. Al hacerlo, solo dejaron subsistir al PCK como oposición creíble. No en el plano de la genealogía: los fundamentos ideológicos y los fines últimos de la acción de los jemeres rojos no son reactivos, sino que recuperan de forma muy precisa la «gran tradición» salida del leninismo, y pasada a través de los sucesivos tamices de Stalin, de Mao Zedong y de Hô Chi Minh. La evolución calamitosa de Camboya tras la independencia, luego su inmersión en la guerra, han facilitado la toma del poder por parte de los extremistas del PCK y legitimado su recurso a una violencia inaudita; pero ninguna circunstancia exterior explica su mismo radicalismo.

1975: Una fractura radical. Por lo que se refiere a la revolución camboyana resulta más fácil enunciar lo que niega que decir lo que propone. Cierto que se corresponde con una voluntad de desquite, e indudablemente encontró en esa voluntad lo esencial de su base social, escaldada luego por la colectivización radical. Desquite de los habitantes de las aldeas contra los de las ciudades: los «viejos» sustrajeron rápidamente sus bienes a los «nuevos», bien mediante el mercado negro, bien, simplemente, robándoselos de los equipajes[220]. Desquite en el seno de los pueblos, de los campesinos más pobres contra los «capitalistas» locales (entiéndase por este término aquellos que tenían algo que comercializar, o que emplean un poco de mano de obra). Pero el desquite es también, y tal vez sobre todo, interindividual, que subvierte las antiguas categorías profesionales, familiares, etc. Los testimonios insisten en la sorprendente promoción, para los puestos de responsabilidad locales, de los marginales del pueblo, por ejemplo alcohólicos: «Estos hombres rehabilitados por el Angkar, investidos de misiones de mando, podían matar a sus compatriotas sin remordimientos, sin escrúpulos»[221]. Haing Ngor ve ahí la santificación política de lo que considera como lo más vil del alma jemer: el kum, rencor asesino contra el que nada puede el tiempo. Entre aquellos de los que más se quejó, se encuentra su tía que ha permanecido en la aldea familiar y que antes se había visto obligada a pedir ayuda a sus parientes de la ciudad; y un enfermero conocido cuando era médico de hospital y que, aunque «nuevo», trató de hacerle condenar a muerte, y fue ascendido a jefe de equipo de trabajo, invirtiendo de este modo radicalmente la jerarquía que hasta entonces había tenido que soportar[222]. Estas son todas las tensiones de la sociedad camboyana; aunque, de las que explotan así, solo algunas pueden calificarse de «sociales » stricto sensu.

Inversión de valores: empleos antes despreciados, como por ejemplo cocinero (incluso barrendero de la cantina) o pescador, estaban entonces entre los más buscados, porque permitían fáciles desvíos de alimento. Por el contrario, los diplomas ya no eran otra cosa que «papelotes inútiles», y quienes todavía intentasen hacerlos valer debían de tener mucho cuidado. La humildad se había convertido en virtud cardinal. Entre los mandos vueltos al país, «la tarea más buscada fue extrañamente la limpieza de servicios [...], sobreponerse a la repugnancia era una prueba de transformación ideológica»[223]. El Angkar pretendió captar y monopolizar los lazos de cariño familiares. En público el Angkar se dirigía al colectivo «padres-madres» (hecho que mantuvo la confusión entre el Partido-Estado y el conjunto de la población adulta, fenómeno característico del comunismo asiático); y el período revolucionario posterior a 1975 fue designado con el término samay puk-mè («era padres-madres»); los jefes militares fueron llamados «abuelo»[224]. El miedo y el odio a la ciudad eran extremos: cosmopolita, vuelta hacia el consumo y el placer, Phnom Penh es para los jemeres rojos «la gran prostituta del Mekong»[225]. Una de las justificaciones dadas para la evacuación de la capital fue que «un plan secreto político-militar de la CIA americana y del régimen de Lon Nol» preveía en concreto «corromper a nuestros combatientes y embotar su espíritu combativo mediante las prostitutas, el alcohol y el dinero» después de la «liberación»[226].

Más que los mismos chinos, los revolucionarios de Camboya se tomaban en serio el famoso proverbio de Mao: «Es sobre la página en blanco donde se escribe el más hermoso de los poemas»[227]. Convenía despojarse de cualquier bien que excediese de lo que hay en casa de un campesino pobre: los camboyanos que volvían al país tuvieron que renunciar a casi todo su equipaje, incluidos los libros. Estos, escritos en «escritura imperialista» —francés o inglés—, lo mismo que los escritos en jemer («reliquias de la cultura feudal»)[228] fueron destinados a la destrucción. A Haing Ngor le dicen unos soldados jemer de una decena de años: «¡Ahora, nada de libros capitalistas! Los libros extranjeros son instrumentos del antiguo régimen que traicionó el país. ¿Por qué tienes libros, eres de la CIA? ¡Nada de libros extranjeros bajo Angkar!»[229]. También era conveniente quemar los diplomas, así como los documentos de identidad, e incluso álbumes de fotos[230]: la revolución significa volver a empezar de cero. Lógicamente, son los seres sin pasado los que salen favorecidos con esos principios: «Solo un niño recién nacido está sin mancha», aseguraba una consigna[231]. La educación fue reducida a su expresión más simple: ninguna escuela, o con bastante frecuencia, algunas clases de lectura, de escritura y sobre todo de cantos revolucionarios, entre los cinco y los nueve años, a veces no más de una hora diaria. Muchas veces, los maestros apenas si estaban alfabetizados. Solo contaba el saber práctico: lejos de la cultura libresca inútil, «nuestros niños de las zonas rurales siempre han tenido conocimientos muy útiles. Pueden distinguir la vaca tranquila de la nerviosa. Saben sostenerse sobre un búfalo en ambas direcciones. Son los amos del rebaño. Prácticamente se han hecho dueños de la naturaleza. Conocen las variedades del arroz lo mismo que sus bolsillos. (…) Conocen y comprenden realmente (…) ese tipo de saber está muy adaptado a la realidad de la nación»[232].

Pol Pot, o los niños al poder… Todos los testimonios confirman la extremada juventud de una gran parte de los soldados jemeres rojos. Se alistan a los doce años, antes a veces —Sihanuk tuvo preadolescentes entre sus guardianes, que se distraían torturando a los gatos[233]. Ly Heng evoca la última campaña de reclutamiento, extendida a los «nuevos», justo antes de la llegada de los vietnamitas: se dirigía a los chicos lo mismo que a las chicas, entre los trece y los dieciocho años. Ante el escaso éxito del llamamiento al voluntariado, brigadas móviles de jóvenes fueron forzadas a pasar de los campos al ejército[234]. Los jóvenes enrolados perdían el contacto con su familia, y por regla general con su pueblo. Viviendo en sus campamentos, relativamente separados de la población que los temía y les evitaba, honrados por el poder, se sabían omnipotentes, y mucho menos amenazados por las purgas que los mandos. Más allá de la verborrea revolucionaria, la motivación de muchos, de acuerdo con la confesión misma de los tránsfugas, era «no tener que trabajar y poder matar a gente»[235]. Los menores de quince años eran generalmente los más temibles: «Se los cogía muy jóvenes y únicamente se les enseñaba la disciplina. Solo obedecer las órdenes, no hay necesidad de justificación. (…) No creen ni en la religión ni en la tradición, solo en las órdenes de los jemeres rojos. Por eso mataban a su propio pueblo, bebés incluidos, lo mismo que se aplastan mosquitos»[236].

Hasta 1978, los soldados fueron exclusivamente gentes de los «70». En cuanto a los hijos de los «75», fueron utilizados frecuentemente desde los ocho o nueve años como espías. Sin embargo, el grado de adhesión al régimen era tan débil que a menudo se instaló una forma de complicidad tácita con los espías que se las arreglaban para señalar discretamente su presencia[237]. Con alguna edad más, tras las purgas masivas de mandos locales, se convirtieron a veces en «niños milicianos», ayudantes de los nuevos jefes de las cooperativas, encargados de vigilar, detener y apalear a los culpables de autoalimentación[238]. La experiencia de Laurence Picq, en el centro, muestra que con el tiempo la «dictadura infantil» prometía una ampliación al campo del ambiente civil. Describe la «formación» acelerada de un contingente de niños de los campos:

«Se les explicó que la primera generación de mandos había cometido traición y que la segunda apenas si valía más. Por eso ellos serían llamados muy pronto a tomar el relevo (…).

»Fue entre esa nueva generación donde aparecieron los niños médicos. Eran seis niñitas de nueve a trece años. Apenas sabían leer, pero el partido había entregado a cada una de ellas una caja con jeringuillas. Se les había encargado poner las inyecciones.

»—Nuestros niños médicos, se oía decir, han salido del campesinado. Están dispuestos a servir a su clase. Son notablemente inteligentes. ¡ Dígales que la caja roja contiene vitaminas, ¡y ya verá cómo se acuerdan! ¡Enséñeles cómo se esteriliza una jeringuilla, ¡y ya verá cómo saben hacerlo!

»Estos niños eran puros, sin discusión, pero ¡qué ebriedad procura saber poner una inyección! Enseguida los niños médicos se mostraron de una arrogancia y de una insolencia sin precedentes»[239].

La ruptura también estriba en la supresión de la religión, y en el extremado moralismo impuesto en todos los terrenos de la vida cotidiana (cf. el recuadro adjunto). No hay sitio, como ya hemos comentado, para los protagonistas de «desvíos» de cualquier tipo, incluidos los enfermos crónicos, los locos, los lisiados. Pero el sistema termina entrando en contradicción con el proyecto oficial de una nación potente y numerosa: las coacciones impuestas a la sexualidad, al matrimonio, y más aún la subalimentación permanente matan hasta el deseo[240] y hacen derrumbarse la natalidad, del 30 por 1.000 en 1970 al (probablemente) 11 por 1.000 en 1978[241].

No debe subsistir nada que pueda contrarrestar, voluntaria o involuntariamente, la voluntad del PCK. A la menor de sus decisiones va unido el dogma de la infalibilidad. Coacción temible para todo el que ha sido detenido: como en China, la detención es la «prueba» de que uno es culpable, y las confesiones posteriores no vienen sino a sobrelegitimar la acción decidida por el Angkar. Por ejemplo, un encarcelado de 1972: tras dos años de interrogatorios, acaba siendo disculpado de la acusación de ser un militar republicano. Fue liberado, tras un mitin de propaganda en que se elogiaba la benevolencia del Angkar, que, «aunque sea un oficial de Lon Nol», quería tener en cuenta su honradez y su sinceridad[242]. Y además el episodio ocurría antes de la fuga hacia delante represiva posterior al 17 de abril… La arbitrariedad es total: el partido no tiene que justificar ni sus opciones políticas, ni su selección de mandos, ni sus cambios, tanto de línea como de personal: ¡pobre de quien no haya comprendido a tiempo que los vietnamitas eran enemigos, o que tal dirigente histórico del movimiento era de hecho un agente de la CIA! Pol Pot y consortes analizan desde la perspectiva de la traición, o del sabotaje dirigido por las antiguas clases explotadoras y por sus aliados, los fracasos (económicos, enseguida militares) cada vez más patentes del régimen: de ahí la aceleración de las medidas terroristas[243].

El mundo nuevo.

«En la Kampuchea democrática, bajo el régimen glorioso de Angkar, debemos pensar en el futuro. El pasado está enterrado, los "nuevos" deben olvidar el coñac, las ropas caras y el corte del pelo de moda.

(…) No tenemos necesidad de la tecnología de los capitalistas, ¡nada de nada! En el nuevo sistema, ya no hay necesidad de enviar a los niños a la escuela. Nuestra escuela es el campo. La tierra es nuestro papel, el arado nuestra pluma: ¡escribiremos trabajando! Los certificados y los exámenes son inútiles: aprended a arar y a excavar canales: ¡esos son vuestros nuevos diplomas! Y los médicos, ¡tampoco necesitamos ya a los médicos! Si alguien los necesita, que le arranquen los intestinos, ¡yo mismo me encargaré de ellos!».

Hizo el gesto de rajar el vientre de alguien con un cuchillo por si acaso no habíamos captado la alusión.

«¡Ya veis lo fácil que es, no hay ninguna necesidad de ir a la escuela para esto! ¡Tampoco tenemos necesidad de profesiones capitalistas como los ingenieros o los profesores! No necesitamos maestros de escuela para decirnos lo que hay que hacer; todos están corrompidos. Solo necesitamos gentes que quieran trabajar duro en los campos. Sin embargo, camaradas…, hay quienes rechazan el trabajo y el sacrificio… Hay agitadores que no tienen la buena mentalidad revolucionaria… ¡Esos, camaradas, son nuestros enemigos! ¡Y algunos están aquí mismo, esta noche!».

La concurrencia fue invadida por un sentimiento de malestar que se tradujo mediante diversos movimientos. El jemer rojo seguía mirando todas y cada una de las caras que tenía delante.

«¡Esas gentes se aferran al viejo modo de pensamiento capitalista! Se les puede reconocer: ¡veo entre vosotros algunos que todavía llevan gafas! Y ¿por qué se ponen gafas? ¿No pueden verme si les doy una bofetada?».

Se adelantó de repente hacia nosotros, con la mano alzada:

«¡Ah, echan hacia atrás la cabeza, luego pueden verme, luego no tienen necesidad de gafas! Nosotros no las necesitamos: los que quieren estar guapos son perezosos, ¡sanguijuelas que chupan la energía del pueblo!».

Discursos y bailes se sucedieron durante horas. Por último, todos los mandos se pusieron en una sola fila aullando con una sola voz: «¡LA SANGRE VENGA A LA SANGRE!». Al pronunciar la palabra «sangre», se golpeaban el pecho con el puño. Al gritar «venga», saludaban con el brazo en alto y el puño abierto. «¡LA SANGRE VENGA A LA SANGRE! ¡LA SANGRE VENGA A LA SANGRE!».

Sobre el rostro se dibujaba una determinación salvaje, y aullaban las consignas al ritmo de los golpes sobre el pecho, para terminar aquella terrorífica demostración con un vibrante: «¡Larga vida a la revolución camboyana!»[244].

En este sistema pobre tanto en realizaciones como en representaciones, incapaz de ir más allá de su origen guerrero, el odio asumía el papel de un verdadero culto, que se expresaba mediante una obsesión morbosa por la sangre. La primera estrofa del himno nacional, La resplandeciente victoria del 17 de abril es desde este punto de vista representativa:

Sangre escarlata que inunda la ciudad y el campo de la patria kampucheana,

sangre de nuestros espléndidos obreros-campesinos,

sangre de los hombres y mujeres combatientes revolucionarios,

sangre que se mudó en terrible cólera, en rabia encarnizada,

el 17 de abril bajo el estandarte de la Revolución,

sangre liberadora de la esclavitud,

¡viva, viva la resplandeciente victoria del 17 de abril!

¡Grandiosa victoria, más significativa que la época de Angkor! [245]

Y Pol Pot comenta:

«Como sabéis, nuestro himno nacional no ha sido escrito por un poeta. Su esencia es la sangre de nuestro pueblo, de todos los que han oído en los siglos pasados. ¡Ese llamamiento de la sangre se ha incorporado a nuestro himno nacional»[246].

Hasta una canción de cuna concluye: «No debes olvidar nunca la venganza de clase»[247].

Un marxismo-leninismo paroxístico. Que la experiencia jemer roja haya sido excepcionalmente mortífera suscita la tentación, como en el caso de la Shoah, de insistir en su unicidad. Los demás regímenes comunistas y sus defensores le han pisado los talones en su gran mayoría: la tiranía polpotista sería, o bien una desviación ultraizquierdista, o bien una especie de «fascismo rojo», simplemente disfrazado de comunismo. Y sin embargo, con la distancia, es evidente que el PCK en el poder pertenece a la «gran familia». Las particularidades del caso camboyano son importantes, pero Albania tampoco fue Polonia… En resumidas cuentas, el comunismo camboyano está más cerca del chino que este del soviético.

Se han subrayado varias influencias posibles para los jemeres rojos. Es obligatorio examinar la «pista francesa»: casi todos los dirigentes jemeres rojos fueron estudiantes en Francia, y la mayor parte se adhirieron al PCF, incluido el futuro Pol Pot[248]. Algunas de sus referencias históricas proceden de esa formación. Suong Sikoeun, segundo de Ieng Sary, asegura: «He sido muy influido por la Revolución francesa, y de manera especial por Robespierre. Desde ahí, no había más que un paso para ser un comunista. Robespierre es mi héroe. Robespierre y Pol Pot: los dos hombres tienen las mismas cualidades de determinación y de integridad»[249]. Pero más allá de este ejemplo de intransigencia resulta difícil encontrar gran cosa, en la práctica o en el discurso del PCK, que proceda claramente de Francia o del comunismo francés. Los jemeres rojos eran mucho más prácticos que teóricos: fueron las experiencias del «socialismo real» las que les apasionaron realmente.

Esa pasión se dirigió un momento hacia Vietnam del Norte. Fue este, mucho más que el PCF, el que sostuvo al comunismo camboyano en las fuentes bautismales, y luego el que participó íntimamente en sus orientaciones hasta 1973 aproximadamente. El PCK, en su origen, no es más que una de las secciones del Partido Comunista Indochino (PCI); por eso es total la hegemonía vietnamita y por eso se disoció en tres ramas nacionales (sin desaparecer por eso) gracias a la sola voluntad de los camaradas de Hô Chi Minh en 1951. Hasta el principio de la guerra, el PCK no parece dar muestras de la menor autonomía en relación con el PCV, ya sea en los planes programático, estratégico (el legalismo o las acciones armadas de los comunistas camboyanos son ante todo medios de presionar a Sihanuk en el marco de la guerra del Vietnam)[250] o táctico (armamento, división por zonas, logística). Incluso después del golpe de Estado son vietnamitas los que dirigen la administración revolucionaria de las «zonas liberadas» y los nuevos reclutamientos camboyanos. El abismo no empezó a ahondarse hasta después de los acuerdos de París de enero de 1973: la estrategia de Hanoi empujaba al PCK hacia la mesa de negociaciones, pero eso habría otorgado a Sihanuk un papel espléndido y amenazado con revelar la debilidad organizativa de los jemeres rojos. Por eso se negaron por primera vez a servir de masa de maniobra: a partir de ese momento disponían de los medios.

¿Cuál es la huella específica del comunismo vietnamita sobre el PCK? No es fácil dar una respuesta: una gran parte de los métodos del PCV proceden de China.· Visto desde Phnom Penh, ¿cómo distinguir lo que procede directamente de Pekín de lo que ha pasado por Hanoi? Ciertos rasgos de los jemeres rojos recuerdan mucho sin embargo al Vietnam. En primer lugar, la obsesión por el secreto y por el disimulo: Hô Chi Minh apareció en 1945 sin referirse a su rico pasado de mando de la Internacional comunista bajo el nombre de Nguyen Ai Quoc; y fragmentos enteros de su carrera solo han empezado a ser conocidos a raíz de la apertura de los archivos soviéticos[251]. El PCI declaró su autodisolución en noviembre de 1945, en beneficio del Vietminh, se reconstruyó en 1951 bajo el nombre de Partido de los Trabajadores del Vietnam y no recuperó la etiqueta comunista hasta 1976. En Vietnam del Sur, el Partido Popular Revolucionario no era más que uno de los componentes del Frente Nacional de Liberación. Y sin embargo, todas esas organizaciones fueron dirigidas, de hecho, con mano de hierro por él mismo y pequeño grupo de veteranos comunistas. En los avatares de la vida de Pol Pot (incluidos, tras la derrota de 1979, los anuncios de su «retiro» y luego de su «muerte»), en el juego entre Angkar y el PCK, en la opacidad de la dirección, pueden leerse fenómenos análogos y nunca igualados, por otra parte, en el universo comunista.

Segundo rasgo común, complementario, de hecho, del primero: la utilización excepcionalmente amplia del frente único. En 1945, el exemperador Bao Dai fue durante cierto tiempo consejero de Hô Chi Minh, que supo atraerse además el apoyo de los americanos, y calcó su declaración de independencia de la de Estados Unidos: los jemeres rojos formaban parte en 1970 de un Gobierno real de unidad nacional y reanudaron ese tipo de estrategia después de su derrocamiento. El Vietminh, como el Angkar, nunca hicieron referencia al marxismo-leninismo y utilizaron sin complejos el nacionalismo, hasta el punto de que este terminó imponiéndose como dimensión autónoma y central. Por último, en estos comunismos de guerra, que parecen prosperar únicamente en el contexto de un conflicto armado[252], podemos discernir un fuerte desvío militarista[253]; en el que el ejército constituye la columna vertebral y hasta la razón de ser de un régimen, al mismo tiempo que proporciona un modelo para la movilización de los civiles, en particular en el campo de la economía.

¿Y Corea del Norte? La imagen típicamente coreana del caballo volador (Shollima) se utiliza muchas veces para ilustrar el progreso económico[254]. Pyongyang fue una de las dos capitales extranjeras visitadas por Pol Pot en calidad de jefe de Gobierno, y numerosos técnicos norcoreanos ayudaron al ordenamiento de la industria camboyana[255]. Del «kimilsungsismo», Pol Pot tal vez se haya fijado en las purgas permanentes, en el control policíaco y el espionaje generalizados, así como un discurso en el que la lucha de clases tiende a pasar a segundo plano, en provecho de una dialéctica pueblo entero / puñado de traidores: esta significa de hecho que es el conjunto de la sociedad el que puede tomarse como blanco de la represión, y que ningún grupo social tiene vocación de sustituir al Partido-Estado para dirigir a este. Estamos bastante lejos del maoísmo y muy cerca, cierto, del estalinismo.

Con posterioridad a 1973, el PCK trató de cambiar de «hermano mayor». La China de Mao Zedong se imponía, por razones tanto de afectividad (su radicalismo afirmado) como de oportunidad (su capacidad para presionar sobre el fronterizo Vietnam). La acogida en la capital china en septiembre de 1977 al dictador camboyano, durante su primer viaje oficial al extranjero, fue triunfal, y la amistad entre los dos países se calificó entonces de «indestructible », situando solo a Camboya en el mismo rango que Albania[256]. En mayo de 1975, los primeros técnicos chinos afluían a Phnom Penh, y alcanzaron como mínimo los 4.000 (15.000 según Ben Kiernan). Además, China prometía de golpe 1.000 millones de dólares en concepto de ayudas diversas[257].

Fue en el plano de la reorganización del país sobre la base de una campaña colectivizada donde la experiencia china parecía ejemplar. La comuna popular, amplia estructura de actividades diversificadas, autárquica hasta donde fuese posible; y marco tanto de la movilización del trabajo como de la administración de la población, fue seguramente el prototipo de las cooperativas camboyanas. Encontramos ciertas innovaciones de la China de 1958 hasta en los detalles: las cantinas obligatorias, la «comunización» de los niños, la colectivización de los objetos usuales mismos, los grandes depósitos hidráulicos que absorbían una enorme parte del trabajo, la concentración (en el fondo, contradictoria con el proyecto mismo) en una o dos producciones casi exclusivas, los objetivos cifrados totalmente irrealistas, la insistencia en la rapidez de realización en las posibilidades ilimitadas de mano de obra correctamente movilizada… Mao había dicho: «Con grano y acero, todo es posible», los jemeres rojos respondían: «Si tenemos arroz, lo tenemos todo».[258] Se habrá notado la ausencia del acero en la versión camboyana: el irrealismo no llegaba hasta el exceso de inventar yacimientos de acero o de carbón, inexistentes en Camboya. Y en cambio, nadie debió decirle a Pol Pot cómo había terminado el «gran salto adelante» chino[259] —o mejor dicho, ese no era su problema. La noción misma está en el centro del discurso de los jemeres rojos. Por ejemplo, el himno nacional acaba: «¡Construyamos nuestra patria para que dé el "gran salto adelante”! ¡Un inmenso, un glorioso, un prodigioso salto adelante!».[260]

La Kampuchea democrática fue fiel al «gran salto adelante» chino más allá de toda esperanza. Como él, tuvo por principal realización una inmensa y mortífera hambruna.

En cambio, la Revolución Cultural tuvo pocos ecos directos. Como los demás poderes comunistas, el de Phnom Penh había comprobado hasta qué punto era aventurado movilizar a «las masas», incluso encuadradas y divididas en zonas, contra tal o cual clan del partido. Se trataba, por otro lado, de un movimiento fundamentalmente urbano y salido de los establecimientos de enseñanza, es decir, no trasladable por definición. En Camboya los hay, desde luego, además duplicados: el antiintelectualismo de 1966 y la negación de la cultura simbolizada por las «Óperas revolucionarias» de Jiang Qing (copiadas al parecer bajo Pol Pot)[261]. La ruralización de millones de exguardias rojos inspiró tal vez el vaciado de las ciudades.

Es como si los jemeres rojos se hubieran inspirado más en la teoría, o mejor dicho aún, en las consignas maoístas, que en las prácticas efectivas de la RPCh. Los campos chinos, focos de revolución, fueron desde luego el lugar de exilio de millones de intelectuales de las ciudades, sobre todo al día siguiente de la Revolución Cultural: el régimen sigue utilizando hoy medios rudos para limitar el éxodo rural. Pero las grandes ciudades siguieron desempeñando un papel motor después de 1949, lo mismo que antes, y los obreros permanentes, en particular, fueron los hijos preferidos del régimen. El PCCh nunca se planteó vaciar totalmente las ciudades de su población, deportar a los habitantes de regiones enteras, abolir la moneda o el sistema escolar y perseguir al conjunto de los intelectuales. Mao nunca perdía ocasión de manifestarles su desprecio pero, en el fondo, no veía el modo de prescindir de ellos. Y los guardias rojos habían salido muchas veces de las universidades de elite. Jieu Samphan utilizó una retórica claramente maoísta cuando en 1976 recibió a los intelectuales que regresaban a Camboya para demostrar su fidelidad al régimen: «Se os dice con toda claridad: no tenemos necesidad de vosotros, tenemos necesidad de personas que saben cultivar la tierra, un punto, eso es todo. (…) Quien está politizado, quien ha comprendido bien el régimen, puede hacer cualquier cosa, la técnica viene después (…); no tenemos necesidad de ingenieros para cultivar el arroz, plantar el maíz o criar cerdos »[262]. En China; sin embargo, semejante negación de cualquier experiencia nunca se convirtió en política admitida… Además, por una especie de isostasia, cada viraje hacia el extremismo utopista, cada oleada represiva terminaba enseguida en el «país del medio» en un retorno a métodos y a principios más «normales»; y la iniciativa de ese retorno procedía del seno mismo del partido Comunista. Fue eso sin duda lo que aseguró la perdurabilidad del régimen, mientras que el PCK se vació de su propia sustancia.

Por último, si abordamos las modalidades de la represión, encontramos las mismas contradicciones. La inspiración de conjunto es, sin discusión, china (o chino-vietnamita): sesiones incesantes e interminables donde tanto críticas como autocríticas son obligatorias, y todo ello dentro de una vaga perspectiva educativa, o reeducativa; repetición machacona de la biografía y «confesiones» escritas sucesivas cuando los «Órganos» te cogen; «casillero social » (el nacimiento, el oficio) que determina el «casillero político», que a su vez define el casillero judicial, y la herencia/familiarización cada vez más acentuada del conjunto. Por último, igual que en otras partes de Asia, la intensidad de la participación y de la adhesión políticas exigidas tiende a abolir la dicotomía partido-Estado/sociedad, con una perspectiva evidentemente totalitaria.

No obstante, las particularidades camboyanas son considerables, y todas se orientan en el sentido de un agravamiento en relación con el prototipo. La principal diferencia estriba en que, al menos hasta los años sesenta[263], comunistas chinos y vietnamitas se tomaron la reeducación en serio: se realizaron muchos esfuerzos para convencer a los encarcelados de la justicia de la actitud del partido hacia ellos, y esto implicaba en particular que los malos tratos o la tortura estuviesen desterrados en la práctica. En Camboya fueron sistemáticos. También era un hecho, por hipotético que fuese, que una «buena conducta» abría la perspectiva de una liberación, de una rehabilitación, o por lo menos de un modo de detención más ligero. Casi nunca se liberó a nadie de las mazmorras camboyanas, y en ellas se moría a una velocidad increíble. En China o en el Vietnam, la represión masiva se producía por oleadas, entrecortadas por períodos de descanso; se apuntaba a «grupos convertidos en blanco » más o menos amplios, pero en cada ocasión solo representaban a una parte escasa de la población —en Camboya son todos los «75» como mínimo los sospechosos, y no hubo ningún respiro—. Por último, en el plano de las modalidades, del «saber-reprimir», los otros comunismos asiáticos dan la sensación, sobre todo al principio, de organización, de eficacia, de una relativa coherencia, de cierta inteligencia (incluso perversa). En Camboya, la brutalidad desnuda y la arbitrariedad dominan una represión de iniciativa en gran parte local, a pesar de que sus principios procedan de arriba. Además, en el Asia comunista no se conocieron esas ejecuciones y esas matanzas inmediatas, salvo en cierta medida en China y en el Vietnam durante la reforma agraria (pero solo los terratenientes y asimilados fueron sus víctimas) y en los momentos álgidos de la Revolución Cultural (pero de forma más puntual, tanto en el espacio como en el tiempo). En resumen, los maoístas de las orillas del Mekong recurrieron a una forma de estalinismo primitivo (o, si se prefiere, degenerado).

Un tirano ejemplar. La impronta personal de un Stalin o de un Mao fue tan considerable que su muerte propició inmediatamente modificaciones fundamentales, en particular en materia de represión. ¿Podemos hablar legítimamente de polpotismo? El ex Saloth Sar cruza de parte a parte la historia del comunismo camboyano: es difícil imaginar lo que este último sería sin él. Ahora bien, en su personalidad se descubren ciertos rasgos que se orientan en una dirección de excesos sangrientos. ¿Qué hacer ante todo de ese pasado lejano, tan poco concorde con una leyenda revolucionaria que hizo cuanto pudo para negarlo? Tener una hermana o una prima bailarinas o concubinas del rey Monivong, un hermano funcionario de palacio hasta 1975, o haber pasado uno mismo buena parte de su infancia en el corazón de una monarquía arcaica, ¿no supone materia suficiente para querer «disculparse» destruyendo una y otra vez el viejo mundo? Pol Pot parece haberse hundido cada vez más en la negación de la realidad, tal vez por no haber asumido la de su propia historia. Hombre del aparato, ambicioso desde muy temprano, más a gusto en reuniones pequeñas que ante una multitud, vivió desde 1963 separado del resto del universo: junglas, residencias secretas (todavía ignoradas en la actualidad) en un Phnom Penh desierto. Ahí parece haber cultivado una profunda paranoia; incluso cuando era todopoderoso, todos los que iban a escucharle eran cacheados; cambiaba a menudo de residencia, sospechaba que sus cocineros querían envenenarle, y mandó ejecutar a electricistas «culpables» de cortes de corriente[264].

¿Cómo interpretar de otro modo que en virtud de sus obsesiones este diálogo alucinante con un periodista de la televisión sueca, en agosto de 1978:

«—¿Querría decirnos Su Excelencia cuál es la realización más importante de la Kampuchea democrática desde hace tres años y medio? —La realización más importante (…) es haber infligido derrotas a todas las conspiraciones y actos de intervención, de sabotaje, de tentativa de golpe de Estado, y a los actos de agresión procedentes de enemigos de todo pelaje[265]».

Involuntariamente, ¡qué confesión de fracaso para el régimen!

El profesor sensible y tímido, enamorado de la poesía francesa y amado por sus alumnos, el propagandista cautivador y caluroso de la fe revolucionaria que todos describen, entre los años cincuenta y los años ochenta, era un ser de doble faz: en el poder, mandó detener a varios de sus viejos compañeros de revolución, que se creían amigos personales suyos, no respondió a sus cartas de súplica, autorizó su tortura «fuerte» y los hizo ejecutar[266]. Su «arrepentimiento » después de la derrota, durante un seminario de mandos, en 1981, es un modelo de hipocresía:

«Dijo que sabía que muchos habitantes del país lo odiaban y lo consideraban responsable de las matanzas. Dijo que sabía que muchas personas habían encontrado la muerte. Al decir esto, casi se derrumbó y se echó a llorar. Dijo que debía asumir su responsabilidad porque la línea estaba demasiado a la izquierda y por no haber seguido de cerca lo que ocurría. Dijo que él era como un amo de casa que ignoraba lo que hacían sus hijos, y que había confiado demasiado en las personas. (. .. ) Le decían cosas que no eran verdaderas, que todo iba bien, pero que tal o cual persona era un traidor. En última instancia, los verdaderos traidores eran ellos. El principal problema eran los mandos formados por los vietnamitas»[267].

Entonces, ¿hay que creer a ese otro viejísimo compañero de Pol Pot, su excuñado Ieng Sary que, aunque adicto, le acusa de megalomanía: «Pol Pot se considera un genio incomparable en los terrenos militar y económico, en higiene, en escritura de canciones[268], en música y en danza, en arte culinario, en moda [sic], en todo, incluido el arte de mentir. Pol Pot se considera por encima de todas las criaturas del planeta. Es un dios sobre la tierra»?[269] Ahí tenemos algo muy parecido a ciertos retratos de Stalin. ¿Coincidencia?

El peso de lo real. Más allá de la conciencia desdichada de la historia nacional y de la influencia de los comunismos en el poder, la violencia de los jemeres rojos fue inducida por el contexto temporal y espacial en el que se situaba su régimen. Producto casi accidental de una guerra que superaba ampliamente a Camboya, se vio aterrorizado, débil y aislado en su propio país nada más alcanzar la victoria. La hostilidad del Vietnam y los apretados abrazos de China hicieron el resto.

El 17 de abril llegó demasiado tarde en un mundo demasiado viejo. La primera debilidad de los jemeres rojos, tal vez la más grande, es ser una anomalía histórica, y menos una utopía que una ucronía. Se trata de un «comunismo tardío», en el sentido en que se habla de una antigüedad tardía, cuando el mundo ya está inclinándose hacia otra cosa. Cuando Pol Pot llega al poder, Stalin ha muerto (1953), Hô Chi Minh ha muerto (1969) y Mao no se encuentra realmente muy bien (muere en septiembre de 1976). Queda Kim Il Sung, pero Corea del Norte es pequeña y lejana. El gran modelo chino se cuartea ante los ojos del nuevo dictador: la «banda de los Cuatro» trata de relanzar la Revolución Cultural en 1975, pero no ocurre nada. Tras sus últimas maniobras, la muerte del timonel basta para barrerla como si de un castillo de naipes se tratase. Los jemeres rojos intentan lanzarse sobre lo que queda de maoístas incondicionales, pero a finales de 1977 estos se hallan embarcados en un combate de retaguardia contra el irresistible retorno de Deng Xiaoping y de sus partidarios reformadores. Un año después, es el fin oficial del maoísmo y del muro de la democracia, mientras en Camboya se mata a buen ritmo. Acabado el «gran salto adelante», ¡viva el revisionismo! El resto de Asia, visto desde Phnom Penh, resulta todavía más deprimente: tras el estímulo momentáneo proporcionado por las fuerzas revolucionarias en Indochina, las guerrillas maoistizantes de Tailandia, de Malasia y de Birmania prosiguen o comienzan su declive. Sobre todo, tal vez, el ala activa del continente, envidiada y admirada, está ahora en las costas de Japón, los «pequeños dragones» (Singapur, Taiwan, Corea del Sur, Hong Kong), tan prósperos económicamente como anticomunistas políticamente, y cada vez más emancipados, sin embargo, de la tutela occidental. Por último, lo que pueden saber de una intelligentsia occidental donde el marxismo inicia un declive definitivo no puede sino desorientarles. ¿No está a punto de invertirse el sentido de la historia?

Hay dos respuestas posibles para este lento vaivén: el acompañamiento, y por tanto la moderación, la revisión de los dogmas, y también el riesgo de perder su identidad y su razón de ser; o el endurecimiento en lo que uno es, la radicalización de la acción, la huida hacia adelante rumbo a un hipervoluntarismo —«teorizado» por el Jushe norcoreano—. El eurocomunismo, que entonces conoce su esplendor, o las Brigadas Rojas (Aldo Moro es asesinado en 1978): dos callejones sin salida históricos, ahora lo sabemos —pero una sangrienta, la otra no—. Es como si los antiguos estudiantes de la Francia de los años cincuenta hubieran comprendido que si no hacían realidad inmediatamente su utopía, al precio que fuese, tampoco ellos podrían escapar a los compromisos con el presente realmente existente. Había que imponer el «año cero» a·una población privada de respiro, o terminar siendo barrido. El «gran salto adelante» chino no había dado sus frutos. ¿Había fracasado la Revolución Cultural? Es que se había parado en medidas tomadas a medias, y no había barrido todos los malecones de resistencia al servicio de la contrarrevolución: las ciudades corruptoras e incontrolables, los intelectuales orgullosos de su saber que pretendían pensar por sí mismos, el dinero y las relaciones comerciales elementales, precursores de una restauración capitalista, y los «traidores infiltrados en el seno del partido». Esa voluntad de alcanzar rápidamente una sociedad distinta, un hombre nuevo, no podía sino chocar, a pesar o a causa de la docilidad de los camboyanos, con la resistencia finalmente insuperable de lo real. Como el régimen no quería renunciar, derivó paulatinamente con más fuerza en el océano de sangre que pensaba que debía hacer correr sin tregua para mantenerse en el poder. El PCK se quería el glorioso sucesor de Lenin y de Mao: históricamente ¿no se inscribirá más como el predecesor de esos grupos que han traducido el marxismo-leninismo en licencia para cometer todo tipo de violencia: el Sendero Luminoso peruano, los Tigres del Eelam tamil (Sri Lanka), el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK)?

El drama de los jemeres rojos tal vez sea su debilidad. Cierto que fue cuidadosamente disimulada bajo una verborrea triunfalista. Pero en el fondo, el 17 de abril tuvo dos razones primordiales: el considerable apoyo militar de Vietnam del Norte y la inepcia del régimen de Lon Nol (agravada por las incoherencias de la política americana). Lenin, Mao y, en gran medida, Hô Chi Minh consiguieron la victoria prácticamente gracias solo a sus propios esfuerzos, y sus adversarios no eran en su totalidad mediocres. Sus partidos, y por lo que se refiere a los dos últimos, sus fuerzas armadas, fueron edificados paciente y lentamente, y antes de la llegada al poder eran ya fuerzas considerables. Nada de eso ocurre en Camboya. Hasta mediados de la guerra civil, los jemeres rojos permanecerán completamente dependientes de las fuerzas de Hanoi. Incluso para 1975 se cita la cifra de una sesentena de miles de combatientes jemeres rojos (menos del 1 por 100 de la población) que acabaron con unos 200.000 soldados republicanos desmoralizados.

Ejército débil, partido débil… No hay ninguna fuente realmente fiable, pero se han citado las cifras de 4.000 miembros en 1970, de 14.000 en 1975[270]: de un grupúsculo de ciertas dimensiones a un pequeño partido. Estas cifras también implican que los mandos experimentados fueron, hasta el final del régimen, muy poco numerosos —de ahí que las purgas contra ellos fueran más dramáticas todavía—. Las consecuencias son visibles en los relatos de los deportados: para un responsable competente, ¡cuántos incapaces, tanto más pretenciosos y crueles cuanto más limitados! «Los veteranos convertidos en mandos eran ignorantes. Aplicaban y explicaban mal los principios revolucionarios. Esta incompetencia incrementaba la demencia de los jemeres rojos»[271]. En efecto, es como si la debilidad real del régimen, aunque inconfesada, y el sentimiento de inseguridad que engendra solo pudieran ser compensados por un aumento de la violencia: como esta implica falta de afecto, el terror debe aumentar un punto, y así sucesivamente. De ahí esa atmósfera de inseguridad, de desconfianza generalizada, de incertidumbre ante el día siguiente que traumatizó tanto a los que la vivieron. Refleja la impresión (justificada) de aislamiento sentida en la cumbre: los «traidores ocultos» están por todas partes. Por eso, «siempre se puede cometer un error al detener a alguien, pero nunca debe equivocarse uno cuando se le suelta», afirma un lema jemer rojo[272]: aliento a la represión ciega. Pin Yathay analiza bien el círculo infernal en su obra: «Los jemeres rojos, en realidad, temían dar rienda suelta a la cólera del pueblo nuevo si aligeraban el aparato represivo. Obsesionados por la idea de una revuelta eventual, habían decidido en cambio hacernos pagar esa impasibilidad que nos reprochaban. Era el reinado del miedo permanente. Nosotros teníamos miedo de sus persecuciones. Ellos tenían miedo de una insurrección popular. Y también tenían miedo de las maniobras ideológicas y políticas de sus camaradas de combate[273]». Ese temor a insurrecciones populares ¿estaba justificado? No se han conservado rastros de muchos movimientos de ese tipo[274], pero todos fueron aplastados fácil, rápida y… salvajemente. A la primera oportunidad, cuando por ejemplo la oficialidad local resultó desestabilizada por las purgas, es significativo que la cólera de los neoesclavos se precipitara por la brecha, dispuesta a dar un salto cualitativo en la experiencia del terror.

Hubo revueltas de desesperación, y otras provocadas por rumores enloquecidos. En un plano más modesto de resistencia, deberán evocarse esas rechiflas que brotan en la noche, desde el fondo de la obra de un embalse, contra un soldado jemer rojo encaramado en el muro[275]. En términos más globales, los testimonios dejan la impresión de una libertad bastante grande de tono entre «nuevos» que trabajan juntos, de complicidades fáciles de conseguir para los hurtos o las· pausas clandestinas, y del escaso número de denuncias: espías y soplones no fueron aparentemente muy eficaces. Esto confirma la ausencia completa de coordinación entre los mandos y los «75». La solución que los primeros creyeron encontrar fue el mantenimiento de una atmósfera de guerra, y luego el recurso a la guerra misma —el método ya había sido probado en otras partes—. Ciertas consignas resultan significativas: «Una mano sostiene la azada, otra mano golpea al enemigo»[276], o «Con el agua se hace crecer el arroz, con el arroz se hace la guerra»[277]. Los jemeres rojos no pensaban en lo que había de pasar: nunca hubo suficiente arroz, y ellos perdieron la guerra.

¿UN GENOCIDIO? Hemos de decidirnos a calificar los crímenes de los jemeres rojos. Es un reto científico: situar Camboya en relación a los restantes horrores de este siglo, e inscribir a ese país en su lugar en la historia del comunismo. Es también una necesidad jurídica: una parte importante de los responsables del PCK están vivos todavía, y en activo. ¿Debemos resignarnos a que sigan siendo dueños de sus movimientos? En caso contrario, ¿cuáles serían los cargos por los que habría que juzgarlos?[278]

Que Pol Pot y sus cómplices sean culpables de crímenes de guerra es una evidencia: los prisioneros del ejército republicano fueron sistemáticamente maltratados y muchas veces ejecutados: los que entregaron las armas en abril de 1975 fueron acto seguido perseguidos despiadadamente. El crimen contra la humanidad no plantea problemas: grupos sociales enteros se convirtieron en blancos como indignos de existir, y ampliamente exterminados. La menor divergencia política, real o supuesta, debía ser castigada con la muerte. La verdadera dificultad estriba en el crimen de genocidio. Si tomamos la definición al pie de la letra, corremos el riesgo de caer en una discusión algo absurda: como el genocidio solo se aplica a grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos, y los jemeres rojos no podían ser considerados globalmente como blancos del exterminio, toda la atención se concentra en las minorías étnicas, y eventualmente en el clero budista. Ahora bien, incluso reuniéndolos a todos en un solo conjunto, solo han formado una parte relativamente reducida de las víctimas: además, como hemos visto, es aventurado afirmar que los jemeres rojos hayan reprimido específicamente a las minorías, salvo a los vietnamitas a partir de 1977 —en esa fecha quedaban ya bastante pocos; y los mismos Sham se convirtieron en blanco sobre todo porque su fe islámica constituía un islote de resistencia—. Algunos autores han tratado de resolver el problema introduciendo la noción de politicidio[279] —término definido en líneas generales como un genocidio con base política (también podría utilizarse sociocidio: genocidio de base social)—. Eso es retroceder para ganar impulso: ¿puede situarse en el mismo plano de gravedad que el genocidio? En caso de respuesta afirmativa, como esos autores parecen entender, ¿por qué embarullar las pistas dejando a un lado el término consagrado? Hay que recordar que, durante las discusiones previas a la adopción de la convención del genocidio por la ONU, fue solo la URSS, por razones demasiado evidentes, la que se opuso a la inclusión del grupo político entre los calificativos del crimen. Pero, sobre todo, el término racial (que no abarca ni la etnia ni la nación, tengámoslo en cuenta) debería proporcionar una solución. La raza, fantasma desmontado por los progresos del conocimiento, solo existe a los ojos de quien pretende limitarla: en realidad, no hay más raza judía que raza burguesa. Ahora bien, para los jemeres rojos, como para los comunistas chinos por otra parte, algunos grupos sociales son criminales globalmente y por naturaleza. Además ese «crimen» se transmite tanto a los esposos como a la descendencia, por una especie de herencia de los caracteres (sociales) adquiridos: Lyssenko no está lejos. Por lo tanto tenemos derecho a evocar una racialización de estos grupos sociales: el crimen de genocidio puede aplicarse entonces a su eliminación física, llevada muy lejos en Camboya, y llevada con toda seguridad con conocimiento de causa. Y Phandara oye a un obrero jemer rojo decirle a propósito de los «17 de abril»: «Es el nombre de los habitantes de las ciudades que apoyaban al régimen del traidor Lon Nol. […] Hay muchos traidores entre ellos. El Partido Comunista ha mantenido la vigilancia para eliminar a una buena parte. Los que todavía están vivos trabajan en el campo. Ya no tienen fuerza para levantarse contra nosotros»[280].

Para millones de camboyanos de hoy, la fractura de la «era Pol Pot» ha dejado su rastro de fuego, incurable. En 1979, el 42 por 100 de los niños eran huérfanos, tres veces más de padre que de madre; el 7 por 100 había perdido a sus dos progenitores. En 1992, la situación de aislamiento resultaba más dramática entre los adolescentes: un 64 por 100 de huérfanos[281]. Una parte de los males sociales gravísimos que todavía asolan hoy a la sociedad camboyana, en un grado excepcional para Asia oriental, provienen de esa desarticulación: criminalidad masiva y a menudo muy violenta (hay armas de fuego por todas partes), corrupción generalizada, falta de respeto y de solidaridad, ausencia a todos los niveles del menor sentido del interés general. Los cientos de miles de refugiados en el extranjero (150.000 tan solo en Estados Unidos) continúan sufriendo por lo que vivieron: pesadillas recurrentes, la tasa más alta de depresiones nerviosas de todos los oriundos de Indochina, una gran soledad para las mujeres que se marcharon solas, en número mucho mayor que los hombres de su generación, asesinados[282]. Y sin embargo el dinamismo de la sociedad camboyana no se ha roto: cuando en 1985 se abandonaron los últimos restos de la colectivización rural, el aumento de la producción permitió casi de inmediato la desaparición de las penurias alimentarias[283].

Frente a los responsables de la dictadura jemer roja, este laboratorio de todos los desvíos más sombríos del comunismo, los camboyanos, cuyo deseo primordial de volver a una vida normal resulta fácil de comprender, no deben afligirse solos por el peso de la liquidación de un pasado terrible. El mundo, que muchas veces ha tenido tanta complacencia con sus verdugos, aunque tardíamente, también debe hacer suyo este drama.

El libro negro del comunismo
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