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AMÉRICA LATINA, CAMPO DE PRUEBAS DE
TODOS LOS COMUNISMOS
por
PASCAL FONTAINE
CUBA: EL INTERMINABLE TOTALITARISMO TROPICAL. Desde principios de siglo, la principal isla del Caribe ha conocido una agitada vida política marcada por la impronta de los movimientos democráticos y sociales. Ya en 1933 un golpe militar dirigido por el sargento taquígrafo Fulgencio Batista derribó la dictadura de Gerardo Machado. Convertido en jefe del ejército, a lo largo de veinte años Batista puso y depuso presidentes dentro de un poder de orientación social y contrario a la injerencia norteamericana. Tras su elección en 1940 como presidente de la República, Batista promulgó una constitución liberal. En 1952 dirigió un último golpe de Estado, interrumpió el proceso democrático simbolizado en las elecciones libres previstas para aquel mismo año y gobernó apoyándose de forma alternativa en distintos partidos políticos, entre ellos el Partido Socialista Popular, que era en realidad el Partido Comunista cubano.
Con Batista en el poder, Cuba experimentó un evidente despegue económico; aunque la riqueza estaba muy mal repartida[1] sobre todo por el fuerte desequilibrio existente entre el campo desheredado y las ciudades, dotadas de importantes infraestructuras y a las que afluía el dinero fácil dejado por la mafia italoamericana —en 1958 se estimaba en 11.500 el número de prostitutas en La Habana—. La corrupción y el mercantilismo caracterizaban la era Batista y, poco a poco, la clase media fue distanciándose del régimen[2]. Los estudiantes, bajo el impulso de José Antonio Echeverría, crearon un Directorio Estudiantil Revolucionario que auspició un grupo armado y atacó en marzo de 1953 el palacio presidencial. Fue un completo fracaso. Echeverría resultó muerto y el directorio quedó decapitado. Pero el 26 de julio de 1953 otro grupo de estudiantes atacó el cuartel de Moncada. Varios de ellos murieron durante el ataque y uno de sus dirigentes, Fidel Castro, fue detenido y condenado a quince años de cárcel, aunque no tardó en ser liberado. Castro abandonó Cuba en dirección a México, donde se dedicó a formar un movimiento de guerrillas, el Movimiento 26 de julio, compuesto esencialmente por jóvenes liberales. El enfrentamiento armado entre Batista y los barbudos duraría veinticinco meses.
El régimen practicó una violenta represión que provocó miles de víctimas[3]. Las redes de la guerrilla urbana fueron las más afectadas, con un 80 por 100 de bajas, contra el 20 por 100 en las guerrillas rurales de la Sierra. El 7 de noviembre de 1958 Ernesto Guevara, a la cabeza de una columna de guerrilleros, emprendió una marcha hacia La Habana. El 1 de enero Batista abandonaba el país, al igual que los principales dignatarios de su dictadura. Rolando Masferrer, el jefe de la siniestra policía paralela conocida como «los tigres», y Esteban Ventura, jefe de la policía secreta, dos torturadores, se dirigieron a Miami. El líder de la Confederación de Trabajadores Cubanos (CTC), Eusebio Mujal, que había establecido numerosos acuerdos con Batista, juzgó prudente refugiarse en la embajada argentina. La fácil victoria de los guerrilleros eclipsó el papel que desempeñaron otros movimientos en la caída de Batista. En realidad, la guerrilla solo libró algunos combates menores y Batista fue derrotado principalmente porque perdió el control de La Habana frente al terrorismo urbano. El embargo de armas americano también actuó en su contra.
El 8 de enero de 1959, Castro y los barbudos realizaron una entrada triunfal en la capital. Desde la toma del poder, las cárceles de la Cabaña en La Habana y de Santa Clara fueron el escenario de ejecuciones masivas. Según la prensa extranjera, en un período de cinco meses esta depuración sumaria causó 600 víctimas entre los partidarios de Batista. Se organizaron tribunales de ejecución exclusivamente con el fin de pronunciar condenas. «Las formas de los procesos y los principios sobre los cuales se concebía el derecho eran altamente significativos: la naturaleza totalitaria del régimen estaba definida en ellos desde el principio», constata Jeannine Verdes-Leroux[4]. Se celebraban simulacros de juicio en un ambiente de fiesta: una muchedumbre de 18.000 personas reunidas en el Palacio de los Deportes «juzgó» apuntando con los pulgares hacia el suelo al comandante (pro Batista) Jesús Sosa Blanco, acusado de cometer varios asesinatos. El comandante exclamó: «¡Esto es digno de la Roma antigua!». Fue fusilado.
En 1957, en el curso de una entrevista concedida al periodista Herbert Matthews, del New York Times, Fidel Castro declaró: «El poder no me interesa. Después de la victoria quiero regresar a mi pueblo y continuar con mi carrera como abogado». Era esta una declaración de intenciones ciertamente hipócrita, que quedó desmentida de inmediato por la política que siguió. Desde la toma del poder, el joven Gobierno revolucionario se vio minado por sordas luchas intestinas. El 15 de febrero de 1959, el primer ministro, Miró Cardona, dimitió. Castro, convertido ya en comandante en jefe del ejército, le sustituyó. En junio decidió anular el proyecto de organizar elecciones libres, que se había prometido convocar en un plazo de dieciocho meses. Dirigiéndose a los habitantes de La Habana, justificó su decisión con esta pregunta: «¡Elecciones! ¿Para qué?». Renegaba con estas palabras de uno de los puntos fundamentales incluido en el programa de los revolucionarios contrarios a Batista. Y de este modo Castro perpetuaba una situación instaurada por el dictador caído. Por añadidura, suspendió la constitución de 1940 que garantizaba los derechos fundamentales, para gobernar únicamente mediante decreto —antes de imponer en 1976 una constitución inspirada en la de la URSS—. Asimismo se promulgaron dos leyes, la ley n.º 54 y la ley n.° 53 (texto relativo a la ley sobre asociaciones) que limitaban el derecho de los ciudadanos a asociarse libremente.
Fidel Castro, que por entonces mantenía estrechas relaciones de colaboración con sus allegados, empezó a apartar del Gobierno a los demócratas y para conseguirlo se apoyó en su hermano Raúl (miembro del Partido Socialista Popular, es decir, el Partido Comunista) y en Guevara, sovietófilo convencido. En junio de 1959 cristalizaba la oposición entre liberales y radicales a propósito de la reforma agraria iniciada el 17 de mayo. El proyecto inicial apuntaba a la creación de una burguesía media propietaria mediante el reparto de tierras. Castro optó por una política de signo más radical, bajo la égida del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), confiado a marxistas ortodoxos y del cual fue su primer presidente. De un plumazo anuló el plan propuesto por el ministro de Agricultura, Humberto Sori Marín. En junio de 1959, y para acelerar la reforma agraria, Castro ordenó al ejército que tomara el control de cien fincas en la provincia de Camagüey.
La crisis, que estaba latente, se reavivó en julio de 1959 cuando el presidente de la República, Manuel Urrutia —antiguo juez de instrucción que en 1956 había defendido valientemente a algunos barbudos— presentó su dimisión. El ministro de Asuntos Exteriores, Roberto Agramonte, no tardó en ser sustituido por Raúl Roa, castrista de la primera hora. El ministro de Asuntos Sociales, que desaprobaba el veredicto pronunciado contra unos aviadores acusados de crímenes contra civiles, también dimitió[5]. En 1960 el proceso se amplió: en marzo, Rupo López Fresquet, ministro de Economía desde enero de 1959, rompió con Castro, se pasó a la oposición y más tarde marchó al exilio. Otro miembro del Gobierno, Andrés Suárez, también abandonaría definitivamente el país ese año. Con la desaparición de las últimas publicaciones independientes, el amordazamiento practicado de forma metódica alcanzaba sus objetivos. El 20 de enero de 1960, Jorge Zayas, director del diario antibatistiano Avance, marchó al exilio. En julio, Miguel Ángel Quevedo, redactor jefe de Bohemia, abandonó Cuba —Bohemia había reproducido las declaraciones de Castro durante el proceso del Moncada—. Únicamente continuaba saliendo a la calle la publicación comunista Hoy. En otoño de 1960 fueron detenidas las últimas figuras de la oposición, tanto política como militar, entre las que se contaban William Morgan y Humberto Sori Marín. Morgan, que fuera comandante en la Sierra, sería fusilado a principios de 1961.
Los últimos demócratas no tardaron en retirarse del Gobierno, como Manolo Ray[6], ministro de Obras Públicas, o Enrique Oltusky, ministro de Comunicaciones. Por entonces se produjo la primera oleada de abandonos: cerca de 50.000 personas, pertenecientes a la clase media y que habían apoyado la revolución, se exiliaron. La falta de médicos, profesores o abogados debilitaría durante mucho tiempo a la sociedad cubana.
A las clases medias les siguieron los obreros como víctimas de la represión. Desde el principio, los sindicatos se mostraron reticentes a la forma que estaba adoptando el nuevo régimen. Uno de sus principales líderes era el responsable de los sindicatos del azúcar, David Salvador. Era un hombre de izquierdas que rompió con el PSP cuando este se negó a combatir la dictadura de Batista; había organizado las grandes huelgas de las centrales azucareras en 1955; sufrió arresto y tortura y dio su apoyo a la huelga de 1958 promovida por los castristas del Movimiento 26 de julio. En 1959, tras ser democráticamente elegido secretario general de la Confederación de Trabajadores Cubanos, vio cómo se le imponía la colaboración de dos comunistas de la primera hornada que no habían sufrido la prueba democrática de su elección. Salvador trató de atajar la infiltración y el control de su central por parte de los comunistas pero desde la primavera de 1960 empezó a verse marginado y en junio optó por la clandestinidad. Fue detenido en 1962 y purgó en la cárcel una condena de doce años. Otra gran figura de la resistencia a Batista apartada del poder. Finalmente, en 1962 Castro obtendría del sindicato único, la CTC, que solicitara la supresión del derecho de huelga: «El sindicato no es un órgano reivindicativo», precisó un miembro del aparato del partido.
Después de su detención en 1953, Castro consiguió salvar la cabeza gracias a la intervención del arzobispo de Santiago de Cuba, monseñor Pérez Serantes. El clero había acogido con alivio la marcha de Batista e incluso algunos sacerdotes siguieron a los guerrilleros en la Sierra. Pero la Iglesia se alzó contra los juicios expeditivos de los seguidores de Batista, del mismo modo que había condenado los crímenes de los «Tigres» de Masferrer. En 1959 empezó a denunciar la infiltración comunista. Castro utilizó como pretexto el asunto de bahía Cochinos[7] para prohibir por orden gubernamental la revista La Quincena. En mayo de 1961 se cerraron todos los colegios religiosos y sus edificios fueron confiscados, incluido el colegio jesuita de Belén, donde Castro había cursado estudios. Embutido en su uniforme, el líder máximo declaró: «Los curas falangistas ya pueden empezar a hacer las maletas». Una advertencia en modo alguno gratuita, ya que el 17 de septiembre de 1961 131 sacerdotes diocesanos y religiosos fueron expulsados de Cuba. Para sobrevivir, la Iglesia tuvo que replegarse sobre sí misma. El régimen se dedicó a la marginación de las instituciones religiosas. Unos de los procedimientos consistía en permitir que los cubanos manifestaran su fe, con el riesgo subsiguiente de sufrir medidas de represalia como la prohibición de acceder a la universidad y a puestos en la administración.
La represión también afectó de lleno al mundo artístico. En 1961, el papel que según Fidel Castro desempeñaban los artistas en el seno de la sociedad quedaba resumido en el lema: «Dentro de la revolución todo, fuera de ella nada». El destino de Ernesto Padilla ilustra perfectamente la situación de la cultura. Padilla, un escritor revolucionario, pudo salir de Cuba en 1970 después de ser obligado a realizar su «autocrítica». Después de diez años de vagabundeo, Reinaldo Arenas aprovechó el éxodo de Mariel para abandonar, también él, definitivamente Cuba.
Che Guevara, la otra cara del mito.
Fidel Castro se refería continuamente a la Revolución francesa: si el París jacobino había tenido su Saint-Just, La Habana de los guerrilleros tenía su Che Guevara, versión latinoamericana de Nechaiev.
Nacido en 1928 en Buenos Aires, en el seno de una familia acomodada, Ernesto Guevara se dedicó desde muy joven a recorrer el subcontinente americano. El joven burgués, debilitado por un asma crónica, terminó sus estudios de Medicina después de un periplo en mobilette entre la Pampa y la jungla de América Central. En los primeros años cincuenta conoció la miseria de la Guatemala del régimen progresista de Jacobo Arbenz, derribado por los norteamericanos —ahí nacería el odio de Guevara a Estados Unidos—. «Pertenezco, por mi formación ideológica, a los que creen que la solución de los problemas de este mundo está detrás del llamado telón de acero», escribió a un amigo en 1957 (carta a René Ramos Latour, citada por Jeannine Verdes-Leroux, op. cit.). Una noche de 1955, en México, conoció a un joven abogado cubano exiliado que preparaba su retomo a Cuba: Fidel Castro. Guevara decidió unirse a los cubanos que habrían de desembarcar en la isla en diciembre de 1956. En la guerrilla fue nombrado comandante de una «columna» donde pronto destacó por su dureza. Un muchacho, guerrillero de su columna, que había robado un poco de comida, fue fusilado de inmediato sin ningún proceso. Este «partidario del autoritarismo a ultranza» según su antiguo compañero en Bolivia, Régis Debray (Loués soient nos seigneurs, Gallimard, 1996, pág. 184), que quería imponer una revolución comunista, se enfrentó con varios comandantes cubanos, auténticos demócratas.
En otoño de 1958 abrió un segundo frente en la llanura de Las Villas, en el centro de la isla. Más tarde obtendría un éxito clamoroso al atacar en Santa Clara un tren con refuerzos militares enviado por Batista. Los militares escaparon, rehuyendo el combate. Una vez conseguida la victoria, Guevara ocupó el cargo de «fiscal» y decidió algunos recursos de gracia. No obstante, la cárcel de la Cabaña donde él oficiaba fue el escenario de numerosas ejecuciones, sobre todo de antiguos compañeros de armas que seguían declarándose demócratas.
En el ejercicio de sus funciones como ministro de Industria y director del banco central, encontró la oportunidad de aplicar su doctrina política, imponiendo en Cuba el «modelo soviético». Despreciaba el dinero pero vivía en los barrios privados de La Habana; era ministro de Economía pero carecía de las más elementales nociones de economía, por lo que terminó arruinando el banco central. Se mostraría más capacitado para instituir los «domingos de trabajo voluntario», fruto de su admiración por la URSS y por China —él sería uno de los que aplaudieron la Revolución Cultural—. «Fue él y no Fidel quien inventó en 1960, en la península de Guanaha, el primer campo de trabajo correctivo (a los que nosotros llamaríamos trabajos forzados)…», según ha señalado Régis Debray (op. cit., pág. 185).
Este discípulo de la escuela del terror celebraba en su testamento «el odio eficaz que hace del hombre una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar» (Régis Debray, op. cit., pág. 186). «No puedo ser amigo de alguien que no comparte mis ideas», confesaba este sectario que bautizó a su hijo con el nombre de Vladimir en homenaje a Lenin. Dogmático, frío e intolerante, la personalidad del «Che» (expresión argentina) estaba muy lejos de la naturaleza abierta y cálida de los cubanos. En Cuba fue uno de los artífices del reclutamiento de la juventud, sacrificada al culto del nuevo hombre.
Deseoso de exportar la revolución en su versión cubana y cegado por un antiamericanismo lapidario, se dedicó a propagar la guerrilla a través del mundo según su lema: «¡Crear dos, tres… muchos Vietnam!» (mayo de 1967). En 1963 viajó a Argelia y luego a Dar-es-Salam, antes de dirigirse al Congo, donde se cruzaría con un tal Désiré Kabila, un marxista, convertido en el día de hoy en amo de Zaire, que no hace ascos al asesinato de las poblaciones civiles.
Castro lo utilizó con fines tácticos. Cuando se produjo la ruptura entre ambos, Guevara se dirigió a Bolivia, donde intentó aplicar la teoría del foco guerrillero, desdeñando la política del Partido Comunista boliviano. Sin embargo, no encontró respaldo alguno por parte de los campesinos, pues ni uno solo llegó a incorporarse a su guerrilla itinerante. Aislado y acorralado, Guevara fue capturado y ejecutado al día siguiente, el 8 de octubre de 1967.
Al ejército de antiguos rebeldes también se les hizo entrar en vereda. En julio de 1959 dimitió y marchó a Estados Unidos un allegado de Castro, el comandante de aviación Díaz Lanz. Un mes después se organizaba la primera oleada de detenciones con el pretexto de desbaratar una tentativa de golpe de Estado.
Desde 1956, Huberto Matos había colaborado con los barbudos en la Sierra, buscando apoyos en Costa Rica, suministrándoles armas y municiones con un avión privado y liberando Santiago de Cuba, la segunda ciudad del país, marchando a la cabeza de la columna número 9 «Antonio Guiteras». Fue nombrado gobernador general de Camagüey, pero su profundo desacuerdo con la «comunistización» del régimen le llevó a abandonar sus funciones. Castro lo consideró una conspiración y encargó a un héroe de la guerrilla, Camilo Cienfuegos, la detención de Marcos por su «anticomunismo». Sin ninguna consideración hacia el que fuera ejemplar combatiente, Castro le impuso un «Proceso de Moscú en La Habana» en el que intervino personalmente. No mostró ninguna moderación al presionar al tribunal: «Os digo que escojáis: ¡o Matos o yo!», y prohibió que declararan los testigos favorables al acusado. Matos fue condenado a veinte años de cárcel, condena que cumplió hasta el último día. Todos sus familiares fueron encarcelados.
Numerosos opositores a Castro, que se veían privados de cualquier posibilidad de expresión, entraron en la clandestinidad, a la que se sumaron veteranos instigadores de la guerrilla urbana contra Batista. A principios de la década de los sesenta, esta oposición clandestina se transformó en un movimiento de revuelta, dirigida por auténticos barbudos, implantado en las montañas de Escambray, que rechazaba la colectivización forzosa de las tierras y la dictadura. Raúl Castro envió todos sus recursos militares, blindados y artillería, así como cientos de milicianos, para poner fin a la rebelión. Las familias de los campesinos rebeldes fueron desplazadas con objeto de minar la base popular de la revuelta. Centenares de familias se vieron transplantadas a cientos de kilómetros de Escambray, a la región de las plantaciones tabaqueras de Pinar del Río, en el extremo oeste de la isla. Esta fue la única ocasión en que el poder castrista recurrió a deportar a la población.
No obstante, los combates se prolongaron durante cinco años. Los guerrilleros, cada vez más aislados, fueron desapareciendo uno tras otro. La justicia fue sumaria para los rebeldes y sus jefes. Guevara encontró la ocasión de liquidar a uno de los antiguos jefes de la guerrilla contraria a Batista, Jesús Carreras, que desde 1958 se había mostrado contrario a su política. Carreras, que resultó herido en una escaramuza, fue llevado al paredón sin que Guevara quisiera concederle el perdón. En Santa Clara fueron capturados y luego juzgados 381 «bandidos». En los años que siguieron al triunfo de 1959 y durante la liquidación de la resistencia de Escambray, en la cárcel de La Loma de los Coches fueron fusilados más de 1.000 «contrarrevolucionarios».
Después de dimitir del cargo de ministro de Agricultura, Humberto Sori Marín, intentó crear en Cuba un foco de lucha armada. Detenido y juzgado por un tribunal militar, Sori Marín fue condenado a la pena capital. Su madre imploró a Castro el perdón, recordándole que ambos se conocían desde los años cincuenta. Fidel Castro prometió el indulto. Unos días después Sori Marín era fusilado.
Con cierta periodicidad, después de los guerrilleros de Escambray, se repitieron las tentativas de implantar comandos armados en suelo cubano. La mayoría pertenecían a los comandos Liberación de Tony Cuesta y a los grupos Alpha 66, creados en los primeros años sesenta. La mayoría de estos desembarcos, inspirados en el del propio Castro, fracasaron.
En 1960 los jueces perdieron su inamovilidad y pasaron a depender de la autoridad del poder central, lo que suponía la negación de la separación de poderes, una característica de la dictadura.
Tampoco la universidad pudo escapar a este proceso de coacción general. Pedro Luis Boitel, un joven estudiante de ingeniería, antiguo opositor a Batista y encarnizado adversario de Fidel Castro, se presentó a la presidencia de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Sin embargo, con el apoyo de los hermanos Castro, sería Rolando Cubella, el candidato del régimen, el elegido. Boitel sería detenido poco después y condenado a diez años de prisión. Fue encarcelado en una cárcel especialmente dura: Boniato. En varias ocasiones Boitel hizo huelga de hambre en protesta por el trato inhumano que se daba allí. El 3 de abril, fecha del inicio de una huelga para obtener condiciones más decentes de encarcelamiento, manifestó a uno de los responsables de la cárcel: «Hago esta huelga para que se me apliquen los derechos reservados a los presos políticos. ¡Unos derechos que ustedes exigen para los detenidos de las dictaduras de países latinoamericanos y que les niegan a los de su país!». Pero en vano. Boitel agonizó sin que se le prestara asistencia médica. A los cuarenta y cinco días su estado era crítico. A los cuarenta y nueve, caía en un estado semicomatoso. Las autoridades seguían sin intervenir. El 23 de mayo, a las tres de la madrugada, después de cincuenta y tres días de huelga de hambre, Boitel murió. Las autoridades no permitieron que su madre viera su cuerpo.
Castro no tardó en apoyarse en un servicio de información eficaz. La «seguridad» le fue confiada a Ramiro Valdés, mientras que Raúl Castro tenía el mando supremo del ministerio de Defensa. Raúl reactivó los tribunales militares y pronto el paredón se convirtió en un instrumento judicial más.
El Departamento de Seguridad del Estado (DSE), al que los cubanos llamaban la «Gestapo roja», era también conocido con el nombre de Dirección General de Contra-Inteligencia. Este departamento realizaría sus primeras acciones en 1959-1962 cuando recibió el encargo de infiltrarse en los distintos grupos de oposición a Castro y destruirlos. El DSE dirigió la sangrienta liquidación de la guerrilla de Escambray y se ocupó de la implantación de trabajos forzados. Por supuesto, el DSE es el que detenta el control del sistema carcelario.
Inspirándose en el sistema soviético, el DSE estuvo dirigido desde el principio por Ramiro Valdés, un hombre próximo a Castro desde los tiempos de Sierra Madre. Con los años, el DSE representaría un papel cada vez más destacado, obteniendo asimismo cierta autonomía. Teóricamente, depende del «Minit », el ministerio del Interior. Comprende varias ramas que serían descritas con todo detalle por el general de aviación Del Pino después de refugiarse en Miami en 1987. Algunas secciones se encargan de vigilar a los funcionarios de las administraciones. La tercera sección controla a los que trabajan en el sector de la cultura, los deportes y la creación artística (escritores, cineastas). La cuarta sección se ocupa de los organismos vinculados a la economía, el ministerio de Transportes y de Comunicaciones. La sexta sección, que emplea a más de 1.000 agentes, tiene a su cargo las escuchas telefónicas. La sección octava vigila la correspondencia, es decir, viola el secreto del correo postal. Otras secciones controlan al cuerpo diplomático y a los visitantes extranjeros. La DSE sirve a la supervivencia del sistema castrista al utilizar con fines económicos a los miles de detenidos destinados a trabajos forzados. Este organismo constituye un mundo de privilegiados que disfrutan de poderes ilimitados. La Dirección Especial del Ministerio del Interior o DEM recluta a miles de chivatos para controlar a la población. La DEM trabaja apoyándose en tres ejes: el primero, llamado «información», consiste en elaborar un informe sobre cada cubano; el segundo, «estado de opinión», sondea la opinión de los habitantes, y el tercero, llamado «línea ideológica», tiene la misión de vigilar a las iglesias y congregaciones mediante la infiltración de agentes.
Desde 1967, el Minit dispone de sus propias secciones de intervención, las Fuerzas Especiales, que en 1995 contaban con 50.000 hombres. Son tropas de choque que colaboran estrechamente con la Dirección 5 y la Dirección de Seguridad Personal, guardia pretoriana de Castro, compuesta por tres unidades de escolta con más de 100 hombres cada una. Hombres rana y un destacamento naval sirven de refuerzo a la DSP, encargada de proteger la integridad física de Fidel Castro. En 1995 se estimaba que varios miles de hombres integraban estas tropas. Además, varios expertos estudian los posibles escenarios de atentados contra Fidel. Unos degustadores prueban su comida y tiene a su disposición las veinticuatro horas del día un cuerpo médico especial.
La Dirección 5 se ha «especializado» en eliminar a los opositores. Dos auténticos opositores a Batista, convertidos luego en anticastristas, fueron víctimas de esta sección: Elías de la Torriente fue abatido en Miami, mientras Aldo Vera, uno de los jefes de la guerrilla urbana contra Batista, era asesinado en Puerto Rico. Huberto Matos, exiliado en Miami, se ve obligado a recurrir a la protección de varios vigilantes armados. Las detenciones e interrogatorios practicados por la Dirección 5 tienen lugar en el Centro de Detención de Villa Marista, en La Habana, un antiguo edificio de la congregación de los hermanos maristas. A los detenidos se les inflinge tortura, más psíquica que física, en un universo cerrado, a resguardo de las miradas y en un extremo aislamiento.
Otra unidad de la policía política es la llamada Dirección General de la Inteligencia, más parecida a un servicio clásico de información. Sus ámbitos de acción preferentes son el espionaje, el contraespionaje, la infiltración en las administraciones de países no comunistas y en las organizaciones de exiliados cubanos.
Es posible establecer un balance de la represión desencadenada en los años sesenta: entre 7.000 y 10.000 personas fueron pasadas por las armas y se estima en 30.000 el número de presos políticos. En consecuencia, el Gobierno castrista muy pronto se vio obligado a ocuparse de un número considerable de presos políticos, principalmente los presos de Escambray y los de Playa Girón —Bahía Cochinos—.
La Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP), que funcionó entre 1964 y 1967, significó el primer intento de desarrollo de trabajo penitenciario. Los campos de la UMAP, operativos desde noviembre de 1965, eran auténticos campos de concentración en los que se mezclaron indiscriminadamente religiosos (católicos, y entre ellos el actual arzobispo de La Habana, monseñor Jaime Ortega; protestantes y testigos de Jehová), proxenetas, homosexuales y cualquier individuo considerado «potencialmente peligroso para la sociedad». Los presos tuvieron que construirse ellos mismos sus barracas, especialmente en la región de Camagüey. A las «personas socialmente desviadas» se las sometía a una disciplina militar que se transformó en un régimen de malos tratos, subalimentación y aislamiento. Para escapar de este infiemo, algunos detenidos se automutilaron. Otros salieron destrozados psíquicamente de su encarcelamiento.
Una de las funciones de la UMAP era la «reeducación» de los homosexuales. Ya antes de la creación de este organismo, muchos perdieron su trabajo, sobre todo los que formaban parte del mundo cultural. La Universidad de La Habana fue objeto de purgas contra homosexuales y era habitual «juzgar» a los homosexuales en público en su centro de trabajo. Se les obligaba a reconocer sus «vicios», y a renunciar a ellos so pena de ser despedidos antes de ser encarcelados. Las protestas internacionales provocaron el cierre de los campos de la UMAP tras dos años de funcionamiento.
En 1964 se puso en marcha un programa de trabajos forzados en la isla de los Pinos: el plan «Camilo Cienfuegos». Se organizó la población penal en brigadas, divididas en grupos de 40 personas, las cuadrillas, al mando de un sargento o un teniente, y se la destinó a los trabajos agrícolas o a la extracción, de mármol principalmente, en las canteras. Las condiciones de trabajo eran muy duras y los presos trabajaban prácticamente desnudos, cubiertos tan solo con un simple calzón. A guisa de castigo, a los más rebeldes se les obligaba a cortar la hierba con los dientes, y a otros se les sumergía en letrinas durante varias horas.
La violencia del régimen penitenciario alcanzó por igual a presos políticos y comunes. Empezaba con los interrogatorios dirigidos por el Departamento Técnico de Investigaciones, las secciones encargadas de las investigaciones. El DTI utilizaba el aislamiento y explotaba las fobias de los detenidos. Así, a una mujer con fobia a los insectos la encerraron en una celda infestada de cucarachas. El DTI recurría a presiones físicas violentas: se obligaba a los presos a subir escaleras provistos de zapatos lastrados con plomo, luego se les precipitaba escalones abajo. A la tortura física se añadía la psíquica, a menudo con seguimiento médico. Los guardias utilizaban el pentotal y otras drogas para mantener despiertos a los detenidos. En el hospital de Mazzora se practicaba el electroshock con fines represivos sin ninguna restricción. Los vigilantes utilizaban perros guardianes y realizaban simulacros de ejecución. Las celdas de castigo carecían de agua y electricidad. Cuando se quería despersonalizar a un detenido, se le mantenía en un local de aislamiento.
En Cuba, la responsabilidad se consideraba colectiva; el castigo también. Es esta otra medida represiva: los familiares del detenido pagan socialmente el compromiso de su pariente. Sus hijos no pueden acceder a la universidad y los cónyuges pierden su trabajo.
Conviene distinguir entre las cárceles «normales» y las cárceles de seguridad, dependientes del GII (policía política). La cárcel Kilo 5,5, situada a esa misma distancia de la autopista de Pinar del Río, es una cárcel de alta seguridad que existe todavía hoy. Su director era el capitán González, apodado El Ñato, quien mezcló deliberadamente a presos comunes y políticos. En las celdas previstas para dos presos se hacinaban siete u ocho y los detenidos dormían en el suelo. A las celdas disciplinarias las bautizaron como tostadoras debido al insoportable calor que reinaba en ellas tanto en invierno como en verano. Kilo 5,5, es un centro cerrado donde los detenidos fabrican productos artesanales. Cuenta con una sección destinada a las mujeres. En Pinar del Río se acondicionaron celdas subterráneas y salas de interrogatorios. Desde hace algunos años se practica una tortura más psíquica que física, sobre todo la consistente en la privación del sueño, bien conocida desde los años treinta en la URSS. A la ruptura del ritmo del sueño y a la pérdida de la noción del tiempo se añaden las amenazas contra los familiares y el chantaje relativo a la frecuencia de las visitas. La cárcel Kilo 7 de Camagüey es de las más violentas. En 1974, una riña causó la muerte de 40 presos.
El centro GII de Santiago de Cuba, construido en 1980, tiene el dudoso privilegio de poseer celdas a temperaturas muy altas y muy bajas. A los presos se les despierta cada veinte o treinta minutos, un tratamiento que puede prolongarse durante meses. Desnudos y aislados del mundo exterior, muchos de los presos a los que se infligen estas torturas psíquicas presentan al cabo de cierto tiempo trastornos irreversibles.
La cárcel más tristemente célebre fue durante mucho tiempo La Cabaña, donde fueron ejecutados Sori Marín y Carreras. Todavía en 1982 fueron fusilados cerca de 100 presos. La «especialidad» de la Cabaña eran los calabozos de dimensiones reducidas llamados ratoneras. La cárcel fue desafectada en 1985, pero las ejecuciones continúan en Boniato, una cárcel de alta seguridad donde impera una violencia sin límites y donde se mata de hambre a decenas de presos políticos. Para no ser violados por los presos comunes, algunos políticos se embadurnan con excrementos. Boniato sigue siendo todavía hoy la cárcel de los condenados a muerte, ya sean políticos o comunes. Es célebre por sus celdas tapiadas. En ella hallaron la muerte decenas de presos sin recibir asistencia médica. Los poetas Jorge Valls, que cumplió 7.340 días de cárcel, y Ernesto Díaz Rodríguez, así como el comandante Eloy Gutiérrez Menoyo, ofrecieron su testimonio sobre las condiciones especialmente duras que imperan en ella. En agosto de 1995 estalló una huelga de hambre conjunta de presos políticos y comunes para denunciar sus deplorables condiciones de vida: comida infecta y enfermedades infecciosas (tifus, leptospirosis). La huelga duró cerca de un mes.
Algunas cárceles han vuelto a usar las jaulas de hierro. A finales de los años sesenta, en la prisión de Tres Macios del Oriente, las gavetas, destinadas en un principio a los presos comunes, fueron ocupadas por presos políticos. Se trataba de una celda de un metro de ancho por uno ochenta de alto y unos diez metros de largo. En este universo cerrado, sin agua ni higiene, los presos, comunes y políticos se veían recluidos en una promiscuidad difícil de soportar durante semanas y, en algunos casos, meses.
En los años sesenta se inventaron las requisas con fines represivos. Se despertaba a los detenidos en plena noche y se los desalojaba violentamente de sus celdas. Embrutecidos por los golpes, y a menudo desnudos, eran obligados a reunirse para esperar a que terminara la inspección antes de poder volver a sus celdas. Las requisas podían repetirse varias veces al mes.
Las visitas de los familiares ofrecían a los guardianes la ocasión de humillar a los detenidos. En La Cabaña tenían que presentarse desnudos ante sus familiares. Los maridos encarcelados debían presenciar el registro de las partes íntimas de sus esposas.
La situación de las mujeres en el universo carcelario cubano es particularmente dramática porque se ven entregadas, sin defensa, al sadismo de los guardias. Desde 1959, más de 1.100 mujeres han sido condenadas por causas políticas. En 1963 iban a la cárcel de Guanajay. Los testimonios reunidos han dejado constancia de que se recurría a las palizas y a humillaciones diversas. Un ejemplo: antes de pasar a la ducha, las detenidas debían desnudarse en presencia de sus guardianes, que las golpeaban. En el campo de Potosí, en la zona de las Victorias de las Tunas, había en 1986 3.000 presas —delincuentes, prostitutas y políticas—. La cárcel de Nuevo Amanecer sigue siendo la más importante de La Habana. La doctora Martha Frayde, amiga de Castro durante mucho tiempo, y representante de Cuba en la Unesco en los años setenta, ha descrito este centro penitenciario y las condiciones particularmente duras que imperan en él: «Mi celda medía seis metros por cinco. Éramos 22 y dormíamos en literas de dos o tres pisos. (…) En nuestra celda llegamos a juntarnos 42 mujeres. (…) Las condiciones higiénicas llegaban a ser del todo insoportables. Las pilas donde nos lavábamos estaban llenas de inmundicias. Resultaba totalmente imposible asearse. (…) El agua empezó a escasear y la evacuación de los retretes se hizo imposible. Se llenaron y luego se desbordaron. Acabó formándose una capa de excrementos que invadía nuestras celdas. Luego, como un chorro imparable, llegó hasta el pasillo, luego a la escalera para bajar hasta el jardín. (…) Las presas políticas (…) armaron tal alboroto que la dirección de la cárcel se decidió a enviar un camión-cisterna. (…) Con el agua estancada del camión barrimos los excrementos, pero el agua de la cisterna no era suficiente y hubo que seguir viviendo sobre aquella capa nauseabunda que no retiraron hasta unos días más tarde»[8].
Uno de los mayores campos de concentración está situado en la región de Camagüey: El Mambí, que en los años ochenta encerraba a más de 3.000 prisioneros. El de Siboney, donde las condiciones de vida son tan execrables como la comida, tiene el temible privilegio de contar con una perrera. Los pastores alemanes sirven para buscar a los presos evadidos.
En Cuba existen campos de trabajo de «régimen severo». Los condenados que no se han incorporado a sus lugares de detención son juzgados por un tribunal popular interno del campo y se los traslada entonces a un campo de régimen severo donde los consejos de trabajo de los presos desempeñan un papel idéntico al de los kapos de los campos nazis: los «consejeros» juzgan y castigan a sus propios compañeros de prisión.
Con frecuencia los presos ven agravadas sus penas por iniciativa de los mandos de la cárcel. Al que se rebela se le añade otra pena de prisión a su condena inicial. La segunda pena sanciona la negativa a llevar el uniforme de los presos comunes o a participar en los «planes de rehabilitación» o una huelga de hambre. En tal caso, los tribunales, considerando que el detenido deseaba atentar a la seguridad del Estado, piden una pena de «seguridad posdelictiva». Se trata, en la práctica, de uno o dos años más de detención en un campo de trabajo. No es raro que algunos detenidos cumplan una pena añadida de un tercio o de la mitad de la pena inicial. Boitel, condenado a diez años de cárcel, acumuló por este sistema cuarenta y dos años de encarcelamiento.
El campo Arco Iris, situado cerca de Santiago de Las Vegas, fue concebido para acoger a 1500 adolescentes. No es el único: existe también el de Nueva Vida, al sureste de la isla. En la zona de Palos se encuentra el Capitolio, un campo de internamiento especial reservado para niños de alrededor de diez años. Los adolescentes cortan la caña de azúcar o realizan trabajos artesanales, lo mismo que los niños enviados en stage a Cuba por el MPLA de Angola o por el régimen etíope en los años ochenta. Otros internos de estos campos y cárceles, los homosexuales, han conocido todo tipo de régimen penitenciario: a los trabajos forzados y a la UMAP siguen el encarcelamiento «clásico» en la cárcel. Algunas veces disponen de un bloque especial en el recinto de la prisión, como ocurre en Nueva Cárcel, en La Habana del Este.
El detenido se ve despojado de todos sus derechos y sometido e integrado en un «plan de rehabilitación» que supuestamente le prepara para su reinserción en la sociedad socialista. Este plan comprende tres fases: a la primera se la llama «período de máxima seguridad» y se desarrolla en la cárcel; la segunda, de «media seguridad», tiene lugar en una granja; la tercera, llamada de «seguridad mínima», se efectúa en un «frente abierto».
Los detenidos en «curso de plan» llevaban el uniforme azul, igual que los comunes. De hecho, el régimen ha intentado con este procedimiento confundir a presos políticos y comunes. A los políticos que rechazaban el plan se les imponía el uniforme amarillo del ejército de Batista, una vejación insoportable para los numerosos presos por delitos de opinión procedentes de las filas de la lucha contra Batista. Estos detenidos «indisciplinados», contrarios al plan (plantado), rechazaban enérgicamente ambos uniformes. En ocasiones, las autoridades los dejaban años enteros vestidos con un simple calzón —de ahí el apodo de calzoncillos que se les daba— y no recibían ninguna visita. Huberto Matos, que fue uno de los plantados, declaró: «Viví varios meses sin uniforme y sin recibir visitas. Estuve incomunicado sencillamente porque me negué a someterme a la arbitrariedad de las autoridades. (…) Preferí resistir desnudo, en medio de otros presos también desnudos, en una promiscuidad difícilmente soportable».
El paso de una fase a otra depende de la decisión de un «oficial reeducador». En general, quiere imponer la resignación a través del agotamiento físico y moral del detenido en fase de reeducación. Carlos Franqui, antiguo funcionario del régimen, analizaba así el espíritu de este sistema: «El opositor es un enfermo y el policía su médico. El preso quedará libre cuando inspire confianza al policía. Si no acepta la “cura”, el tiempo no cuenta».
Las penas más pesadas se purgan en la cárcel. La Cabaña, que dejó de funcionar en 1974, contaba con un bloque especial reservado a los presos civiles (la zona 2) y otro para los militares (la zona 1). La zona 2 se llenó rápidamente con más de 1.000 hombres, repartidos en galerías de treinta metros de largo por seis de ancho. Existían además cárceles dependientes del GII, la policía política.
Los condenados a penas leves, entre tres y siete años, eran destinados a frentes o granjas. La granja, una innovación castrista, está formada por barracas confiadas a guardias del ministerio del Interior con permiso para disparar contra cualquier persona a la que vean que intenta escapar[9]. El edificio está rodeado de varias alambradas y miradores y tiene la apariencia de un campo de trabajo correccional soviético. Algunas granjas podían alojar de cinco a siete presos. Las condiciones de detención son espantosas: de doce a quince horas de trabajo al día sometidos a la prepotencia de los guardianes, que no vacilan en golpear con la bayoneta a los detenidos para acelerar el ritmo de trabajo.
En cuanto al «frente abierto», se trata de una obra donde el preso debe residir, generalmente bajo mando militar. Se trata siempre de obras de construcción con un número de detenidos que va de cincuenta al centenar, a veces 200 si la obra es importante. Los detenidos de las granjas, ya sean políticos o comunes, producen elementos prefabricados que ensamblan después los de los frentes abiertos. El detenido de un frente abierto dispone de tres días de permiso a finales de cada mes. Según varios testimonios, la alimentación no es tan mala como en los campos. Cada frente es independiente, lo cual permite una gestión más fácil de los detenidos al evitar una concentración excesiva de presos políticos, que podrían crear focos de disidencia.
Este tipo de sistema presenta un interés económico incontestable[10] de lo que es buena prueba la movilización de todos los presos para cortar la caña de azúcar, la zafra. El responsable de las cárceles en Oriente, al sur de la isla, Papito Struch, declaraba en 1974: «Los presos constituyen la principal fuerza de trabajo de la isla». En 1974, el valor del trabajo realizado representaba más de trescientos ochenta y cuatro millones de dólares. Los organismos del Estado pueden recurrir a los prisioneros. Así, el 60 por 100 de los empleados en las obras del Desarrollo de Obras Sociales y Agrícolas (DESA) son detenidos. Los presos trabajan en decenas de granjas en Los Valles de Picadura, que conforman el escaparate de los logros de la reeducación a través del trabajo. Decenas de huéspedes del Gobierno han visitado estas instalaciones, entre ellos algunos jefes de Estado como Leónidas Brezhnev, Huari Bumedian y François Mitterrand en 1974.
Todas las escuelas secundarias de provincia fueron construidas por presos políticos con un mando civil reducido al mínimo, compuesto por algunos técnicos. En Oriente, en Camagüey, los detenidos construyeron más de veinte escuelas politécnicas. En toda la isla existen numerosas centrales azucareras gracias a su trabajo. El semanario Bohemia enumeraba de manera detallada otros trabajos realizados por la mano de obra penitenciaria: lecherías, centrales de crianza de ganado en la provincia de La Habana; talleres de carpintería y escuelas secundarias en Pinar del Río; una porqueriza, una lechería, un taller de carpintería en Matanzas; dos escuelas secundarias y diez lecherías en Las Villas… Los planes de trabajo, cada año más exigentes, requieren una cantidad cada vez más importante de prisioneros.
En septiembre de 1960, Castro creó los comités de Defensa de la Revolución (CDR). Estos comités de barrio tienen como base la cuadra o manzana de calle a la cabeza de la cual se encuentra el responsable de vigilar las actividades «contrarrevolucionarias» del conjunto de los habitantes. Es una vigilancia social muy estrecha. Los miembros del comité están obligados a asistir a las reuniones del CDR y se les moviliza para realizar rondas con objeto de hacer fracasar la «infiltración enemiga». Este sistema de vigilancia y delación ha acabado con la intimidad de las familias.
La finalidad de los CDR se puso de manifiesto cuando en marzo de 1961, a instancias de R. Valdés, el jefe de Seguridad, se organizó y practicó en un fin de semana una gigantesca redada. Partiendo de las listas que había elaborado el CDR, más de 100.000 personas fueron convocadas y varios miles de ellas conducidas a centros de detención: estadios, edificios o gimnasios.
Los cubanos sintieron una profunda conmoción ante el éxodo masivo del puerto de Mariel en 1980 y esa conmoción fue mayor porque los CDR organizaron siguiendo consignas actos de repudio destinados a marginar socialmente y a destrozar moralmente a los opositores —a los que desde entonces se apodó gusanos— y a sus familias. Una airada muchedumbre concentrada delante de la casa del opositor arrojaba piedras e insultaba a sus habitantes. En las fachadas se pintaban consignas castristas e insultos. La policía solo intervenía cuando la «acción revolucionaria de masa» resultaba físicamente peligrosa para la víctima. Esta práctica de poco menos que linchamiento alimentaba en el seno de la población sentimientos de odio recíproco en una isla donde todo el mundo se conoce. Los actos de repudio destrozan los lazos entre vecinos y alteran el tejido social para imponer la omnipotencia del Estado socialista. La víctima, abucheada con gritos de «¡Afuera gusano!», «¡Agente de la CIA!» y, por supuesto, «¡Viva Fidel!», no tiene forma alguna de defenderse por la vía judicial. El presidente del comité Cubano de los Derechos del Hombre, Ricardo Bofill, fue sometido a un acto de repudio en 1988. En 1991 le llegó el turno de ser su víctima al presidente del Movimiento Cristiano de Liberación, Oswaldo Payas Sardinas. Pero, ante el cansancio de los cubanos frente a estos desmanes de odio social, las autoridades recurrieron a otros agresores procedentes de barrios distintos a los de las víctimas.
Según el artículo 16 de la Constitución, el Estado «organiza, dirige y controla la actividad económica de acuerdo con las directivas del plan único de desarrollo económico y social». Detrás de esta fraseología colectivista se oculta una realidad más prosaica: los cubanos no disponen de su fuerza de trabajo ni de su dinero en su propio país. En 1980 la isla vivió una oleada de descontento y disturbios que se tradujo en el incendio de algunos almacenes. El DSE actuó de inmediato y en menos de setenta y dos horas detuvo a 500 «opositores». Después, los servicios de seguridad intervinieron contra los mercados libres campesinos y, para terminar, se lanzó en todo el país una campaña de amplio alcance contra los que traficaban en el mercado negro.
En marzo de 1971 se adoptó una ley, la número 32, que reprimía el absentismo laboral. En 1978 se promulgó la ley de «peligrosidad predelictiva», o dicho de otro modo, un cubano podía ser detenido bajo cualquier pretexto si las autoridades estimaban que representaba un peligro para la seguridad del Estado, aun cuando no hubiera realizado ningún acto en este sentido. De hecho, esta ley instituye como crimen la expresión de cualquier pensamiento no conforme con los cánones del régimen. E incluso más, ya que cualquiera pasa a ser potencialmente sospechoso.
Después de la UMAP, el régimen utilizó a detenidos del servicio militar obligatorio. La Columna Juvenil del Centenario[11], creada en 1967, se convirtió en 1973 en El Ejército Juvenil del Trabajo, una organización paramilitar. Los jóvenes trabajan en los campos y participan en obras de construcción en condiciones a menudo espantosas, con horarios difícilmente soportables a cambio de un salario ridículo, de siete pesos, es decir, un tercio de dólar de 1997.
La militarización de la sociedad era ya una realidad antes de la guerra de Angola. Todo cubano que hubiese realizado el servicio militar debía formalizar el registro de su cartilla ante un comité militar y presentarse cada seis meses para verificar su situación (trabajo, dirección).
Desde los años sesenta, los cubanos han «votado con sus remos». Los primeros en abandonar Cuba de forma masiva, a partir de 1961, fueron los pescadores. El balsero, equivalente cubano del boat-people del sureste asiático, forma parte del paisaje humano de la isla de la misma manera que el cortador de caña. El exilio ha sido sutilmente utilizado por Castro como un medio de regular las tensiones internas en la isla. Este fenómeno, presente desde el inicio del régimen, se ha producido sin interrupción hasta mediados de los años setenta. Muchos de los que abandonaban la isla lo hacían en dirección a Florida o a la base americana de Guantánamo.
Pero el fenómeno de los balseros llegó a conocimiento del mundo entero con la crisis de abril de 1980 cuando miles de cubanos ocuparon la embajada de Perú en La Habana reclamando visados de salida para escapar de una vida cotidiana insoportable. Al cabo de varias semanas, las autoridades autorizaron a 125.000 de ellos —sobre una población que en la época ascendía a 10 millones de habitantes— a abandonar el país embarcando en el puerto de Mariel. Castro aprovechó para «liberar» a los enfermos mentales y a pequeños delincuentes. Este éxodo masivo fue una manifestación de desaprobación del régimen, ya que los marielitos, como se los llamó, procedían de las capas más humildes de la sociedad, a las que supuestamente el régimen dedicaba mayor atención. Blancos, mulatos y negros, con frecuencia jóvenes, huían del socialismo cubano. Después del episodio de Mariel, muchos cubanos se inscribieron en las listas para obtener el derecho a abandonar su país. Diecisiete años más tarde continúan esperando esa autorización.
Por primera vez desde 1959, en el verano de 1994 La Habana fue el escenario de violentos tumultos cuando algunos candidatos a salir de la isla, al no poder embarcar en las balsas, se enfrentaron a la policía. El frente de mar —el famoso Malecón—, en las calles del barrio de Colón, fue arrasado. El restablecimiento del orden supuso el arresto de varias decenas de personas pero, finalmente, Castro autorizó el éxodo de otros 25.000 cubanos. Desde entonces la huida de cubanos no ha cesado y las bases americanas de Guantánamo y Panamá están saturadas de exiliados voluntarios. Castro intentó frenar esta huida en balsas mediante helicópteros que debían bombardear las frágiles embarcaciones con sacos de arena. Cerca de 7.000 personas perdieron la vida en el mar durante el verano de 1994 y se estima que un tercio del total de los balseros murió en su huida. En treinta años, unos 100.000 cubanos han intentado evadirse por mar. En total, los diversos éxodos han dado como resultado que Cuba tenga al 20 por 100 de sus ciudadanos en el exilio. Sobre una población total de 11 millones de habitantes, cerca de dos millones de cubanos viven fuera de la isla. El exilio ha desestructurado a las familias y resulta incontable el número de ellas repartidas por La Habana, Miami, España o Puerto Rico…
Entre 1975 y 1989, Cuba sostuvo el régimen marxista-leninista del Movimiento Popular de Liberación de Angola, MPLA (véase la contribución de Yves Santamaría) al que se oponía la UNITA de Jonas Savimbi. A los innumerables «cooperantes» y a las decenas de «consejeros técnicos», La Habana sumó un cuerpo expedicionario de 50.000 hombres[12]. El ejército cubano actuó en África como sobre terreno conquistado. Se traficó con toda suerte de riquezas (plata, marfil, diamantes) y la corrupción era endémica. Cuando en 1989 los acuerdos de Nueva York sancionaron el final del conflicto, las tropas cubanas, formadas en su mayoría por hombres de raza negra, fueron repatriadas. Se ha estimado el número de bajas entre los 7.000 y los 11.000 muertos.
Esta experiencia alteró las convicciones de muchos oficiales. El general Arnaldo Ochoa, jefe del cuerpo expedicionario en Angola además de miembro del Comité central del Partido Comunista, empezó a organizar un complot para derribar a Castro. Fue detenido y luego juzgado por un tribunal militar en compañía de varios altos responsables de las fuerzas armadas y de los servicios de seguridad. Entre ellos estaban los hermanos La Guardia, implicados en el tráfico de drogas por cuenta del servicio MC, un servicio especial al que los cubanos bautizaron como «Marihuana y Cocaína». No era este el caso de Ochoa, quien solo se había traído de Angola un poco de marfil y diamantes. En realidad, Castro aprovechó la ocasión para desembarazarse de un potencial rival que, dado su prestigio y su alto rango político, era susceptible de canalizar el descontento. Tras la condena y ejecución de Ochoa, el ejército sufrió una depuración que no logró sino traumatizarlo más. Consciente del fuerte resentimiento contra el régimen que reinaba entre los oficiales, Castro confió la dirección del ministerio del Interior a un general afín a Raúl Castro, pues su predecesor había sido sacrificado por «corrupción» y «negligencia». Desde entonces, el régimen solo ha podido contar con certeza con la devoción ciega de las Fuerzas Especiales.
En 1978 había en Cuba entre 15.000 y 20.000 presos por delitos de opinión. Muchos procedían del M-26, de los movimientos estudiantiles contrarios a Batista, de las guerrillas de Escambray o eran veteranos de bahía Cochinos. En 1986 [13], se cifraba entre 12.000 y 15.000 el número de presos políticos encarcelados en las cincuenta prisiones «regionales» repartidas por toda la isla. A esto hay que añadir los múltiples frentes abiertos reforzados por brigadas de 50, 100 y hasta 200 presos. Se han organizado algunos frentes abiertos en el medio urbano. Así, La Habana contaba con seis de ellos a finales de los años ochenta. Hoy, el Gobierno reconoce la existencia de entre 400 y 500 presos políticos. Sin embargo, en la primavera de 1997 Cuba sufrió una nueva oleada de detenciones. Al decir de los responsables cubanos de los derechos humanos, con frecuencia antiguos presos también, en Cuba ya no se practica la tortura física. Según estos mismos responsables y Amnistía Internacional, en 1997 había en la isla entre 980 y 2.500 presos políticos (hombres, mujeres y adolescentes).
Desde 1959, más de 100.000 cubanos han pasado por los campos, cárceles o frentes abiertos. De 15.000 a 17.000 personas han sido fusiladas. «No hay pan sin libertad ni libertad sin pan», proclamaba en 1959 el joven abogado Fidel Castro. Ahora bien, como señalaba un disidente antes del inicio del «régimen especial» —el fin de la ayuda soviética—: «Por más llena de víveres que esté, una cárcel sigue siendo una cárcel».
Castro, un tirano que parece anacrónico, afirmaba en 1994, en referencia a los fracasos de su régimen y a las dificultades que padecía Cuba, que «prefería morir (antes) que renunciar a la revolución». ¿Qué precio les queda por pagar a los cubanos para satisfacer su orgullo?
NICARAGUA: EL FRACASO DE UN PROYECTO TOTALITARIO. Nicaragua, el pequeño país centroamericano empotrado entre El Salvador y Costa Rica, se ha visto tradicionalmente marcado por sangrientos sobresaltos políticos. Durante décadas estuvo dominado por la familia Somoza y por el cabeza de la misma, el general Anastasio Debayle Somoza, «elegido» presidente de la República en febrero de 1967. Gracias a una temible Guardia Nacional, la familia Somoza se hizo paulatinamente con el 25 por 100 de las tierras explotables y con gran parte de las plantaciones de tabaco, azúcar, arroz y café, así como con un gran número de fábricas.
Esta situación provocó la aparición de movimientos de oposición armada. Inspirándose en el modelo cubano, Carlos Fonseca Amador y Tomás Borge fundaron el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) —el nombre se refiere a César Sandino, antiguo oficial que organizó la guerrilla de antes de la guerra y que murió asesinado en 1934—. Sin apoyo exterior, el Frente mantuvo con dificultades algunos focos guerrilleros. En 1967, tras el estallido de tumultos en Managua, 200 personas perdieron la vida en las calles de la capital a manos de la Guardia Nacional. Tras el asesinato en 1978 de Pedro Joaquín Chamorro, propietario del diario liberal La Prensa, el FSLN, que contaba desde hacía años con el apoyo de Cuba, reinició la guerrilla. Empezó entonces una auténtica guerra civil entre el Frente Sandinista y la guardia somocista. El 22 de febrero de 1978, la ciudad de Masaya se sublevó. En agosto, un comandante de la guerrilla, Edén Pastora, tomó el palacio presidencial de Somoza en Managua y obtuvo la liberación de numerosos responsables del FSLN. En septiembre, con el objetivo de recuperar Estelí, la Guardia Nacional bombardeó la ciudad con napalm y mató a una gran cantidad de civiles en el transcurso de violentos combates callejeros. 160.000 personas abandonaron Nicaragua con destino a la vecina Costa Rica. En abril de 1979, las ciudades de Estelí y León volvieron a sublevarse, al igual que Granada. El esfuerzo de los revolucionarios, mejor coordinados que el año anterior, resultó tanto más provechoso si se considera que los somocistas habían conseguido unir en su contra a la práctica totalidad de la población. En junio se sublevó Managua y el 17 de julio de 1979 el dictador, que había perdido todo apoyo internacional, se vio obligado a abandonar el país. El coste de la guerra civil y de la represión se cifró entre los 25.000 y 35.000 muertos. Los sandinistas daban una cifra de 50.000 víctimas. En cualquier caso, el precio que pagó este país de tres millones de habitantes fue enorme.
Inmediatamente después de la victoria, los antisomocistas se unieron en una Junta de Gobierno y de Reconstrucción Nacional (JGRN) que agrupaba a los representantes de las diferentes tendencias (socialistas y comunistas pero también a demócratas y moderados). Esta junta presentó un programa de quince puntos que preveía instituir un régimen democrático, basado en el sufragio universal y la libertad de organizarse en partidos políticos. Pero, entretanto, el poder ejecutivo quedaba en manos de la JGRN, en cuyo seno predominarían los sandinistas.
La junta reconocía vínculos privilegiados con Cuba[14], aunque sin excluir una participación occidental en la reconstrucción de Nicaragua, donde los daños originados por la guerra civil se estimaron en ochocientos millones de dólares. No obstante, los demócratas fueron marginados muy pronto. En marzo de 1980 dimitió la viuda de Pedro Joaquín Chamorro, Violeta Chamorro, una de las grandes figuras de la lucha antisomocista. Pronto siguió su ejemplo otro dirigente, Adolfo Robelo. De este modo hacían expreso su rechazo a la influencia del FSLN sobre el Consejo de Estado, entre otros aspectos.
Paralelamente a esta crisis política, la junta, dominada ahora por el FSLN, organizó una policía secreta. Los sandinistas crearon unas fuerzas armadas, convirtiendo a los 6.000 guerrilleros de 1979 en un ejército que diez años más tarde contaría con 75.000 hombres. El servicio militar se instauró en 1980: los varones entre diecisiete y treinta y cinco años podían ser movilizados y estaban sometidos a la jurisdicción de los tribunales militares, creados en diciembre de 1980. Cualquier estudiante que no siguiera los cursos de instrucción militar no podría aspirar a que se le concediese su titulación. Este ejército debía contribuir a la realización de un sueño nacido de la euforia posterior a la victoria: una serie de triunfos de las guerrillas de América Central, empezando por El Salvador. Desde enero de 1981, las autoridades salvadoreñas advirtieron de las incursiones de combatientes sandinistas en su territorio.
El nuevo poder creó tribunales de excepción. El decreto 185, del 5 de diciembre de 1979, instauró cámaras especiales para juzgar a los exmiembros de la Guardia Nacional y a los partidarios civiles de Somoza. Los sandinistas tenían la intención de juzgar a los «criminales somocistas», igual que los castristas habían juzgado a los «criminales de Batista». A los detenidos se los juzgaba según el código penal vigente en el momento de los hechos que se les atribuían, pero los tribunales de excepción funcionaban al margen del sistema judicial normal y el recurso de apelación solo podía presentarse ante la Corte de Apelación[*] de esos mismos tribunales. De este modo se creaba un método ineludible para establecer una jurisprudencia especial al margen del aparato judicial ordinario. Los procedimientos estaban plagados de irregularidades. Así, ocurría que algunos crímenes se consideraron como probados sin que se dispusiera de ninguna prueba concreta que los respaldara. Los jueces no tenían en cuenta la presunción de inocencia y las condenas se apoyaban a menudo en la noción de responsabilidad colectiva más que en la prueba de culpabilidad individual. Algunas personas fueron condenadas sin que existiera ningún elemento susceptible que probara la realidad del crimen.
Poner en funcionamiento esta labor represiva requería de un instrumento eficaz. El país fue rápidamente dividido en zonas en las que se distribuyeron a los 15.000 hombres de las tropas del ministerio del Interior. Otro servicio, sin embargo —la Dirección General de Seguridad del Estado (DGSE) —, fue el especialmente encargado de la policía política. Formado por los agentes cubanos del GII, la DGSE, directamente dependiente del ministerio del Interior, tenía a su cargo el arresto e interrogatorio de los presos políticos y practicaba lo que llamaban «tortura limpia», aprendida de expertos cubanos y alemanes del Este. En las regiones rurales más alejadas, las unidades del ejército regular solían arrestar y mantener detenidos durante varios días a civiles sospechosos en campos militares antes de entregarlos a la DGSE. Los interrogatorios tenían lugar sobre todo en el Centro de Detención del Chipote, en el complejo militar Germán Pomares, una zona militar situada en las pendientes del volcán Loma de Tiscapa, justo detrás del hotel Intercontinental en Managua. Dos miembros del Partido Socialista Cristiano, José Rodríguez y Juana Blandón, han confirmado el uso de presiones sobre los familiares y la interrupción del ritmo del sueño. La Seguridad también solía recurrir al trato degradante. Por ejemplo, a los detenidos se los mantenía encerrados en minúsculas y oscuras celdas, de forma cúbica, llamadas chiquitas —la superficie del suelo apenas superaba el metro cuadrado—, en las que era imposible que un hombre pudiera permanecer sentado. Abandonados en una oscuridad completa, sin ventilación ni instalación sanitaria, algunos presos vivieron aislados en ellas durante más de una semana. Los interrogatorios se realizaban a cualquier hora del día o de la noche. En ocasiones se les conducía bajo la amenaza de un arma, con simulacros de ejecución o amenazas de muerte. Algunos detenidos se vieron privados de comida y de agua durante su arresto. Al cabo de algunos días de detención, físicamente extenuados, muchos de ellos terminaban firmando declaraciones falsas que les incriminaban.
El 15 de marzo de 1982, la junta proclamó el estado de sitio que le permitía cerrar las estaciones de radio independientes, suspender el derecho de reunión y limitar las libertades sindicales en razón de la hostilidad de las organizaciones al proyecto de convertirse en órganos accesorios del poder que aspiraba a limitar su papel a la consolidación del régimen. A esto conviene añadir las persecuciones contra las minorías religiosas protestantes, moravos o testigos de Jehová. En junio de 1982, Amnistía Internacional estimaba el número de presos en 4.000 personas, muchas de las cuales habían sido guardias somocistas, pero también había varios cientos de presos por delito de opinión. Un año más tarde, se estimaba el número de presos en 20.000. Un primer balance de la Comisión Permanente de Derechos del Hombre (CPHD) elaborado a finales de 1982 llamaba la atención sobre un fenómeno todavía más grave, el de las numerosas «desapariciones» de personas detenidas como «contrarrevolucionarias» y muertas «durante tentativas de fuga».
Paralelamente a la puesta en funcionamiento de un sistema represivo, el régimen se empeñó en una centralización económica a ultranza: el Estado controlaba cerca del 50 por 100 de los medios de producción. El país entero tuvo que aceptar el modelo social impuesto por el FSLN. A semejanza de Cuba, el joven poder sandinista cubrió el país de organizaciones de masas. Cada barrio tenía su comité de Defensa del Sandinismo (CDS) con una función similar a la de los CDR cubanos: dividir el país en zonas para la vigilancia de sus habitantes. Los niños, que disfrutaban de una mejor escolarización que en tiempos de Somoza, pertenecían a las organizaciones de los pioneros, los Camilitos —en memoria de Camilo Ortega, hermano del dirigente sandinista Daniel Ortega, muerto en Masaya. Las mujeres, los obreros y los campesinos se vieron alistados en «asociaciones» estrechamente controladas por el FSLN. Los partidos políticos carecían de auténtica libertad. Pronto se amordazó a la prensa y los periodistas se vieron sometidos a una censura temible. Gilles Bataillon definió perfectamente esta política al afirmar que los sandinistas pretendían «ocupar la totalidad del espacio social y político»[15].
De norte a sur, el país pronto se alzó contra el régimen dictatorial, de tendencia totalitaria, de Managua. Entonces empezó una nueva guerra civil, que afectó a numerosas zonas, como las regiones de Jinotega, Estelí, Nueva Segovia en el norte, Matagalpa y Boaco en el centro, y Zelaya y Río San Juan en el sur. El 9 de julio de 1981, el prestigioso Comandante Cero —Edén Pastora, viceministro de Defensa— rompió con el FSLN y abandonó Nicaragua. La resistencia a los sandinistas empezó a organizarse, recibiendo abusivamente el nombre de «Contra», es decir contrarrevolucionaria. Al norte se encontraba la Fuerza Democrática Nicaragüense (FDN), en la que combatían exsomocistas y antiguos liberales. Al sur, veteranos sandinistas, con el refuerzo de campesinos que se negaban a la colectivización de las tierras y de indios trasladados a Honduras o a Costa Rica, constituyeron en este país la Alianza Revolucionaria Democrática (ARDE), cuyo jefe político era Alfonso Robelo y cuyo responsable militar era Edén Pastora.
En abril de 1983, con objeto de luchar contra los grupos de la oposición, el Estado creó los Tribunales Populares Antisomocistas (TPA) que debían juzgar a los presos preventivos acusados de estar relacionados con la «Contra», e incluso participar en operaciones militares. Los crímenes de rebelión y los actos de sabotaje también eran atribuciones de los TPA, cuyos miembros, nombrados por el Gobierno, procedían de asociaciones vinculadas al FSLN. Los abogados, a menudo de oficio, se contentaban con cumplir las formalidades de rigor. Los TPA aceptaban regularmente como prueba las confesiones extrajudiciales, obtenidas por instancias distintas del juez. Los Tribunales Populares Antisomocistas fueron disueltos en 1988.
La nueva guerra civil se propagó. Los combates más violentos tuvieron lugar al norte y al sur del país entre 1982 y 1987, con excesos por ambas partes. El conflicto nicaragüense se inscribía en un contexto de oposición EsteOeste. Los cubanos proveían de mandos al Ejército Popular Sandinista y estaban representados en cada una de sus unidades. Asistían incluso a los consejos de ministros en Managua, y Fidel Castro aceptó desempeñar el papel de mentor de los comandantes. Así, Edén Pastora, antes de entrar en la oposición, asistió estupefacto a una escena singular en La Habana. El Gobierno sandinista en pleno se encontraba reunido en el despacho de Fidel Castro, que pasaba revista a todos los ministros y les daba «consejos» para gestionar Agricultura, Defensa o Interior. Managua dependía por entero de Cuba. Durante un tiempo el responsable cubano de los consejeros militares fue el general Arnaldo Ochoa. Sobre el terreno, contando con el apoyo de los búlgaros, alemanes orientales y palestinos, los sandinistas acometieron el desplazamiento de poblaciones a grandes distancias.
En 1984, con la intención de adoptar una fachada democrática y darse una nueva legitimidad, el Gobierno organizó elecciones presidenciales. En un discurso pronunciado en mayo de 1984, Bayardo Arce, uno de los nueve miembros de la dirección nacional del FSLN, expresaba muy bien cuáles eran las intenciones sandinistas: «Creemos que hay que utilizar las elecciones para que se vote por el sandinismo, pues el sandinismo se ve cuestionado y estigmatizado por el imperialismo. Esto permitirá demostrar que, ocurra lo que ocurra, el pueblo nicaragüense está a favor de este totalitarismo (el sandinismo), que está a favor del marxismo-leninismo. (…) Ahora conviene pensar en acabar con todo este artificio de pluralismo, con la existencia de un Partido Socialista, de un Partido Comunista, de un Partido Socialcristiano y un Partido Socialdemócrata. Esto nos ha sido útil hasta ahora, pero ha llegado el momento de acabar con esto…». Y Bayardo Arce invitaba a sus interlocutores del Partido Socialista Nicaragüense (pro soviético) a fundirse en un partido único[16].
Ante las violencias de las turbas, los secuaces del partido sandinista, el candidato conservador Arturo Cruz retiró su candidatura y se celebró sin sorpresa la elección de Daniel Ortega, algo que no contribuyó a frenar las hostilidades. En 1984-1985, el régimen en el poder organizó grandes ofensivas contra los resistentes antisandinistas. En 1985-1986, las tropas de Managua atacaron las zonas fronterizas con Costa Rica. A pesar de contar con un apoyo popular seguro, Edén Pastora interrumpió el combate en 1986 replegándose con sus mandos en Costa Rica. Tomada por los comandos sandinistas, a partir de 1985 la Mosquitia solo opuso una resistencia esporádica. La «Contra» y las fuerzas de la «resistencia antisandinista» se desmembraron pero no desaparecieron.
El Gobierno justificó la supresión de un buen número de libertades individuales y políticas invocando los ataques de los «contras». A esto vino a sumarse el 1 de mayo de 1985 el embargo decretado por Estados Unidos, un embargo que tuvo como contrapeso la actitud de los países europeos. La deuda del país se disparó, la inflación llegó al 36.000 por 100 en 1989. El Gobierno instauró la cartilla de racionamiento. Casi la mitad del presupuesto estaba destinado a gastos militares. El Estado era incapaz de atender las necesidades del pueblo. Escaseaban la leche y la carne. Las plantaciones de café estaban devastadas por la guerra.
Entre 1984 y 1986 se desató una oleada de arrestos en zonas rurales. Carlos Nuves Tellos, delegado del FSLN, defendía la detención preventiva prolongada argumentando que se trataba de «una necesidad impuesta por las dificultades que constituían los cientos de interrogatorios en zonas rurales». Miembros de partidos de la oposición —liberales, socialdemócratas, democratacristianos— y sindicalistas opositores fueron arrestados por sus actividades consideradas «favorables al enemigo». En nombre de la defensa de la Revolución, se multiplicaron las detenciones por orden de la DGSE. No había recurso posible. Además de su carácter violento, esta policía política tenía poder para detener a cualquier sospechoso y mantenerlo detenido indefinidamente, en secreto, sin base de acusación. También podía decidir las condiciones de detención de un preso, los contactos con su abogado y sus familiares. Algunos detenidos nunca pudieron comunicarse con su abogado.
Algunos centros de encarcelamiento como las Tejas figuran entre los más duros, donde se obligaba a los prisioneros a permanecer de pie sin poder doblar los brazos ni las piernas. Las celdas, construidas todas ellas según el mismo modelo, carecían de electricidad y de sanitarios. Durante el período del estado de urgencia, los presos permanecieron detenidos en ellas durante varios meses. Las chiquitas fueron destruidas en 1989, como resultado de la campaña dirigida por organizaciones de defensa de los derechos humanos. Según Amnistía Internacional, en los centros de la DGSE se contabilizaban pocos casos de fallecimiento. Sin embargo, Danilo Rosales y Salomón Tellevía murieron oficialmente de «crisis cardiaca». En 1985, el detenido José Angel Vilchis Tijerino, herido a culatazos, vio morir a uno de sus compañeros reclusos a consecuencia de los malos tratos. Amnistía Internacional y diversas ONG denunciaron abusos similares en las zonas rurales. Un detenido de la cárcel de Río Blanco en Matagalpa declaró haber estado encerrado con otros 20 detenidos en una celda tan pequeña que debían dormir de pie. Otro, al que se privó de comida y de agua durante cinco días, tuvo que beber sus propios orines para sobrevivir. El uso de la tortura era una práctica corriente.
El sistema penitenciario estaba calcado del modelo cubano. La ley de indulto del 2 de noviembre de 1981, inspirada en textos cubanos, preveía tener en consideración la actitud del prisionero a fin de adoptar una resolución sobre su eventual liberación. Pronto se vieron los límites de la ley. Cientos de presos condenados por los tribunales de excepción fueron indultados sin que nunca se emprendiera una revisión sistemática de dichas condenas.
Los arrestos respondían a la noción de «crimen somocista», un término de lo más impreciso. En 1989, por ejemplo, entre los 1640 detenidos por delitos contrarrevolucionarios solo había 39 cuadros somocistas. Entre los efectivos de la «Contra», la presencia de exguardias somocistas nunca sobrepasó el 20 por 100. Era este el argumento de choque utilizado por los sandinistas para encarcelar a sus opositores. Más de 600 de ellos fueron llevados bajo esta acusación a la cárcel Modelo. La falsificación de pruebas, e incluso las acusaciones sin fundamento, caracterizaron los primeros años «judiciales» del sandinismo.
En 1987 más de 3.700 presos políticos se pudrían en las cárceles nicaragüenses. El centro de Las Tejas era conocido por sus malos tratos. Los detenidos debían desnudarse y vestir un uniforme azul antes de dirigirse a las celdas de la DGSE. Estas, de dimensiones minúsculas, disponían de camas empotradas en paredes de hormigón. Carecían de ventanas y no tenían más iluminación que el delgado hilo de luz filtrado a través de la estrecha rejilla de ventilación situada encima de la puerta de acero.
A esto hay que añadir la rehabilitación por el trabajo. Había cinco categorías de reclusión. A los que por razones de seguridad se les declaraba no aptos para los programas de trabajo, se les encarcelaba en los bloques de alta seguridad. Solo veían a sus familiares cada cuarenta y cinco días y únicamente podían abandonar su celda durante seis horas a la semana. Los presos integrados en los programas de readaptación estaban autorizados a efectuar trabajos remunerados. Tenían derecho a una visita conyugal mensual y a una visita de sus familiares cada quince días. Los que cumplían las exigencias del programa de trabajo podían pedir su traslado a una granja de trabajo con un régimen menos estricto, llamado «semiabierto», y pasar a continuación al régimen «abierto».
En 1989 había 630 presos en el centro de detención llamado cárcel Modelo, a veinte kilómetros de Managua. 38 exguardias somocistas purgaban en ella una pena en un bloque aparte. Los otros presos políticos estaban encerrados en cárceles regionales: Estelí, La Granja y Granada. Algunos presos, sobre todo en la cárcel Modelo, se negaron por razones ideológicas a participar en estos trabajos. Una decisión que no se aceptó sin violencia. Amnistía Internacional denunció malos tratos perpetrados en respuesta a los movimientos de protesta y huelgas de hambre.
El 19 de agosto de 1987, en El Chipote, una decena de detenidos fueron golpeados por los guardias. Algunos presos denunciaron el uso de porras «eléctricas». En febrero de 1989, 90 presos de la cárcel Modelo iniciaron una huelga de hambre en protesta por las duras condiciones de encarcelamiento. 30 huelguistas fueron trasladados a El Chipote, donde, como castigo, se los encerró desnudos en una sola celda durante dos días. En otras cárceles, varios presos permanecieron desnudos, esposados y privados de agua.
Tomando como pretexto actos de guerrilla, el Gobierno inició el desplazamiento de poblaciones supuestamente favorables a la oposición armada. Las ofensivas y contraofensivas de los dos campos dificultaron la estimación precisa de las bajas. En cualquier caso, varios cientos de opositores fueron ejecutados en las zonas rurales, donde los combates revistieron particular violencia. Las matanzas fueron al parecer un hecho generalizado en las unidades de combate del ejército y del ministerio del Interior. Las tropas especiales del ministerio dependían de Tomás Borge, ministro del Interior, y eran equivalentes a las fuerzas especiales del Minit cubano.
Se han denunciado ejecuciones de campesinos en la región de Zelaya aunque no disponemos de cifras exactas. Los cuerpos generalmente aparecían mutilados y los hombres emasculados. Las casas de los campesinos asesinados, sospechosos de apoyar o pertenecer a la «Contra», eran arrasadas y los supervivientes desplazados, unos hechos imputables a los soldados del ejército regular. El Gobierno pretendía imponer su política a través del terror y privar a la oposición armada de sus bases. Al no poder interceptar a los resistentes, los sandinistas se vengaron sobre sus familiares. En febrero de 1989, Amnistía Internacional contabilizaba decenas de ejecuciones extrajudiciales, sobre todo en las provincias de Matagalpa y de Jinotega. Los cuerpos mutilados de las víctimas fueron identificados y localizados por sus familiares cerca de sus viviendas. En el transcurso de la guerra se registraron numerosas desapariciones imputables a los elementos de la DGSE. Esta situación iba acompañada de desplazamientos forzosos de la población hacia el centro del país. Los indios misquitos y los campesinos habitantes de las zonas fronterizas fueron las víctimas más señaladas de estas «desapariciones». La crueldad de un campo respondía a la del otro, como demuestra que el ministro del Interior no vacilara en dar muerte con arma automática a presos políticos encarcelados en Managua.
Los acuerdos de Esquipulas, Guatemala, firmados en agosto de 1987, relanzaron el proceso de paz. En septiembre de 1987 se autorizó la reaparición del diario de la oposición La Prensa. El 7 de octubre de ese mismo año se firmó un alto el fuego unilateral en tres zonas situadas en las provincias de Segovia, Jinotega y Zelaya. Más de 2.000 presos políticos fueron liberados pero, en febrero de 1990, su número aún ascendía a 1.200. En marzo de 1988 se entablaron negociaciones directas entre el Gobierno y la oposición en Sapoa, en Costa Rica. En junio de 1989, ocho meses antes de las elecciones presidenciales, la mayoría de los 12.000 hombres de la guerrilla antisandinista estaban replegados en sus bases en Honduras.
El coste humano de la guerra se sitúa en torno a los 45.000-50.000 muertos, civiles en su mayoría. Al menos 40.000 nicaragüenses abandonaron su país para refugiarse en Costa Rica, Honduras o Estados Unidos, sobre todo en Miami y California.
Ante su incapacidad para imponer de forma duradera su ideología y viéndose combatidos tanto en el interior como en el exterior del país, a lo que había que añadir las disputas que socavaban al FSLN en su propio seno, los sandinistas se vieron obligados a poner en juego su poder de manera democrática. El 25 de febrero de 1990 la demócrata Violeta Chamorro resultó elegida presidente con el 54,7 por 100 de los sufragios. Por primera vez en ciento sesenta años de independencia, la alternancia política se efectuaba de forma pacífica. La aspiración a la paz pudo con el estado de guerra permanente. Sea cual fuere la causa —que por fin comprendieran la importancia de la democracia o que se sometieran a una relación de fuerzas—, los comunistas nicaragüenses no llevaron, como otros poderes comunistas, al límite la lógica del terror para mantenerse en el poder a cualquier precio. No por ello deja de ser cierto que, por su voluntad de hegemonía política y de aplicación de doctrinas sin relación con la realidad, los sandinistas desviaron un combate justo contra una dictadura sangrienta y provocaron una segunda guerra civil que supuso un retroceso momentáneo de la democracia y un número importante de víctimas civiles.
Ortega-Pastora: dos itinerarios revolucionarios.
Tanto Ortega como Pastora, nicaragüenses los dos, conocieron las cárceles de Somoza siendo muy jóvenes. Pastora, hijo de la burguesía media propietaria de tierras, contaba veinte años cuando en Cuba triunfaban los barbudos. Ortega nació en 1945 en un medio modesto. Al inicio de la década de los sesenta participó en la lucha dentro de las filas de las organizaciones juveniles antisomocistas.
El Frente Sandinista de Liberación Nacional, creado en mayo de 1961 por Carlos Fonseca Amador y Tomás Borge, agrupaba mal que bien diversas tendencias. Los dos fundadores manifestaban sensibilidades políticas diferentes. Amador era castrista mientras Borge se reclamaba seguidor de Mao Zedong. Con los años, en el seno del FSLN se definieron tres corrientes: la «guerra popular prolongada» (GPP, maoísta) preconiza la lucha desde el campo. La tendencia marxista-leninista o «proletaria» de Amador y de Jaime Wheelock se apoyaba en un proletariado embrionario. La corriente «tercerista» o «insurreccional», animada por marxistas disidentes y demócratas, trabajaba a favor de la estructuración de la guerrilla urbana. Pastora pertenecía a esta tendencia, mientras Ortega se unía a la corriente de los proletarios.
Daniel Ortega entró en la revolución por compromiso político, Pastora para vengar a su padre, opositor demócrata abatido por la guardia somocista. Tras las huelgas insurreccionales de 1967 que siguieron a las elecciones presidenciales amañadas, Pastora fue detenido y torturado (cuando sangraba, se le obligó a beber su propia sangre). Una vez en libertad, emprendió una operación de castigo contra sus torturadores. Le acompañan dos guerrilleros, Daniel y Humberto Ortega. Más tarde le llegaría a Daniel Ortega el turno de caer en las garras de la policía somocista. Edén Pastora, por su parte, que continuaba dedicado a estructurar la guerrilla, fue recibido por Fidel Castro, y reafirmó su adhesión a la democracia parlamentaria estrechando lazos con los demócratas centroamericanos, como el costarricense Fugueres y el panameño Torrijos. Ortega fue puesto en libertad en 1974 después del secuestro de un dignatario somocista. No tardó en tomar el primer avión con destino a La Habana mientras Pastora permanecía al lado de sus combatientes.
En octubre de 1977 se organizó la sublevación de diversas ciudades nicaragüenses. Derrotados por la guardia y bombardeados por la aviación somocista, Pastora y Ortega optaron por replegarse en la jungla. En enero de 1978 el país se vio agitado por los disturbios y en agosto de ese mismo año Pastora tomaba por asalto la Cámara de los Diputados. Entre otros logros, obtuvo la liberación de todos los presos políticos, incluido Tomás Borge. Daniel Ortega se dividía entre La Habana y el frente norte de Nicaragua. En el curso de un ataque a Masaya, murió Camilo Ortega, uno de los hermanos de Daniel. La insurrección general, bien estructurada y apoyada por consejeros cubanos, fue ganando terreno. Los mandos del FSLN, que se habían replegado en Cuba, regresaron a Nicaragua. Al sur de Managua, Pastora y sus muchachos luchaban encarnizadamente contra las unidades de elite de la Guardia Nacional.
Tras el triunfo de los sandinistas en julio de 1979, Pastora fue designado viceministro del Interior mientras Ortega era elegido, lo que no fue sorpresa para nadie, presidente de la República. Ortega se alineó abiertamente con Cuba y hacia Managua afluyeron consejeros militares e «internacionalistas» de la isla caribeña. Edén Pastora, cada vez más solo en su adhesión a la democracia parlamentaria, dimitió en junio de 1981 y organizó la resistencia armada del sur del país.
Los sandinistas y los indios.
En la costa atlántica de Nicaragua vivían unos ciento 150.000 indios: misquitos, sumus o ramas, así como criollos y ladinos. Los sandinistas no tardaron en combatir a estas comunidades decididas a defender su tierra y su lengua y que disfrutaban de una ventajosa autonomía (exención de impuestos y del servicio militar) heredada de la época colonial. En octubre de 1979, el líder de Alpromisu, Lyster Athders, fue asesinado dos meses después de su arresto. A principios de 1981, los líderes nacionales de Misurasata, la organización política que agrupaba a las diferentes tribus, fueron detenidos y, el21 de febrero de 1981, las fuerzas armadas que intervenían contra los encargados de su alfabetización mataron a siete mis quitos e hirieron a otros 17. El 23 de diciembre de 1981, en Leimus, el ejército sandinista asesinaba a 75 mineros que habían reivindicado el pago de atrasos salariales. Al día siguiente otros 35 mineros sufrían la misma suerte.
La otra vertiente de la política sandinista consistía en desplazar a las poblaciones so pretexto de «protegerlas de las incursiones armadas de los antiguos guardias somocistas instalados en Honduras». En el transcurso de estas operaciones, el ejército se hizo culpable de numerosos abusos. Miles de indios —de 7.000 a 15.000 según las estimaciones de la época— se refugiaron en Honduras mientras que otros miles —unos 14.000— eran encarcelados en Nicaragua. Los sandinistas disparaban contra los que huían a través del río Coco. Esta situación fue triplemente inquietante: matanzas, desplazamientos de la población y exilio en el extranjero, todo lo cual autorizaba al etnólogo Gilles Bataillon a hablar de «política etnocida».
El vuelco autoritario puso en contra de la administración de Managua a las tribus indias, que se reagruparon en dos guerrillas, la Misura y la Misurata. En ellas se encuentran indios sumo, rama y misquitos, cuyo estilo de vida comunitaria era incompatible con la política integracionista de los comandantes de Managua.
El propio Edén Pastora se manifestaría escandalizado en pleno Consejo de ministros: «Pero hasta el tirano Somoza los dejó tranquilos. Él los explotó, vosotros queréis proletarizarlos a la fuerza». Tomás Borge, el muy maoísta ministro del Interior, le replicó que «la Revolución no podía tolerar excepciones».
El Gobierno intervino y los sandinistas optaron por la asimilación forzosa. En marzo de 1982 se decretó el estado de sitio, que se prolongó hasta 1987. Desde 1982 el Ejército Popular Sandinista «desplazó» a cerca de 10.000 indios hacia el interior del país. El hambre se convirtió entonces en un arma temible en manos del régimen. Las comunidades indias agrupadas en el centro del país recibían una cantidad limitada de comida, que les era entregada por funcionarios del Gobierno. Los abusos de poder, las violaciones flagrantes de los derechos humanos y la sistemática destrucción de las aldeas indias caracterizaron los primeros años del poder sandinista en la costa atlántica.
PERÚ: LA SANGRIENTA «LARGA MARCHA» DE SENDERO LUMINOSO. El 17 de mayo de 1980, día de las elecciones presidenciales, Perú fue el escenario de la primera acción armada de un grupúsculo maoísta llamado Sendero Luminoso. En Chuschi, unos jóvenes militantes se apoderaron de las urnas y las quemaron en un gesto que señalaba el inicio de la «guerra popular», una advertencia a la que nadie prestó atención. Unas semanas más tarde, los habitantes de la capital, Lima, descubrieron unos perros colgados de unas farolas de los que pendían unos carteles en los que se leía el nombre de Deng Xiaoping, el dirigente chino «revisionista» acusado de traición a la Revolución Cultural. ¿De dónde procedía este extraño grupo político de prácticas tan macabras?
Perú vivió el final de los años setenta de manera muy agitada: seis huelgas generales con un seguimiento masivo entre 1977 y 1979, todas ellas precedidas por grandes movilizaciones en las principales ciudades de provincia: Ayacucho, Cuzco, Huancayo, Arequipa, y también Pucallpa. A esto se sumó la formación de los frentes de defensa, muy amplios y estructurados en torno a sus reivindicaciones. Este tipo de organización, existente en Ayacucho desde hacía cierto tiempo, se convirtió en la matriz de Sendero Luminoso. Ayacucho, que en quechua significa «el rincón de los muertos», es uno de los departamentos más desheredados de Perú: menos del 5 por 100 de las tierras son cultivables, el ingreso anual medio por habitante es de unas 12.500 pesetas y la esperanza de vida de cuarenta y cinco años. La mortalidad infantil alcanza el récord del 20 por 100 cuando en el conjunto de Perú es «solo» del 11 por 100. En este caldo de cultivo de desesperanza social encontró Sendero Luminoso sus raíces.
Desde 1959 Ayacucho es también un centro universitario en el que se enseñaba especialmente Puericultura, Antropología aplicada y Mecánica rural. Muy pronto se creó un Frente de Estudiantes Revolucionarios, que desempeñó un papel muy importante en el seno de la facultad. Comunistas ortodoxos, guevaristas y maoístas se disputaron agriamente el control de los estudiantes. Un joven activista maoísta, el profesor de Filosofía Abimael Guzmán, tendría desde el inicio de los años sesenta un papel de primera fila.
Abimael Guzmán nació en Lima el 6 de diciembre de 1934. Fue un joven de carácter taciturno que realizó brillantes estudios. Se afilió al Partido Comunista en 1958 y muy pronto destacó por sus dotes de orador. En 1965, participó en la creación del grupo comunista Bandera Roja, escisión del Partido Comunista peruano tras el gran cisma chino-soviético. Algunas fuentes refieren que viajó a China, aunque otras lo niegan[17]. Cuando en 1966, después de una serie de tumultos insurreccionales, el Gobierno cerró la universidad, los maoístas de Bandera Roja crearon el Frente de Defensa de la Población de Ayacucho. Y desde 1967 Guzmán militó en favor de la lucha armada. En junio de 1969 participó en el secuestro del subprefecto Octavio Cabrera Rocha en Huerta, al norte de la provincia de Ayacucho. Encarcelado en 1970 por un delito contra la seguridad del Estado, fue liberado pocos meses después. En 1971, durante la IV Conferencia de Bandera Roja, un nuevo grupo comunista emergería de otra escisión: Sendero Luminoso. Debe su nombre a José Carlos Mariátegui[18], quien escribió: «El marxismo-leninismo abrirá el sendero luminoso de la revolución». Los militantes dieron a Guzmán el adulador sobrenombre de «la cuarta espada del marxismo» (después de Marx, Lenin y Mao). Vargas Llosa analizaba como sigue su «proyecto» revolucionario: «Desde su punto de vista, el Perú descrito por José Carlos Mariátegui en los años veinte es esencialmente idéntico a la realidad china analizada por Mao en esta época —una “sociedad semifeudal y semicolonial”— y obtendría su liberación por medio de una estrategia semejante a la de la Revolución china: una larga guerra popular que, utilizando el campo como columna vertebral, llevaría al “asalto” de las ciudades. (...) El modelo de socialismo que reivindica es el de la Rusia de Stalin, la Revolución Cultural de la “banda de los cuatro” y el régimen de Pol Pot en Camboya»[19].
Entre 1972 y 1979, Sendero Luminoso parecía limitarse a las luchas por el control de las organizaciones estudiantiles. Recibió el respaldo de estudiantes de la universidad de Tecnología de San Martín de Porres de Lima. Consiguió infiltrarse ampliamente en el sindicato de maestros de primaria y sus columnas rurales de guerrilleros con frecuencia estaban al mando de maestros. A finales de 1977 Guzmán desapareció en la clandestinidad. Se produjo entonces la culminación de un proceso iniciado en 1978: el 17 de marzo de 1980, en el transcurso de su segunda sesión plenaria, el partido maoísta optó por la lucha armada. Los efectivos de Sendero consiguieron el refuerzo de elementos trotskistas de Carlos Mezzich y de maoístas disidentes del grupo Pukallacta. Había sonado la hora de la lucha armada, de ahí la operación de Chuschi, a la que siguió el 23 de diciembre de 1980 el asesinato de un terrateniente, Benigno Medina, el primer caso de «justicia popular». Sendero Luminoso, que contaba en un principio con un contingente de 200 a 300 hombres, eliminaba sistemáticamente a los representantes de las clases dominantes y a los miembros de las fuerzas del orden.
En 1981 fueron atacados los puestos de policía de Totos, San José de Secce y Quinca. En agosto de 1982 los maoístas tomaron por asalto el puesto de Viecahuaman, matando a seis policías antiguerrilla (los Sinchis —palabra quechua que significa valiente, animoso). Otros 15 pudieron escapar o fueron hechos prisioneros. Sin contar con apoyos exteriores, los guerrilleros recuperaron armas de los almacenes de la policía y explosivos en las canteras y no dudaron en atacar los campamentos mineros. La maraka, el bastón de dinamita lanzado mediante una honda tradicional, se convirtió en su arma favorita. Además de estos ataques, realizaron multitud de atentados[20] contra edificios públicos, líneas eléctricas y puentes. Los comandos, con buena implantación en Ayacucho, entraron en la ciudad en marzo de 1982, atacaron la cárcel y liberaron a 297 presos, políticos y comunes. La minuciosa preparación del ataque, la infiltración de la ciudad así como las operaciones simultáneas contra los cuarteles de la policía pusieron de manifiesto un largo aprendizaje de la subversión.
Sendero Luminoso se ensañó en la destrucción de las instalaciones e infraestructuras realizadas por el Estado con objeto de establecer las bases de sus «comunas populares». Así, en agosto de 1982 un comando destruyó el Centro de Investigación y Experimentación Agronómica de Alpahaca dando muerte a los animales e incendiando las máquinas. Un año después le llegó el turno de ser pasto de las llamas al Instituto de Investigaciones Técnicas sobre los camélidos (llamas, guanacos y alpacas). De paso, degollaron a los ingenieros y técnicos, a los que consideraban los vectores de la corrupción capitalista. Tino Alansaya, el jefe del proyecto, fue asesinado y su cuerpo dinamitado. A modo de justificación, los guerrilleros declararon que «era un agente del Estado burócrata-feudal». En ocho años fueron asesinados 60 ingenieros en zonas rurales. Los cooperantes de las ONG tampoco quedaron a salvo: en 1988, Sendero Luminoso ejecutó al norteamericano Constantin Gregory, de AID. El 4 de diciembre del mismo año morían degollados dos cooperantes franceses.
«El triunfo de la Revolución costará un millón de muertos» parece ser que predijo Guzmán —Perú contaba entonces con 19 millones de habitantes. En virtud de este principio, los maoístas se dedicaban a eliminar todos los símbolos de un orden político y social detestado—. En enero de 1982 ejecutaron a dos maestros delante de sus alumnos. Unos meses más tarde, 67 «traidores» eran sentenciados en público en el transcurso de un «juicio popular». Al principio, la ejecución de latifundistas y otros propietarios agrícolas no chocó a los campesinos, aplastados por los impuestos y estrangulados por los préstamos con intereses usurarios. La eliminación de la pequeña burguesía y de los comerciantes, por el contrario, les privaba de una serie de ventajas como préstamos con intereses soportables, trabajo y ayudas diversas. Preocupados por la pureza revolucionaria y por consolidar su tiranía, los guerrilleros también diezmaron las bandas de ladrones de ganado, los abigeos, que asolaban el altiplano. La lucha contra la delincuencia era puramente táctica y desde 1983 Sendero Luminoso empezó a colaborar con los narcotraficantes de Huanuco.
En regiones donde existían conflictos étnicos, Sendero Luminoso supo alimentar el odio contra el poder central limeño, vestigio de un «pasado colonial odiado», tal como se complacía en recordar el presidente Gonzalo (Guzmán). Presentándose como defensor del indigenismo, igual que Pol Pot hablaba de la pureza jemer de la época de Angkor, Sendero supo atraerse algunas simpatías entre ciertas tribus indias que, con el tiempo, soportaron cada vez menos la violencia maoísta. En 1989, en la Alta Amazonia, los ashaninkas fueron enrolados a la fuerza o perseguidos. 25.000 de ellos vivían escondidos en la jungla antes de ser situados bajo la protección del ejército.
La región de Ayacucho, entregada a la venganza de los maoístas, quedó sometida al nuevo orden moral: a las prostitutas se les rapaba el pelo, se azotaba a los maridos adúlteros y a los borrachos, a los rebeldes se les recortaba una hoz y un martillo en el cuero cabelludo y se prohibieron las fiestas juzgadas malsanas. Las comunidades estaban dirigidas por «comités populares» encabezados por cinco «comisarios políticos», una estructura piramidal característica de la organización político-militar de Sendero Luminoso. Varios comités formaban una base de apoyo dependiente de una columna principal que reagrupaba de siete a once miembros. Los comisarios políticos eran adjuntos de los comisarios encargados de la organización rural y de la producción. Estos últimos organizaban el trabajo colectivo en las «zonas liberadas». No se toleraba ningún amago de desobediencia y la menor algarada se veía castigada por una muerte inmediata. Sendero había elegido una política autárquica y destruyó los puentes en su intento de aislar las zonas rurales de las ciudades, hecho que suscitó desde el principio una fuerte oposición campesina. Para asegurarse el control de la población y poder chantajear a los padres, Sendero no dudó en enrolar por la fuerza a los niños.
Al principio, el Gobierno respondió al terrorismo utilizando comandos especiales (Sinchis) y la infantería de Marina. Fue en vano. En 1983 y 1984, la «guerra popular» tomó un giro ofensivo. En abril de 1983, 50 guerrilleros de Sendero Luminoso sitiaron Luconamanca, donde 32 «traidores» fueron degollados con hacha y cuchillo; la misma suerte correrían otras personas que intentaron escapar. El balance total fue de 67 muertos, entre los cuales había cuatro niños. Con esta matanza, Sendero Luminoso quería dar a entender a las autoridades que no tendría piedad. En los años 1984 y 1985 dirigió su ofensiva contra los representantes del poder. En noviembre de 1983, el alcalde del centro minero del Cerro de Pesco fue asesinado y su cuerpo dinamitado. Sintiéndose abandonados por las autoridades, varios alcaldes y tenientes de alcalde dimitieron y los sacerdotes huyeron.
En 1982 la guerra había causado 200 muertos, una cifra que se multiplicaría por diez en 1983. En 1984, el número de actos terroristas ascendía a más de dos mil seiscientos. Más de 400 soldados y policías murieron en el curso de estas operaciones. A los crímenes de Sendero Luminoso respondieron los excesos del ejército. Cuando en junio de 1986 los militantes organizaron algunos motines en tres cárceles de Lima, con toda probabilidad para extender la guerra a las ciudades, se desencadenó una represión feroz que resultó en más de 200 muertos. Los maoístas fracasaron en su intento de infiltrarse de forma duradera en los bien organizados sindicatos mineros y en los barrios donde existía un sólido tejido asociativo. Para conservar cierto crédito, Sendero Luminoso centró entonces sus ataques en el partido mayoritario en el poder, el APRA[21]. En 1985 fueron asesinados siete apristas, cuyos cuerpos sufrieron las mutilaciones reservadas a los chivatos: les cortaron las orejas y la lengua y les reventaron los ojos. Aquel mismo año, Sendero Luminoso abrió un nuevo frente en Puno. La guerrilla también llegó a los departamentos de la Libertad, las provincias de Huanuco y la Mar, en la Alta Amazonia. Las ciudades de Cuzco y de Arequipa fueron el escenario de la voladura de centrales eléctricas. En junio de 1984 los maoístas provocaron el descarrilamiento de un tren que transportaba concentrado de plomo. Poco después le llegó el turno a un tren que transportaba cobre. En 1984 se proclamó el estado de urgencia en diez provincias de las ciento cuarenta y seis con que cuenta Perú.
Para atajar la violencia, el ejército recurrió de entrada a la represión: en represalia por los 60 campesinos muertos, el Estado Mayor prometió eliminar a tres guerrilleros. Esta política dio como resultado, en un primer momento, que los indecisos se inclinaran del lado de los maoístas. El Gobierno cambió de táctica a principios de los noventa: se dejó de considerar al campesino como enemigo y empezó a considerársele un aliado. La reestructuración de la jerarquía militar y un mejor reclutamiento de los hombres permitieron privilegiar la colaboración con los campesinos. El grupo maoísta, por su parte, afinó su táctica y durante su III Conferencia definió cuatro formas de lucha: la guerra de guerrillas, el sabotaje, el terrorismo selectivo y la guerra psicológica, como el ataque a las ferias agrícolas.
La corriente de disidencia que emergió entonces en las filas del partido fue rápidamente atajada con la ejecución de los «traidores defensores de la línea burguesa». Para castigar a los que traicionaban las «fuerzas del pueblo», Sendero Luminoso creó campos de trabajo en Amazonia. En diciembre de 1987, 300 mujeres, niños y ancianos famélicos consiguieron escapar de aquel «gulag peruano» y llegaron a Belem, en los confines de la selva virgen. En 1983, algunos campesinos que habían estado sometidos a trabajos forzosos abandonaron las zonas dominadas por Sendero, que obligaba a los peones a cultivar la tierra, los campos de coca y a satisfacer las necesidades de las columnas de guerrilleros. Muchos niños nacidos en las altiplanicies encontraron la muerte, las personas que intentaban evadirse eran asesinadas. Encerrados en campos y obligados a seguir sesiones de estudios de los textos del presidente Gonzalo, los detenidos, como ocurrió con las 500 personas internadas en un campo de la región de Convención, no tardaron en padecer el hambre.
En septiembre de 1983, la policía se marcó un primer tanto con la detención de Carlos Mezzich, uno de los jefes del estado mayor de Guzmán. Agotados por la crueldad de un Sendero incapaz de mejorar su suerte, la mayoría de los campesinos no se inclinó del lado de la revolución guzmaniana. Además, Sendero Luminoso se veía combatido por otros movimientos políticos. La izquierda unida, sustentándose en una fuerte implantación sindical, se opuso con éxito a las tentativas de infiltración de Sendero, que se encontraba, en definitiva, mucho más cómodo utilizando métodos sanguinarios y expeditivos que en un trabajo comunitario o asociativo. Porque, efectivamente, en los años 1988 y 1989, Lima y Cuzco se convirtieron en objetivos directos del grupo y los barrios chabolistas en el caldo de cultivo revolucionario, conforme a las directrices del presidente Gonzalo: «¡Hay que tomar los barrios de chabolas como bases y al proletariado como dirigente!». Sendero emprendió entonces el control de las favelas y los refractarios fueron eliminados. Sus militantes se infiltraron en algunas organizaciones caritativas, como el Socorro Popular de Perú. De hecho, el grupo maoísta intentaba acabar con la implantación urbana de la izquierda marxista clásica. Después de las tentativas de someter a los sindicatos, se encontró con un nuevo fracaso. Además, Sendero Luminoso tropezó en su camino con los Tupacamaros del MRTA. Los enfrentamientos, de una violencia insospechada, significaron en 1990 la muerte de 1.584 civiles y 1.542 rebeldes. Maltrecho tras su enfrentamiento con el MRTA y duramente castigado por el ejército, Sendero Luminoso empezaba a declinar.
Los días 12 y 13 de septiembre de 1992, Guzmán y su ayudante, Elena lparraguirre, fueron detenidos. Unas semanas más tarde, el número tres de la organización, Óscar Alberto Ramírez, cayó en manos de la policía. El 2 de marzo de 1993, la responsable militar de Sendero, Margot Domínguez (Edith, en la clandestinidad), fue detenida. Por último, en marzo de 1995, una columna de 30 guerrilleros encabezada por Margie Clavo Peralta, fue desmantelada por los servicios de seguridad. Pese a ello, el aumento de sus efectivos permitió a Sendero Luminoso reunir en 1992 a 25.000 miembros, de los cuales entre 3.000 y 5.000 eran «regulares».
La predicción de Guzmán no se cumplió. Perú no quedó ahogado en su propia sangre[22]. Algunas fuentes atribuyen a Sendero Luminoso la responsabilidad de la muerte de entre 25.000 y 30.000 personas. Los niños campesinos pagaron un alto tributo al terrorismo de guerra civil de Sendero pues entre 1980 y 1991 1000 niños resultaron muertos y otros 3000 mutilados a causa de los atentados. El desmembramiento de las familias en las zonas de guerra también dejó librados a su suerte a cerca de 50.000 niños, muchos de ellos huérfanos.
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